Miércoles de la XXVI Semana del Tiempo Ordinario

Lc 9, 57-62

Todo él es súplica, un continuo acudir al Señor de la vida, un clamor silencioso ante tanta prueba exterior y desazón interior. Son muchas las preguntas que no encuentran respuesta inmediata. Lo importante es mantenerse fiel de la mañana a la tarde, con la oscuridad de la noche por el medio. Él sigue ahí, aunque cueste percibirlo…

Sígueme

Las exigencias del Reino están en juego. No hay disculpas que valgan. La invitación de Jesús a seguirle exige una respuesta sin titubeos (aunque casi siempre titubeamos), pero Él es rotundo y pide una respuesta/actitud contundente. Son frases cortantes dichas de camino. Jesús no se para a dar explicaciones ni a pedirlas. Ya lo ha hecho previamente muchas veces. Ahora se trata de responder a su invitación a seguirle. ¡Sígueme! Es un imperativo sin dulcificaciones ni componendas. Él ya conoce de sobra las disculpas para retrasar el seguimiento. Es éste un evangelio que podríamos llamar “evangelio vocacional” o evangelio para no mirar por el espejo retrovisor y decidirse a avanzar. No hay que volver la vista atrás. Hay que confiar en el arado y en el surco/huella que traza en la vida personal.

No reduzcamos este evangelio a las llamadas sacerdotales o de vida religiosa; sería reducirlo en exceso. Es una llamada/invitación a cada uno para ser discípulos suyos. Como dice un amigo, experto en llamadas claras, sin sordina, y en respuestas escuetas: “La vocación es como un itinerario con señales de pista. Cada señal lleva a la señal siguiente, sin saber el término definitivo. Más que un conocimiento del futuro, es una correspondencia amorosa, es una amistad”. Pensemos unos instantes esta definición tan clara y que podemos completar con esta otra aparentemente más alambicada: “No se sigue porque se deja; se deja porque se sigue”. El reino/presencia de Dios es así, parece contradictorio, pero no lo es. Aunque, la verdad, cuesta entenderlo. Y más aún, aceptarlo.

Martes de la XXVI Semana del Tiempo Ordinario

Lc 9, 51-56

Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Jesús va de camino con sus discípulos a Jerusalén. Así comienza el Evangelio de hoy, tomado de San Lucas, que quiere decir que se acerca el momento de la pasión y de la cruz, ante el que Jesús hace dos cosas: toma la firme decisión de ponerse en camino, aceptando la voluntad del Padre y yendo adelante, y luego, eso mismo se lo anuncia a sus discípulos.


Jesús solo una vez se permitió pedir al Padre que alejara un poco esa cruz: Padre –en el Huerto de los Olivos–, si es posible, aparta de mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad sino la tuya. Obediente; lo que el Padre quiera. Decidido y obediente, y nada más. Y así, hasta el final. El Señor entra en paciencia.  Es un ejemplo de camino: no solo morir sufriendo en la cruz, sino caminar con paciencia.


Pero ante esa decisión, ante el camino hacia Jerusalén y hacia la cruz, los discípulos no siguen a su Maestro. Lo cuentan varias páginas de los Evangelios. Unas veces, los discípulos no entienden lo que quería decir el Señor, o no querían entender, porque tenían miedo; otras veces escondían la verdad o se distraían, haciendo cosas alienantes; o bien, como se lee en el Evangelio de hoy, buscaban una excusa –¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?–, para no pensar en lo que le espera al Señor. 


Y Jesús se queda solo. No se siente acompañado en esta decisión, porque ninguno entendía el misterio de Jesús. ¡La soledad de Jesús en el camino a Jerusalén: solo! Y eso, hasta el final. Pensemos luego en el abandono de los discípulos, en la traición de Pedro… ¡Solo! El Evangelio nos dice que solamente se le apareció un ángel del cielo para confortarlo en el Huerto de los Olivos. Solo esa compañía. ¡Solo! Vale la pena tomarse un poco de tiempo para pensar en Jesús, que tanto nos amó, que caminó solo hacia la cruz con la incomprensión de los suyos.

