Sábado de la XXIX Semana Ordinaria

Lc 13, 1-9

El texto de Lucas define la gran novedad del Dios de Jesús: las catástrofes, las represiones sangrientas (nosotros podríamos añadir la pandemia del covid) no son un castigo por los pecados cometidos por las víctimas, sino consecuencias terribles e inevitables de nuestra realidad aunque ciertamente no faltas de un sentido, quizá una advertencia… En todo caso no son queridas por Dios. Todo lo contrario. Para Él somos sus hijos y nos quiere con un amor incondicional y para siempre.

Jesús refiere los tristes acontecimientos vividos por los judíos para proclamar, una vez más, la necesaria Conversión hacia ese Dios que, por amor, le ha enviado para anunciar a todos la Salvación. La parábola de la higuera es bien expresiva en este sentido junto a los tres años en que no da fruto: necesita cuidados, abono… y mucha paciencia como la que muestra Jesús en su ministerio público. ¡Somos tantas veces reacios a dar frutos!

Cuando nos preguntamos por Dios en los tristes acontecimientos que nos ocurren personalmente o como comunidad humana, parece que estamos todavía en la mentalidad antigua de un Dios justiciero y vengativo. Jesús nos muestra, en su vida entregada hasta el sacrificio en la cruz, que está con todos y cada uno de nosotros en nuestros sufrimientos y perplejidades, que todo tiene un sentido…y es un sentido de esperanza y de amor.

“Sobran profetas de calamidades que sólo ven desgracias y peligros en los acontecimientos del mundo. Hay que mirar con los ojos del corazón para en el leve susurro del silencio, como el profeta Elías, vislumbrar el paso de Dios en lo que sucede cada día. «Si alguno escucha mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaremos juntos». Abrir la puerta es abrirnos a lo nuevo y diferente que, sin control nuestro, va surgiendo en una historia cambiante. San Bernardo recomendó al papa Eugenio III: «Debes examinar atentamente lo que la época espera de ti». Nueve siglos más tarde, Juan XXIII propuso como tarea permanente de la Iglesia releer los signos del tiempo para descubrir en ellos la llamada del Espíritu.”

Viernes de la XXIX Semana Ordinaria

Lc 12, 54-59

¿Cómo no querer dialogar, en todas nuestras circunstancias, con Jesús, nuestro Maestro y Señor? Tenemos que reconocer que algunas veces no acabamos de entender sus palabras. Por ejemplo, lo que nos dice en el evangelio de hoy. Parece que nos echa en cara que sabiendo interpretar bien el aspecto de la tierra y del cielo, y hoy mejor que nunca gracias a los meteorólogos que nos brindan sus enseñanzas en la radio, en la televisión… “no sabéis interpretar el tiempo presente”. “¿Cómo no sabéis juzgar vosotros mismos lo que se debe hacer?”.

En cuanto a nuestra conducta personal, lo que debemos hacer, creo que nos resulta normalmente fácil saberlo siguiendo el evangelio. La cosa se oscurece para saber cómo predicar el evangelio en esta sociedad cada vez más descristianizada, cómo dirigirnos a muchos de esos hombres y mujeres que, al menos, de entrada dicen no necesitar la buena noticia de Jesús, ni de Dios. En más de una ocasión, no sabemos cómo adentrarnos en los ambientes descristianizados para ofrecerles a Jesús y su evangelio.

Como tenemos confianza con Jesús, nos podemos dirigir a Él, con ánimo orante y suplicante, y pedirle que nos envíe su luz y su fuerza para cumplir con nuestra misión de evangelizadores en el siglo XXI.  

Jueves de la XXIX Semana Ordinaria

Lc 12, 49-53

“¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra?

Continúan sus palabras un tanto desconcertantes “Con un bautismo tengo que ser bautizado” ¿está refiriéndose al camino de dolor que le ha de llevar hasta el Calvario? Jesús ha de sumergirse en las aguas profundas del sufrimiento que le llevarán hasta la cruz, testimonio último de su fidelidad al Padre y de amor a la humanidad. En este sentido Jesús nos estaría descubriendo los sentimientos de su propio corazón.

¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra?

¿Está apuntando a una realidad que se vivió en torno a la figura de Jesús y su mensaje? División, enfrentamientos. No una división buscada pero sí consecuencia de su vida y su Mensaje. También refleja este texto la experiencia de las primeras comunidades cristianas que sufrieron divisiones en sus propias familias a causa de Jesús. Y recorriendo la geografía mundial, hoy también ¡cuánto sufrimiento y persecución a causa del nombre de Jesús!

