Jn 20,1-2. 11-18
Hace algunos días platicábamos a propósito de la fiesta de este día, de Santa María Magdalena. Uno de los presentes comentó, un poco irónico: “¿La pecadora?”, pero pronto aparecieron otras voces, especialmente femeninas, reclamando: “La primer testigo de la resurrección del Señor”, “la que fue apóstol de los apóstoles”, “la única valiente que acudió al sepulcro después de que mataron al Salvador”, y un sinnúmero de alabanzas más para esta gran mujer.
Es cierto, los cuatro evangelistas nos dan testimonio, aunque de manera distinta, de que ella fue la primera en ver a Jesús resucitado, ya sea a solas como nos lo narra el evangelio de San Juan, ya sea en compañía de otros discípulos como nos lo narran los otros evangelios.
¿Por qué tiene que recordarse siempre lo negativo y no lo positivo de una persona? Si, como algunos piensan, fue una gran pecadora, supo expiar su pecado manteniéndose firme junto la cruz mientras todos los discípulos huían y sólo se mantenían cerca de Jesús su Madre, San Juan y algunas mujeres.
El gran privilegio que recibe de ser testigo de la resurrección en un proceso que todo discípulo debe recorrer, nos enseña que si bien somos pecadores, gracias al gran amor de Jesús resucitado estamos llamados a ser testigos de la vida.
Magdalena todavía debe superar la prueba de lograr distinguir al Señor bajo las apariencias de un hortelano. Así en lo pequeño y cotidiano se esconde la señal del Resucitado. Nosotros también, al igual que la Magdalena, estamos llamados a experimentar el gran amor de Jesús que es capaz de sacarnos de la oscuridad de nuestro pecado y transformarnos en testigos de su resurrección.
Debemos también aprender que a Jesús vivo y resucitado se le descubre con frecuencia en el rostro sencillo y cercano de quien vive a nuestro lado. Ahí tenemos que descubrirlos e iniciar el testimonio de anunciarlo como vivo.
Con María Magdalena hoy debemos correr a anunciar a tantos discípulos que se encuentran encerrados, temerosos y apocados, que el Señor está resucitado. También a nosotros nos corresponde esa alegría y ese honor: ser testigos de resurrección después de haber sido liberados del pecado.