Pensar, ver, agradecer a Jesús, obediente y valiente, y tener una charla con él. ¿Cuántas veces intento hacer muchas cosas, pero no te miro a Ti, que hiciste todo eso por mí, que entraste en paciencia –el hombre paciente, Dios paciente–, que con tanta paciencia perdonas mis pecados, mis fracasos? Y hablar así con Jesús. Él siempre está decidido a seguir adelante, a dar la cara, y, por eso, darle las gracias. Tomemos hoy un poco de tiempo, pocos minutos –cinco, diez, quince– delante del Crucificado quizá, o con la imaginación ver a Jesús caminar decididamente hacia Jerusalén, y pedirle la gracia de tener la valentía de seguirle de cerca.

Lunes de la XXVI Semana del Tiempo Ordinario

Lc 9, 46-50

San Lucas en este texto del evangelio nos habla de humanidad y no de grandezas.

Jesucristo llevaba mucho tiempo instruyendo a sus discípulos con sus enseñanzas, pero ellos tenían la mente tan cerrada que no comprendían lo que el Maestro quería decirles. Un día los discípulos iban discutiendo quién sería el más importante entre ellos. Jesús adivinando lo que pensaban, cogió un niño y lo puso a su lado y les dijo: “El que acoge a este niño en mi nombre, me acoge a mí y el que me acoge a mí, acoge al que me ha enviado”. El más pequeño de vosotros es el más importante.

Lección de humanidad y sencillez, pero aun así ellos siguen ciegos para no comprender qué quería decirles el Maestro, porque Juan le dice: “Maestro hemos visto a uno echando demonios en tu nombre y se lo hemos impedido porque no era de los nuestros”, y Jesús le contestó: “no se lo impidáis, el que no está contra nosotros, está a favor nuestro”.

Los discípulos creían que solamente ellos podían hacer esos milagros porque estaban con Jesús, pero no era así, no comprendían que el que tiene verdadera fe en Dios, puede mover montañas.

A todos nos van más las grandezas de este mundo que la humanidad, ¿Por qué es así?, ¿acaso hemos visto rasgos de grandeza en la vida de la Virgen? No. Ella, ¿qué contestó al Ángel Gabriel?: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Imitémosla.      

¿Estaríamos nosotros dispuestos a dar la vida por Jesucristo?

Sábado de la XXV Semana del Tiempo Ordinario

Lc 9, 43-45

Un pasaje muy breve el que este sábado nos proclama la Iglesia. Jesús anuncia a sus amigos lo que le va a ocurrir… “el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres”, y ellos tenían miedo a preguntarle.

¿Y nosotros? ¿Tenemos miedo a preguntarle y preguntarnos cuando lo entregamos?

Hoy la Iglesia nos invita a reflexionar sobre los miedos que nos impiden avanzar. Nos invita a pararnos a pensar cuántas veces, cómo y cuándo entregamos a Jesús, traicionamos a Jesús.

El miedo forma parte de la condición humana, y nos hace actuar como no querríamos. El miedo nos paraliza, nos hace dejar de ser nosotros mismos, pues, uno puede tener convicciones fuertes y profundas, pero llega un momento en el que se encuentra acorralado, acusado, coaccionado… y el miedo puede llegar a traicionar esas convicciones fuertes y profundas.

También, cuando tenemos que dar testimonio de nuestra fe, podemos sentirnos amenazados por el miedo al ridículo, por la vergüenza, por el miedo al qué dirán, por el miedo a ser señalado con el dedo… y en esos momentos, si bien no negamos, el miedo puede hacer que callemos, que no profesemos públicamente nuestras convicciones, nuestra fe.

En estas circunstancias Jesús nos dice: sed valientes, no tengáis miedo, porque yo os ayudo; mi gracia, mi fuerza, mi amistad está a vuestro lado siempre.