La paz que Él nos propone no es una paz fácil y tranquila, sino fruto de la vivencia de unos valores que entran muy a menudo en conflicto incluso con nosotros mismos.

Si estas palabras duras, a veces desconcertantes, las referimos a nuestra propia historia personal, nuestras relaciones sociales, comunitarias, eclesiales…Sabemos que mantener la coherencia con nuestra fe, en nuestra vida, en nuestro trabajo, en nuestra profesión, mantenernos fieles a los valores del evangelio, perdón, solidaridad, justicia… ¿no ha sido con frecuencia causa de división, de lucha con nosotros mismos o con nuestro entorno?

Porque el mensaje de Jesús nos saca de nuestras posiciones fáciles, de nuestras prácticas a veces rutinarias, de nuestra pasividad y conformismo frente a nuestro entorno.

Vamos a acabar esta reflexión sintiéndonos destinatarios de la oración que el Apóstol Pablo dirige al Padre de Nuestro Señor Jesucristo” consciente de la gratuidad del Don de Dios, este Don es el que pide para los creyentes, para nosotros/as:

Que seamos fortalecidos en el hombre interior por su Espíritu.

Que Cristo habite por la fe en nuestros corazones.

Que seamos capaces de conocer el amor de Dios que excede a todo conocimiento.

Señor, que sepa acoger el don de tu Gracia para comprender y vivir tu Palabra.

Miércoles de la XXIX Semana Ordinaria

Lc 12, 39-48

El mundo de la confianza no es idílico. La confianza se desarrolla en el ámbito del encuentro interpersonal. En este encuentro, por medio del diálogo, se puede entregar las llaves de la vida. Sin embargo, la confianza es frágil, se puede romper por muchos motivos.

Jesús escoge este ámbito de diálogo interpersonal, y habla en parábolas en el Evangelio de Lucas, avisando del ladrón que visita de noche nuestra casa, y expresa que, si el amo de la casa supiera la hora de su venida, no le dejaría abrir un boquete. De alguna manera, la ruptura de la confianza viene a ser como la experiencia de sentirse robado en la existencia. Nos roban las palabras, nos roban los sentimientos, nos roban la vida, la dignidad, los derechos… Nadie sabe cuándo y por qué razones va a ocurrir. Sólo vivimos con dolor y decepción el hecho de que las personas no estén a la altura de la confianza, y se reciba traición en lugar de lealtad.

Pero no podemos vivir la existencia bajo el temor a que nos roben. La confianza lleva adherido de manera intrínseca el hecho de la exigencia. Al que mucho se le confío, más se le exigirá. Son palabras dirigidas al apóstol Pedro, a quién Jesús, le confía la Iglesia. De ahí que la exigencia para Pedro sea mayor.

Cuando nos abrimos al mundo de la fe descubrimos que Dios confía en nosotros, en nuestra libertad, en nuestra respuesta libre y sincera que ha de ser acompañada por el amor. Él nos amó primero (Jn 3,16), pero esa oferta requiere un nivel de confianza y exigencia que no puede quedar en la indiferencia o en el olvido. Pablo VI, en la Ecclesiam Suam (75), dice que: “No se ejerció presión física sobre nadie para que aceptara el diálogo de salvación; lejos de ahí. Fue un llamado de amor. Es cierto que imponía una obligación seria a aquellos a quienes se dirigía, pero los dejaba libres para responder o rechazar”.

El rechazo de la fe, es como la ruptura con el amor, con la bondad requerida, con la claridad que expresa, y con el perdón que brinda; es la no aceptación de esa obligación seria que requiere el mundo de la confianza.

Oremos para que estemos a la altura de la confianza que Dios deposita en nosotros, para que dicha confianza se haga extensiva con las personas que amamos, y respondamos sinceramente a las exigencias que toda lealtad imprime a la vida de fe y de fraternidad.

San Lucas, Evangelista

Lc 10, 1-9

Hoy celebramos de nuevo a una piedra fundamental de este edificio que es la Iglesia, del que por la misericordia de Dios, formamos parte.

