Homilía para el martes 23 de Abril de 2019

Jn 20, 11-18

María Magdalena no podía creer en la muerte del Maestro. Invadida por una profunda pena se acerca al sepulcro. Ante la pregunta de los dos ángeles, no es capaz de admirarse. Sí, la muerte es dramática. Nos toca fuertemente. Sin Jesús Resucitado, carecería de sentido. «Mujer: ¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?» Cuántas veces, Cristo se nos pone delante y nos repite las mismas preguntas. María no entendió. No era capaz de reconocerlo.

Así son nuestros momentos de lucha, de oscuridad y de dificultad. «¡María!» Es entonces cuando, al oír su nombre, se le abren los ojos y descubre al maestro: «Rabboni». Nos hemos acostumbrado a pensar que la resurrección es sólo una cosa que nos espera al otro lado de la muerte. Y nadie piensa que la resurrección es también, entrar «más» en la vida. Que la resurrección es algo que Dios da a todo el que la pide, siempre que, después de pedirla, sigan luchando por resucitar cada día. «La Iglesia ofrece a los hombres el Evangelio, documento profético, que responde a las exigencias y aspiraciones del corazón humano y que es siempre “Buena Nueva”.

La Iglesia no puede dejar de proclamar que Jesús vino a revelar el rostro de Dios y alcanzar, mediante la cruz y la resurrección, la salvación para todos los hombres». «He visto al Señor» – exclamó María. Esta debe ser nuestra actitud. Gratitud por haber visto al Señor, porque nos ha manifestado su amor y, como a María, nos ha llamado por nuestro nombre para anunciar la alegría de su Resurrección a todos los hombres.

Que la gracia de estos días sacros que hemos vivido sea tal, que no podamos contener esa necesidad imperiosa de proclamarla, de compartirla con los demás. Vayamos y contemos a nuestros hermanos, como María Magdalena, lo que hemos visto y oído. Esto es lo que significa ser cristianos, ser enviados, ser apóstoles de verdad.

Homilías para el martes y miércoles santo

MARTES SANTO

Is 49, 1-6; Jn 13, 21-23 

En el evangelio hay dos hombres que se parecen y que sin embargo, son totalmente diferentes: Simón Pedro y Judas Iscariote. Se parecen en que los dos le fallaron a Jesús: Pedro al negarlo y Judas al traicionarlo. Son totalmente diferentes en su reacción ante Jesús después de haberle fallado. Pedro se arrepintió y Judas se desesperó.

El caracter de Pedro era tan humano, que cualquiera de nosotros podría sentirse muy cercano a él. Era resuelto, y sin embargo, débil; era sincero, y sin embargo, titubeante; era adicto, y sin embargo, a veces desleal. Por encima de todo, llegó a conocer a Jesús tan bien, que se arrepintió inmediatamente y tuvo plena confianza en el perdón.

Nosotros tenemos esperanza y oramos para no terminar como Judas, sino como Pedro, a quien nos parecemos más. Somo resueltos para tomar decisiones de hacer grandes cosas en favor de Cristo, pero, con frecuencia, somos remisos en llevar a cabo esos buenos propósitos. Somos sinceros en nuestro celo por Cristo, pero, con frecuencia, fallamos por nuestra debilidad humana. Somos verdaderamente adictos a Cristo, pero algunas veces vivimos como si no lo conociéramos, ni sus enseñanzas.

Si nos parecemos a Pedro en sus fallas, tamibién debemos hacer el intento de ser como él en sus puntos de apoyo. Pedro llegó a conocer muy bien a Jesús. Porque conoció bien a Jesús y fue testigo de su amor a los pecadores, Pedro tenía confianza en el perdón del Señor. Pero, ¿qué decir de Judas? No es conveniente parecernos a él. Judas tuvo las mismas oportunidades que Pedro para conocer a Jesús. Había escuchado sus enseñanzas y había visto su ejemplo. Jesucristo le ofreció su amor. Pero desperdició las oportunidades de conocer a Cristo y no respondió al ofrecimiento que Jesús le hacía de su amor.

