Feria Privilegiada 18 de Diciembre

Jr 23, 5-8

Antes de la venida de Cristo, el profeta Jeremías acusó a los reyes de Judá de no haber sabido guiar al pueblo y, por consiguiente, de ser responsables de que el pueblo hubiera sido desalojado de la tierra prometida.  Si Jeremías hubiera vivido entre nosotros, no habría echado la culpa a los gobernantes por nuestra falta de armonía.  En cambio, nos hubiera dicho: “Miren: Viene un tiempo, dice el Señor, en que haré surgir un renuevo del tronco de David: será un rey justo y prudente y hará que en la tierra se observen la ley y la justicia”.

Nos habría recordado que tenemos a Jesucristo, el Rey-Mesías, presente entre nosotros, no sólo para guiarnos en la vida, sino también darnos los medios de obtener la verdadera unidad por medio de la Eucaristía.  Jeremías nos hubiera predicado la misma doctrina que san Pablo: “El pan es uno, y también nosotros, aunque seamos muchos, somos un solo cuerpo, pues participamos de un solo pan”.  Si no vivimos en paz y armonía los unos con los otros, no podemos culpar a nadie sino a nosotros mismos, porque en la Eucaristía tenemos los medios para lograr vivir en paz y armonía.

Mt 1, 18-24

Si no puedes ser una estrella en el firmamento, sé al menos una lámpara en tu casa. San José, sin duda, no era alguien importante en la sociedad de su tiempo. Sí es verdad, era descendiente del Rey David pero en aquel entonces ser descendiente del rey David no significaba absolutamente nada. Pero San José sí era una lámpara en su casa. Y por eso Dios lo eligió para ser el padre putativo de su Hijo y el esposo de la Santísima Virgen. No todos podemos ser estrellas de nuestro mundo pero sí podemos ser lámparas de nuestra casa, de nuestros hogares.

Muchas veces pensamos que a san José todo le salía a flor de piel, que él no tenía dificultades y sin embargo el evangelio comienza presentándonos a san José metido en un problemón. Se va a casar con María, que según las últimas noticias ya está embarazada. Ponte en el lugar de san José, ¿qué harías?

También nosotros nos encontramos con frecuencia con problemas y siguiendo el ejemplo de san José tenemos que aprender a esperar. A ver todo con buenos ojos. Pero sobre todo pidiendo a Dios la luz para salir bien de ellos. Ojalá que también nosotros como san José sepamos ver los problemas y dificultades, a la luz de Dios, y no tirar la toalla a la primera.

Cuántas veces en nuestras vidas no vemos claro, nos falta luz. Y sin embargo, Dios está ahí, como estuvo hace dos mil años en la vida de la Sagrada Familia de Nazaret. Unámonos en familia en torno a ella y pidámosle que nos ayude a descubrir siempre la mano de Dios en nuestra vida. Que al igual que María y José, sepamos confiar en la Providencia buscando en todo servir y agradar a Dios.

Feria Privilegiada 17 de Diciembre

Gn 49, 2. 8-10

Cuando nació Jesucristo, los judíos habitaban en una insignificante provincia del poderoso imperio romano.  Desde un punto de vista meramente humano, hubiera sido más lógico que Dios hubiera escogido otro pueblo para el nacimiento del Mesías. 

Pero Dios sabía muy bien lo que quería.  Escogió la tribu de Judá, los judíos, y de esa tribu, escogió la casa de David.  Dios había insistido en que, por medio de David y sus descendientes, el cetro de rey y el poder de gobernar, nunca se apartarían de la tribu de Judá.

La profecía relatada en la lectura de hoy tiene pleno cumplimiento en la persona de Jesucristo, nacido de la casa de David como el Rey-Mesías.

Dios no sólo sabía lo que quería; también sabía lo que estaba haciendo.  Estaba dando a entender que solamente Él era Dios.  Él no tenía que apoyarse en ejércitos poderosos para vencer el mal en el mundo.  No tenía que recurrir a la sabiduría del mundo para difundir su verdad.  Tampoco tenía que depender de ningún gobierno humano para establecer la justicia y la paz.  Dios hizo presente su poder salvador en un niño judío, Jesucristo: un acto que parece debilidad a los ojos de los poderosos de este mundo.  Dios hizo lo que hizo como una señal de que nosotros alcanzamos la salvación no por medio de nuestros propios esfuerzos humanos, sino por su don gratuito en Cristo Jesús.

