Homilía para la Virgen de Guadalupe

Hace 487 años, Dios nuestro Padre, en su infinito amor, en el cerro del Tepeyac hizo el milagro más grande de la historia de México. En el mes de diciembre de 1531 aconteció la aparición de la Virgen de Guadalupe al indio San Juan Diego.

En México, a 10 años después de la llegada de los españoles, Dios se hace presente por medio de la Virgen de Guadalupe.

En México había dos pueblos que se sentían pertenecientes y elegidos por Dios: el pueblo azteca que se decía “hijo del Sol” y el pueblo español que se decía “hijo de Dios; dos pueblos muy religiosos pero con mentalidades totalmente diferentes y distintas, pero al mismo tiempo dos pueblos tan semejantes con sus limitaciones y pecados, con sus virtudes y cualidades. Ambos pueblos estaban formados por seres humanos creados por Dios a su imagen y semejanza.

En esta realidad que se vivía en 1531, Santa María de Guadalupe, virgen y madre, entra en nuestra historia. Es Ella la que viene a traernos a Jesús a estas tierras y a partir de esos momentos comienza una etapa nueva para esta Nación y para este Continente.

Ha sido la Virgen de Guadalupe la que ha conducido a este pueblo en la fe hacia su Hijo Jesucristo. Para México y todo el Continente Latinoamericano, el milagro del Tepeyac es una señal viva del amor misericordioso que Dios tiene por todos nosotros, un Dios que no deja de ocuparse y preocuparse por todos sus hijos.

La Virgen de Guadalupe ha sido para nuestra tierra una verdadera señal del cielo. Señal del amor misericordioso de Dios nuestro Padre que nos ama, desde siempre, como a hijos muy queridos y privilegiados.

Desde la llegada de la fe cristiana al Nuevo Mundo, Dios quiso que tuviéramos a María, como la primera evangelizadora. Ella es nuestra Madre y Abogada, nuestra Maestra y Guía para que seamos fieles a la fe que hemos recibido.

Sin embargo, también hemos de reconocer que hay muchas personas que aún no se han dado cuenta del grande amor que Dios tiene por nosotros. Cuánta tristeza sentirá nuestra Madre de Guadalupe al ver a tantos hijos suyos que no son coherentes con ese grande amor que Dios nos tiene. Cuántas personas no han sabido todavía interpretar ese proyecto de vida que Dios nos ha dado a través de la imagen amada de la Virgen de Guadalupe.

Hoy, hemos de reconocer ante nuestra Señora y Niña nuestra que como hijos suyos que somos, aún nos falta mucho para crecer como verdaderos hijos de Dios.

Debemos, como María, ser obedientes en la alegría, en la responsabilidad y en el uso de nuestra libertad. Nos falta mucho aún por vivir al servicio a los demás, como Jesús nos enseña y como la Virgen de Guadalupe lo hace desde que llegó a nuestras tierras. Deberíamos de estar más disponibles para todas aquellas personas que nos necesitan, que son muchos. ¡Que escándalo, que contraste, en este nuestro México, entre los que menos tienen y los que tienen mucho! Por ello, pidámosle a Nuestra Madre que desaparezcan esa brecha tan grande entre ricos y pobres en nuestra nación; que los corazones de los que más tienen se conmuevan ante las necesidades de los que menos tienen.

Pidámosle hoy también a nuestra Madre del Tepeyac que desaparezca de México la corrupción, la mentira y el egoísmo que tanto imperan en nuestra sociedad; que no nos dejemos seducir por la tentación de una vida fácil a costa de la vida de tantos hermanos nuestros; que no se atente contra la vida tanto en su etapa inicial como en su etapa final; que haya oportunidad de trabajo para todos.

Pidámosle hoy a nuestra Madrecita que se respeten los derechos más elementales de todos los mexicanos, que haya justicia en las relaciones de trabajo.

Ofrezcámosle a Nuestra Madre de Guadalupe nuestros esfuerzos por hacer de este pueblo de México y de todo este Continente un lugar donde brille la justicia, la fraternidad, el amor y la paz como señales de nuestra fe y de la presencia del Reino de Dios entre nosotros.

Pidámosle a la Virgen de Guadalupe que en nuestro pueblo de México triunfe la humildad sobre la soberbia; el amor sobre el odio; el perdón sobre el rencor; la unidad sobre la división.