En el curso de esa Semana Santo se nos brinda una valiosa oportunidad de conocer a Jesucristo, meditando en los acontecimientos de su pasión y de su muerte. El sufrió todo lo imaginable por amor a nosotros. Hoy podemos rogarle que nos conceda la gracia de responder a su amor, como lo hizo Pedro.

MIÉRCOLES SANTO

Is 50, 4-9; Mt 26, 14-25 

Cuando miramos un crucifijo nos cuesta trabajo creer que Jesús está ahí porque Él quiso. Tal parece que fue dominado por sus enemigos y obligado a morir en la cruz. Pero no fue así. En cierta ocasión, los fariseos trataron de apedrear a Jesús para matarlo, pero Él se les escapó fácilmente. En otra ocasión, los habitantes de su ciudad natal lo condujeron hasta el borde de un precipicio con la intención de despeñarlo; pero El dio medio vuelta y se fue, sin que uno solo fuera capaz de poner la mano sobre El. Hubo varios incidentes en los que los enemigos de Jesús trataron de aprehenderlo para matarlo, pero éstos fueron impotentes para lograrlo porque, como el mismo Señor lo dijo, su «hora no había llegado todavía». Aquella «hora» era el tiempo establecido de antemano por su Padre.

En el evangelio de hoy Jesús indica que El conocía el tiempo establecido por su Padre para su muerte sacrificial; Él dice: «Mi hora está ya cerca». También mostró que conocía previamente el momento de su muerte, al predecir que uno de los Doce lo iba a traicionar. Pero Jesús no sólo conocía el momento de su muerte ya próxima; más importante que eso, El aceptaba voluntariamente esa muerte, por obediencia amorosa a su Padre, al fin de que se cumpliera las Escrituras.

Al concluir la presentación que hizo de sí mismo como el buen pastor, nuestro Señor dijo: «El Padre me ama porque doy mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita; yo la doy porque quiero» (Jn 10, 17). En la Última Cena, dijo: «Nadie tiene amor más grande a sus amigos que aquel que da la vida por ellos» (Jn 15, 13). Esas palabras indican claramente los motivos por los que Jesús murió.

El Viernes Santo, o en cualquier otro momento en que veamos un crucifijo, hemos de darnos cuenta de que Jesús murió en la cruz porque Él quiso. Su muerte en la cruz fue la expresión perfecta de su amor libre y personal a su Padre y a nosotros.

Homilía para el 11 de Abril de 2019

Jn 8, 51-59

Las discusiones entre Jesús y los judíos, están salpicadas de frases con gran contenido teológico. San Juan nos conduce de una manera didáctica a profundizar la persona de Jesús. Retoma hoy conceptos entrañables para el pueblo de Israel: la palabra, la promesa a Abraham, la glorificación y el Nombre del Señor.

Gran escándalo causa Jesús cuando afirma: “Yo os aseguro: el que es fiel a mis palabras, no morirá para siempre”.  La afirmación va más allá de lo que las autoridades religiosas podrían esperar. La única palabra con vida es la de Dios. Ellos conocen al dedillo las Escrituras y son capaces de recordar cómo la palabra de Dios es creadora, es liberadora y es fiel. Lo ha experimentado el pueblo de Israel y lo ha dejado escrito para las generaciones posteriores. Por eso su reclamo a Jesús porque si es así, será mayor que Abraham y que todos los profetas.

Pero nosotros sabemos que Jesús, conforme a lo que nos dice el mismo San Juan, es la palabra de Dios hecha carne, es la palabra que pone su tienda entre nosotros. Al igual que su Padre, cuando habla se actúa, se realiza.