El Evangelio de hoy destaca tres etapas de la pobreza en la vida de los discípulos, tres modos de vivirla. La primera, estar desprendidos del dinero y las riquezas, y es la condición para iniciar la senda del discipulado. Consiste en tener un corazón pobre, tanto que, si en la labor apostólica hacen falta estructuras u organizaciones que parezcan ser una señal de riqueza, usadlas bien, pero estad desprendidos. El joven rico conmovió el corazón de Jesús, pero luego no fue capaz de seguir al Señor porque tenía el corazón apegado a las riquezas. Si quieres seguir al Señor, elige la senda de la pobreza, y si tienes riquezas, porque el Señor te las ha dado para servir a los demás, mantén tu corazón desprendido. El discípulo no debe tener miedo a la pobreza; es más, debe ser pobre.

La segunda forma de pobreza es la persecución. El Señor envía a los discípulos “como corderos en medio de lobos”. Y también hoy hay muchos cristianos perseguidos y calumniados por el Evangelio. Ayer, en el Aula del Sínodo, un obispo de uno de esos países donde hay persecución, contó de un chico católico al que apresó un grupo de jóvenes que odian a la Iglesia, fundamentalistas; le dieron una paliza y lo echaron a una cisterna y le tiraban fango y, al final, cuando el fango le llegó al cuello: “Di por última vez: ¿renuncias a Jesucristo?” – “¡No!”. Le tiraron una piedra y lo mataron. Lo oímos todos. Y eso no es de los primeros siglos: ¡eso es de hace dos meses! Es un ejemplo. Cuántos cristianos hoy sufren persecuciones físicas: “¡Ese ha blasfemado! ¡A la horca!”. Y hay otras formas de persecución: la persecución de la calumnia, de los chismes, y el cristiano está callado, tolera esa pobreza. A veces es necesario defenderse para no dar escándalo… Las pequeñas persecuciones en el barrio, en la parroquia… pequeñas, pero son la prueba, la prueba de una pobreza. Es el según modo de pobreza que nos pide el Señor: recibir humildemente las persecuciones, tolerar las persecuciones. Eso es una pobreza.

Y hay una tercera forma de pobreza: la de la soledad, el abandono, como dice la primera lectura de hoy (2Tim 4,9-17), en la que el gran Pablo, que no tenía miedo de nada, dice: “En mi primera defensa, nadie estuvo a mi lado, sino que todos me abandonaron”. Pero añade, “más el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas”. El abandono del discípulo: como puede pasarle a un chico o una chica de 17 o 20 años que, con entusiasmo, dejan las riquezas por seguir a Jesús, y con fortaleza y fidelidad toleran calumnias, persecuciones diarias, celos, las pequeñas o las grandes persecuciones, y al final el Señor le puede pedir también la soledad del final. Pienso en el hombre más grande de la humanidad, y ese calificativo salió de la boca de Jesús: Juan Bautista; el hombre más grande nacido de mujer. Gran predicador: la gente acudía a él para bautizarse. ¿Cómo acabó? Solo, en la cárcel. Pensad qué es una celda y qué eran las celdas de aquel tiempo, porque si las de ahora son así, pensad en las de entonces… Solo, olvidado, degollado por la debilidad de un rey, el odio de una adúltera y el capricho de una niña: así acabó el hombre más grande de la historia. Y sin ir tan lejos, muchas veces en las casas de reposo donde están los sacerdotes o las monjas que gastaron su vida en la predicación, se sienten solos, solos con el Señor: nadie les recuerda. Una forma de pobreza que Jesús prometió al mismo Pedro, diciéndole: “Cuando eras joven, ibas a donde querías; cuando seas viejo, te llevarán adónde tú no quieras”.

El discípulo es, pues, pobre, en el sentido de que no está apegado a las riquezas y ese es el primer paso. Es luego pobre porque es paciente ante las persecuciones pequeñas o grandes, y –tercer paso– es pobre porque entra en ese estado de ánimo de sentirse abandonado al final de su vida. El mismo camino de Jesús acaba con aquella oración al Padre: “Padre, Padre, ¿por qué me has abandonado?”. Así pues, recemos por todos los discípulos, curas, monjas, obispos, papas, laicos, para que sepan recorrer la senda de la pobreza como el Señor quiere.

Lunes de la XXIX Semana Ordinaria

Lc 12, 13-21

Ante este evangelio nos podríamos preguntar: ¿es malo entonces el tener Riquezas? Y la respuesta es no.

