Dedicación de la Basílica de Letrán

Jn 2, 13-22

El Evangelio de esta fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán, en el que Jesús irrumpe para echar a los mercaderes del Templo, nos hace ver que el Hijo de Dios está movido por el amor, por el celo de la casa del Señor, que los hombres han convertido en un mercado.

Al entrar en el templo, donde se vendían bueyes, ovejas y palomas, con la presencia de los cambistas, Jesús reconoce que aquel lugar estaba poblado de idólatras, hombres dispuestos a servir al dinero en vez de a Dios. Detrás del dinero siempre está el ídolo –los ídolos son siempre de oro–, y los ídolos esclavizan. Esto nos llama la atención y nos hace pensar en cómo tratamos nuestros templos, nuestras iglesias; si de verdad son casa de Dios, casa de oración, de encuentro con el Señor; si los sacerdotes favorecen eso. O si se parecen a un mercado. Lo sé… algunas veces he visto –no aquí en Roma, sino en otra parte– una lista de precios. ¿Es que los Sacramentos se pagan? “No, es una ofrenda”. Pues si quieren dar una ofrenda –que deben darla–, que la echen en la hucha de las ofrendas, a escondidas, sin que nadie vea cuánto das. También hoy existe ese peligro: “Pero es que debemos mantener la Iglesia”. Sí, sí, sí, es verdad, pero que la mantengan los fieles en la hucha, no con una lista de precios.

Pensemos en ciertas celebraciones de Sacramentos o conmemorativas, donde vas y ves: y no sabes si la casa de Dios es un lugar de culto o un salón social. Algunas celebraciones rozan la mundanidad. Es verdad que las celebraciones deben ser bonitas –hermosas–, pero no mundanas, porque la mundanidad depende del dios dinero. Y es una idolatría. Esto nos hace pensar, y también a nosotros: ¿cómo es nuestro celo por nuestras iglesias, el respeto que tenemos allí, cuando entramos?

También lo vemos en la segunda lectura de hoy (1Cor 3,9c-11.16-17), donde dice que también el corazón de cada uno de nosotros representa un templo: el templo de Dios. Aun siendo conscientes de que todos somos pecadores, cada uno debería interrogar a su corazón para comprobar si es mundano e idólatra. Yo no pregunto cuál es tu pecado, mi pecado. Pregunto si hay dentro de ti un ídolo, si está el señor dinero. Porque cuando está el pecado está el Señor Dios misericordioso que perdona si vas a Él. Pero si está el otro señor –el dios dinero–, eres un idólatra, es decir, un corrupto: no ya un pecador, sino un corrupto. El meollo de la corrupción es precisamente una idolatría: es haber vendido el alma al dios dinero, al dios poder. Es un idólatra.

Viernes de la XXXI Semana Ordinaria

Fil 3, 17- 4, 1

Pablo había presentado el día de ayer su jerarquía de valores no sólo teórica, y cómo una serie de realidades que un día persiguió y tuvo, ahora las considera «basura»  ante las realidades que considera supremas y definitivas y que sintetiza en Cristo Jesús.

Por esto puede decir, apoyado también en la confianza del cariño comprensivo de los cristianos de Filipos: «sean todos ustedes imitadores míos».

Pablo contrapone la triste realidad de los que no están siguiendo eso ideales, no sabemos quiénes eran ¿malos cristianos, cristianos judaizantes, los paganos con los que convivía la comunidad?  «Enemigos de la cruz de Cristo», «su Dios es su vientre», dice de ellos san Pablo.

Filipos era una colonia romana, sus habitantes miraban a Roma como a su centro y a su ideal.  Así, Pablo les recuerda que hay una Patria suprema: «somos ciudadanos del cielo».  La realización en nosotros de la Pascua de Cristo es la meta anhelada por la que hay que luchar.

Oigamos como dirigidas a nosotros todas las palabras de Pablo, especialmente las últimas: «manténganse fieles al Señor».

Lc 16, 1-8

Hemos escuchado una parábola muy interesante.  No olvidemos que en las parábolas la enseñanza viene sólo al final.

Normalmente los administradores o mayordomos no tenían una paga fija, sino que vivían de lo que se iban «procurando», pero este mayordomo había «malgastado» los bienes del amo.

El amo tuvo que reconocer que el mayordomo había obrado con habilidad, astutamente.

Y ahora viene la enseñanza: los que pertenecen al mundo son más hábiles en sus negocios que los que pertenecen a la luz.