Quizás nosotros hemos perdido mucho de esta apreciación a la Palabra de Dios y a Jesús, palabra hecha carne. El Papa Francisco nos invita a recuperar este sentido de escucha, de respeto y atención a la palabra de Dios. Dios quiere hablar con los hombres, quiere entrar en diálogo con ellos. Y la mejor forma es a través de su Hijo Jesús que le da rostro a esta palabra.

Son ya muy pocos los días que nos restan para entrar de lleno a vivir la  Pascua del Señor. Una manera seria de prepararnos es tomar sus palabras, meditarlas con atención y mirar qué dejan en nuestro interior, a qué nos invitan y cómo nos muestran al Padre. La misión de Jesús es hacernos conocer el gran amor del Padre que nos ama y nos da la vida.

Señor Jesús, Palabra del Padre hecha carne en medio de nosotros, que has venido a manifestarnos y a revelarnos su Gloria, ven a sembrarte en nuestros corazones y en nuestras vidas para que, conforme a tus palabras, nos conceda la gracia de vivir y ser hijos de Dios.

Homilía para el miércoles 10 de Abril de 2019

Jn 8, 31-42 

Hoy la libertad está de moda. Libertad de expresión, de opinión, libertad de experimentación científica, de prensa, lucha por la libertad… Sin embargo, paradójicamente, también nuestra libertad nos puede hacer esclavos. Todo el que comete pecado es un esclavo. La libertad es lo contrario de la esclavitud. ¿Cómo es posible que en nuestro mundo en el cual gozamos de tantas libertades podamos ser esclavos? Nos hemos olvidado de una palabra que es inseparable de la libertad: la verdad. Conocerán la verdad y la verdad los hará libres.

Desgraciadamente hemos separado muchas veces la libertad de la verdad. Sin embargo, no puede existir auténtica libertad si está desligada de la verdad pues son dos eslabones de una cadena que no se pueden separar. Y de aquí surge la gran pregunta ¿qué es la verdad? Jesús nos dice que Él es la verdad y que si nos mantenemos en su Palabra podremos conocer la verdad y ser libres.

Dios no es una verdad más, sino que es la verdad absoluta, es el único que tiene una libertad absoluta. La libertad del hombre es un riesgo. Con la gracia de Dios, la libertad del hombre puede ser encaminada a la verdad, al bien y a la felicidad. Por el contrario, si buscamos una libertad lejos de la verdad, que es Cristo, nos haremos esclavos de nuestras propias pasiones y de nuestros pecados.

Al final del pasaje evangélico, Jesucristo nos invita a una coherencia de vida. Si nuestras obras no reflejan la verdad no podemos decir que realmente somos libres. Si nuestra vida se desarrolla en el campo de la mentira no podemos decir que somos coherentes con lo que Cristo nos ha enseñado. Si queremos ser hijos de Dios debemos actuar con la verdad, si no seremos hijos del padre de la mentira.

Dios viene a librarnos del pecado. Preparemos en esta cuaresma un corazón sincero que nos ayude a recibir las gracias que Dios viene a traernos. Seamos humildes para dejar a un lado la mentira y el pecado, para convertirnos con la ayuda de Dios a una vida libre apoyada en la verdad de Cristo.

Homilía para el martes 9 de Abril de 2019

Jn 8, 21-30 

Cristo nos desvela el secreto de su éxito. Es sencillo, basta cumplir la voluntad de Dios. Eso es todo. Nos lo dice clarísimo: “Yo hago siempre lo que a Él le agrada”. Esto podría ser el resumen de la vida de Jesús.

No hay que ser ingenuos y creer que ya todo está resuelto. El camino de la voluntad de Dios, en algunos momentos, es duro. No todo es coser y cantar. Pero en nuestro peregrinar por la voluntad de Dios no vamos solos. Podrá haber situaciones oscuras, ásperas, pero Dios no nos faltará. El secreto es no desviarse del camino, ni a derecha ni a izquierda. Aparecerán atajos tentadores, guías espontáneos que intentarán llevarnos por otros senderos. Pero el camino ya está decidido.

