Lunes de la XVI Semana Ordinaria

Mt 12, 38-42

En el evangelio de hoy los escribas y fariseos continúan pidiendo a Jesús ver más signos para creer, subrayando de este modo su falta de fe. Ellos han sido testigos de la curación de un endemoniado ciego y mudo, pero esto no les basta porque sus corazones son de piedra, se niegan a convertirse porque consideran que sus obras son buenas. Aunque las palabras de Jesús no dejan lugar a dudas, un corazón malo y obstinado, del tesoro saca cosas malas. Así no hay manera de que los dirigentes religiosos comprendan las palabras ni la actuación de Jesús. Ellos piden un signo en el que no creen para tentar a Jesús y la repuesta del Maestro no deja de ser paradójica. En primer lugar, les llama generación malvada y pervertida, en sentido social y religioso, por su apego a este mundo y por no actuar según Dios; seguidamente, rechaza la señal que le piden por otra. Ese signo es el de Jonás, es decir su muerte y su resurrección, verdadero signo de la identidad de Jesús.

El Maestro a continuación explica lo ocurrido con Jonás en su predicación a los ninivitas. Estos escucharon al profeta y se convirtieron, sin embargo, los contemporáneos a Jesús ni lo escuchan y, en consecuencia, no se convierten. Del mismo modo la reina de Saba escuchó a Salomón el sabio, porque confiaba en su sabiduría mientras esta generación no ha creído en Jesús.

El evangelista ha presentado al Señor como auténtico profeta y sabio, mayor que Jonás y Salomón. Profeta de juicio para una generación que se niega a creer ante la exigencia y la verdad de su proyecto del Reino, mientras abre la puerta a la esperanza para los gentiles y para todo ser humano que despierta su corazón y su entendimiento al camino de Jesús. También Mateo identifica a Jesús como sabio, experto en el conocimiento de la vida y de las experiencias humanas, que ofrece a los hombres y mujeres de su tiempo la palabra de Dios para iluminar cada paso del sendero.

En muchas ocasiones, pedimos al Señor signos para creer y nos olvidamos de pedirle la fe para seguir creciendo en ella, no por lo que se nos muestra sino por lo que Jesús nos hace vivir. ¿Seguimos pidiendo signos para creer?

Santa María Magdalena

Jn 20, 1. 11-18

Tanto la primera como la segunda lectura tienen como idea central la del imperioso deseo de todo el que ama de disfrutar de la presencia de la persona amada. Es lo que pide el amor. “Así dice la esposa: en mi cama, por la noche, buscaba al amor de mi alma”. Y es lo que bullía en el corazón de María Magdalena, incluso después de la muerte de Jesús, a quien acompañó hasta el pie de la cruz, la persona a la que más amaba. Por eso, el primer día de la semana, al amanecer, fue al sepulcro donde habían sepultado a Jesús, en busca de la presencia de su amado, de su amado muerto en la cruz.

Jesús resucitado sale a su encuentro y contempla llorando a María por culpa de su ausencia. Aunque en un primer momento no le reconoce, Jesús le pregunta cuál es la causa de su llanto y a quién busca. Bien sabía Jesús resucitado que le buscaba a él y lloraba su ausencia. María, cómo no, recibe una gran alegría cuando descubre que es Jesús el que le habla. Y recibe el encargo de comunicar a los apósteles lo que acaba de ver y de oír.   

Buena lección la que nos brinda María Magdalena también a nosotros cristianos del siglo XXI. Siempre, en todos los momentos de cada día, hemos de buscar disfrutar de la presencia de Jesús, nuestro amor primero y al que más amamos. Si por lo que fuere, pensamos que Jesús se ha alejado de nosotros o nosotros de él, volvamos con todas nuestras fuerzas a buscarle… seguros que saldrá a nuestro encuentro como hizo con María Magdalena.

Viernes de la XV Semana Ordinaria

Mt 12, 1-8

Mateo nos sitúa en una de las muchas acciones liberadoras de Jesús respecto a la ley del sábado. Demasiadas leyes escritas que obligan y oprimen al hombre sencillo, mientras que reyes y sacerdotes incurren en delitos por las mismas razones: Sentir hambre. Sin embargo, moralizamos en dirección a los otros para condicionar sus actitudes y su libertad.

No es lo mismo comer teniendo posibilidades para ello, que careciendo de los bienes necesarios para alimentarse cada día. No son razones de justicia los que mueven a sacerdotes y reyes para comer de los frutos del templo. Al contrario, parece más la comodidad, la usurpación, o una inmediata necesidad movida por un impulso primario.

Hay situaciones y momentos en el que el hambre aprieta y muerde, cuando se presenta con cara de precariedad y miseria. Entonces está justificado comer de la ofrenda que se recibe en el templo.