La gente que busca justa o injustamente el arte, la belleza, la fama, el sexo, el dinero, se prepara, trabaja, suda, busca incansablemente, arriesga…

Y nosotros «hijos de la luz», ¿qué hacemos por Cristo, por la comunidad?

Jueves de la XXXI Semana Ordinaria

Fil 3, 3-8

Aunque la mayoría de los cristianos de Filipos eran de origen pagano, no faltaban los de origen judío, y a todos llegaban ecos de las pugnas de los judaizantes.  Por esto, Pablo despliega hoy ante sus oyentes todas sus credenciales de prestigio judío.  Circuncidado según la ley, cumplidor fiel de la ley, había llevado su religiosidad hasta hacerse perseguidor encarnizado de la comunidad cristiana.  «Pero todo lo que era valioso para mí, lo consideré sin valor a causa de Cristo», dice san Pablo.

Por eso también afirma a los cristianos, «el verdadero pueblo de Israel somos nosotros».

Cristo es el verdadero valor, el Hijo eterno del Padre, hecho uno de nosotros, el donador del Espíritu para gloria del Padre.

Pablo nos dice así cómo toda una serie de valores a los que la mayoría de la gente considera como el fin de la vida, y a los que consagra tiempo, interés y esfuerzo, tienen que ceder ante otros valores que son los decisivos, pero exigen interiorización.

Pablo presenta los valores materiales como «sin valor», «basura», en cambio presenta a Cristo como el bien supremo.

¿Cuál es nuestra jerarquía efectiva de valores en la práctica?

Lc 15, 1-10

Lucas en el capítulo 15 nos narra tres parábolas sobre la misericordia; hoy hemos escuchado dos.  De nuevo nos aparecen dos tipologías opuestas: por una parte la gente más iluminada, más seguidora de la ley, los más religiosos, y por otra, los que tienen mala fama, los que llevan una vida considerada escandalosa: los escribas y los fariseos y los publicanos y pecadores.

La idea que los «buenos» del tiempo de Jesús tenían de Dios no concordaba con lo que Jesús estaba haciendo.  Pensaban en un Dios justiciero y castigador, vengativo.

Jesús está mostrando el verdadero rostro de Dios, rostro de misericordia, de amor.

Todas las parábolas, y más generalmente todas las enseñanzas evangélicas sobre la misericordia de Dios, nos llevan a una doble conclusión muy práctica al mirar nuestros pecados: confiar absolutamente en el perdón amoroso de Dios y buscarlo.

Al mirar las fallas de los demás, tratemos de ser un reflejo de la misericordia siempre salvadora de Dios.

Miércoles de la XXXI Semana Ordinaria

Fil 2, 12-18

San Pablo, cuando escribió a sus queridos cristianos de Filipos les decía: «Háganlo todo sin quejas ni discusiones, para que sean hijos de Dios, irreprochables, sencillos y sin mancha, en medio de los hombres malos y perversos de este tiempo».  Sin atrevernos a juzgar las culpas personales de nadie, debemos reconocer que vivimos entre gente mala y perversa.  Por dondequiera vemos que se alaba la riqueza y el prestigio, somos testigos de la desintegración del matrimonio y las familias y nos invade la falta de respeto por la santidad de la vida humana.

No debemos permitir que las fuerzas desatadas de la corrupción nos dobleguen.  Recordemos que nuestro Dios es Dios, no el dinero ni el poder ni la satisfacción personal.  Reconozcamos que nuestra consagración a Dios nos llama a vivir sin egoísmo y con toda nuestra generosidad en nuestras relaciones con el prójimo.  Estamos llamados a vivir como hijos de Dios sin ninguna mancha en medio de una clase de hombres malos y perversos.

Lc 14, 25-33

El Evangelio de hoy nos puede sonar bastante extraño.  Es desconcertante escuchar que Jesús diga que sus discípulos deben abandonar a su padre, a su madre, a su esposa e hijos, a sus hermanos y hermanas.  Estas palabras de Jesús reflejan una forma de hablar típicamente hebrea que usa la exageración para recalcar vigorosamente una enseñanza.  Lo que se quiere subrayar es que a nadie puede permitírsele que nos aparte de Jesús, ni aun cuando esta persona nos sea muy cercana.

Creo que podemos entender esta enseñanza de Jesús si recordamos su igualmente vigoroso mandamiento de que debemos amarnos los unos a los otros.  Pero amor no significa condescender con otra persona cuando va de por medio nuestra fe.