En este camino, la cruz es el punto de referencia. Es un faro en nuestro peregrinar. El que quiera venir en pos de mí, tome su cruz cada día y sígame. Ciertamente debemos estar atentos a seguir el camino verdadero. Por eso Jesús nos dejó a su Iglesia, para guiarnos por el sendero de la voluntad de Dios. Ellos son los verdaderos guías que nos podrán señalar el sendero de salvación. Basta ser sinceros en la entrega y una vez claro el camino, seguir sin desviarse.

Pensemos cuantas cosas pasarían en nuestra vida, en nuestros enfermos si nosotros tuviéramos la fe del Centurión, y viéramos en la hostia a «Yo Soy», al mismo Jesús, para quien todo es posible. Ojalá y, como en el evangelio, después de estas palabras muchos crean en Él.

Homilía para el viernes 5 de Abril de 2019

Jn 7, 1-2. 10.25-30

Hay sentencias en nuestro pueblo llenas de sabiduría, pero a veces parecen también llenas de fatalismo. Si alguien se libró de un fuerte peligro y logró salir con vida, decimos: “Es que aún no le había llegado su hora”; por el contrario, si alguien aparentemente estaba libre del peligro, pero a pesar de todo fallece, afirmamos: “Es que nadie puede pasar de la raya que le tienen señalada”.

Son formas de hablar en las que se entremezcla la libertad y la responsabilidad de la persona y el sentido de la providencia y de la dependencia de Dios que tenemos todos los hombres y los acontecimientos.
Hoy San Juan nos habla de la “hora de Jesús”. Pero no lo habla en el sentido determinista y que no tiene escapatoria. Habla en el sentido de una entrega plena, consciente y libre para ponerse en manos de su Padre y entregarse al sufrimiento por amor a los hombres.
Es curioso la forma en que lo hace San Juan: la hora de Jesús, aun en los peores sufrimientos, aparece como una hora de glorificación y de reconocimiento. Así une la entrega y la glorificación.

La fiesta de los Tabernáculos o de los Campamentos, es una de las más populares que se celebraban en Jerusalén y recordaba el paso del pueblo de Israel por el desierto. Jesús se presenta en la fiesta, aunque ya iniciada la fiesta y con una prudencia lógica frente a las hostilidades de los judíos. Pero Jesús no se calla sino que predica abiertamente escudado en la multitud que lo escucha y lo atiende.
No se arriesga imprudentemente pero tampoco elude sus compromisos. Se muestra abiertamente como el enviado del Padre aunque los judíos afirmen que no saben de dónde viene. Así es Jesús libre y profético. Así nos enseña también no sólo su misión sino también la actitud prudente pero comprometida.

No es el miedo a lo que han de decir, pero tampoco son las bravuconerías o los riesgos innecesarios. Es saber que cada momento y cada instante se debe vivir plenamente en presencia del Padre pero sin hacer los alardes providencialistas que a nada llevan.

Descubramos hoy también nuestro tiempo como la hora y el momento que Dios nos regala para  con esperanza y responsabilidad llenarlo de sentido.

Homilía para el jueves 4 de Abril de 2019

Jn 5, 31-47 

Es triste la que hayamos llegado a una realidad donde la palabra ya no vale, donde se requieren papeles y testigos para demostrar la propia identidad, donde primero va la duda y la sospecha, antes que la buena intención y la benevolencia.

A Jesús le pasa lo mismo: sus opositores dudan de su autoridad y de su persona y buscan hacerlo desaparecer porque su misión no encaja en su sistema de leyes, de injusticias y de engaños. Y Jesús accede a demostrar, con testigos y con obras, que tiene toda autoridad. Alude a Juan Bautista, lámpara que ardía y brillaba, como un testigo confiable, pero para quien se niega a aceptar la verdad, el testimonio de Juan no es válido, sino que causa problemas y lo desaparecen.

