Martes de la XXXI Semana Ordinaria

Lc 14,15-24

El Evangelio de hoy cuenta de un hombre que quiere dar una gran fiesta, pero los invitados, con diversas excusas, no aceptan la invitación. Entonces manda a los siervos a llamar a pobres y lisiados para que llenen su casa y disfruten la cena. Este relato es como un resumen de la historia de la salvación y también la descripción del comportamiento de muchos cristianos.
 La cena, la fiesta, es figura del cielo, de la eternidad con el Señor, y en una fiesta nunca se sabe a quién te vas a encontrar, se conocen personas nuevas, se ve también a personas que no querrías ver, pero el clima de la fiesta es la alegría y la gratuidad. Porque una verdadera fiesta debe ser gratuita. Y en esto nuestro Dios nos invita siempre así, no nos hace pagar la entrada. En las fiestas auténticas no se paga la entrada: paga el dueño, paga el que invita. Pero hay quien incluso ante la gratuidad pone en primer lugar sus intereses: Ante esa gratuidad, esa universalidad de la fiesta, está esa actitud que cierra el corazón: “Yo no voy. Prefiero estar solo, con la gente que me gusta, encerrado”. Y ese es el pecado; el pecado del pueblo de Israel, el pecado de todos nosotros. La cerrazón. “No, para mí es más importante esto que aquello. No, lo mío”. Siempre lo mío.

 Ese rechazo es también desprecio a quien invita, es decir al Señor: “No me molestes con tu fiesta”. Es cerrarse a lo que el Señor nos ofrece: la alegría del encuentro con Él. Y en el camino de la vida tantas veces estaremos ante esa elección, esa opción: o la gratuidad del Señor, ir a encontrar al Señor, encontrarme con el Señor o encerrarme en mis cosas, en mi interés. Por eso el Señor, hablando de uno de esos cierres, decía que es muy difícil que un rico entre en el reino de los cielos. Aunque hay ricos buenos, santos, que no están apegados a la riqueza. Pero la mayoría está apegada a la riqueza, encerrados. Y por eso no pueden entender qué es la fiesta. Tienen la seguridad de las cosas que pueden tocar.

 La reacción del Señor ante nuestro rechazo es decidida: quiere que a la fiesta sean llamadas todo tipo de personas, llevados, incluso obligados, malos y buenos. Todos están invitados. Todos, nadie puede decir: “Yo soy malo, no puedo…”. No. El Señor porque eres malo te espera de modo especial. Recordad la actitud del padre del hijo pródigo que regresa a casa: el hijo comenzó un discurso, pero él no lo deja hablar y lo abraza. El Señor es así. Es la gratuidad. De hecho, en la Primera Lectura el apóstol Pablo pone en guardia de la hipocresía, y a los judíos que rechazaban a Jesús porque se creían justos, el Señor una vez les dijo: “En verdad os digo que los publicanos y las meretrices van a estar por delante de vosotros en el Reino de Dios”. El Señor ama a los más despreciados, pero nos llama a todos. Pero ante nuestra cerrazón se aleja y se indigna como dice el Evangelio recién leído. Pensemos en esta parábola que nos da el Señor hoy. ¿Cómo va nuestra vida? ¿Qué prefiero yo? ¿Aceptar siempre la invitación del Señor o encerrarme en mis cosas, en mis pequeñeces? Pidamos al Señor la gracia de aceptar siempre acudir a su fiesta, que es gratuita.

Lunes de la XXXI Semana Ordinaria

Lc 14,12-14

¿Has descubierto alguna vez la sonrisa agradecida de quien ha recibido un regalo que no esperaba? ¿Has entregado tu vida sin esperar nada a cambio y te has encontrado al final de la jornada con el corazón lleno de paz y de gozo? Estas actitudes son muy difíciles de explicar en un mundo donde todo se ha convertido en mercancía, en servicio cobrado, en interés y búsqueda de ganancia. Cristo, el que ama sin interés, que se hace hombre sin esperar recompensa, el que te ama y me ama sin buscar nada a cambio, hoy nos dice dónde se puede encontrar la mayor felicidad.

Con las enseñanzas que hoy pone delante de nosotros queda bien claro cuál es la misión del discípulo: dar sin esperar recompensa, dar con alegría, dar pronto y en silencio.

El Papa Francisco en días pasados frente a los admirados responsables de un alberge al mismo tiempo que les agradecía, los invitaba a que nunca se olvidaran de aquellos que llegaban hasta su puerta porque son “carne de Cristo”, les decía. Somos muchas veces incapaces de dar sin esperar recompensa aún en los amores que parecerían más sinceros, aún en el amor de los esposos, cuando todo se convierte en condicionamiento: yo te doy si tú me das; aún en la familia: yo educo y cuido mis hijos para que después me ayuden en la vejez… Si así obramos podemos quedarnos con las manos vacías, porque no hemos dado generosamente ni gratuitamente.