Martes de la XXXI Semana Ordinaria

Fil 2, 5-11

Jesucristo es el Hijo eterno del Padre, igual a El en todo.  Su historia humana comenzó cuando bajó a la escena humana.  Como dice san Pablo: «Jesús se anonadó a sí mismo tomando la condición de siervo y se hizo semejante a los hombres».  Una virtud superior actuaba  dentro de Jesús.  Esta virtud era amorosa obediencia al Padre celestial.  Esta virtud lo condujo a la muerte de cruz y al principio dio la impresión de ser un personaje trágico.  Pero precisamente por la obediencia amorosa de Jesús, el Padre lo exaltó al resucitarlo de entre los muertos. 

La muerte no fue el final, sino la que lo condujo a la gloria eterna con el Padre.

Nuestro Padre Dios tiene el mismo plan para nosotros. 

Lc 14, 15-24

Continuamos oyendo las enseñanzas de Jesús, situadas en el ambiente de la comida a la que había sido invitado por un importante fariseo.

En la Escritura el Reino de Dios es comparado muchas veces a un banquete, Cristo hizo particularmente uso de esta comparación.  Recordemos que el primer milagro de Jesús fue hecho en Caná, en un banquete.

Dios tiene un plan para cada uno de nosotros.  En realidad su plan es una invitación, como la del individuo descrito en el Evangelio, que ofreció un gran banquete.  De nosotros depende aceptar esa invitación.  Para ello,  primero necesitamos fe.  Esta fe debe llevarnos a ver que en la vida de Jesús encontramos el plan de vida para nosotros. 

Llevamos dentro de nosotros un tremendo defecto, que es el pecado.  Sin embargo, con la ayuda de Dios, podemos responder a la invitación del Señor, con una amorosa obediencia, como la de Jesús.

Dios nos va invitando día a día a seguirlo, a entrar en el banquete del Reino, ¿respondemos a la invitación?

Lunes de la XXXI Semana Ordinaria

Fil 2, 1-4

Oímos una lectura muy corta pero muy llena de emoción, de doctrina y de sabias recomendaciones.

Llama la atención la forma literaria que Pablo usa para apoyar sus deseos.  Todo tiene que ser hecho en Cristo y movido por el mismo Espíritu.  Pablo apela enseguida al mutuo amor de la comunidad y de su fundador diciendo: «Si de algo sirve una exhortación nacida del amor», «si ustedes me profesan un afecto entrañable», «llénenme de alegría».

¿Qué más desea el apóstol de Cristo sino que Éste sea conocido más y más y que ese amor se lleve a las consecuencias prácticas más finas?

En la llamada «oración sacerdotal» de Jesús en el Evangelio de Juan, oímos el clamor de Cristo: «que sean uno».  De esto se hace eco Pablo al hablar de «una misma manera de pensar, un mismo amor, unas mismas aspiraciones y una sola alma».

Pablo enumera lo que en la práctica lleva a la desunión: el espíritu de rivalidades y la presunción, y su medicina: la humildad y el desinterés.

Se ha dicho: según el Espíritu del Evangelio, lo que no se «da»  no vale nada.

Lc 14, 12-14

Hemos seguido escuchando el trozo evangélico iniciado el viernes pasado acerca de las enseñanzas que dio Jesús cuando fue invitado a comer a casa del fariseo.

El consejo de Jesús: «cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos… ni a tus parientes», nos puede parecer extrañísimo, irreal o ingenuamente idílico.  Pero más bien lo tendríamos que llamar «revolucionario» en el sentido más profundo y rico del término, ya que implica un cambio de mentalidad para lograr un cambio de actuación.

¿Cuál es  en realidad la base, el motor, la finalidad de nuestras acciones?  Si las analizamos cuidadosamente y sinceramente, podremos encontrar que ordinariamente es nuestro provecho.

El cristiano está llamado, por vocación, a actuar cada vez más al modo de Dios  para quien no hay grandes ni pequeños, ricos ni pobres, de tal o cual raza, etc.  Y si desde nuestro lenguaje humano pudiéramos decir que Dios tiene preferencias, sería precisamente por el más pequeño y el más pobre, como lo expresó Cristo.  Dios nos está invitando a examinar nuestros motivos y a colocarlo a Él cómo real fin y meta.