El Evangelio nos muestra que no hay que condenar a los que son inocentes de la corrupción, de la opresión, sino que son víctimas de las mismas. Con ellos hay que tener misericordia. El sacrificio si no se hace desde la compasión no tiene sentido. Dios vuelve su mirada nuevamente a la misericordia. El sacrificio tiene sentido únicamente desde la misericordia.

Habría que examinar nuestro cuerpo legal y la actitud práctica. Hay mucha gente cumpliendo condena por delitos insignificantes. Y personas viviendo en libertad habiendo cometido delitos de corrupción, que han escandalizado a todo el mundo. No es que haya que suavizar los delitos, o el uso de las leyes. Pero en la cultura queda un sentimiento de injusticia y permisividad cuando lo escandaloso queda impune.

Oremos por cuantos sienten hambre y viven presos: para que sientan la solidaridad de todos los creyentes y el consuelo que libera por medio de Dios.

Jueves de la XV Semana Ordinaria

Mt 11, 28-30

Cuando tenemos una enfermedad acudimos a quien más sabe de la salud humana, acudimos a un médico para que nos libre de esa dolencia. Jesús nos invita a que cuando estemos cansados y agobiados en nuestro discurrir vital acudamos a él porque está dispuesto a echarnos una mano y aliviarnos. Jesús tiene la medicina adecuada. Nos pide que carguemos con su yugo porque “mi yugo es llevadero y mi carga ligera”. El yugo de Jesús lo conocemos y en él encontramos su luz, su amor, su perdón, su verdad… alimentos que sacian nuestro corazón, y con los que somos capaces de superar todas las adversidades que la vida nos pueda deparar. No lo olvidemos, su yugo no acabó en el viernes santo… acabó en el domingo de resurrección.  

Una vez más, hay que repetir que los cristianos no somos los que oímos las palabras de Jesús y nos las creemos… vamos más allá, somos los que después de oír sus palabras las llevamos a nuestra vida y experimentamos que Jesús tiene razón, y que son el camino que nos lleva a la vida y vida en abundancia. Y cuando en nuestro día a día el cansancio y el agobio nos visitan… experimentamos el descanso y la paz que solo Jesús nos puede proporcionar.

Miércoles de la XV Semana Ordinaria

Mt 11, 25-27

La vida de Jesús se ha ido complicando. Los enemigos van surgiendo entre los importantes, “los sabios”, aquellos que se sienten por encima de los demás. Son esos que desprecian a la mayoría de las personas porque los consideran iletrados e ignoran tantas cosas… La sabiduría de estos “entendidos” es solo conocimiento de la ley, solo eso. Son impermeables a la acción de Dios que llega a través de Jesús. Los “sabios y entendidos” lo constituyen ese grupo de personas que se presentan a Jesús con prejuicios, con preguntas capciosas, deseosos de sorprenderlo en algún momento y tener así argumentos para desautorizarlo.

¿Quién es sabio ante Dios?

Es la pregunta que surge espontáneamente al leer este pasaje. Jesús conoce muy bien esas actitudes de los importantes, de los que lo escuchan, no para dejarse empapar de sus palabras, sino para sorprenderlo en algún traspiés y así justificar sus actitudes prepotentes.

Por eso, el observar en su entorno personas sencillas, abiertas a Dios, que no pueden presumir de sabidurías humanas, pero lo escuchan con interés y van tras de Él con alegría, emociona a Jesús. De esa emoción surge esa oración espontánea, de reconocimiento ante la acción de Dios que no duda en manifestarse a las personas sencillas. Esas sí son “sabias”, no porque sepan mucho, sino porque se ven necesitadas y saben detectar la presencia de Dios, sabiendo dirigir su vida por el camino recto, aunque los entendidos las desprecien como ignorantes. Así es Dios. Se manifiesta a los humildes y se oculta a los orgullosos. La historia de Israel es una constatación de este hecho.

Los “sabios” saben muchas cosas de la historia de Israel, saben los salmos y, seguramente, los recitan con frecuencia, pero, como en la vieja leyenda irlandesa, no conocen al pastor. Saben, saben, pero no conocen, no tienen relación familiar con Él. La gente sencilla, hambrienta de esperanza, lo busca, lo espera y, por eso, lo descubre en Jesús. No es raro que sus palabras cayeran en sus vidas como aliento y alivio. Lo estaban necesitando y, por eso, son recibidas con gozo. Son una “buena noticia” y por eso lo siguen entusiasmados.

¿Dónde nos colocamos?