Ninguna sabiduría humana, ningún poder humano puede suplantar a Dios.  Así pues, es justo y necesario que alabemos sólo a Dios, la obra de nuestra salvación.

Mt 1, 1-17

San Mateo inicia su Evangelio con la Genealogía de Cristo para indicarnos que Él es el Mesías anunciado desde Abraham y que es verdaderamente humano.

Cada periodo de 14 años nos presenta una etapa de la historia de la salvación en medio de la cual Dios fue construyendo esta misma historia. Dios se mete en nuestra historia de manera total, se hace hombre, se encarna para tomar parte de las realidades humanas (menos del pecado) y desde ahí proponer un estilo de vida.

Jesús no fue una teoría sino una instrucción práctica del amor de Dios. Dios está en nuestra historia personal. El problema es que algunos no le permitimos actuar con libertad y por ello nuestra vida se complica. Dios no es una idea es una persona encarnada, por ello el cristianismo no es una filosofía sino un estilo de vida. Vivámoslo esta Navidad y siempre.

Lunes de la III Semana de Adviento

Núm 24, 2-7. 15-17

En la primera lectura escuchamos una profecía muy singular.  Se trata de un profeta, es decir, de alguien que inspirado por Dios habla en su nombre; pero no es un profeta del pueblo de Israel, sino que es un extranjero y, en el caso, enviado en contra de Israel.  Se trata de un profeta originario de Siria.  Israel se va adueñando de la tierra prometida; el rey de Moab, temiendo ser atacado, mandó traer al profeta y le encargó que maldijera a Israel para alejarlo de sus dominios, pero los oráculos del profeta fueron de bendición y no de maldición. 

El rey Balaq le decía: “ya que no los maldices, por lo menos no los bendigas” Respondió Balaam: “¿No te he dicho que hago todo lo que me dice Dios?”

Colocado el profeta en un lugar desde donde podía ver a todo el ejército de Israel acampado, pronunció el bellísimo oráculo que acabamos de escuchar.  Este oráculo, la tradición cristiana lo ha visto como mesiánico.  La imagen de la estrella—la luz—y el centro—el poder—, dominan todo el oráculo que va a encontrar su perfección en la promesa del ángel: “Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin”.

Mt 21, 23-27

Los fariseos y todos aquellos que habían sido perjudicados por la expulsión de los vendedores del Templo, se unen para poner a prueba a Jesús. Podrían tramar algo así: “A ese maestro tenemos que acusarle de blasfemo. Si le tiramos de la lengua y le provocamos con adulaciones nos dirá quién es, lo que la gentuza anda pregonando de Él: que es “divino”, que es hijo del Altísimo… o algo por el estilo. Entonces será más sencillo acusarlo…”

Pero Jesús conoce sus pensamientos, sus intenciones torcidas y su mala fe. No responde, porque ellos tampoco tienen el valor de reconocer su pecado. Jesús enseñaba con autoridad, no como los escribas y fariseos. Mientras ellos se refieren a las tradiciones, a interpretaciones o a normas, Jesús habla en primera persona. “Yo les digo”… su autoridad moral es incomparable porque a su doctrina añade la convincente fuerza de sus milagros. Habrá quien no crea en sus palabras, pero ¿y a los hechos? ¿Quién los podía negar? Como arguyó ante los fariseos el ciego de nacimiento recién curado: “si éste (Jesús) no viniera de Dios, no podría hacer nada”. Pero he aquí que “topamos” con el misterio de nuestra libertad humana, que es capaz hasta de negar lo que es evidente.

La libertad es el mayor don que hemos recibido y también nuestro mayor riesgo. Con ella podemos aceptar a nuestro Creador, pero paradójicamente también negarle. Dios no nos ha “programado”, para que le aceptemos por obligación. No somos computadoras, sino que nuestras opciones son libres. Prueba de ello es que podemos optar por lo que no es de Dios. ¡Qué responsabilidad tenemos para saber usar bien de ella! Y ser libre es optar por obrar según la conciencia.

