Miércoles de la XXIX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 12,39-48

Dios ha puesto en nuestras manos muchos bienes materiales, humanos,
espirituales. Nos ha dado la gracia, la vida; nos ha encomendado el cuidado de nuestros amigos y hermanos para que los ayudemos a llegar a la santidad; ha puesto a algunos de nosotros como administradores de bienes y nos ha encargado la promoción de nuestros subordinados.

Unos de los problemas que debió afrontar la primitiva Iglesia fue la inminencia de los últimos tiempos.  Algunos decían “ya está cerca”, otros lo posponían indefinidamente, pero unos y otros no adoptaban la necesaria actitud tanto de esperanza como de vigilancia.

En nuestros días no es diferente, es frecuente la aparición de sectas que buscan manipular la conciencia con un final muy inminente.  Aterrorizan y encadenan a las personas con supuestas visiones y anuncios que nunca llegan.  Pero por otra parte la filosofía del placer y del gozo deslumbra nuestras mentes y oscurecen la verdadera dimensión de la vida buscando sólo el momento presente.

Cristo nos da la verdadera dimensión tanto del tiempo como de los bienes: ni somos eternos, ni podemos vivir en angustia; ni somos dueños absolutos de los bienes, ni podemos disponer de ellos a nuestro antojo.  Somos servidores a quienes se les ha confiado un tiempo, una familia, unas personas para que les demos el verdadero sentido, para que los llenemos de fruto y no para que irresponsablemente los estudiemos o manipulemos.

El ejemplo que nos propone Jesús es más que evidente al presentarnos a un servidor malvado que pensando que está lejana la venida del Señor, maltrata con violencia y atropellos a aquellos que se les ha confiado.  Jesús nos invita a tener las dos actitudes: esperanza y vigilancia.  No ha de ser el cristiano el hombre del miedo y de la amenaza, sino el hombre de la esperanza que es responsable de aquellos dones que ha recibido.

Es curioso, cuando vamos de viaje y encontramos, por un momento, a una persona, en general somos amables y atentos, si después tenemos que convivir diariamente con esa misma persona cambiamos esa actitud.  Si para la vida adoptáramos la filosofía del viajero que busca llevar solamente lo necesario, que se administra y cuida, que es paciente y responsable, que sabe hacia dónde se dirige, nuestra vida sería mucho más ligera y con más sentido.

Jesús es el Camino que nos conduce a la vida eterna, nos invita a vivir nuestro viaje con alegría, con entusiasmo, con esperanza, pero también a recordarnos que somos viajeros y que debemos dar cuenta al final de nuestro camino.  La actitud será, pues, esperanza y vigilancia.

Martes de la XXIX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 12,35-38


El señor llega de improviso, como un ladrón, para ver si ya hemos construido el Reino que se nos ha revelado. Hablar de reino quiere decir hablar de las riquezas que Dios nos ha dado es decir, de la vida, del bautismo, de la participación de la vida divina a través de la gracia.

El Esposo es el Señor, y el tiempo de espera de su llegada es el tiempo que Él se nos da, con misericordia y paciencia, antes de su llegada final, tiempo de la vigilancia; tiempo en que tenemos que mantener encendidas las lámparas de la fe, de la esperanza y de la caridad, donde mantener abierto nuestro corazón a la bondad, a la belleza y a la verdad; tiempo que hay que vivir de acuerdo a Dios, porque no conocemos ni el día, ni la hora del regreso de Cristo.

Lo que se nos pide es estar preparados para el encuentro: preparados a un encuentro, a un hermoso encuentro, el encuentro con Jesús, que significa ser capaz de ver los signos de su presencia, mantener viva nuestra fe, con la oración, con los Sacramentos, estar atentos para no caer dormidos, para no olvidarnos de Dios.

La vida de los cristianos dormidos es una vida triste, no es una vida feliz. El cristiano debe ser feliz, la alegría de Jesús… No os durmáis.

Un cristiano que se encierra dentro de sí mismo, que oculta todo lo que el Señor le ha dado, no es un cristiano. Es un cristiano que no agradece a Dios todo lo que le ha dado.