Ella también nos dice hoy, por medio de san Juan Diego, que el miedo ya no debe dominar nuestro corazón, como le dijo un día a Juan Diego y a través de él a todos nosotros: «Escucha, ponlo en tu corazón, Hijo mío el menor, que no es nada lo que te espantó, lo que te afligió; que no se perturbe tu rostro, tu corazón; no temas… ¿No estoy aquí yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?»

Consuela, Señora y Madre Nuestra, a quienes acuden a ti con la esperanza de ser atendidos por tu solicitud maternal.

Recuerda, Señora Madrecita y Niña Nuestra, que a esto has venido: a iluminar nuestras tierras con la luz del evangelio de tu Hijo. Se tú, nuestro modelo de seguimiento y entrega fiel a nuestro único Señor Jesucristo.

Homilía para el 11 de diciembre de 2018

Is 40, 1-11; Mt 18, 12-14 

Cuando escucho las voces quejumbrosas que sólo lanzan quejas y acusaciones, cuando parece que todo está negro y se presenta el panorama con tintes oscuros de pesimismo, siento la necesidad de traer a nuestra mente estas imágenes que tanto Isaías como san Mateo nos ofrecen en este día: “consolad, consolad a mi pueblo, hablad al corazón de Jerusalén y decidle que ya termino el tiempo de servidumbre”, dice Isaías, que busca alentar, levantar a su pueblo.

No responde el dolor que produce el exilio, pero no puede permanecer para siempre el pueblo en esta situación de opresión. No es tiempo de abandono y desesperación. Aún para quienes han perdido la fe, hay palabras de ánimo: “aquí está vuestro Dios, aquí llega el Señor”.

Es cierto que el hombre es como la hierba y su grandeza como la flor del campo, pero nuestra esperanza está puesta en el Señor.

El mensajero de buenas noticias nos anuncia que aquí está el Señor. No caminamos solos, no andamos sin rumbo, el Señor es nuestra luz, el Señor es nuestra fuerza. Tendremos que luchar mucho, es cierto, pero lo hacemos de la mano y con la fuerza de nuestro Dios.

También san Mateo, con palabras igualmente esperanzadoras, nos abre caminos llenos de luz cuando nos recuerda que el Señor es nuestro Pastor. El Señor es un pastor especial, el Señor es un pastor sumamente bondadoso que nunca se cansa de dar alimento y protección a sus ovejas; que las busca con pasión y perseverancia a cada uno de ellas cuando se ha extraviado.

El tiempo del Adviento es este tiempo tan especial de despertar nuestra confianza en el Señor, de colocarnos bajo su providencia, de trabajar con entusiasmo enderezando los caminos torcidos, elevando los valles, rebajando las colinas, haciendo rectos los caminos del Señor.

Adviento es tiempo de esperanza, tiempo de ilusión, tiempo de trabajo, tiempo de percibir muy cercana la presencia de nuestro Dios. Huele a Navidad, huele a Adviento, huele a ternura, huele a amor.

Que hoy, también nosotros nos acerquemos hasta el Señor, que sintamos cómo nos busca, cómo nos llama, cómo nos acaricia como a oveja perdida.

Tiempo de esperanza, tiempo de amor, tiempo de Adviento.

 

Homilía para el 7 de Diciembre de 2018

Is 29, 17-24 ; Mt 9, 27-31 

La gente de hoy vive angustiada porque no ha sabido distinguir los límites de su acción. No sabe dejar a Dios actuar. Y esto se debe, principalmente, a una gran falta de fe.

Los textos de este día nos conducen a la luz y el Salmo nos hace exclamar con anhelo y con entusiasmo: “El Señor es mi luz y mi salvación”. Todos los textos hablan de la necesidad de esa luz y, en el sentido opuesto, de la oscuridad que causa la ceguera. Desde Isaías que en sus anuncios proféticos alienta al pueblo anunciando que “en aquel día se abrirán los ojos de los ciegos y verán sin tinieblas ni oscuridad”, hasta el texto evangélico donde Jesús se deja enternecer por el grito de los dos ciegos que al lado del camino claman: “¡Hijo de David, compadécete de nosotros!”. Este texto nos sitúa claramente en un contexto de fe.

Para poder ver, para descubrir la luz, se necesita la fe. Cuando el Papa Benedicto preocupado por la oscuridad y el sin sentido de nuestras generaciones, proclamaba un año de la fe, pero de una fe viva, una fe comprometida, una fe explícita, nos proponía: “Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas”

Frente a este mundo sin sentido nos propone “La puerta de la fe”, que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, y que está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida. Muy claramente lo descubrimos en el texto evangélico. Jesús nos enseña que no basta pedir, se necesita hacerlo con fe, creer de verdad que Jesús pueda dar luz, salvación y vida.