Lo que pone o puede poner en peligro nuestra vida de gracia es el acumular. Jesús nos explica hoy que el tener solo por atesorar, empobrece nuestra vida y priva a los demás de los bienes que han sido creados para todos.

Todo edificio necesita un cimiento firme.  Mientras el cimiento sea sólido, el edificio puede elevarse más hacia el cielo.  El cimiento de nuestra vida consiste en la convicción de que dependemos totalmente de Dios.  El error de ese agricultor del evangelio era pensar que aquellas abundantes riquezas eran el cimiento de su felicidad.  Creía que su riqueza lo respaldaba y que Dios le era innecesario.

Decía un santo: «Lo que te sobra, no te pertenece». La belleza de la vida cristiana consiste en adquirir, por medio de la gracia, la capacidad de compartir.

Dejar que las cosas, como el agua entre nuestras manos, corran hacia los demás. Esta es la verdadera libertad que lleva al hombre a experimentar la paz y la alegría perfecta.

Sábado de la XXVIII Semana Ordinaria

Lc 12, 8-12

Dar testimonio de Cristo es arriesgado y lleva muchas veces al martirio, como Cristo anuncia en el evangelio, pero no hay que olvidar la otra cara de la moneda; que si Cristo nos invita a dar testimonio de Él ante los hombres es porque sabe que el mundo está deseando que alguien le anuncie la palabra.

Cristo nos habla de dar testimonio de Él ante los hombres y luego habla del martirio. Está profetizando lo que será la vida de la Iglesia durante los veinte siglos de su existencia, desde la muerte de San Esteban, hasta la última monja asesinada en China por atreverse a predicar el Evangelio. En el mundo moderno, que tanto alardea de comprensión y tolerancia, la Iglesia sigue ofreciendo a Cristo la sangre caliente y enamorada de quienes no temen morir por Él.

El siglo XX ha sido el de los millones -sí, sí, millones- de mártires, los del comunismo en Asia, Europa oriental y España; los del nazismo, o los del simple odio a Dios en la guerra cristera de México o del extremismo musulmán en África. Puede que a nosotros no se nos presente esta ocasión en nuestra vida, ni que el Señor nos pida esta muestra de amor. Pero sí nos pide el martirio que puede suponer día tras día levantarse a la primera y a la misma hora, sonreír cada jornada a esta persona que podemos llegar a no soportar, el callarnos por dentro cada vez que nos venga un juicio negativo sobre esa persona, el seguir poniendo nuestro cariño a pesar de no recibir nada a cambio, el no abandonar el trabajo estipulado por cansancio… y tantas cosas, que son pequeñas espinas que podemos ofrecer a Dios, pequeños martirios que hacen de nosotros «otros cristos» y que son manifestaciones de amor a Dios.

Conscientes de que el sufrimiento, por grande que sea es pasajero, y el haber sufrido con amor es el sello más hermoso para el alma. No podemos olvidar, que el dolor siempre tiene que estar cargado de esperanza, la cruz por la cruz es inútil, y no lleva más que a la desesperación. Jesús sufrió como nadie, pero resucitó y su sufrimiento no fue inútil, ni estático. Se produjo en un periodo de tiempo limitado, y la respuesta a ese dolor fue la resurrección, el mayor milagro que se ha dado y se dará en toda la eternidad. Por eso, nuestro dolor es efectivo y aparte de producirnos la salvación podemos arrancar del Señor grandes gracias y milagros para nosotros y para nuestros hermanos los hombres.

Viernes de la XXVIII Semana Ordinaria

Lc 12, 1-7

En este evangelio, Jesús nos invita a no tener miedo en nuestro caminar por la vida. Es verdad que en tiempo de Jesús y también en el nuestro había y hay personas que matan a otras personas. Ante esta situación Jesús nos anima: “A vosotros os digo, amigos míos, no tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden hacer más… temed al que tiene poder para matar y después echar en el fugo”.

Pero con las palabras que siguen nos anima a que no tengamos ningún miedo, por la sencilla razón de que el que puede mandarnos al fuego… es Dios, que es nuestro Padre, el que nos ama entrañablemente, y por eso tiene contados hasta los cabellos de nuestra cabeza, el que cuida de los gorriones que tienen un pequeño valor de dos cuartos… y mucho más de nosotros. “Por tanto, no tengáis miedo: no hay comparación entre vosotros y los gorriones”.  

Que nos acojamos a la Providencia y protección de nuestro Padre amoroso.