Esto nos dice que la espera del retorno del Señor es el tiempo de la acción. Nosotros somos el tiempo de la acción, tiempo para sacar provecho de los dones de Dios, no para nosotros mismos, sino para Él, para la Iglesia, para los otros, tiempo para tratar siempre de hacer crecer el bien en el mundo.

Y sobre todo hoy, en este tiempo de crisis, es importante no encerrarse en sí mismos, enterrando el propio talento, las propias riquezas espirituales, intelectuales, materiales, todo lo que el Señor nos ha dado, sino abrirse, ser solidarios, tener cuidado de los demás.

No enterremos los talentos. Apostemos por grandes ideales, los ideales que agrandan el corazón, aquellos ideales de servicio que harán fructíferos los talentos.

La vida no se nos ha dado para que la conservemos celosamente para nosotros mismos, sino que se nos ha dado, para que la donemos.

SAN LUCAS, EVANGELISTA

Hoy celebramos de nuevo a una piedra fundamental de este edificio que es la Iglesia, del que por la misericordia de Dios, formamos parte.

El Evangelio de hoy destaca tres etapas de la pobreza en la vida de los discípulos, tres modos de vivirla. La primera, estar desprendidos del dinero y las riquezas, y es la condición para iniciar la senda del discipulado. Consiste en tener un corazón pobre, tanto que, si en la labor apostólica hacen falta estructuras u organizaciones que parezcan ser una señal de riqueza, usadlas bien, pero estad desprendidos. El joven rico conmovió el corazón de Jesús, pero luego no fue capaz de seguir al Señor porque tenía el corazón apegado a las riquezas. Si quieres seguir al Señor, elige la senda de la pobreza, y si tienes riquezas, porque el Señor te las ha dado para servir a los demás, mantén tu corazón desprendido. El discípulo no debe tener miedo a la pobreza; es más, debe ser pobre.

La segunda forma de pobreza es la persecución. El Señor envía a los discípulos “como corderos en medio de lobos”. Y también hoy hay muchos cristianos perseguidos y calumniados por el Evangelio. Ayer, en el Aula del Sínodo, un obispo de uno de esos países donde hay persecución, contó de un chico católico al que apresó un grupo de jóvenes que odian a la Iglesia, fundamentalistas; le dieron una paliza y lo echaron a una cisterna y le tiraban fango y, al final, cuando el fango le llegó al cuello: “Di por última vez: ¿renuncias a Jesucristo?” – “¡No!”. Le tiraron una piedra y lo mataron. Lo oímos todos. Y eso no es de los primeros siglos: ¡eso es de hace dos meses! Es un ejemplo. Cuántos cristianos hoy sufren persecuciones físicas: “¡Ese ha blasfemado! ¡A la horca!”. Y hay otras formas de persecución: la persecución de la calumnia, de los chismes, y el cristiano está callado, tolera esa pobreza. A veces es necesario defenderse para no dar escándalo… Las pequeñas persecuciones en el barrio, en la parroquia… pequeñas, pero son la prueba, la prueba de una pobreza. Es el según modo de pobreza que nos pide el Señor: recibir humildemente las persecuciones, tolerar las persecuciones. Eso es una pobreza.

