Inmaculado Corazón de María

Lc 2, 41-51

Los primeros capítulos de la 2ª Carta a los Corintios, los emplea San Pablo en hacer una defensa de su ministerio apostólico; ser fiel al mandato de Cristo de evangelizar, le ha acarreado múltiples sufrimientos. Pero nada ha sido en vano.

Nos llama la atención que la Iglesia ponga esta lectura precisamente hoy, día de la memoria del Inmaculado Corazón de la Virgen María. “El que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo”. El hombre nuevo es el centro de la nueva creación realizada por Dios. Y la lectura nos presenta a María, la mujer nueva, la que ha abierto su corazón al plan de Dios de tal manera, que ha aceptado dejarse traspasar a semejanza del Corazón del Hijo. Su corazón está también traspasado, está permanentemente abierto para reconciliar, para que todo el que quiera acercarse a la reconciliación, tenga libre acceso a la gracia que Dios derrama.

María, con su Inmaculado Corazón, nos remite al Hijo que siempre nos está diciendo: “Hijo, dame tu corazón, y tus ojos guarden mis caminos”.

La casa de mi Padre

En el evangelio de hoy se hace referencia al Templo, a la casa de mi Padre y al corazón de María. Y también las oraciones eucológicas de esta Fiesta del Inmaculado Corazón de María citan expresamente el Corazón de María como “digna morada del Espíritu Santo”, y que nosotros “lleguemos a ser templos dignos de tu gloria”.

¿Qué relación tiene todo esto? ¿Qué nos quiere decir? En la época de Jesús, el Templo de Jerusalén era la casa de Dios, ahí moraba Dios. Pero hay otras traducciones que en lugar de “Casa de mi Padre”, traduce por “las cosas de mi Padre”. Es decir, que Jesús parece querer indicar a José y María que las cosas de su Padre, o sea, la relación íntima con Él, es más importante que el Templo, porque esa relación se puede dar en lo íntimo del corazón. Y así lo apunta el final del Evangelio: “María conservaba cuidadosamente todas estas cosas en su corazón”.

Efectivamente, el corazón es el centro de la persona, ahí sucede todo, ahí se toman las decisiones, ahí se guardan los sentimientos, afectos, deseos, todo lo profundo de la persona. Y ahí habita Dios, ahí habla al corazón de la persona y en ese fondo es donde quiere tener una relación de amor con cada uno de nosotros.

Aprovechemos este día en que María nos ayuda a tomar en serio nuestro proceder, a cribar nuestro corazón para comprobar si de verdad amamos a Dios, a no tener miedo de mirar dentro y ver qué sale de nuestro corazón, y a confiarnos a su Inmaculado Corazón para pedirle que podamos tener los mismos sentimientos del Hijo.



Sagrado Corazón de Jesús

Mt 11, 25-30

Hoy es un día muy especial para experimentar el amor.  Hoy celebramos la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús.

¿Por qué celebramos precisamente el corazón de Jesús y no otra parte de la persona de Jesús? Celebramos el corazón de Jesús porque en él vemos y contemplamos la expresión del amor inmenso que Dios nos tiene. 

Para un ser humano, el corazón es el lugar en donde están las fuerzas vitales.  Decirle a alguien: “Te amo con todo mi corazón”, es como decirle: “Te amo con lo esencial mío, te amo con todo mi ser”.  Decirle a alguien “corazón”, es decirle: “Eres algo esencial e importante para mí”.

Hablar del corazón de Cristo es una forma de decir que Dios es amor.  Es decir que lo esencial de Dios no es otra cosa que el amor. 

Dios es un papá que nos ama gratuitamente, que con mimos y caricias nos ayuda a dar los primeros pasos en el amor.  Dios nos lleva en brazos, cuida de nosotros y nos atrae hacia Él con los lazos del cariño, con cadenas de amor.  Dios es para nosotros como un padre que estrecha a sus hijos y se inclina hacia nosotros para darnos de comer.

