Mc 3,1-6
Hoy la Palabra de Dios en el Antiguo Testamento nos presenta una escena estremecedora: el enfrentamiento entre David y Goliat. Es todo un símbolo de la lucha entre el bien y el mal, del que confía en Dios o en sus propias fuerzas. ¿De quién será la victoria? De quien confía en Dios, tal como recuerda el salmo: “Dios salva a David su siervo”.
En el evangelio de hoy aparece Jesús curando a un enfermo que tenía una mano paralizada. Hay un alboroto en la sinagoga donde están reunidos porque esa acción que realiza Jesús, no está permitido realizarla en el día sábado. Con esta sanación Jesús quiere demostrar a sus oponentes que los excluidos por una falsa interpretación de la Ley, son el centro de su preocupación. En su esfuerzo por educar las conciencias Jesús no escatima explicaciones para hacer reflexionar a quienes le escuchan, a fin de que no se dejen manipular. El que busca la voluntad de Dios nunca se equivoca.
Curar aquella mano paralizada tiene un significado decisivo para el enfermo, pues la mano simboliza nuestra capacidad de trabajar, de construir, pero también de dar, de aportar algo, de hacer el bien. Por eso, con este milagro Jesús curaba mucho más que una mano. Promovía a esa persona para que pudiera vivir con dignidad y sentirse fecunda en la sociedad. Sin embargo los fariseos eran incapaces de alegrarse por el bien de la persona curada. Esto indignó a Jesús, que los miró lleno de enojo. Cómo se entristece Jesús cuando nos volvemos incapaces de alegrarnos por el bien ajeno.
El endurecimiento de los fariseos es tan grande que deciden terminar con Jesús y eliminarlo. ¿Es posible tanta ceguera, tanta maldad? ¿Cómo pueden pensar que honran a Dios impidiendo el bien de una persona que está enferma?
Cristo no ha venido para abolir la antigua ley, sino a darle plenitud. Este pasaje lo deja en evidencia. Los fariseos se molestan porque Cristo hace algo prohibido por la ley. Y Cristo pone de relieve que lo más importante es hacer el bien; en este caso, salvar una vida.