Y hay una tercera forma de pobreza: la de la soledad, el abandono, como dice la primera lectura de hoy (2Tim 4,9-17), en la que el gran Pablo, que no tenía miedo de nada, dice: “En mi primera defensa, nadie estuvo a mi lado, sino que todos me abandonaron”. Pero añade, “más el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas”. El abandono del discípulo: como puede pasarle a un chico o una chica de 17 o 20 años que, con entusiasmo, dejan las riquezas por seguir a Jesús, y con fortaleza y fidelidad toleran calumnias, persecuciones diarias, celos, las pequeñas o las grandes persecuciones, y al final el Señor le puede pedir también la soledad del final. Pienso en el hombre más grande de la humanidad, y ese calificativo salió de la boca de Jesús: Juan Bautista; el hombre más grande nacido de mujer. Gran predicador: la gente acudía a él para bautizarse. ¿Cómo acabó? Solo, en la cárcel. Pensad qué es una celda y qué eran las celdas de aquel tiempo, porque si las de ahora son así, pensad en las de entonces… Solo, olvidado, degollado por la debilidad de un rey, el odio de una adúltera y el capricho de una niña: así acabó el hombre más grande de la historia. Y sin ir tan lejos, muchas veces en las casas de reposo donde están los sacerdotes o las monjas que gastaron su vida en la predicación, se sienten solos, solos con el Señor: nadie les recuerda. Una forma de pobreza que Jesús prometió al mismo Pedro, diciéndole: “Cuando eras joven, ibas a donde querías; cuando seas viejo, te llevarán adónde tú no quieras”.

El discípulo es, pues, pobre, en el sentido de que no está apegado a las riquezas y ese es el primer paso. Es luego pobre porque es paciente ante las persecuciones pequeñas o grandes, y –tercer paso– es pobre porque entra en ese estado de ánimo de sentirse abandonado al final de su vida. El mismo camino de Jesús acaba con aquella oración al Padre: “Padre, Padre, ¿por qué me has abandonado?”. Así pues, recemos por todos los discípulos, curas, monjas, obispos, papas, laicos, para que sepan recorrer la senda de la pobreza como el Señor quiere.

Sábado de la XXVIII Semana del Tiempo Ordinario

Lucas 12, 8-12

El mundo necesita testigos de Cristo y de su Evangelio. Necesita santos. Y el maestro que nos va guiando hacia esta meta es el Espíritu Santo. Es Él quien nos enseña cómo ser seguidores auténticos de Cristo. Nos da también la fuerza y el valor para ser heraldos del Evangelio ante los hombres.

Pero, ¿cómo aprender del Espíritu Santo? ¿Cómo escuchar su voz en nuestro interior, en un mundo lleno de ruidos? Es posible que sepamos de memoria los resultados de los últimos Juegos Olímpicos, o las novedades de la moda o la política, pero para nosotros el Espíritu Santo puede ser aún ese gran desconocido. Hay que aprender a escucharle en el silencio de nuestra alma, en la celebración de la liturgia, en la lectura atenta del Nuevo Testamento, en los escritos del Papa y de los santos.

El Espíritu Santo debe ser para nosotros un amigo, un socio con el que queramos tratar el negocio de nuestra salvación. Para ello, el alma debe recogerse, escuchar su voz y seguir con docilidad sus inspiraciones. Son inspiraciones sencillas, que exigen poco a poco una mayor entrega y fidelidad a Dios. Pero en esta exigencia encontramos también el camino de nuestra felicidad. Dios sabe perfectamente qué nos conviene, y nos lo comunica a través de su enviado, nuestro colaborador, el Espíritu Santo.

Viernes de la XXVIII Semana del Tiempo Ordinario

Lucas 12, 1-7

El miedo se ha ido adueñando de muchos espacios de nuestra sociedad.  Tenemos miedo al futuro, tenemos miedo a las enfermedades, tenemos miedo a la violencia. Y no es que no sea sano tener un sano temor, pues está basado en ese instinto de sobrevivencia que nos protege de los peligros.  Lo grave se presenta cuando este miedo nos paraliza, nos coloca en una situación de pánico y nos impide actuar con la debida prudencia.

Jesús habla muy claro de evitar la hipocresía.  ¿Qué hacen los hipócritas? Se maquillan, se maquillan de buenos: ponen cara de estampita, rezan mirando al cielo, se muestran, se consideran más justos que los demás, desprecian a los otros. La hipocresía es el miedo a descubrir nuestro interior ante los demás, el aparentar una cosa y vivir otra.

El desprestigio brotado de nuestras incoherencias no debería impedirnos actuar, y no es que Jesús nos invite a ir pregonando nuestras intimidades por todos lados, lo que Jesús exige es una coherencia entre la vida y la palabra.