A veces nos encontramos desilusionados, confundidos y nos sentimos solos, por ello tenemos que hacer una pausa en nuestra vida y experimentemos ese amor incondicional de Dios, sintamos y digamos: Dios me ama, me ama gratuitamente, me ama sin condiciones.

¿Somos capaces de sentir el amor de Dios? 

San Pablo busca la manera de sumergirnos en ese amor y nos dice que arraigados y cimentados en el amor podremos comprender la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo y experimentar ese amor que sobrepasa todo conocimiento humano, para que quedemos colmados con la misma plenitud de Dios.

El amor de Dios nos circunda por todas partes.  Seamos capaces de descubrir ese amor.  Dejémonos acariciar por Dios.  Todo este amor se hace rostro amoroso, se hace caricia concreta, se hace ojos amables y mano que levanta, en Jesús.

Y san Juan nos presenta a Jesús amando hasta el extremo, dando la vida hasta el último suspiro, lo da todo por amor.

En su simbología nos hace recordar la lanza que hace brotar sangre y agua del corazón que tanto ha amado a los hombres.

Contemplemos a Jesús dando la vida por nosotros, amándonos a más no poder, haciéndonos sus amigos, compadeciéndose de nosotros.

Día del Sagrado Corazón de Jesús, día para experimentar ese extraordinario amor. Déjate amar por Jesús.

Jueves de la X Semana Ordinaria

Mt 5, 20-26

Jesús se ha tomado muy en serio lo de que somos hijos de Dios y por lo tanto hermanos unos de otros, y nos pide que nos portemos como tales. Por eso, hoy en primer lugar insiste en lo de nuestra fraternidad, señalándonos algunas de las actitudes contrarias a ella. No ya matar al hermano, sino toda muestra de no amarle, como el estar peleado con él, el llamarle imbécil, renegado… son actitudes que debemos rechazar en nuestra vida de fraternidad.

Nadie como Cristo Jesús, en sus enseñanzas sobre el amor y tirando del hilo de la filiación y de la fraternidad, ha destacado tanto la unión total entre el amor a Dios y el amor al prójimo. Es claro y rotundo. No se puede amar a Dios si no se ama al hermano. No se puede estar a bien con Dios si se está a mal con el hermano. No se puede llevar una ofrenda al altar de Dios y llevarse mal con un hermano. Es la lógica de Cristo, la lógica de la filiación divina y de la fraternidad universal con todo hombre. La lógica que hemos de vivir.

Miércoles de la X Semana Ordinaria

Mt 5, 17-19

Los textos de la primera lectura y del evangelio hacen referencia a la relación entre la Ley de Moisés, y la nueva ley, la “nueva alianza”, como dice san Pablo. Es frecuente la relación polar, norte y sur, entre dos realidades tanto en la conversación cotidiana, como en no poca literatura: distancia máxima entre ellas, cuando opuestas. El vicio de la simplificación, cuando la verdad está en la complejidad de los matices.

 A veces esa postura se aplica a la relación entre la ley mosaica y la de Jesús de Nazaret. Se olvida que el primer mandamiento de la ley de Moisés es amar a Dios, y el segundo amar al prójimo. Jesús de Nazaret dice al maestro de la ley, que a la pregunta de Jesús sobre cuál es el mandamiento primero y segundo de la ley, responde de esa manera, que acierta. Son también los mandamientos de la nueva ley.

Jesús en el texto evangélico exige que se cumpla hasta la última tilde la ley mosaica. Jesús dará plenitud a esa ley. Lo que Jesús hace es precisar quién es ese Dios y ese prójimo a los hay que amar. Las parábolas del Hijo pródigo y del Buen samaritano lo precisan. Ahí está la originalidad del mensaje de Jesús.