Todos los Fieles Difuntos

Jn 14, 1-6

Hoy nos hemos reunido para recordar a aquellas personas que nos han dejado. Algunos recientemente: son familiares, amigos o vecinos, que siguen estando muy cerca del corazón y cuya ausencia nos causa dolor y tristeza. Y otros quizás no tan cercanos, que han marcado nuestra vida y que siguen estando presentes en nuestro recuerdo y cariño.

Hoy es un día para recordarlos a todos ellos. Porque siempre que muere alguien conocido, alguien con quien hemos compartido algo, es como si muriese una parte de nosotros mismos. Porque no vivimos solos, no somos un mundo aislado, sino que nuestra vida está llena de otras vidas, está formada por todo lo que los demás nos han dado, por todo lo que hemos compartido, por las alegrías y las tristezas que hemos vivido juntos.

Hoy recordamos a los difuntos no sólo en nuestro corazón, sino que los recordamos a todos juntos, como comunidad cristiana, y los recordamos ante Dios.

En estos días de noviembre, y especialmente hoy, mucha gente visita los cementerios, lleva flores a las tumbas, recuerda a sus muertos con cariño y, si es creyente, reza por ellos.

Tenemos conciencia de que nuestros familiares difuntos han ocupado un lugar importante en nuestra vida y muchas de las cosas que usamos aún están cargadas de su recuerdo y su presencia. Es que está todavía muy vivo el recuerdo y el cariño.

Muchas cosas nos siguen vinculando a nuestros familiares difuntos. Para nosotros no están muertos del todo. Pero, además, los cristianos sabemos por la fe que nuestros muertos viven en el Dios de la vida. Y por eso hacemos oración por ellos. En las tumbas de los cementerios queda lo que siempre hemos llamado los “restos mortales”. Tendríamos que recordarle a mucha gente con poca fe que nuestros muertos no están en los cementerios, sino que allí están sólo sus restos mortales, seguramente restos cargados de significado para nosotros, pero sólo restos.

Además, por la fe estamos convencidos de que la muerte no es algo definitivo ni para siempre. No es dejar de existir para caer en la nada. La muerte es el paso a una nueva forma de vivir con el Señor.

Sabemos que nuestros muertos están en las manos de Dios. Ése es su sitio y su premio, su fiesta y su descanso. Esto nos proporciona una gran confianza y aminora en los creyentes la amargura de la separación que produce la muerte.

Para los primeros cristianos la muerte era como entrar en un sueño del que nos despertaríamos en las manos de Dios. Cementerio significa “dormitorio”, sitio de descanso y de espera hasta “despertar” para la vida. En las oraciones de la misa aún hablamos de nuestros difuntos como de los que “duermen ya el sueño de la paz” o de los que “durmieron con la esperanza de la resurrección” o de los que “se durmieron en el Señor”. Sabemos que al final de esta historia nuestra nos espera Dios, nuestro Padre, que prepara para nosotros una fiesta hermosa, un gran banquete, un paraíso o una casa grande donde todos tenemos sitio a su lado.

Jesús nos dice: “No os inquietéis.  Confiad en Dios y confiad también en Mí.  En la casa de mi Padre hay un lugar para todos; de no ser así, ya os lo habría dicho; ahora voy a prepararos ese lugar.  Una vez que me haya ido y os haya preparado el lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis también vosotros”.

Jesús nos dice que no se va a separar de nosotros para siempre.  Que viviremos juntos con Él.  En la casa de mi Padre hay sitio para todos.

Y cuando nos hablaba de la otra vida siempre la comparaba con cosas hermosas. Decía que era como una fiesta, como un banquete o como un paraíso. Por eso, nosotros pensamos que nuestra vida es como un caminar hacia la vida, hacia el descanso y la alegría con Dios. Nosotros no podemos desesperarnos  como los hombres sin esperanza.

Nos encontramos aquí, celebrando la Eucaristía, porque creemos que Jesús, muerto en la cruz por amor, vive para siempre, y nos abre las puertas de su Reino. Y creer en Él es creer que todos, nosotros y nuestros difuntos, somos llamados a compartir su vida para siempre.

Por eso hoy, al recordar a nuestros difuntos y orar por ellos a Dios nuestro Padre celebramos que nuestros difuntos ya saborean el amor inmenso de Dios y a esa fiesta hermosa también estamos llamados nosotros.