Hay una frase, aunque se ha ido perdiendo ya un poco, que las gentes sencillas de nuestro pueblo suelen decir como muestra de agradecimiento: “Dios se lo ha de pagar”. Y así también nos dice Cristo que la recompensa se pagará cuando resuciten los justos. La generosidad y la gratuidad son partes esenciales del discípulo. Son la base del amor y, si en un momento dudáramos, Cristo llega afirmar con toda contundencia: “Dad como yo doy… amad como yo amo…” Y basta que lo contemplemos clavado en la cruz para comprender cómo es su amor por nosotros que aún éramos pecadores

¿Por qué no intentamos hoy dar algo sin esperar recompensa? ¿Por qué no hacemos feliz hoy a una persona que no nos pueda devolver nada?

Sábado de la XXX Semana Ordinaria

Lucas 14, 1.7-11

En este texto del Evangelio Jesús parece interesado en que podamos quedar bien ante los demás, que sean los otros los que nos valoren haciéndonos subir de puesto, del lugar donde nos colocamos nosotros.

Y dice: “Todo el que se enaltece será humillado”. Y sucede que se nos escapa por tantas rendijas de la vida ese “afán” por creernos mejores que los demás. Nos llevará toda la vida “trabajar” por no engreírnos, por situarnos en nuestra verdad. Mientras procuremos hacerla nuestra, se irá consolidando en nuestra vida, pero no podemos creer que “poseemos la humildad”, pues cuando menos te das cuenta, si te distraes, ya nos estamos “enalteciendo” no sólo con palabras, sino también con pensamientos, gestos, y actitudes.

Aquí los fariseos que “espían” a Jesús se están enalteciendo porque van con prejuicios y desconfianza, calculando lo que hace, controlando sus pasos. Con esta actitud se están “enalteciendo”, sus miradas están cegadas y no ven en Jesús al “manso y humilde de corazón”.

Por eso la humildad es esa virtud que siempre hemos de buscar, es una “perla preciosa” que nos abre las puertas, derriba los muros, allana el camino, crea puentes, acoge a todos. Jesús es el manso y humilde de corazón.

 En el Magníficat María dijo: “El Poderoso… ha mirado la humildad de su servidora”. La humildad atrae la mirada divina ¿Qué tiene la humildad que es tan poderosa para atraer la mirada de Dios? Nos hace buenos, nos hace parecernos a Jesús.

 Este pasaje del Evangelio nos invita a preguntarnos: ¿Cuándo me estoy enalteciendo a mí mismo?

Viernes de la XXX Semana Ordinaria

Lc 14, 1-6

Una vez más Jesús se muestra inteligente, sagaz; sabe poner en apuro a los fariseos que buscan atraparlo en un descuido. Pero no. Él sabe preguntar y los otros saben callar. La dialéctica hombre-sábado queda manifiesta. Hay que elegir, como tantas veces en la vida: el hombre o las leyes. Lo cómodo son las leyes, como si pareciera que al cumplirlas a rajatabla no te llevase a equivocación alguna. Al elegir al hombre trastoca el sentido de las leyes, máxime si ese hombre es un enfermo y además de hidropesía, de excesivo líquido corporal que produce hinchazón. Jesús, que le había dicho a Nicodemo que era necesario nacer del agua y del espíritu, ahora cura a un enfermo de exceso de agua. Porque Él sabe que los excesos son malos siempre. Sí, sé que estoy jugando con dos términos fundamentales: enfermedad y salud interior.

No sé si Jesús conocía lo escrito en el frontis del templo de Delfos, posiblemente no. Decía: “Conócete a ti mismo”, como la gran máxima griega; lo que no se ha indicado tanto, o más bien casi nuca, es lo que seguía: “Nada en exceso”. Pero ambas frases de conocimiento sí que las sabía en carne propia y de una u otra forma, las predicaba, las enseñaba en su pedagogía cauta y asequible para todos.

Ante aquella disyuntiva, Jesús elige sanar, curar el cuerpo de aquel hombre y dejar sin argumentos a los fariseos leguleyos que no pudieron contestarle nada. La opción es clara: ayudar, liberar, levantar al postrado, desenmascarar la hipocresía farisaica. Es fácil extraer la lección. Seguro que después Jesús entró a comer, dejando desconcertados a los que le esperaban fuera para ver si lo agarraban en algún renuncio.