Hay que cumplir todos los mandamientos de la ley mosaica, mas se ha de hacer como ejercicio de amor, no por un simple cumplir una ley a la que se está obligado, porque alguien la impone. El Dios de Jesús no es un simple legislador, que impone una ley a los hombres. Es un Dios Padre, que quiere que se reconozca su amor, y se corresponda ese con amor a sus hijos. Estos, los hijos, no son solo los miembros de “su pueblo”, los judíos, sino todo ser humano. Y de manera especial los más necesitados, los que más exigen de atención humana, para vivir con dignidad de hijos de Dios.

Cristo, dice Pablo, nos genera la confianza que hemos de tener en Dios, en su Dios, el Padre. Jesús de Nazaret es su encarnación del amor de Dios es la razón de esa confianza en Dios. Confianza en ser servidores de la “nueva alianza”. Confianza, añade Pablo, que no se apoya en cumplir la letra de la ley, sino en movernos por su espíritu, el espíritu de la ley. Espíritu que se resume en cumplir la ley por amor, eso es la plenitud de la ley. Para ello necesitamos la ayuda del Espíritu -con mayúscula-, que es quien ha de derramar la fuerza del amor en nosotros.

Las lecturas de la eucaristía en este día, nos llevan a preguntarnos, sobre con qué espíritu, qué afectos, qué pretendemos cuando ajustamos nuestra vida a la ley, en sus diversos niveles. ¿Somos cumplidores simples de la ley, o nos preocupamos sobre los motivos por los que cumplimos la ley? ¿Nos quedamos en la letra de la ley o nos inquieta el “espíritu” con el que la cumplimos?

Martes de la X Semana Ordinaria

Mt 5, 13-16

Sal y luz

¡Qué dos elementos más hermosos y necesarios para nuestro día a día se contemplan en este pequeño fragmento del Evangelio de San Mateo! Sal y Luz, su destino es estar siempre al servicio de los demás y los dos han tenido mucha importancia a lo largo de la historia de la salvación.

La sal tiene una función purificadora, da sabor, conserva, cura; es una sustancia de las más necesarias para la vida del ser humano.

La luz está hecha para romper las tinieblas y para que todos podamos ver.

En este texto Jesús habla a la muchedumbre desde una montaña. Acaba de proclamar un estilo de vida tan nuevo como sorprendente. Y lo ha hecho con autoridad divina. Él es el Mesías, el Salvador. Por Él vivimos la nueva y definitiva Alianza con Dios.

En esta perspectiva, quien dice sí con su vida a estas enseñanzas es sal y luz. Dos imágenes de lo que Dios quiere del cristiano en el mundo. La sal da valor y sabor a lo que toca. Para ello tiene que disolverse en los alimentos.

La luz sirve para ver, con ella se puede caminar. Ocultarla no tiene sentido.

Así el cristiano, portador del don de Dios, no se puede limitar a gozarlo y vivirlo él solo, debe vivir la misión de ser predicadores de esperanza, ser luz y vida para las personas con las que viven y se relacionan. Debe alumbrar y dar sabor al mundo. No por vanagloria ni haciendo alarde de lo que posee, sino para que los demás, viéndolo, den gloria al Padre. El ejemplo más claro es el mismo Jesús, que siempre actuó poniendo su poder y enseñanzas al servicio de la gloria del Padre.

¿Se han visto truncados nuestros proyectos por seguir a Cristo?

Como Predicador/a ¿doy sabor y aporto luz a mi alrededor?

Lunes de la X Semana Ordinaria

Mt 5, 1-12

No hay que citar a un profundo pensador, a un gran filósofo para afirmar que el deseo más fuerte de la persona humana es el deseo de felicidad. Así lo experimentamos todos. Jesús, que nos conocía y nos conoce bien, también nos habló de este nuestro anhelo más profundo, en sus bienaventuranzas, el camino con ocho vías para alcanzar la felicidad. Las bienaventuranzas no son un código moral de leyes desvinculadas de la persona de Jesús. Las bienaventuranzas se mueven en otro plano. En el plano del “seguidor de Jesús”. Se trata, en primer lugar, de seguir a una persona que te ha seducido, encandilado… Y desde ahí, las bienaventuranzas nos dicen cuál es el estilo de vida, cuál es el espíritu que ha de animar a este seguidor. Y prometen lo que más anhela nuestro corazón: felicidad.