Si no superamos nuestros miedos no podremos vivir plenamente, y una forma de poder vivir plenamente nuestra vida es parándonos a ver qué actitudes y situaciones nos bloquean y nos paralizan.

Mirar a Dios cara a cara, ponernos en sus manos, pedirle que nos ilumine, que nos haga ver nuestra discapacidad, y pedirle valor para cambiar lo que haya que cambiar, eso es lo que en estos momentos podemos y debemos hacer para superar nuestros miedos.

Señor, en este día haz que todo en mí sea nuevo: nuevas esperanzas, nuevas ganas de vivir, nuevas ilusiones, nuevos deseos… y que esto me acerque un poco más a ti. Abre mis ojos, mis labios y mi corazón para poder acoger tu Palabra, y que ésta sea alimento para mi alma y para mi vida.

Viernes de la XXV Semana del Tiempo Ordinario

Lc 9, 18-22

Gran parte de nuestra vida está determinada, no por cualquier tipo de personas, sino por las personas que hemos dejado que entren en nuestro corazón. Son esas personas que nos quieren y a las que queremos, esas personas a las que escuchamos y nos escuchan, esas personas a las que siempre podemos acudir en los momentos buenos y en los otros, esas personas en definitiva que entran de lleno en nuestra vida, después de un proceso, casi siempre lento, de acercamiento mutuo.

Hoy Jesús en el evangelio, hace una pregunta al principio digamos general pero luego “demasiado” personal a sus apóstoles: “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?”. Es una pregunta que también nos dirige a cada uno de nosotros. Podemos dar respuestas generales, ya sabidas, de “libro”. Pero cada uno de nosotros hemos de responder desde nuestras vivencias, desde nuestro trato personal con Jesús, con sus momentos de luz y de sombras, desde nuestro deseo, a pesar de nuestros fallos, de seguirle y nombrarle el Señor de nuestra vida… Por supuesto que nos valen las respuestas que otros cristianos han dado, pero siempre con los matices únicos y personales de nuestra relación con Jesús: “Tú eres el Mesías de Dios”, “el Hijo de Dios vivo”, “Tú eres la luz de mis días y de mis noches”, “Tú sabes, Señor, que soy tuyo”, “Tú eres el Señor de mi vida, mi gran amigo…”. A cada uno de nosotros con nuestras palabras nos toca responder a la pregunta que Jesús nos hace: “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?”.

Jueves de la XXV Semana Ordinaria

Lc 9, 7-9

Herodes se enteró de todo lo sucedido, pero nosotros no sabemos qué era eso que estaba sucediendo si no vamos al evangelio de Lucas a leer los capítulos anteriores.

Jesús predica y realiza signos de salvación. Su presencia es Buena Noticia. Y las gentes le siguen. De Él sí se puede esperar la novedad que nos cambie la vida.

Casi en contraposición con la primera lectura, en la que nada de lo que acontece en la vida del ser humano y en el mundo merece la pena, Jesús se está convirtiendo en “la” referencia para la vida de muchos, por ser buena noticia que anuncia con signos de salvación el Reino de Dios que ya está entre nosotros y en nosotros. Sin espectáculo, sin alboroto, sin que la vida de cada día cambie demasiado… lo que cambia es la sanación que llega con Él y que introduce alegría, dignidad, confianza.

Ante la fama que Jesús va adquiriendo Herodes se pregunta “¿quién será éste?”. Y quiere ver a Jesús. Los pocos datos que el Evangelio nos ofrece sobre Herodes nos inclinan a imaginar los posibles motivos de su deseo. Quizá es inútil preguntarse por lo que movía a Herodes en ese momento. Porque lo importante es hacernos la pregunta a nosotros mismos.

¿Qué me mueve a acercarme a Jesús? ¿Quiero acercarme realmente a Él cada día? ¿Me pregunto “quién es éste” tratando de descubrirle cada día más hondamente o supongo que ya le conozco desde hace mucho y no hay nada que descubrir?