¿Sucede algo parecido entre nosotros? ¿Desaparecemos o ignoramos a quien se opone a nuestros caprichos e injusticias?  

Pone también como evidencia sus propias obras, “obras son amores”, pero las obras cuando se tiene la mente obcecada no bastan. ¿Cómo llegar al corazón de quien lo ha cerrado?

No parece bastar el testimonio de un Padre Dios que se manifiesta en cada una de las acciones que realiza Jesús. No son suficientes tampoco los testimonios que en profecía y adelanto ha ofrecido Moisés. ¿Cómo dar fe a las palabras de Jesús?

También nosotros en la actualidad parecería que negamos todo el testimonio y la fuerza de la palabra de Jesús. Nos decimos los sabios para descartar la sencillez de su sabiduría; nos escudamos en los bienes materiales y nuestras posesiones, para sentir seguridad y salvación; argumentamos libertades y nuevas verdades, para desfigurar la verdad eterna y la auténtica libertad.  

Es tiempo de Cuaresma. Es tiempo de despojarnos de todas nuestras prevenciones y prejuicios y abrir el corazón, la mente y los ojos para descubrir la acción de Jesús en medio de nosotros. Es el único que puede darnos libertad, pero necesitamos aceptar su mensaje.  

Que no nos encerremos en leyes o pretextos para ahogar su palabra. Que no demos más crédito a nuestras ambiciones e intereses que a su Palabra.

Homilía para el miércoles 3 de Abril de 2019

Jn 5, 17-30

Para nuestros días suena actual y consolador el mensaje que nos ofrece el profeta Isaías. Hablando al Siervo de Yahvé, afirma Dios: “Yo te formé y te he destinado para que seas alianza del pueblo, para restaurar la tierra, para volver a ocupar los lugares destruidos, para decir a los prisioneros salgan y a los que viven en tinieblas vengan a la luz”

Si relacionamos este pasaje con las palabras que hemos escuchado en san Juan, vamos a descubrir como Jesús realiza esa misión, rompiendo esa oscuridad, restaurando al pueblo y devolviendo la luz.

Aunque se opongan sus perseguidores por hacer curaciones en sábado, aunque lo amenacen de muerte, Jesús ofrece esa posibilidad de encontrar la luz, más allá de una ley, que ciertamente buscaba dar vida, pero que se había convertido en atadura, Cristo busca dar luz y libertad a todos los esclavizados por cualquier tipo de enfermedad o cadena.

Cristo pasa por encima de convencionalismos o de críticas de los poderosos con tal de dar verdadera libertad. Jesús es libre y da libertad. Además busca parecerse a su Padre y realiza las mismas obras de su Padre.

El pasaje de Isaías termina con una de las más bellas expresiones: “¿puede acaso una madre olvidarse de su hijo, hasta dejar de enternecerse por el hijo de sus entrañas? Aunque hubiera una madre que se olvidara, Yo nunca me olvidaré de ti. El amor de Dios Padre es mucho más fuerte que el amor maternal, y Jesús manifiesta ese amor entrañable de Dios.

Pidamos al Señor que en este día experimentemos este amor paternal-maternal que no puede olvidarse de sus hijos y que Jesús sea para nosotros la luz que rompe las ataduras, que restaura nuestra vida y nos manifiesta la gloria de Dios Padre.

Homilía para el 2 de Abril de 2019

Jn 5, 1-3. 5-16

Tomemos el lugar del paralítico a la orilla de la piscina, esperando una y otra vez a que el agua se agite y después luchar contra todos con tal de alcanzar la salud, intentar arrastrarse una y otra vez, pero siempre alguien ha alcanzado el agua antes que nosotros. Y así un día y otro día, una semana y otra semana, hasta tener años de intentarlo y terminar por perder toda esperanza.

Son muchas las reflexiones que podemos hacer sobre este evangelio, pero voy a acentuar dos rasgos que nos pueden inspirar este pasaje.

