1 Jn 3, 7-10
Ayer, en la primera lectura, se afirmaba muy claramente nuestra condición de hijos de Dios: “Miren cuánto amor nos ha tenido el Padre, pues no sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos”. Hoy se nos presentan las consecuencias prácticas de esa filiación: “Ninguno que sea Hijo de Dios sigue cometiendo pecados, porque el germen de vida que Dios le dio permanece en él. No puede pecar porque ha nacido de Dios”.
¿Nos damos cuenta de que la realidad negativa del pecado viene precisamente del Amor de Dios herido, disminuido, despreciado o negado por nuestros actos? Muchas veces en nuestra vida puede dominar más el criterio legalista que el del amor. “Haré tal cosa mala; al cabo, luego me confieso y ya”, “Total, haré esto, al fin que no es pecado mortal, es sólo venial y con un poquito de agua bendita se me quita” “Yo hago los pecados de toda persona norma”, etc.
El Señor nos pide algo más grande, más alto, vivir en su amor: “No dejen que nadie los engañe, quien practica la santidad es santo, como Cristo es santo”.
Jn 1, 35-42
Esta es la historia de cada apóstol, de cada santo, de cada misionero, de cada cristiano bautizado. Una historia sencilla pero profunda. Es el regalo más extraordinario que una persona puede recibir, porque es Dios quien ha elegido. Una definición corta y fácil de memorizar. La vocación es un don de Dios que exige una respuesta personal.
Toda llamada reclama una respuesta. ¿Qué voy a responder yo, si Cristo me llama, como llamó a sus apóstoles? Ellos respondieron a la pregunta de Jesús con otra pregunta, pero una pregunta que ya presuponía una respuesta no dada por Cristo. ¿Qué buscan? “Te buscamos a ti y queremos seguirte”. ¿Dónde habitas?
Lo mismo pasa con cada uno de nosotros. Cristo pasa por la ribera de nuestra vida para escuchar nuestra respuesta. Prestemos atención a su llamada y, como decía el Papa Juan Pablo II al inicio de su pontificado: “No temamos abrirle las puertas a Cristo. Abridlas de par en par”.
Cristo es el camino, pero necesita un dedo que lo señale. Él es la vida pero necesita que otros den su testimonio de vida auténtica. Cristo necesita de la fuerza de nuestro amor para calentar a otros que mueren de frío. No temamos seguir sus huellas camino de la cruz, pues Él nos dará la fuerza para seguir su rastro si nos pide mayor entrega a su servicio o darle un poco de nuestro tiempo para extender su Reino.