Que estos días de Adviento nos acerquemos a Jesús, escuchemos su Palabra y la pongamos firmemente en nuestro corazón.

Homilía para el 6 de diciembre de 2018

Is 26, 1-6; Mt 7, 21. 24-27 

Al inicio de su vida apostólica Jesús cosecha indudables éxitos. Su fama se extiende por toda Judea y las regiones limítrofes, a medida que las muchedumbres lo siguen, que ven sus milagros y escuchan su predicación. Sabe que seguirlo comportará un grave riesgo personal y una opción radical. No habrá espacio para los oportunistas o para quienes buscan un favor de conveniencia. Aquellos que decían “Señor, Señor…” no podrán mantenerse en pie en los momentos de la prueba.


¿Dónde pones tus seguridades? ¿Qué es lo más importante para ti? Serian algunas de las preguntas que hoy nos hacen estos textos de Adviento.

El profeta Isaías busca convencer al pueblo de Israel de que su única roca segura es el Señor, presentándole la soberbia babilonia reducida a cenizas, anunciando una nueva Jerusalén reconstruida y fortalecida. Todo esto se logrará si Israel se mantiene fiel al Señor, si vive en justicia y pone su confianza en su libertador.

Igualmente, Jesús nos cuestiona en el pasaje del Evangelio de san Mateo, sobre el cimiento de nuestras seguridades. El hombre moderno se siente seguro y confiado en tantos ídolos, tantas protecciones y comodidades, que fácilmente se olvida de Dios. Ansioso por ganar cada día, por vivir mejor, se pierde en el torbellino de las actividades, de la ansiedad por poseer más, de disfrutar más y se olvida de Dios, de los hermanos y de su misma persona. Toda esta actividad frenética ¿tiene un fundamento sólido?, ¿no es basura y hojarasca que se lleva el viento?

Es difícil convencer a quien tiene atado su corazón a las riquezas y placeres que esto no es lo más importante. No logró convencer el profeta Isaías a los israelitas, a pesar de presentar una nueva ciudad viviendo en la justicia y en el derecho. No parecen convencernos ahora las palabras de Jesús quien afirma que sólo tendrá seguridad quien vive de su Palabra. Sin embargo, las consecuencias las estamos viviendo cada día, al olvidarnos que somos hijo de Dios, que vivimos para Él, que todos somos hermanos.

Hemos construido un mundo salvaje, de competencia e injusticia, donde cada quien se hace justicia por su propia mano y cada quien pone las leyes y principios a su gusto. Así, hemos construido un mundo que se desbarata y nos lanza a la oscuridad y a la inseguridad. Todo cae, cuando la única ley es el dinero y el poder.

Escuchar las palabras de Jesús es construir sobre seguro, es fincar sobre piedra, es buscar el Reino de Dios.

El Adviento nos debe llevar a mirar que no sólo digamos palabras de súplica y oraciones vacías, sino que realmente construyamos sobre las bases sólidas de la Palabra del Señor.

Busquemos en este tiempo silencio y espacios para escuchar la Palabra amorosa de Jesús y después busquemos la ocasión propicia, que siempre llegará, para ponerla en práctica.

Homilía para el 5 de diciembre de 2018

Mt 15, 29-37 

Para los pueblos antiguos, el pan era el elemento nutritivo fundamental; por eso era el símbolo de todo lo necesario para conservar la vida. Aun ahora, cuando una persona trabaja para mantener a su familia, decimos: “se gana el pan con el sudor de su frente”.

En el evangelio de hoy, Jesús alimenta milagrosamente al pueblo, multiplicando el pan.

Cada día nos sorprenden las noticias con nuevas cifras de pobres y de hambre que azota a la humanidad. Cada día también tratamos de olvidar y seguir nuestras vidas como si nada pasara. Pero también nosotros sentimos la precariedad de nuestras vidas y nos vemos sometidos a la enfermedad, a las necesidades y al hambre. Cuando el estómago está vacío no es posible pensar, la necesidad apremia. Quizás por esto los textos bíblicos que nos preparan en este Adviento están llenos de imágenes donde Dios se acuerda de su pueblo y le ofrece un banquete con manjares sustanciosos.