Ojalá el amor mantenga en nosotros ese deseo permanente de conocerle más y mejor, sin ninguna pretensión de totalidad, ni de dominio.

San Mateo

Mt 9, 9-13

Hoy celebramos a san Mateo, que era un recaudador de impuestos.  Si ahora no nos gusta que nos cobren impuestos, imaginaros lo que sería en aquellos tiempos.  Una persona que cobra, pero para beneficiar al Imperio Romano que está sometiendo al pueblo de Israel. 

La iniciativa de la llamada parte de Jesús, que lo hace en libertad y gratuidad.

En la Iglesia se ve la catolicidad de la llamada, que no hay distinción de raza, color, condición social, lengua o religión y esta llamada el Señor te la hace hoy y constantemente, renovándose todos los días. Te pide que dejes todo, las posibles redes que puedas tener y enamorarte de Él cada día.

Es impresionante y una maravilla que el Señor no tenga la misma mirada que nosotros, personas racionales, calculadoras, que nos fijamos mucho y en algunas ocasiones, solamente en las apariencias; el Señor mira el corazón. ¡Cómo sería la mirada de Jesús para que un hombre como Mateo, que tenía de todo: dinero, una casa, amigos, etc., y que realmente en el fondo no buscaba ni pretendía seguir al Señor, deja al instante lo que estaba haciendo y le sigue!

Cuando el corazón del que se siente elegido por el Señor es un corazón sencillo y pobre, que sabe que todo lo recibimos de Él, es muy fácil dar una respuesta; porque en la llamada que personalmente Jesús nos hace a cada uno hay mucho amor, que traspasa miras humanas y acoge con un amor único y profundo a todos los hombres y mujeres, sin distinción alguna, incluso a los que como Mateo, eran personas muy mal vistas para su tiempo, porque el Señor elige lo que no cuenta para anular a lo que cuenta. Para Él todos somos hermanos e hijos de un mismo Padre y para seguirlo no se necesitan dotes especiales, sino estar atentos y prontos a su llamada.

¿Quién no está necesitado de la misericordia de los demás? ¿A quién no le duele el corazón?  Pero, ¿somos nosotros tan misericordiosos como queremos que los demás lo sean con nosotros? ¿Por qué nosotros no agradecemos al Señor su llamada?  ¿Yo estoy dispuesto a dejarlo todo?   Vivamos con alegría el banquete Eucarístico, sabiendo que todos los invitados somos pecadores, como sucedió en aquella comida en la casa de San Mateo.

Martes de la XXV Semana Ordinaria

Lc 8, 19-21

Sabemos que con el término “hermanos” se puede entender los próximos a su vida, como lo estaba su madre. Esa expresión ha llevado a entender que los “hermanos” eran hijos de José, tenidos con otra mujer, fallecida, antes de su matrimonio con María, y del nacimiento virginal de Jesús. Quizás no es necesario llegar a esa conclusión. Como indico, hay que tener en cuenta el amplio sentido que tiene el término que se traduce por “hermanos”, que abarca más allá de hijo de los mismos padres o de uno de ellos.

Lo relevante es considerar el papel de María en la vida de Jesús. A primera vista este texto induce a entender que quien era su madre biológica, pasaba a un segundo plano, el primero lo ocupan “los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”. Ya en la antigüedad san Agustín había comentado este texto. Su comentario se reduce a decir que más allá de la maternidad biológica -siendo tan relevante- escuchar la palabra de Dios y ponerla en práctica, lo que acerca a Jesús como una madre o unos hermanos. Y quien primero realizó esto fue María: “hágase en mí según tu voluntad”, dijo al ángel ante su propuesta “imposible” de maternidad. Antes de la maternidad biológica, fue madre por “escuchar la palabra de Dios y ponerla en práctica”: de esta maternidad depende aquella. Escuchó la palabra de Dios, que cambió su vida. E hizo de esta vida lo que le pedía Dios. En medio, incluso de situaciones imprevistas, que, como dice Lucas, no entendió, pero “las guardaba meditándolas en su corazón”: nacimiento miserable de Jesús; y palabras de esté diciéndoles: “¿por qué me buscáis no sabíais que tenía de ocuparme de las cosas de mi padre?”.