Bien poco se parecen las bienaventuranzas de Jesús a las bienaventuranzas de nuestra sociedad. Nuestra sociedad proclama felices a los que tienen mucho dinero, a los que ocupan los primeros puestos, a los triunfadores, a los guapos, a los que disfrutan de la vida sin escrúpulos… ¿Quién acierta? Cristiano es el que experimenta en su vida que Jesús tiene razón y da en el clavo siempre. Se adentra por el camino que Jesús vivió y predicó y experimenta, por sí mismo, la verdad de la vida y de las palabras de Jesús… también de sus bienaventuranzas.

Sábado de la IX Semana Ordinaria

Mc 12, 38-44

Jesús hoy mira el corazón de esta pobre viuda y ve que ha echado más que nadie, porque «La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero Yahveh mira el corazón» (1 Sa 16, 7). No es el qué ni el cuánto lo que a Dios le interesa. Más que la cantidad lo que importa aquí es el gesto mismo y lo que pone de manifiesto sobre esta mujer:

Su generosidad revela, en primer lugar, que no se siente dueña ni siquiera de lo más básico, de aquello que tiene para subsistir; y por eso puede soltarlo. « ¿Qué tienes que no hayas recibido? » pregunta san Pablo a los Corintios, y es que la ofrenda solo es posible si somos conscientes de que todo es don y nada nos pertenece.

Además, deja entrever dónde tiene puesta su confianza. Es capaz de entregar todo lo que tiene para vivir en la certeza de que «poderoso es Dios para colmaros de toda gracia a fin de que, teniendo, siempre y en todo, lo necesario, tengáis aún sobrante para toda obra buena (…). Y siempre seréis ricos para toda largueza» (2 Co 9, 8.11).

Por eso Jesús elogia a esta pobre viuda: porque con su entrega deja que su existencia quede desprotegida, a la intemperie, vacía, dispuesta toda ella al Señor. Él observa, con ojos que saben ver el corazón, y ve que la ofrenda de esta pobre mujer no busca el aparentar, sino que es un abandono confiado en Dios, de quien cree que ha recibido todo. Ve que, en esos dos reales, en realidad, ofrece su vida, sus seguridades humanas, sus precauciones, para apoyarse solamente en el Señor.

Un insignificante detalle puede revelar mucho de la persona humana y es la disposición interior la que revaloriza cada gesto: ¿Qué es lo que nos empuja en nuestra limosna, sacrificios, ofrendas, conducta y buenas obras? ¿Que nos vean, nos honren y nos reconozcan, como pretendían los escribas? ¿Dejar nuestra conciencia tranquila mientras seguimos acomodados en nuestros territorios existenciales? ¿Por qué nos resistimos a dar hasta lo que creemos más necesario? Eso que rehusamos poner en manos de Dios, nuestras riquezas, afectos, proyectos, ¿de verdad son tan vitales? ¿O es que nos hemos adueñado de ellos? ¿Creemos o no creemos que Dios tiene poder para darnos en cada momento aquello que necesitemos?

Viernes de la IX Semana Ordinaria

Mc 12, 35-37

La gente disfrutaba de la persona misma de Jesús: de su bondad, de su inteligencia, de su libertad de palabra y acción. Con sólo escucharle, se sentían mejores, más inteligentes, más libres. No imponía distancias. No los tenía a menos a pesar de su ignorancia. No los condenaba, a pesar de que sabía que distaban mucho de ser perfectos.

Jesús les introducía en el misterio de su persona con habilidad, a partir de los textos de la Escritura que todos habían oído.  Conocer mejor a una persona a la que se quiere mucho es un verdadero placer. Y en Jesús se adivinaba un gran misterio. La lectura de hoy nos muestra a Jesús haciendo una pregunta nada fácil de responder por parte de sus interlocutores. Se refiere a él mismo. Conociendo el origen del Mesías, se descubriría su autoridad y la base del crédito que han de prestarle.