Quizás por eso se nos presenta Jesús multiplicando los panes y saciando el hambre de las multitudes que lo escuchan. El mensaje se hace concreto no sólo en la imagen de la comida ofrecida a todos los pueblos, reunidos como uno solo, sino en la cercanía y familiaridad con Dios, en la fraternidad y el gozo de encontrarse unidos y juntos los hermanos.

Pero esta fiesta y esta comida es señal del triunfo del Señor que ha quitado el velo de luto que cubre el rostro de los pueblos, el paño que oscurece a las naciones.

Frecuentemente nos preguntamos por el sentido de tantas víctimas de la injusticia, de tantos inocentes caídos y tantos culpables justificados y libres. Nada tiene sentido y nos hace dudar de la presencia de Dios. Lo mismo le pasaba al pueblo de Israel, pero se olvidaba de que él fue el primero en alejarse del Señor adoptando ídolos, sustituyendo a Dios por reyes poderosos, conviviendo con la injusticia.

El texto de san Mateo de este día nos hace percibir a Jesús muy cercano a todos los que sufren y a aquella multitud de menesterosos, tullidos, ciegos, sordomudos y enfermos que sienten cercano el consuelo de Jesús y su presencia.

Tiempo de Adviento, es tiempo de cercanía con el dolor, con el hambre y la necesidad, no para dejarla igual, no para mitigarla con las sobras, sino para unirla y presentarla ante Jesús. Él nos dará nuevas luces para enfrentar unidos y solidarios con todas las víctimas estos dolores, juzgarlos ante sus ojos y darnos nuevas esperanzas.

Adviento es cercanía del Señor con el que sufre y con el que tiene hambre. Cercanía que tiene que hacerse concreta en nuestro compromiso y nuestra solidaridad.

Homilía para el 4 de diciembre de 2018

Isaías 11, 1-l0; Lucas 10, 21-24 

En la primera lectura de este día hemos leído un fragmento del profeta Isaías, ¿estará soñando Isaías? Nos presenta un mundo idílico donde conviven entre sí los animales, donde los perores enemigos se reconcilian y donde un niño se convierte en domador de fieras. Fantasea con campos llenos de fertilidad y árboles que ofrecen generosos frutos.

Tanto Isaías como Jesús tienen una forma rara de mirar el mundo, una forma que nos causa sorpresa y que juzgamos idealista y utópica. No son Isaías ni Jesús los que están equivocados, somos nosotros los que no vemos con realidad nuestro mundo porque estamos miopes con gafas de sabiduría humana, de felicidad artificial y de dignidad basada en las posesiones. Todo esto denigra a la persona, la esclaviza y la hace inútil.

Por eso Dios ha escondido y ha ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las ha revelado a los pequeños.

¿Qué es lo que Dios ha revelado y ocultado? Los misterios de su Reino, el afirmarse del señorío divino en Jesús y la victoria sobre Satanás.

Dios ha escondido todo a aquellos que están demasiado llenos de sí mismos y pretenden saberlo ya todo. Están cegados por su propia presunción y no dejan espacio a Dios.

Uno puede pensar fácilmente en algunos de los contemporáneos de Jesús, que Él mismo amonestó en varias ocasiones, pero se trata de un peligro que siempre ha existido, y que nos afecta también a nosotros.

En cambio, los «pequeños» son los humildes, los sencillos, los pobres, los marginados, los sin voz, los que están cansados y oprimidos, a los que Jesús ha llamado «benditos».

Jesús, al ver el éxito de la misión de sus discípulos y por tanto su alegría, se regocija en el Espíritu Santo y se dirige a su Padre en oración. En ambos casos, se trata de una alegría por la salvación que se realiza, porque el amor con el que el Padre ama al Hijo llega hasta nosotros, y por obra del Espíritu Santo, nos envuelve, nos hace entrar en la vida de la Trinidad.

El Padre es la fuente de la alegría. El Hijo es su manifestación, y el Espíritu Santo, el animador. Inmediatamente después de alabar al Padre, Jesús nos invita:  «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera». 

La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría.

Adviento es la novedad del anuncio que llega luminoso y despierta nuevos sentimientos en el corazón, pero para esto necesitamos tener el corazón limpio, sencillo, dispuesto a la esperanza y al cambio. ¿Abriremos nuestro corazón al Señor en este adviento?

San Andrés

Ya estamos en los últimos días del año litúrgico y en lugar de encontrarnos con los textos que cerrarían este ciclo, la fiesta de san Andrés ocupa su lugar y nos ofrece una oportunidad para reflexionar en el llamado que el Señor nos hace a cada uno y la misión que nos otorga para cumplirla en nuestro tiempo y en nuestros días.