Somos humano y comentemos errores, pero no es cristiano llevar una doble vida.  Pero además, Jesús nos invita llena de esperanza y de confianza.  No podemos vivir en el temor.

Muchos de nuestros temores se basan en complejos que no nos permiten desarrollar nuestras capacidades; otros temores están basados en creernos superiores y descubrir que somos débiles.

Jesús nos invita a que nuestra confianza la pongamos en Dios Padre que cuida de nosotros.  El gran ejemplo se nos presenta en el mismo Jesús, Él es la Palabra, pero la Palabra hecha carne, la Palabra que se hace verdad, que se puede tocar.  Así deberíamos ser nosotros, consecuentes con lo que hablamos.  Pero además Jesús se reconoce perseguido, en peligro y acosado, sin embargo se mantiene firme en la búsqueda de su Reino y se descubre siempre en manos de su Padre Dios.

Creo que es el mejor ejemplo para cada uno de nosotros, no podemos encerrarnos en casa, no podemos callar antes las injusticias y los desenfrenos, no podemos ser cómplices con nuestro silencio del mal que nos está cercando. 

Tenemos que ser, como dirá Jesús en otra ocasión, sencillos como palomas, pero astutos como serpientes.  Sabernos pequeños y frágiles, pero estar dispuestos a afrontar los más grandes riesgos porque estamos en manos del Señor.  Si el Señor estar con nosotros, ¿Quién estará contra nosotros?

Jueves de la XXVIII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 11, 47-54

La hipocresía es aborrecida por Dios; porque no hay nada peor en el alma de un creyente que este terrible pecado. Dios aborrece al que no es sincero y quiere aparentar lo que no es en la realidad.  Dios sigue mandando al mundo de hoy los profetas que predican la verdad, pero de nuevo el hombre vuelve la vista y hace oídos sordos a la verdad. De nuevo volvemos a matar la verdad que Dios sigue proclamando.


Los fariseos enseñaban, predicaban, pero ligaban a la gente con tantas cosas pesadas sobre sus hombros, y la pobre gente no podía ir adelante. Y Jesús mismo dice que ellos no movían estas cosas ni siquiera con un dedo. Y después dirá a la gente: «Haced lo que dicen pero no lo que hacen». Gente incoherente.

Pero siempre estos escribas, estos fariseos, es como si bastonearan a la gente. «Deben hacer esto, esto y esto», a la pobre gente. Y Jesús dijo: “Pero, así cerráis vosotros la puerta del Reino de los Cielos. No dejáis entrar, y ni siquiera entráis vosotros”.

Es una manera, un modo de predicar, de enseñar, de dar testimonio de la propia fe. Y así, cuántos hay que piensan que la fe sea algo así.»

Cuántas veces el pueblo de Dios no se siente querido por aquellos que deben dar testimonio: por los cristianos, por los laicos cristianos, por los sacerdotes, por los obispo. «Pero, pobre gente, no entiende nada. Debe hacer un curso de teología para entender bien».

Ésta es la figura del cristiano corrupto, del laico corrupto, del sacerdote corrupto, del obispo corrupto, que se aprovecha de su situación, de su privilegio de la fe, de ser cristiano y su corazón termina corrupto, como sucedió a Judas. De un corazón corrupto sale la traición.

Jesús acerca a la gente a Dios y para hacerlo se acerca Él: está cerca de los pecadores. Jesús perdona a la adúltera, habla de teología con la Samaritana, que no era un angelito. Jesús busca el corazón de las personas, Jesús se acerca al corazón de las personas.

A Jesús sólo le interesa la persona, y Dios. Jesús quiere que la gente se acerque, que lo busque y se siente conmovido cuando la ve como ovejas sin pastor.

Pidamos al Señor que estas lecturas nos ayuden en nuestra vida de cristianos: a todos. Cada uno en su puesto. A no ser puros legalistas, hipócritas como los escribas y los fariseos. A no ser corruptos, tibios, sino a ser como Jesús, con ese fervor de buscar a la gente, de curar a la gente, de amar a la gente y con esto decirle: «Pero si yo hago esto tan pequeño, piensa cómo te amo yo, cómo es tu Padre»

Miércoles de la XXVIII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 11,42-46

La ley tiene como único fin ayudarnos a vivir de acuerdo al amor. Cada uno de los mandamientos expresa el deseo de Dios de que el hombre crezca y madure en el amor.