No según es simple gusto… porque la conciencia responde ante Dios del bien, de lo mejor, y también del mal. Por ejemplo: una mentalidad materialista, no puede ser libre, porque está condicionada por el dinero, etc. Por tanto, si la libertad está gobernada por una conciencia recta, regida por la ley del amor (generosa, veraz, sincera y sacrificada), aunque pueda equivocarse alguna vez, también sabrá reencontrar el camino y elegir siempre lo bueno.

Dios habla en nuestro interior, lo ilumina para que nuestra libertad sea siempre la de un buen hijo ante su Padre.

Sábado de la II Semana de Adviento

Eclesiástico 48, 1-4.9-11.

El autor de la 1ª lectura de hoy, llamado Jesús ben Sirac, notable maestro en Jerusalén, y profundo creyente, no ve con buenos ojos que la cultura griega se vaya adueñando del pensamiento judío.

El pueblo judío posee la auténtica Sabiduría y no tiene que envidiar ninguna otra cultura.

Y si lo hace, perderá la conexión con Dios, autor de la verdadera Sabiduría.

Por eso acude a la figura del profeta Elías como símbolo del defensor de la religión de Yahvé. Con gran energía y palabra ardiente combatió la idolatría e impiedad de la sociedad de su tiempo.

El profeta Elías defendió el honor de Dios frente al culto de dioses extranjeros y condenó la infidelidad de los reyes de Israel. Fue un profeta de fuego, defendiendo la alianza del pueblo con el Señor.

San Mateo 17, 10-13

Este pasaje está ubicado cronológicamente tras la transfiguración. En ese momento, Jesús habla con sus discípulos sobre una de las personas que aparecieron en la visión del monte Tabor: Elías. Admite, como decían los maestros de la ley, que Elías tenía que venir antes del juicio pero advierte que eso ya ha sucedido sin que ellos se dieran cuenta. De este modo; invita a los discípulos a discernir el plan de Dios que está ante sus ojos.

El tiempo de la conversión, la curación de las relaciones humanas y de la relación con Dios ha llegado. Para que entiendas su urgencia, el Maestro identifica a Elías con Bautista. Este misterio se revela a los que, por su docilidad de fe están dispuestos a acoger la predicación de Juan con su invitación a convertirse y prepararse para el encuentro del que viene, de hecho, los discípulos lo entienden. Sin embargo, al poco caen en la terquedad y la incredulidad.

Como puntos capitales para nuestra vida destacan especialmente dos aspectos. Uno de ellos es mi relación con Dios, que me pide volver a Él. El otro es el de sanar mis relaciones con el prójimo. Debemos dejarnos interpelar por el Bautista que invita a una unir nuestra vida a la alianza con el Señor y a rechazar el pecado. Observemos qué obstáculos ponemos al camino de la palabra divina, a veces incómoda, pero que si nos dejamos impregnar por ella supera con mucho nuestras flaquezas. Por eso, siempre sale victoriosa.  Tenemos un Dios que nos da el don del perdón por medio de su Hijo. Sólo así sabremos reconocerlo.

¡Demos gratis lo que gratis hemos recibido!

Viernes de la II Semana de Adviento

Is 48, 17-19

Una importante obligación de los papás es enseñarles a sus hijos a hablar.  En ese largo y laborioso proceso, hay una palabra que todos los niños parecen aprender por sí mismos, una palabra que nadie tiene que enseñarles.  Y esta palabra es “No”.  Hay muchas cosas ante las cuales la mayoría de los niños dicen que no: no comer lo que deben comer, irse a la cama a la hora que conviene.  Para los papás sería más fácil dejar que el niño hiciera todo lo que quiere hacer, y así se ahorrarían lágrimas y rabietas.  ¡Todos tranquilos!  Pero la permisividad completa no es una señal de amor.  Los papás que no se ocupan ni se esfuerzan en guiar a sus hijos, han abandonado su deber y no son dignos de tener hijos bajo su cuidado.  No puede esperarse que los niños sepan lo que es bueno para ellos.  Los papás tienen el derecho y la obligación de disciplinar a sus hijos, porque son más sabios y más experimentados.