Jueves de la XXVIII Semana Ordinaria

Lc 11, 47-54

En el Evangelio de hoy, escribas y fariseos se consideran justos y Jesús les hace ver que solo Dios es justo, porque los doctores de la ley se han “quedado con la llave del saber; vosotros, que no habéis entrado y habéis cerrado el paso a los que intentaban entrar”. Ese apoderarse de la capacidad de comprender la revelación de Dios, de entender el corazón de Dios, de comprender la salvación de Dios –la llave del saber–, podemos decir que es una grave omisión: se olvida la gratuidad de la salvación, se olvida la cercanía de Dios y se olvida la misericordia de Dios. Y los que olvidan la gratuidad de la salvación, la cercanía de Dios y la misericordia de Dios, se apoderan de la llave del saber.

Así pues, se olvida la gratuidad. Es la iniciativa de Dios la que nos salva, pero estos se inclinan por la ley: la salvación está ahí, para ellos, y llegan a un montón de prescripciones que, de hecho, para ellos se convierten en la salvación. Pero así no reciben la fuerza de la justicia de Dios. La ley, en cambio, siempre es una respuesta al amor gratuito de Dios, que tomó la iniciativa de salvarnos. Y cuando se olvida la gratuidad de la salvación se cae, se pierde la llave del saber de la historia de la salvación, perdiendo el sentido de la cercanía de Dios. Para ellos Dios es el que ha hecho la ley. Y ese no es el Dios de la revelación. El Dios de la revelación es el Dios que empezó a caminar con nosotros, desde Abraham hasta Jesucristo, Dios que camina con su pueblo. Y cuando se pierde el trato cercano con el Señor, se cae en esa mentalidad obtusa que cree en la autosuficiencia de la salvación con el cumplimiento de la ley.

Cuando falta la cercanía de Dios, cuando falta la oración, no se puede enseñar la doctrina ni hacer teología, mucho menos teología moral. La teología se hace de rodillas, siempre cerca de Dios. Y la cercanía del Señor llega a su punto más alto en Jesucristo crucificado, habiendo sido nosotros justificados por la sangre de Cristo, como dice San Pablo. Por eso, las obras de misericordia son la piedra de toque del cumplimiento de la ley, porque se va a tocar la carne de Cristo, tocar a Cristo que sufre en una persona, sea corporal o espiritualmente.

Además, cuando se pierde la llave del saber, se llega también a la corrupción. Pienso en la responsabilidad de los pastores de la Iglesia hoy: cuando pierden o se apoderan de la llave del saber, cierran la puerta a nosotros y a los demás. Me tocó oír varias veces a párrocos que no bautizaban a los hijos de las madres solteras, porque no habían nacido en el matrimonio canónico. Cerraban la puerta, escandalizaban al pueblo de Dios. ¿Por qué? Porque el corazón de esos párrocos había perdido la llave del saber. Sin ir tan lejos en el tiempo y en el espacio, hace un tiempo, en un pueblo, en una ciudad, una madre quería bautizar al hijo recién nacido, pero estaba casada civilmente con un divorciado. El párroco le dijo: “Sí, sí. Bautizo al niño. Pero tu marido está divorciado. Que se quede fuera, no puede estar presente en la ceremonia”. ¡Esto pasa hoy! Los fariseos, los doctores de la ley no son de aquellos tiempos, también hoy hay muchos. Por eso es necesario rezar por los pastores. Rezar para que no perdamos la llave del saber y no cerremos la puerta a nosotros y a la gente que quiere entrar.

Miércoles de la XXVIII Semana Ordinaria

Lc 11, 42-46

La ley tiene como único fin ayudarnos a vivir de acuerdo al amor.

Cada uno de los mandamientos expresa el deseo de Dios de que el hombre crezca y madure en el amor. Sin embargo cuando la ley se convierte en fin en sí misma deja de expresar el deseo del legislador y se convierte en un yugo difícil de llevar.

Nosotros también podemos ser acusados por los doctores de la ley y fariseos a los que Jesús les dirige sus lamentos y ayes. La brecha entre los más ricos y los más desfavorecidos es enorme e infranqueable, recordemos la parábola del pobre Lázaro que se alimentaba de migajas del suelo.