¿Cómo dicen los letrados que el Mesías es hijo de David? Si es hijo, tiene que ser inferior, según la lógica patriarcal de aquel pueblo. La gente que le veía actuar con los pobres y los enfermos, con respeto y amor, y con las autoridades, con una libertad y una superioridad inimaginables, estaba muy próxima a admitir el misterio que se escondía en su persona. Y decían: ¿No será Jesús aquél a quien el mismo David llama Señor?  Lo admiraban a pesar de que rompía muchos esquemas.

Jueves de la IX Semana del Tiempo Ordinario

Mc 12, 28b-34

Hemos oído muchas veces este pasaje evangélico y correemos el peligro de no darle el valor que tiene. La pregunta que un letrado le hace a Jesús es la más importante de toda nuestra vida: “¿Qué mandamiento es el primero de todos?”. Que podemos traducir por cuál es la clave para conseguir la alegría de vivir, la felicidad que todos tanto deseamos. La respuesta de Jesús es clara y rotunda: el amor, dirigido en tres direcciones: a Dios, al prójimo y a uno mismo. Quien logra amar de esta manera triunfa en la vida, quien no lo consigue fracasa. Sabemos que Jesús de muchas maneras nos ha hablado del amor. Siempre tiene el amor en sus labios y en su corazón y nos lo expresa una y mil veces. Es claro que muchos en nuestra sociedad piensan que el triunfo personal viene principalmente por acumular dinero y todo lo que él pueda proporcionar.

Jesús, profundo conocedor de nuestros entresijos humanos, sabe también que el amor es la asignatura más difícil que tenemos, la que más nos cuesta aprobar y de la manera que él nos indica. Por eso, viene en nuestra ayuda, en primer lugar, dándonos ejemplo, amándonos hasta entregar su vida por nosotros y, segundo lugar, regalándonos su amor para que nosotros podamos amar con nuestras fuerzas y con el amor que él nos ofrece. “Amaos unos a otros como yo os he amado”, y así podamos decir “Ya no soy yo ama es Cristo quien ama en mí”. 

Miércoles de la IX Semana Ordinaria

Mc 12, 18-27

Los saduceos del tiempo de Jesús no creían en la resurrección y la ridiculizaban, como en esta ocasión, en que argumentan a partir de la llamada ley del levirato (una ley que prescribía a los hermanos del difunto, que había muerto sin hijos, casarse con su viuda para suscitar descendientes a su hermano). Jesús responde, en primer lugar, afirmando que la resurrección no puede enjuiciarse como si se tratara de una prolongación de la vida presente. Es algo totalmente distinto, es otro mundo y no se puede razonar aplicando los criterios de aquí. Los bienaventurados “serán como ángeles”, en el sentido de que su vida estará centrada ante todo en la alabanza y en el servicio de Dios.

En segundo lugar, Jesús evoca al Dios de los patriarcas, Abrahán, Isaac y Jacob, de los que hablan los libros del Pentateuco (los únicos libros que aceptan los saduceos). Da a entender, de esa manera, que Dios, que los eligió, sigue siendo fiel a ellos y la muerte no podrá poner término a esa fidelidad. Esta realidad debiera mover a sus interlocutores a reconocer que ese Dios, poderoso y dueño de la vida, quiere que todos vivan para siempre.

Para nosotros, este razonamiento de Jesús contiene dos sabias advertencias: una, que no podemos entender la resurrección con nuestras categorías terrenas y limitadas, sino que hemos de aceptarla como un misterio de fe (y a la luz del conjunto de la Escritura); otra, que, si creemos en el poder de Dios y en su permanente obrar a favor de la vida, no podemos extrañarnos de que nos haya creado y destinado para vivir siempre con él.

Preguntémonos sinceramente: ¿Cómo entendemos nosotros eso de “vivir para siempre”? ¿Creemos de verdad que Dios cuida ahora de nosotros y nos concederá después vivir para siempre?