Todos los Santos

Mt 5, 1-12a

Hoy es el día de Todos los Santos. Hoy la Iglesia recuerda a todos los hombres y mujeres buenos y justos, con nombres y rostros conocidos o desconocidos, que pasaron por la vida dejando una huella de bondad, en muchas ocasiones, casi sin hacer notar su presencia; entre ellos podemos recordar a  nuestros santos cercanos, a algún familiar, algún amigo, de los que sólo cada uno de nosotros conoce su heroísmo. Ellos con su vida, de la que hemos sido testigos, nos han dado las mejores lecciones por su forma de vivir y de creer, tal vez en la convivencia familiar, o en otros entornos de la vida.

A través de los siglos, en la Iglesia ha habido muchas personas que se han esforzado por vivir los valores del evangelio. Desde el principio, a todos los cristianos se les llamaba santos, pero en las comunidades cristianas pronto se empezó a mirar con admiración y con un respeto especial a las personas que habían vivido con intensidad su vida cristiana. En las comunidades cristianas, esas personas eran ejemplo, los héroes, los modelos a seguir.

Luego, con el pasar de los siglos, ha habido tanta gente buena en la Iglesia de Dios que no era posible incluirlos a todos en una lista, ni siquiera recordar sus nombres. Por eso, la Iglesia instituyó la fiesta de Todos los Santos para dar gracias a Dios por tantas personas buenas y para recordarnos a todos nuestra vinculación con ellas.

La 1ª lectura del Apocalipsis habla de una muchedumbre inmensa, que nadie podía contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas. Dice que vienen de la gran tribulación. Es decir: no vienen de una vida cómoda, sin esfuerzos, sin luchas. Son personas que abrazaron en sus vidas el evangelio de Jesús y contribuyeron a cambiar nuestro mundo, cada uno desde su sitio y con los dones que Dios les dio.

A algunas de esas personas las hemos conocido y hemos llegado a saber sus nombres y algo de su historia. Son los santos, canonizados o reconocidos oficialmente como tales. Pero a otros muchos no los hemos conocido ni hemos llegado a saber sus nombres. Son para nosotros santos anónimos que pasaron su vida haciendo el bien y que, gracias a ellos, nuestro mundo funciona un poco mejor.

Jesús, en el evangelio, nos dice algunos detalles de sus vidas. Son pobres porque no pusieron las riquezas como lo principal de sus vidas. Son sufridos porque fueron personas capaces de aguantar mucho y de sufrir malos ratos sin echarse para atrás.

Son hombres y mujeres que tienen hambre y sed de justicia porque tuvieron hambre y sed de hacer las cosas bien y reflejaron en sus vidas la bondad de Dios. Son misericordiosos, compasivos, capaces de disculpar y perdonar a todos, pero, sobre todo, capaces de compadecerse de los más despreciados del mundo. Son limpios de corazón, transparentes como los niños, sin malas intenciones, diciendo siempre la verdad con sus palabras y con sus vidas. Y dice Jesús que les llamarán “hijos de Dios” porque trabajaron por la paz.

Son esas personas que contagiaron paz, que daba gusto estar con ellas, que infundían ánimos y esperanza. Recordamos que la paz de Dios nace de las cosas bien hechas. Pero esas personas, igual que Jesús, también sufrieron el rechazo y la oposición de otras gentes. También en eso reprodujeron en sus vidas los rasgos de Jesús. Cada santo es una obra hermosa de Dios, un regalo maravilloso de Dios para nuestro mundo.

Todas esas personas recibieron en sus almas la bondad y la santidad de

Dios y han hecho más humano y más habitable nuestro mundo.

Ser cristiano, no es buscar el sufrimiento por sí mismo, es buscar la verdadera felicidad por el camino señalado por Jesús, como lo hicieron esos santos cercanos a nuestra vida y que nos demuestran que es posible. Una felicidad que comienza aquí, aunque alcanza su plenitud en el encuentro final con Dios.

Recordemos, pues, hoy, hermanos a esas personas que vivieron las bienaventuranzas.  Esas bienaventuranzas las encarnan hombres y mujeres de nuestros días, esos que se sientan junto a nosotros: hombres y mujeres que han sabido vivir contentos con lo poco que tenían y aún han sabido compartir.

Hombres y mujeres que han llevado con paciente alegría la locura senil del padre, la enfermedad del hermano soltero, la larga edad de una tía. Los que lloran resignadamente la muerte prematura del esposo o del hijo. Los que por defender una causa justa han sido arrollados por la maquinaria de una injusta justicia humana. Hombres y mujeres en cuyos labios siempre ha habido una disculpa para los errores de los demás. Hombres y mujeres que han llevado la paz y la reconciliación a su alrededor. Los que han dado su vida por defender al que vive oprimido en unas circunstancias injustas.