Hay países en las que la mitad de los pobres son niños.  En nuestro país y todo el mundo, la pobreza no es un problema meramente económico o sociológico, sino evangélico, religioso y moral.  Una mínima parte de la población mundial acapara para sí los bienes de la creación.  El consumismo derrochador y depredador está agotando los bienes de la creación. Los rostros de los pobres y excluidos son rostros sufrientes de Cristo.

En una cultura que pretende esconder los rostros de los pobres y transformarlos en invisibles o naturalizar la pobreza, la fe nos alienta a ponerlos en el centro de nuestra atención pastoral.

No es posible pensar en una nueva evangelización sin un anuncio de la liberación integral de todo lo que oprime al hombre: el pecado y sus consecuencias.  No puede haber una auténtica opción por los pobres sin un compromiso firme por la justicia y el cambio de las estructuras de pecado.

Nuestra cercanía con los pobres no sólo es necesaria para que nuestra predicación sea creíble, sino también para que la predicación sea cristiana y no una campana que resuena o un platillo que suena.

Cualquier olvido o postergación de los pequeños y humildes hace que el mensaje deje de ser Buena Nueva para convertirse en palabras vacías, melancólicas, carentes de vitalidad y esperanza.

Hace falta mirar a los pobres, convertirnos a ellos para servir al Señor a quien amamos.  Ojalá nosotros no pretendamos escurrirnos como el doctor de la Ley.

Es cierto, estas palabras nos tocan también a nosotros y también nosotros necesitamos responder a las exigencias del Evangelio.

VIRGEN DEL PILAR

Lc 11, 27-28

La Virgen María ha ocupado siempre un lugar preferente en la vida de la Iglesia. Ser la madre de Jesús, el Hijo de Dios, hace que muchos cristianos acudamos a ella. Su Hijo Jesús la alaba por escuchar la Palabra de Dios y cumplirla. Mejor alabanza no se puede decir de María y, creo, que de cualquier persona que siga su ejemplo.

María no solo ocupa un lugar preferente en la vida de la Iglesia, sino que está presente en la Iglesia y está con la Iglesia allí donde se predica a su Hijo. María está con la Iglesia primitiva representada por los apóstoles y forma parte de esa Iglesia que ora en común. No se siente ajena a la vida de la Iglesia. En el evangelio de san Juan, el discípulo amado la “recibió en su casa”.

María es ejemplo para todos nosotros de las tres peticiones que hacemos a la Virgen del Pilar: fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor. En primer lugar María es ejemplo de fortaleza en la fe.

La fortaleza de la fe de María nos la señala san Juan en el momento de la crucifixión de Jesús con un verbo latino “STABAT” que no es solo estar, sino que significa “estar de pie”. Ese estar de pie junto a la cruz de su Hijo es fruto de la fe de la madre en el Hijo y en su mensaje. Para nosotros la fortaleza en la fe significa estar de pie junto a todo hombre que quiere vivir su fe y necesita ayuda. Esa ayuda es sobre todo nuestro testimonio vivido como servicio.

En segundo lugar María es ejemplo de seguridad en la esperanza. María acompaña a su Hijo de manera callada. Pensemos que María pudo tener dudas acerca de la misión de su Hijo. Recordemos ese pasaje del Evangelio donde se dice que su familia le tenía por loco (Mc 3,21). Sin embargo María acompaña a su Hijo en el momento en que toda esperanza acerca de su misión parece perdida. Y le acompaña hasta el final, cuando todos le abandonan, creyendo y esperando que la muerte no tendría la última palabra sobre el Hijo anunciado a ella de manera especial y que pasó su vida haciendo el bien.

En tercer lugar María es ejemplo de constancia en el amor. El amor de María se manifiesta en lo sencillo: la visita a su prima Isabel, el amor por su Hijo perdido en Jerusalén, su intervención en las bodas de Caná. Gestos que nos muestran el amor de María y su preocupación por las personas necesitadas. El amor hay que vivirlo de forma constante aunque se manifieste en pequeños gestos. A menudo los grandes gestos de amor pueden esconder intereses. En María el amor era desinteresado.

El amor se vive junto a la fe y la esperanza. Las tres son grandes. Pero como dice san Pablo: “ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1ªCor. 13, 13). La constancia en el amor hace que la fe sea fuerte y la esperanza segura.

Que María siga ocupando un lugar preferente en la vida dela Iglesia, es decir, en la vida de cada uno de nosotros, y que sea ejemplo de vivir la fortaleza en la fe, la seguridad en la esperanza y la constancia en el amor.