Mirémonos a nosotros mismos en el camino de nuestra vida y descubramos cómo a fuerza de fracasos hemos perdido el ímpetu para intentar alcanzar la salud para nosotros o para nuestra sociedad. Nos sentimos inválidos, paralizados, sin ánimo para el trabajo solidario, para el esfuerzo, para el verdadero amor.

Tantas veces hemos fracasado por culpa nuestra o por culpa de las circunstancias, que ahora ya hemos perdido la ilusión. Dejamos que las cosas sucedan, sin que nos causen sorpresa. Hemos perdido la esperanza.

Pues a nosotros que estamos desilusionados, hoy se acerca Jesús y pregunta que si queremos curarnos. ¿Qué le respondemos?

¿Estamos dispuestos a arrastrarnos nuevamente para alcanzar las aguas de la salvación? Sólo cuando nos reconocemos impotentes y que no tenemos a nadie, si nos ponemos en sus manos y confiamos en su amor y misericordia, empezaremos a vislumbrar la posibilidad de la salud.

También, hoy, a nosotros, Jesús nos lanza el reto: “levántate, toma tu camilla y anda”. No podemos quedarnos sin ilusiones, tendremos que arriesgarnos a ponernos en pie e iniciar nuestro camino. Tenemos que despertar nuestra fe y nuestra esperanza, tenemos que confiar en su palabra, y al mismo tiempo tener en cuenta a quien se ha quedado atrás, a quien no se levanta, a quien lo dejan tirado.

Junto con Jesús, despertemos a una nueva esperanza.

El hombre de la piscina, al igual que hoy en día muchos hermanos, no tienen quien les tienda una mano, quien los ayude a salir de sus problemas… quien los lleve a conocer a Jesús. ¿Te has puesto a pensar cuánta gente a tu alrededor está esperando que le tiendas la mano?

Homilía para el viernes 29 de Marzo de 2019

Mc 12, 28-34 

Cuando el profeta Oseas sugiere al pueblo de Israel su conversión, le pide que ya no llamen dioses a las obras de sus manos. Y si revisamos un poco la historia, nos encontramos que Israel había puesto su confianza más en el poder de Asiria, en su ejército y en sus propias fuerzas que en el Señor. No se refiere, pues, literalmente a otros dioses, sino que hay cosas que están ocupando el lugar de Dios.

Actualmente muchos pueblos se definen a sí mismos como religiosos, no idólatras, pero en su diario actuar confían más en su poder, en su dinero y en miles de pequeñeces que llenan su corazón.

El hombre moderno se ha aficionado a tantas comodidades, a tantas dependencias que se ha convertido en verdaderos dioses, con sus ritos, con sus defensores y sus sacerdotes. Basta mirar los nuevos espectáculos, los deportes, los negocios y la política. No podemos decir que no ocupa verdaderamente el corazón de la persona.

Después también encontramos las ambiciones y anhelos personales o de grupo, se adueñan del corazón y tiranizan toda su vida.

El evangelio de este día quiere que retomemos el fin esencial del hombre: amar a Dios y amar al prójimo. Alguien decía que deberíamos decir más que amar a Dios, el dejarse amar por Dios, permitirse experimentar el amor de Dios. Y es verdad, porque quien se sabe amado por Dios, se siente en las manos de Dios, buscará espontáneamente responder con el mismo amor y también procurará manifestar en la práctica este amor dándolo a sus hermanos que son así mismo amados de Dios.

No es tanto un mandamiento sino una experiencia. Cada día que nace, cada instante que vivimos, cada belleza y aún cada fracaso lo podremos vivir como una manifestación del amor de Dios. Entonces nuestro corazón encontrará la verdadera paz y podrá ponerse a disposición para servir a los hermanos. Si el corazón se llena de ambición nunca encontrará la paz y verá en cada hermano un opositor y se defenderá de él o lo utilizará como peldaño.

Pidamos al Señor que podamos experimentar en cada instante el gran amor que Dios Padre nos regala.