Sin embargo cuando la ley se convierte en fin en sí misma deja de expresar
el deseo del legislador y se convierte en un yugo difícil de llevar. Peor aun cuando nosotros mismos nos convertimos en los legisladores para hacer una ley a nuestra medida y necesidades, pues esto lejos de conducirnos a la meta que es Dios, nos aleja de Él y nos confina a la oscuridad, a la ignorancia, a la angustia.

San Lucas también hoy nos presenta estos “ayes” o condenas que hace Jesús tanto de los fariseos como de los doctores de la ley. La reprobación de Jesús no es contra los que pagan diezmos, sino en contra de los que, fijándose en estas pequeñeces, se olvidan de la justicia y del amor de Dios.

La condenación de Jesús es muy fuerte hasta llamarlos “sepulcros”, o reprenderlos porque buscan ocupar los lugares de honor en las sinagogas y recibir las reverencias en las plazas. A los doctores de la ley les aplica la misma sentencia de San Pablo: “agobiáis a la gente con cargas insoportables, pero vosotros no las tocáis ni con la punta del dedo”.

A veces nos imaginamos a los fariseos y a los doctores de la ley como personas malvadas y dignas de reprobación, pero ellos eran considerados los maestros y quienes mejor conocían y cumplían la ley.

Me temo que a muchos de nosotros Cristo hoy nos tendría que aplicar estas mismas condenas y reprobaciones. Con frecuencia condenamos de lo mismo que estamos padeciendo nosotros. Y, si bien realizamos actividades que están a la vista de todos, que nos producen reconocimiento, estamos cometiendo injusticias y rechazando a los hermanos.

¿Qué nos dice Jesús hoy a nosotros? ¿Qué condena de nuestra vida?

NTRA. SRA. DEL PILAR

La Virgen María ha ocupado siempre un lugar preferente en la vida de la Iglesia. Ser la madre de Jesús, el Hijo de Dios, hace que muchos cristianos acudamos a ella. Su Hijo Jesús la alaba por escuchar la Palabra de Dios y cumplirla. Mejor alabanza no se puede decir de María y, creo, que de cualquier persona que siga su ejemplo.

María no solo ocupa un lugar preferente en la vida de la Iglesia, sino que está presente en la Iglesia y está con la Iglesia allí donde se predica a su Hijo. María está con la Iglesia primitiva representada por los apóstoles y forma parte de esa Iglesia que ora en común. No se siente ajena a la vida de la Iglesia. En el evangelio de san Juan, el discípulo amado la “recibió en su casa”.

María es ejemplo para todos nosotros de las tres peticiones que hacemos a la Virgen del Pilar: fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor. En primer lugar María es ejemplo de fortaleza en la fe.

La fortaleza de la fe de María nos la señala san Juan en el momento de la crucifixión de Jesús con un verbo latino “STABAT” que no es solo estar, sino que significa “estar de pie”. Ese estar de pie junto a la cruz de su Hijo es fruto de la fe de la madre en el Hijo y en su mensaje. Para nosotros la fortaleza en la fe significa estar de pie junto a todo hombre que quiere vivir su fe y necesita ayuda. Esa ayuda es sobre todo nuestro testimonio vivido como servicio.

En segundo lugar María es ejemplo de seguridad en la esperanza. María acompaña a su Hijo de manera callada. Pensemos que María pudo tener dudas acerca de la misión de su Hijo. Recordemos ese pasaje del Evangelio donde se dice que su familia le tenía por loco (Mc 3,21). Sin embargo María acompaña a su Hijo en el momento en que toda esperanza acerca de su misión parece perdida. Y le acompaña hasta el final, cuando todos le abandonan, creyendo y esperando que la muerte no tendría la última palabra sobre el Hijo anunciado a ella de manera especial y que pasó su vida haciendo el bien.