Como si la Providencia quisiera recordarnos que para un buen final se requiere un buen inicio, nos pone de ejemplo a san Andrés.

Jesús sale al encuentro de quienes serán sus discípulos, los sorprende en sus labores diarias, en sus lugares y preocupaciones, ahí los encuentra y ahí los llama para construir el Reino de Dios. Así les sucede a Andrés y a su hermano Pedro.

Así también hoy, el Señor, sale al encuentro de cada uno de nosotros. Solamente tenemos que estar atentos para escucharlo. Hay muchas voces, hay muchos ruidos, pero su Palabra sigue dirigiéndose a nosotros.

¿Qué miró Andrés para dejar sus redes y seguir a Jesús? Debió ser impactante. Pero a veces nos quedamos con ese primer encuentro. Andrés continuó en el encuentro de cada día y fue poco a poco conociendo a Jesús, viendo cómo actuaba, conociendo sus pensamientos y trató de aprender esa conducta. Solamente después se convirtió en misionero.

Las lecturas de este día nos invitan a ese encuentro diario con Jesús y a convertirnos en misioneros.

Cuando san Pablo les escribe a los romanos les hace ver que hay necesidad de llevar el Mensaje y que nadie va a creer en el Señor Jesús si no hay quien lo anuncie. “¿Cómo van a invocar al Señor, si no creen en Él?, y ¿Cómo van a creer en Él si no han oído hablar de Él? Y ¿cómo van a oír hablar de Él sino hay nadie que se lo anuncie? Y ¿cómo va a haber quienes lo anuncien si no son enviados? Por eso dice la escritura que hermoso es ver correr sobre los montes al mensajero que trae buenas noticias”

Así san Pablo nos ayuda a unir la fiesta de san Andrés con el Adviento que ya comenzaremos el domingo. Adviento es espera, buenas noticias y conversión.

El Papa Francisco nos está insistiendo mucho en ese encuentro con Jesús, pues el discípulo es el mensajero que lleva una alegría grande en su corazón y que no puede ocultar.

Hoy, casi al terminar el año litúrgico y disponernos para el tiempo de Adviento, en la fiesta de san Andrés, se despierte en nosotros el deseo de conocer más a Jesús y de anunciarlo con mayor entusiasmo.

¿Alguien se ha enamorado de Jesús viendo tu forma de vivir?

Homilía para el 29 de noviembre de 2018

Lc 21, 20-28 

El Evangelio que acabamos de escuchar es catastrófico, sobre todo si pensamos en lo que significaba Jerusalén y el Templo para los israelitas. Decir que se acaban es como decir que llega el fin del mundo.

Jesús anuncia estas destrucciones, pero no esta diciendo con ello que se acabe el mundo, sino que habla de la fragilidad de Jerusalén y de cómo será pisoteada y destruida. Jesús prevé la ruina de Jerusalén y de su Templo, de toda aquella región y de sus gentes como algo inevitable, pero también como una oportunidad. La comunidad creyente no debe encerrarse en los horizontes mezquinos del pueblo judío.

La destrucción de Jerusalén será la oportunidad histórica, que al obligar a los nuevos cristianos a huir de la destrucción, van llevando por nuevos caminos la Palabra de Dios.

Las señales catastróficas que se realizan en el cielo y en el espacio no son anuncios proféticos, sino la expresión y el poder del Hijo del Hombre. Así será la fuerza salvadora y la presencia del Reino de Dios. Entonces hay que levantar la cabeza y poner atención, porque se acerca la hora de la liberación. Todos los momentos de crisis son también momentos de crecimiento y de gracia.

Si hoy miramos las dificultades que sufre nuestra sociedad, debemos también levantar la cabeza y descubrir qué es lo más importante y que tenemos que defender a toda costa. Necesitamos descubrir en estas situaciones una oportunidad de purificación que nos lleve no al desaliento sino a depositar nuestra esperanza en Cristo que es nuestra única salvación.

Esta semana, la última del año litúrgico, insiste en esa actitud de espera y de esperanza, de vigilia y revisión. El verdadero discípulo no puede dormirse y dejar de lado la misión de construir el Reino, pero con la certeza de que Cristo lo está haciendo presente.

Es importante que alentemos una visión positiva, realista sobre el futuro, sostenidos en Jesús que con su fuerza y alegría, alimenta nuestra visión positiva de la vida. Con la presencia del Señor, mantengámonos firmes.