Dios es infinitamente sabio y su experiencia es eterna.  Su amor no tiene límite.  Por eso, con todo derecho nos dice: “Yo soy el Señor, tu Dios, el que te instruye en lo que es provechoso, el que te guía por el camino que debes seguir”.  Por más años que tengamos, ante Dios somos unos niños. Si su guía, estaríamos en peores condiciones que un pequeño que trata de crecer sin papás.  Pasar por alto los mandamientos del Señor es hacer pedazos nuestra vida.  Esta fue precisamente la amarga lección que los israelitas tuvieron que aprender, porque su destierro y cautividad fue el resultado de su desobediencia.

Demos gracias al Señor porque nos ama tanto que se ocupa y se esfuerza para guiarnos a través de la vida por  medio de sus mandamientos.  El peor error que podemos cometer es decirle “No” a Dios.

Mt 11, 16-19

El Evangelio de Mateo nos sitúa ante las personas que nunca están contentas con nada. Todo les parece insuficiente, detestable, ni son capaces de reír con los que están alegres, ni son capaces de llorar con los que sufren: Hemos tocado la flauta y no habéis bailado, hemos cantado lamentaciones, y no habéis llorado.

Así es la dureza del corazón cuando se vuelve insensible, nada les conmueve a las personas ingratas. Son incapaces de la empatía, incapaces de aceptar los cambios que regeneran la vida, incapaces de dejarse moldear por la ternura que la infancia puede hacernos despertar.

Es la comparación que Jesús hace en el Evangelio con respecto a la generación de su tiempo, que no escuchó a Juan el Bautista, ni su mensaje de conversión, ante el cual todos pensaban que tenía un demonio. Y tampoco escucharon a Jesús, que invitaba a la alegría, al compartir, su mensaje era de amor y reconciliación, compartía su intimidad con Dios y sus hermanos los hombres. Tampoco fue suficiente para ablandar los corazones de los hombres de su pueblo. Era un comilón y un borracho.

Ni reír, ni llorar son los hechos frente a la promesa y sabiduría de Dios.

La insatisfacción generalizada y la ingratitud muestran una generación con un corazón de piedra. El reír y el llorar muestran al hombre sabio, abierto a la Palabra de Dios y al sentido de felicidad que ofrece, abierto al compartir la vida que conmueve mi interior porque la fe me permite una cercanía a los sufrimientos y a las alegrías de los hermanos. La fe no puede hacernos insensibles a nuestra realidad.

Los hechos dan la razón a la sabiduría de Dios

Jueves de la II Semana de Adviento

Is 41, 13-20

El período de la cautividad en Babilonia fue muy difícil para los judíos.  Sus condiciones de vida aparentemente eran tan malas como en su anterior cautividad en Egipto, pero el judío devoto echaba de menos el culto del templo de Jerusalén y en aquella tierra extraña se sentía abandonado de Dios.  Era como un niño que, mientras jugaba con sus amigos, se alejó demasiado de su casa.  Cuando empieza a oscurecer, el niño se da cuenta de que está perdido y en medio de todos sus temores y angustias, lo único que quiere es volver a su hogar.  De repente, levanta los ojos y ve que su padre se acerca.  Corre hacia él y lo abraza, y entonces entre risas y bromas, se vuelve a su casa, apretando la mano del papá.

El Señor, Padre de su pueblo, le había dicho en el destierro: “Yo, el Señor, te tengo asido por la diestra y Yo mismo soy el que te ayuda.  No temas”.  Pues exactamente lo mismo nos está diciendo hoy el Señor.  No vivamos en esta vida como en una ciudad permanente, sino que estamos buscando nuestra ciudad futura.

En esta vida vivimos lejos del Señor.  Por eso, no debemos extrañarnos de que el mundo nos parezca frecuentemente oscuro y de que sintamos la sensación de andar perdidos y de estar absolutamente solos.  El mundo es bueno y las personas son buenas, pero Dios es nuestro Padre, y nuestro hogar es el cielo.  Todos nuestros esfuerzos en busca de la felicidad consisten, en último término, en una búsqueda de Dios.

El Señor quiere conducirnos hasta nuestro hogar.  Durante todos los días negros y solitarios de la vida necesitamos pedir la fe: una fe que se abra nuestros oídos para escuchar las consoladoras palabras del Padre: “Yo, el Señor te tengo asido por la diestra y yo mismo soy el que te ayuda.  No temas!