Pero la cosa no quedó ahí, al entrar y viendo dónde y cómo se sentaba cada uno en la mesa, no perdió la oportunidad de poner de manifiesto el atrevimiento de algunos al ocupar los primeros puestos y aleccionar sobre la actitud que cada uno debemos tomar en nuestro sitio y en nuestra implantación del Reino de Dios: nunca desde arriba, nunca desde los primeros puestos de figureo y alarde, sino desde los últimos puestos de servicio y comprensión para que nadie te mande descender, humillarte y bajarte de tu ego demoledor.

Jesús fue todo un ejemplo de “kénosis”, de abajamiento, de sencillez, convirtiéndose en uno de tantos…

Es la mejor forma de servir, de servicio fraterno, de servir para algo, para Alguien. El resto… montaje estructural.

FIELES DIFUNTOS

Jn 14, 1-6

No podemos ver la celebración de este día separada de la celebración de ayer.  Ayer celebrábamos a Todos los Santos,  es decir,  celebrábamos  a todos los hermanos que ya han llegado al término del camino,  a los que, ya gloriosos,  reinan con Cristo.

Hoy,  conmemoramos a los hermanos difuntos: parientes,  amigos,  todos los cristianos de quienes la muerte nos ha separado. 

La muerte es un fenómeno que estamos viendo constantemente a nuestro alrededor: mueren las plantas, muere el animal y muere el hombre.

En teoría morir es desaparecer, disolverse, diluirse el ser vivo en la nada.

El hombre, no es Dios, sólo Dios no muere, sólo Dios no tiene principio ni final.  Nosotros somos seres limitados, tenemos un principio: nuestro nacimiento;tenemos un final: nuestra muerte.

La muerte es uno de esos momentos en que los hombres tocamos casi con la mano el fondo de nuestra pequeñez.  Nos damos cuenta de que nos somos nada.

Si miramos al universo, podemos preguntarnos ¿qué somos en medio de este gran universo?  La respuesta es que somos poca cosa.

A todos nos gustaría que en esta vida no tuviéramos que sufrir ni morir, pero no nos debemos engañar.  El dolor, el sufrimiento, el fracaso, la desgracia y la muerte son situaciones propias de la vida humana.  La muerte es parte de nuestra vida.  En cada uno de nosotros está latente la posibilidad de sufrir o morir.

Para el creyente cristiano, sin embargo, la muerte deja de ser algo sin sentido y nuestra muerte adquiere junto con Cristo, un sentido nuevo.  La muerte para el cristiano es el principio de la verdadera vida. 

Para nosotros, hombres y mujeres de fe, con la muerte, la vida se transforma, no se acaba.

Ante la muerte el hombre se siente impotente y reconoce su finitud.  Pero nosotros como cristianos, no podemos ser hombres sin esperanza.

En el Antiguo Testamento se refleja la esperanza en Dios, este Dios que libraría al hombre definitivamente de la muerte.  Esto era lo que anunciaban los profetas: “Dios aniquilará la muerte para siempre.  El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros y el oprobio de su pueblo lo alejará de todo el país”.

Cristo cumple lo que habían anunciado los profetas de Israel.  La obra de Cristo aparece como una gran lucha contra la muerte.

El Señor se enfrenta con la muerte en sus milagros de resurrección y con su palabra; al predicar proclama claramente: “Yo soy la resurrección y la Vida”.  Cristo ha vencido la muerte con su propia resurrección.

Esa victoria de Cristo resucitado es también una victoria para nosotros los hombres: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”.

Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida.

La muerte debe dar un sentido a nuestra vida porque nos hace tomar conciencia que tenemos una sola vida aquí en la tierra y que hay que aprovecharla para poder alcanzar la vida eterna que Dios nos quiere regalar.  Debemos vivir cada día como si fuera el último de nuestra vida para vivirla más positivamente y realizarla en plenitud.

Cristo nos dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”.  Por medio de la muerte nosotros llegamos a la vida.  No podemos estar en el cielo si no dejamos la vida terrena.  Por lo tanto es un paso necesario para llegar al cielo.

Hoy pues queremos orar por todos nuestros fieles difuntos, para que Dios tenga misericordia de ellos y puedan llegar al cielo, que es el destino de todo ser humano.

Lo más importante que podemos hacer por nuestros difuntos es orar, ofrecer misas por ellos.  Esto y sólo esto es lo que cuenta para Dios y para la salvación de nuestros difuntos.  Por eso hoy nos hemos reunido en esta Eucaristía para orar y pedir por su eterno descanso.