Homilía para el 28 de noviembre de 2018

Lc 21, 12-19

¿Es difícil y peligroso vivir el evangelio? El Papa Francisco nos invita y nos pone como ejemplo a grandes mártires actuales que como consecuencia de vivir el Evangelio han sido martirizados.

Hay quienes se acercan ingenuamente al Evangelio y también hay quienes prometen un Evangelio de pura felicidad.

El pasaje del evangelio de este día nos muestra cómo si se vive radicalmente el seguimiento de Jesús, y que si lo hacemos así, tendremos consecuencias frente a una sociedad que pone sus esperanzas en el poder personal, más que en la comunidad y en la fraternidad.

No es raro que quienes buscan la defensa de los más pobres, de la naturaleza y que quieren construir un mundo al estilo de Jesús, tengan que sufrir las consecuencias de persecución, de agresiones y de descalificaciones.

Jesús es la mejor muestra de cómo se vive el Evangelio. Pasó haciendo el bien, curando a los enfermos, defendiendo la verdad y sin embargo, tuvo muchos enemigos que estaban atentos para atacarlo, difamarlo y desprestigiarlo. A nosotros, quizás, también nos pueda pasar lo mismo, pero debemos tener muy claro que cuando nos suceda esto, sea por defender la verdad y la justicia y que no vaya a ser un justo reclamo a nuestras incongruencias y a nuestros errores, Cristo promete su presencia para todo aquel que sigue su camino. Nos asegura que no debemos tener miedo y que Él hablará por nosotros.

Estamos viviendo una situación extrema de violencia, de corrupción y de mentira. Muchas veces pensamos que escondiéndonos y no participando, al menos no tendremos problemas, pero entonces estamos dejando que el mal crezca y somos responsables de que la injusticia se vaya extendiendo.

Que al escuchar estas palabras de Jesús nos despierte de nuestros letargos y nuestros miedos y nos anime a buscar medidas que detengan esta ola de corrupción. Es cierto que nos sentimos pequeños e impotentes, pero recordemos que Cristo está presente, camina con nosotros, lucha con nosotros y nos dará las palabras necesarias para defender firmemente su verdad.

Homilía para el 27 de noviembre de 2018

Lc 21, 5-11

Este evangelio nos enseña lo relativo que puede ser todo lo bello que se encuentra en el mundo. Todo pasa. Las cosas que un día fueron ya no son; lo que ahora nos admira llegará un día en que no quedará rastro de ello. Lo único que permanece es Dios. Es lo único que no cambia.

Para el pueblo de Israel el Templo era uno de los signos más representativos de su religiosidad y de la presencia del Señor en medio del pueblo. La gran construcción los hacía sentir seguros. Sus más grandes desastres los vivieron cuando el Templo fue destruido y la tristeza del exilio consistía en no poder dar culto al Señor. Por eso miraban con orgullo la gran construcción. Sin embargo, Cristo les llama la atención. No sólo en el pasaje que acabamos de escuchar, sino con mucha frecuencia, porque su veneración por el Templo no estaba respondiendo con la congruencia de una vida recta, en justicia y amor.

Anunciarles que será destruido el Templo es quitarles su mayor seguridad, pero es también hacerlos reflexionar en lo que pide Dios para su culto. Es cierto que Dios ha pedido el culto, pero un culto vivo que lleve al amor y al cumplimiento de sus mandamientos. Pero cuando el Templo se transforma en escaparate para esconder las injusticias, en lugar de ser una bendición está llevando a la ruina.

El mismo sentido tienen las palabras que Jesús dice a continuación sobre los engaños de quien se quiera hacer pasar por el Mesías y Señor.

En nuestros días muchos se han aprovechado de los desastres ecológicos para anunciar un supuesto día final, pero debemos estar atentos y reconocer que el único que conoce el día final es Dios Padre y que nosotros tendremos que tener una actitud de perseverancia, de paciencia y de vigilancia.

Nosotros también hemos puesto nuestras seguridades en las cosas y en los bienes; en el poder y en la fama y nos hemos alejado de lo que busca el Señor. Nosotros también hemos tomado una actitud de despreocupación y de descuido frente a la venida del Señor. Tendremos que recuperar esa actitud que nos ayude a vivir plenamente nuestros días como si fueran los últimos. No en el sentido de vivir con angustia y preocupación, sino de vivir en rectitud, en vigilia y en fraternidad.

Si de alguna forma supiéramos que este sería nuestro último día ¿cómo lo viviríamos? ¿Por qué no lo vivimos así?