1 Jn 1, 1-4; Jn 20, 2-8
Desde siempre, la Iglesia posee la firme convicción de que quienes padecen la muerte por razón de la fe, sin haber recibido el Bautismo, son bautizados por su muerte con Cristo y por Cristo. Este Bautismo de sangre como el deseo del Bautismo, produce los frutos del Bautismo sin ser sacramento.
A los cuarenta días de haber nacido, María y José llevaron a Jesús al Templo para presentarlo al Señor. En esta ocasión Simeón les dijo: “Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción” – y dirigiéndose a María-: “¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!”
Esta profecía, pronto se iba cumpliendo, aquí en particular, por las circunstancias que motivaron la huida de la Sagrada Familia a Egipto. En el corazón de Herodes se habían despertado recelos contra su nuevo contrincante. Es verdad, Jesucristo era un Rey, y vino para reinar. Sin embargo, su estilo de reinar iba a ser muy diferente: vino a reinar sirviendo.
Pero no hubo tiempo para darle explicaciones a Herodes. San José actuó como hubiese actuado todo buen padre de familia: sin vacilar llevó a los suyos hacia un lugar donde estaban seguros. Y ahí los iba manteniendo, cosa que no era fácil, porque todo refugiado suele ser despreciado.
Por otra parte, el corazón de María sufrió una de las primeras heridas que la espada profetizada le iba a deparar. Le debió de haber dolido profundamente este rechazo y esta enemistad a muerte, que desde el inicio se habían desatado en su propio pueblo contra su Hijo divino. Al conocer después el hecho de la matanza de los inocentes Ella habrá ofrecido sus purísimas lágrimas a Dios en reparación por tan grande ofensa. Amor y dolor siempre estaban muy unidos en la vida de María.
Siempre ha habido en el mundo todo género de tiranos, que utilizan su poder para oprimir a los pobres, a los sencillos, a los humildes e indefensos. Pero Dios siempre está atento –aunque de una manera misteriosa—para intervenir a favor de su pueblo, constituido por los pobres de espíritu.
Ninguna persona está tan indefensa como un niño. Cuando los israelitas vivían en el cautiverio de Egipto, el faraón ordenó que todos los niños varones que nacieran, fueran asesinados. Y a pesar de aquellas órdenes de asesinato en masa, sobrevivió un héroe, rescatado por la providencia de Dios. Era Moisés, el salvador de su pueblo. Herodes, por su parte, decretó que todos los niños varones de dos años para abajo fueran asesinados. De esta infame matanza se libró el niño Jesús, nuestro Salvador.
Especialmente en esta fiesta de los Santos Inocentes, hemos de pensar en los niños no nacidos, totalmente indefensos, que son víctimas del aborto.