Hoy, y siempre, los hombres nos hemos posicionado ante Jesús desde esa doble actitud. Los “sabios” que viven desde la sospecha, que rechazan porque siempre piden pruebas, que creen saber demasiado como para aceptar a alguien que viene en la sencillez de quien se siente en la verdad; que trae un mensaje de esperanza, que presenta a un Dios como padre bondadoso que acoge a todos, un hombre “de pueblo” que sorprende, los deja indiferentes, ya que no responde a sus expectativas, no encaja en sus planteamientos.

Los humildes, hoy y siempre, son los que con corazón sencillo saben ver en la persona de Jesús la presencia de Dios entre nosotros. Lo escuchan con interés, lo aceptan, lo siguen y mantienen con Él una relación de confianza, tratando de responder a su llamada con entusiasmo.

Esa gente buena es la que, también hoy, es motivo de alegría para Jesús. Él sigue glorificando a Dios porque su acción está presente entre los pobres, los sencillos, los que no cuentan y, por eso, son descartados por los sabios y entendidos. Esos sencillos que, muchas veces, son rechazados porque no “saben”, aunque conozcan y vivan la presencia de Dios con intensidad y alegría. Esos que siguen descubriendo a Jesús en el trasiego del día a día y tratan de ser fieles a su persona. ¿Dónde te colocas tú?

Martes de la XV Semana Ordinaria

Mt 11, 20-24

Mateo en el capítulo 11 de su evangelio nos muestra como Jesús, al ver la actitud de sus paisanos, que, en general, permanecían impasibles ante el anuncio del Reino de Dios y, salvo muestras de admiración ante los prodigios que realizaba, no acababan de creerse la Buena Noticia que les hacía llegar; esta situación lo decepcionaba en gran manera.

No sabemos a ciencia cierta si el propio Jesús expresó estas lamentaciones o, más bien, son fruto del ánimo de los primeros cristianos para reforzar su predicación.

Estas ciudades a las que se refiere este pasaje, eran poblaciones con un significado especial, Corozaín y Betsaida eran la base de las escuelas rabínicas y Cafarnaún fue el centro de las enseñanzas de Jesús, pero tampoco se caracterizó por la aceptación de la nueva doctrina.

En todas ellas, el Maestro, había realizado multitud de signos extraordinarios, pero no se encontró el eco que esperaba, por eso las compara con las ciudades paganas, Tiro y Sidón eran las más próximas a la tierra de Israel, y Sodoma, según el Antiguo Testamento, fue destruida por el fuego como castigo a su incredulidad.

Dios no toma represalias ante las actitudes de rechazo a su Palabra, pero sí es verdad que, el no hacer caso a la nueva vida que ofrece Jesús en su predicación, puede mover al desánimo.

Aprovechemos, pues, todo lo bueno que nos ofrece el Señor si estamos abiertos a su Palabra, y modifiquemos nuestra vida para que el amor a Dios y al prójimo sean los motores que nos muevan en nuestra vida con relación a los demás.

Que las enseñanzas que Jesús pone a nuestro alcance, no caigan en saco roto y seamos capaces de convertirnos en espejos que reflejen el amor de Dios a los que nos rodean.

¿Nos aferramos a nuestra zona de bienestar y no reaccionamos ante las injusticias? ¿Nos dejamos llevar por el desaliento ante la incomprensión? ¿Somos capaces de insistir “a tiempo y a destiempo” como dice San Pablo?

Lunes de la XV Semana Ordinaria

Mt 10, 34-11, 1

El texto del evangelio de hoy nos puede parecer fuerte, incluso un poco duro: ¿Qué es eso que Jesús ha venido a traer espada? ¿No es Él “el príncipe de la paz”? ¿Cómo va a venir a enemistar al hombre con su padre, y la hija con su madre, no ha venido a traer el amor para todos?, ¿o es que la familia está excluida de ese amor?

Mateo afirma el amor a la familia (15, 3-6; 19,9), y no deja de lado el “antiguo” precepto de honrar a los padres, sin embargo, este es relativizado en caso de conflicto con el seguimiento de Jesús. El evangelista, al situar estas palabras al final del discurso de la misión está estableciendo el valor absoluto de la relación de Jesús con sus discípulos. Lo decisivo es la adhesión a su persona, y en caso de conflicto entre los propios vínculos familiares y el seguimiento de Jesús, la opción ha de estar clara (10,37). Hay que tener en cuenta que la familia no implicaba solo el núcleo de relaciones afectivas, sino la identidad social y económica. El optar por Jesús en detrimento de la familia, constituía renunciar a un estatus socioeconómico, y con ello, no hacer de este la clave de la identidad de la persona. La identidad del discípulo de Jesús va a ser precisamente esa “ser discípulo”.

Junto a ello, no podemos obviar que el compromiso del anuncio del reinado de Dios por sendas y caminos, en no pocas ocasiones hace incompatible la vinculación efectiva y permanente a la familia. Los discípulos al igual que el Maestro han de aceptar que la itinerancia forme parte de su existencia (Mt 4,22; Mt 8, 21-22).