Hoy es un día de alegría porque muchos hermanos nuestros han llegado a la meta del encuentro con el Padre. Y son personas normales, que se santificaron en el día a día, son padres y madres de familia que, a pesar de las dificultades, confiaron siempre en el Señor y transmitieron a sus hijos el don de la fe.

Este día también es nuestra fiesta, si estamos haciendo nuestro mundo más humano y más habitable. Podemos sentirnos miembros de esa familia inmensa de santos en la que Dios también nos regala a nosotros sus rasgos más hermosos.

Jueves de la XXX Semana Ordinaria

Ef 6, 10-20

Hoy terminamos la carta de Pablo a los Efesios.  Pablo nos hace dos recomendaciones amplias; una es luchen,  la otra es oren.

1° La lucha contra el mal, contra «las fuerzas espirituales y sobrehumanas del mal, que dominan y gobiernan este mundo de tinieblas»,  sería una lucha terriblemente desigual que nos llevaría irremediablemente a una derrota si no tuviéramos la fuerza misma de Dios, Pablo representa a ésta última haciendo una enumeración alegórica de cada una de las partes de la armadura de un soldado de su época y termina con la «espada del Espíritu que es la Palabra de Dios».

Las recomendaciones de la oración son riquísimas.  La oración debe ser movida por el Espíritu, perseverante, universal y dirigida ante todo a buscar los valores espirituales.

En forma conmovedora Pablo añade una petición de oración por él que es un modelo de lo que tenemos que pedir para nosotros mismos.

Lc 13, 31-35

Las advertencias de los fariseos, ¿interesada?  ¿Sincera?, sobre las insidias de Herodes, provoca en Jesús un epíteto que en su tiempo sonaba más duro que hoy: «Vayan a decirle a ese zorro…».  Y amplía su afirmación presentando la visión del término y cumplimiento de su misión: Jerusalén es la ciudad mesiánica por excelencia donde Jesús terminará el camino de su misión evangelizadora, allí, como sacerdote sumo y eterno, consumará su sacrificio en el que El también será la víctima propiciatoria.  En la cruz, patíbulo de humillación y muerte, será levantado y reconocido como rey pacífico y universal.

Qué doloridas suenan las palabras de Jesús: «¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus pollitos, pero tú nos has querido!»

Mirando a Jerusalén hay una capilla conocida como  «Dominus flevit»  -el Señor lloró,  que conmemora el dolor de Jesús ante la destrucción de la ciudad, de su santuario y de su patria.  En la base del altar está representada esa imagen que hoy escuchamos, una gallina que ahueca sus alas para cobijar a sus hijitos.

Aceptemos al Señor y cobijémonos bajo sus alas.

Miércoles de la XXX Semana Ordinaria

Ef 6, 1-9

Si san Pablo hubiera logrado el objetivo de su predicación, la desintegración de los matrimonios y de las familias se hubiera detenido.

En la lectura de ayer Pablo predicaba a los esposos y esposas que vivieran en un respeto y amor mutuo.  Y hoy impulsa a los hijos a obedecer a sus padres.

Exhorta a los padres a no irritar a sus hijos sino a educarlos en el Señor.

La felicidad verdadera proviene de un amor desinteresado, un amor que Jesús manifestó en su vida y en su muerte.

Lc 13, 22-30

Para la primera comunidad cristiana era una cuestión sumamente inquietante «¿por qué el pueblo elegido, el de las promesas de Dios, en su inmensa mayoría no aceptó al Mesías?  ¿Por qué otros pueblos están ocupando los lugares que ellos no quisieron recibir?

Pero nosotros que hoy escuchamos esta parábola de los que se quedaron fuera de la sala del banquete, no podemos entenderla sólo como una mirada al pasado, la debemos escuchar como dirigida a nosotros, hoy.

Le podríamos decir al Señor al tocar la puerta: «Mira, aquí está mi acta de bautismo y confirmación, mira las constancias de que pertenecí a tal movimiento, a tal congregación, aquí está la constancia de mi ordenación sacerdotal» y, tal vez, podríamos recibir la fatal respuesta: «Yo les aseguro que no sé quiénes son ustedes».

Se ha dicho: «Seremos examinados sobre el amor».

No hay método mágico de salvación; el único método es el del encuentro del amor infinito de Dios misericordioso con nuestro pequeño, humilde, pero empeñado amor.

Pensémoslo bien.