Estamos unidos a Dios como una madre a sus hijos, como a un hermano, cuando, estamos abiertos a su palabra y la ponemos en práctica. Escuchar su palabra exige abrir nuestro interior, nuestro corazón, para que se mueva al ritmo del corazón de Dios. Y de ese corazón surja nuestro vivir. Como hizo María.

Lunes de la XXV Semana del Tiempo Ordinario

Lc 8, 16-18

Una de las actividades más importantes de nuestra actividad comercial es la publicidad. Las compañías gastan verdaderas fortunas para hacer conocer su producto para que conociéndolo el público se sienta no sólo invitado a adquirirlo, sino persuadido de que lo necesita de manera indispensable.

Esto es lógico pues es a través de nuestros sentidos como conocemos y llegamos a desear lo que se nos ofrece. Este es el centro del evangelio de hoy: que la vida cristiana sea conocida por todos para que se sientan persuadidos de que solo en ella es posible la felicidad.

Por ello Jesús invita a todos sus seguidores a que esta vida, este estilo de pensar, de hablar de vivir, sea notorio a todos los que nos rodean. En otras palabras, nuestra vida, nuestra propia persona es el mejor medio de publicidad para el evangelio.

Una buena publicidad atraerá a muchos a imitar y a desear vivir de acuerdo a lo que ven en nosotros; por el contrario una mala publicidad o una publicidad negativa alejará a aquellos que están buscando un camino a la felicidad.

Permite que en tu vida se transparente Cristo; busca con todas tus fuerzas vivir de acuerdo al Evangelio. Recuerda que las palabras convencen, pero que el testimonio arrastra.

Sábado de la XXIV Semana del Tiempo Ordinario

Lc 8, 3-15

Jesús iba caminando y al pasar por los pueblos se le juntaba mucha gente que le seguía y, en ese contexto, según nos refiere San Lucas, es cuando les dice la parábola del sembrador, en la que según donde se esparce la semilla, el fruto que da es distinto. Al finalizar la misma lo hace con la muletilla “el que tenga oídos para oír, que oiga” como animándolos a que cada uno se examine y valore a qué tipo de terreno corresponde.

Los discípulos, al finalizar la enseñanza, se atreven a preguntarle qué significado tenía la parábola, Jesús les detalla a que corresponde cada uno de los terrenos en que cae la semilla. Los que escuchan la Palabra de Dios, pero no la interiorizan, sólo oyen; los que la escuchan con interés, pero no dejan que se enraíce en ellos, por lo que enseguida la olvidan; los que la escuchan, la sumen, pero se dejan arrastrar por los placeres de la vida, son inconstantes y acaban por preferir lo cómodo y agradable, por lo menos aparentemente; por último aquellos que tienen un alma dispuesta con un corazón generoso, y consiguen que la Palabra fructifique y, perseverando, dan hasta un ciento por uno.

Estas palabras de Jesús de hace 2000 años, son de una tremenda actualidad, parece que el terreno bueno es cada vez más escaso, predominan aquellas situaciones que carecen de constancia e interés, hasta los poderes del estado luchan para que el hombre se convierta en un ser intrascendente, que exista solo predominio de lo material y, que todo lo demás, carezca de valor.

Esforcémonos, pues, en convertirnos en terreno bueno y preparado, para que la Palabra fructifique en nosotros y seamos capaces de transmitir a los que nos rodean la alegría de la fe.

Cuando en el credo decimos que creemos en la resurrección de los muertos ¿realmente lo creemos?

¿Somos meros oyentes de la Palabra o realmente estamos dispuestos a asumirla?

¿Irradiamos la alegría de la fe?