“Tomar la cruz” será otra de las condiciones para ser discípulo (cf. 10,38; Mt 16,24). Este ha de asumir las dos dimensiones que implica: por un lado, el conflicto con las realidades humanas: familia, poder político o económico; y, por otro, el riesgo de perder la vida por la causa de Jesús (Mt 10, 17-25). Así la relación del discípulo con el Maestro le llevará a vivir paradojas: “quien pierda la vida por Jesús, la encontrará”.

El seguimiento de Jesús, aunque conlleva haber descubierto el gran tesoro de la VIDA y disfrutarlo, nos exige desprendernos de muchas realidades para caminar ligeros de equipaje tras el Único Maestro. ¿Estamos dispuestos a ello?

Sábado de la XIV Semana Ordinaria

Mt 10, 24-33

Hoy en el evangelio de Mateo, por tres veces nos exhorta el Señor a no tener miedo. Es una llamada a no desanimarnos y mostrar valor y confianza en los momentos difíciles.

Es una invitación a no tener miedo a decir la verdad, tan ausente hoy de la vida social, cuando los medios de comunicación muchas veces hacen aparecer la verdad como mentira y la mentira como verdad. Una invitación a superar el miedo que surge de la impresión de que las instituciones sociales, económicas y políticas no son capaces de resolver los problemas actuales.

El que ha conocido a Jesús recibe la fuerza necesaria para no agobiarse pensando que los problemas no tienen solución. Dios, que es providente, cuida de sus discípulos.

La fe es fuerza contra el miedo y osadía para seguir creyendo en el futuro del hombre desde una confianza ilimitada en Dios, Padre de todos.

A lo único que han de temer los discípulos es que el miedo al sufrimiento los lleve a esconder o a negar la verdad, y así les haga ofender a Dios. Porque quien se aleja de Dios, se pierde por siempre.

Viernes de la XIV Semana Ordinaria

Mt 10,16-23

Jesús nos previene que lo normal es que el anuncio del reino de Dios, incluso su misma presencia en la sociedad, nos vaya a acarrear dificultades serias, Hasta dentro de nuestras familias podremos encontrar oposición al Evangelio. En tales circunstancias necesitaremos practicar dos virtudes: la sagacidad y la sencillez.

La sagacidad es necesaria para descubrir dónde está el peligro. Hemos de pedir a Dios inteligencia para descubrir los engaños del mal consejero y ayuda y ayuda para protegernos de ellos. Porque frecuentemente el mal viene disfrazado bajo capa de bien.

La sencillez es contraria a la doblez, contraria a todo comportamiento que proclama una intención noble y sólo sirve para esconder la injusticia, la ambición o la vanidad Es la virtud a la que se suele llamar la pureza de intención. Bienaventurados los limpios de corazón, dijo Jesús. Así actuaba Él mismo: con sagacidad y un corazón limpio y sencillo.

Pidamos al Señor poder seguirle en la práctica de estas dos virtudes.

Jueves de la XIV Semana Ordinaria

Mt 10,7-15

Jesús envía a sus apóstoles a predicar el Reino de los cielos, el Reino de Dios, lo mismo que él predicaba. Para reforzar su predicación les da poder de hacer milagros. Es sublime la noticia que nos ha traído Jesús. Nos asegura que Dios no se conforma con habernos creado y regalarnos la vida humana. Quiere mantener unas relaciones muy estrechas con nosotros. Está dispuesto a ser nuestro Rey y Señor. Nos pide que aceptemos con gusto su estupenda propuesta y le nombremos el Rey y Señor de nuestra vida. Que le dejemos que guíe nuestros pasos, nuestra vida entera. Que no caigamos en la torpeza de nombrar a alguien o a algo de lo creado como nuestro Dios y Rey. Jamás nos darán lo que el Señor nos puede dar. Nuestro Dios nos hará el regalo de su amor, de su luz, de su propio Hijo… Si le dejamos que reine y dirija nuestra vida nos llevará por buenos caminos, nos guiará siempre por las sendas que nos conducen a la alegría de vivir ya en nuestra estancia terrena, antes de regalarnos para siempre la vida de total felicidad después de nuestra resurrección.

Al que escuche la predicación de los apóstoles y acepte el reinado de Dios en su vida, la paz invadirá su corazón. La relación con Dios, con todo lo que lleva consigo, será capaz de sosegar nuestro corazón, de disipar nuestras dudas y miedos, de… regalarnos su paz.

Las últimas palabras que pronuncia Jesús en el evangelio de hoy, nos parecen duras. Pero, a poco que reflexionemos, no son más que las consecuencias que sufrirán los que libremente rechacen a Dios y a todo lo que él nos ofrece.