En tercer lugar María es ejemplo de constancia en el amor. El amor de María se manifiesta en lo sencillo: la visita a su prima Isabel, el amor por su Hijo perdido en Jerusalén, su intervención en las bodas de Caná. Gestos que nos muestran el amor de María y su preocupación por las personas necesitadas. El amor hay que vivirlo de forma constante aunque se manifieste en pequeños gestos. A menudo los grandes gestos de amor pueden esconder intereses. En María el amor era desinteresado.

El amor se vive junto a la fe y la esperanza. Las tres son grandes. Pero como dice san Pablo: “ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1ªCor. 13, 13). La constancia en el amor hace que la fe sea fuerte y la esperanza segura.

Que María siga ocupando un lugar preferente en la vida dela Iglesia, es decir, en la vida de cada uno de nosotros, y que sea ejemplo de vivir la fortaleza en la fe, la seguridad en la esperanza y la constancia en el amor.

Lunes de la XXVIII Semana del Tiempo Ordinario

Lucas 11, 29-32

Ya lo repetiría Cristo con otras palabras, pero en sentido positivo: “Dichosos los que creen sin haber visto.” Lo que este Evangelio pretende no es reprocharnos, sino recordarnos que ya tenemos la señal que esperamos y necesitamos. No hace falta buscar ni pedir más señales. Hay una que basta. “Más que Jonás… más que Salomón”. Hoy se nos hace la invitación a descubrir esta señal. Es la misma de hace 20 siglos: la que muchos no quisieron ver, pero también la que bastó para que muchos creyeran.

Cuando un avión va a aterrizar, el piloto observa muchas luces que le guían, pero todas pretenden indicarle dónde está la pista. Así, todos los signos que hoy tenemos nos señalan a Cristo. ¡Aprendamos a “leerlos” adecuadamente! Nos habla de Cristo la Eucaristía, pues es Cristo mismo. Nos hablan de Cristo los buenos ejemplos que observamos en los demás… ¡Todo nos lleva a Cristo si nosotros lo buscamos! Este es el camino de la fe: avanzar por la vida sin milagros, sin certezas humanas absolutas. Vivir la fe en lo más cotidiano.

¡Qué adjetivo pondrá Cristo a nuestra generación si nos distinguimos no por pedir señales extraordinarias, sino por ser nosotros mismos signos de Dios, que ayuden a los demás a llegar a Él!

Sábado de la XXVII Semana del Tiempo Ordinario

Lucas 11, 27-28

“Más bien, dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan”. Y es que Jesús nos dirá lo mismo durante la última cena: “Si guardan mis mandamientos permanecerán en mi amor”. El Evangelio de hoy toca una de las fibras más sensibles del ser humano: su voluntad. ¡Cuántos buenos propósitos, cuántas buenas intenciones, cuántos deseos de conversión… y, qué pocas realizaciones!

Decir, hablar y prometer, cuesta poco. Es el paso del dicho al hecho, lo que marca la diferencia entre un hombre auténtico y otro de carnaval. Obras son amores y no sólo buenas razones.

Jesús, al ofrecernos este pasaje de su vida, tiene presentes nuestras miserias y limitaciones. Con ello, no quiere decir que hemos de ser perfectos de la noche a la mañana: “Nadie es bueno sino sólo Dios”. El Evangelio habla de los que oyen y guardan la palabra de Dios. Estas dos acciones, implican interés, esfuerzo y generosidad por parte nuestra. Habrá caídas, habrá dificultades y fracasos. Pero no estamos solos. Jesús subió a la cruz para enseñarnos el camino, para demostrarnos que es posible escuchar y poner por obra la palabra de Dios. Cristiano no es un nombre, ni una etiqueta de almacén. Cristiano significa discípulo de Cristo, imitador del Maestro.

Ojalá que este texto de San Lucas sea un llamado a la coherencia de vida y una invitación a poner por obra nuestra fe. La fe sin obras es una fe muerta y, la mayor de todas las obras es la caridad.