Mt 11, 11-15

San Juan Bautista, preparaba el camino a Jesús sin tomar nada para sí mismo. Él era un hombre importante, la gente lo buscaba, lo seguía porque las palabras de Juan eran fuertes.

Sus palabras, llegaban al corazón. Y allí tuvo tal vez la tentación de creer que era importante, pero no cayó. Cuando, de hecho, se acercaron los doctores para preguntarle si él era el Mesías, Juan respondió: «Son voces: solamente voces», yo sólo he venido a preparar el camino del Señor.

Aquí está la primera vocación de Juan el Bautista, Preparar al pueblo, preparar los corazones de la gente para el encuentro con el Señor. Pero, ¿quién es el Señor?

Y esta es la segunda vocación de Juan: discernir, entre tanta gente buena, quien era el Señor. Y el Espíritu Santo le reveló esto y él tuvo el valor de decir: «Es éste. Éste es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo».

Los discípulos miraron a este hombre que pasaba y lo dejaron que se marchara. Al día siguiente, sucedió lo mismo: «Es aquel Él es más digno de mí»… Y los discípulos fueron detrás de Él.

En la preparación, Juan decía: «Detrás de mí viene uno… «Pero en el discernimiento, que sabe discernir e indicar al Señor, dice: «Delante de mí… está Éste».

La tercera vocación de Juan, es disminuir. Desde aquel momento, su vida comenzó a abajarse, a disminuirse para que creciera el Señor, hasta eliminarse a sí mismo. Él debe crecer, yo, en cambio, disminuir, detrás de mí, delante mío, lejos de mí.

Tres vocaciones en un hombre: preparar, discernir, y dejar crecer al Señor disminuyéndose a sí mismo. También es hermoso pensar la vocación cristiana así. Un cristiano no se anuncia a sí mismo, anuncia a otro, prepara el camino para otro: al Señor.

Un cristiano debe aprender a discernir, debe saber discernir la verdad de lo que parece verdad y no lo es: un hombre de discernimiento. Y un cristiano debe ser también un hombre que sabe cómo abajarse para que el Señor crezca, en el corazón y en el alma de los demás.

Miércoles de la II Semana de Adviento

Is 40, 25-31

No es fácil creer en las promesas de los profetas o mantener firme la confianza en la Providencia, cuando los sufrimientos parecen no tener fin.  Por eso, el profeta Isáias, después de la introducción con que comienza el capítulo 40, siente la necesidad de apuntalar la confianza de los judíos desterrados, recordando los atributos incomparables del Dios de Israel: santo, eterno, omnipotente, sapientísimo… Siendo Creador y Soberano de todo el universo, Dios se preocupa en forma especial de los seres humanos, sobre todo de aquellos que tropiezan y caen. Por eso ellos también, sin ponen en Dios su confianza, recuperarán las fuerzas y podrán seguir el camino con entusiasmo.

Mt 11, 28-30

En la sociedad agrícola de la época de Jesús, la terminología propia de la gente del campo tiene su importancia. El “yugo” es el instrumento de madera con el cual se sujetan el par de bueyes o mulas para tirar del arado o del carro. Jesús lo usa como una imagen que evoca la vida misma del hombre con sus afanes y responsabilidades. Porque todo hombre debe soportar una “carga” más o menos pesada y nadie está exento de ella. Por eso, bien visto, el “yugo” que Jesucristo nos ofrece tiene sus ventajas. Quizás no siempre sabemos apreciarlas: pero, ¿por qué no lo buscamos más a menudo?

Con Jesucristo las cargas y responsabilidades de la vida se hacen livianas, o sea, “light”. Vivimos en una sociedad en donde hasta los dulces de Navidad se venden con la etiqueta de “light”. Dicen que lo ligero es mejor, quizás más sano, aunque no siempre. En el caso de nuestra vida cristiana, seríamos un poco necios si no prestáramos atención a esta invitación. Jesús quiere hacernos “liviana” nuestra carga. Y una vez más, si tenemos oídos no podemos dejar de atender: “Vengan a mí… yo les daré descanso (…) porque mi yugo es suave y mi carga ligera”. No podemos con las cargas de la vida sin Jesucristo, y de esto nos debemos convencer.

“Si conocieras el don de Dios, (…) tú le habrías pedido a Él…”  Algo así, nos podría decir Jesucristo a cada uno cuando conociéndole no acudimos a Él. Porque todos experimentamos el cansancio en la lucha. Todos necesitamos la comprensión y el consuelo de los demás, en la familia, con mi esposo o esposa, con mis hijos y demás familiares y amigos.

Pero aún más necesitamos a Dios, sobre todo cuando nos falta lo anterior. Su acción (si lo dejamos), es tan fuerte, que actúa de bálsamo, de calmante, de medicina, que al mismo tiempo sana y vigoriza. Su presencia relativiza los problemas de cada día que nos pueden quitar la paz. Los coloca en su justo lugar para mirar al futuro con optimismo y esperanza. Sólo Él nos llena de la tranquilidad interior. ¿Acaso no estamos necesitados más que nunca hoy de esa serenidad?

Martes de la II Semana de Adviento

Is 40, 1-11

Hoy hemos escuchado el comienzo del llamado “libro de la Consolación”.  El pueblo está desterrado en Babilonia, sin patria, sin casa, sin arraigo.  En medio de estas tinieblas brilla una luz de esperanza.  Dios anuncia por medio del profeta un nuevo éxodo más maravilloso aún que el primero.  Se trata de la repatriación que tuvo lugar en el año 538 antes de Cristo, por decreto del rey de Persia, Ciro.

El Señor mismo, pastor de su pueblo, va por delante, cuidando amorosamente de su rebaño.  Pero el camino hay que prepararlo, construirlo, aplanarlo.

Mt 18, 12-14

Hoy día, es difícil ver rebaños y pastores, pero ello no quita un ápice a la actualidad de la cuestión de fondo que aborda Jesús, aunque su ejemplo vaya dirigido especialmente a las gentes de entonces. Aunque no es fácil hacernos una idea de lo que supondría para un pastor perder a una de sus ovejas, podríamos hacer un esfuerzo y teniendo en cuenta, sobre todo, que hablamos del “buen” pastor. Y buen pastor es aquel que defiende a las suyas de los peligros, que las cuida y se sacrifica por ellas. Todos podemos ponernos en “la piel” de quien sale al encuentro de un necesitado, de quien no se queda indiferente ante la desgracia ajena…“Que la vida no me sea indiferente”… es parte del estribillo de una canción. En el fondo se trata de la denuncia de una actitud común entre quienes hacemos de nuestro ambiente social algo así como un compartimento estanco, en donde el interés real y la solidaridad por los demás queda ahogado por el anonimato.

Vivimos rodeados de gente y, al mismo tiempo, somos unos extraños para la inmensa mayoría. Jamás en la historia ha habido aglomeraciones humanas como hoy en día, y sin embargo, en ningún tiempo como hoy se sufre tanta soledad y abandono. Los que padecen más duramente son los más indefensos: los niños y los ancianos. Los cristianos, si lo somos de verdad, no podemos permanecer indiferentes ante estos problemas.

Jesús nos pide salir hoy al encuentro del que sufre, del que está solo o enfermo, de quien no encuentra a Dios o ha perdido la esperanza de vivir. Se requiere generosidad, sí. Se requiere sacrificio, pero más que todo ello, se requiere tener un corazón grande, de buen pastor. Todo cristiano vive unido a los demás. No se puede aislar del resto.

Los males de uno, son también los míos. Somos un cuerpo vivo y por ello todo lo que ocurre me afecta a mí como una parte de él. ¡Qué difícil, pero qué hermoso sería dejar por un momento lo propio, los intereses personales, para ir al encuentro, en búsqueda del hermano, en nombre de Dios! ¿Aceptaremos el reto?

Lunes de la II Semana de Adviento

Is 35, 1-10

Los profetas a veces llegaban casi a la desesperación por las repetidas infidelidades del pueblo con su Dios y las consecuencias de esas infidelidades, que eran la guerra y la destrucción.  Y sin embargo, siempre deberíamos recordar su optimismo, puesto que ellos constantemente “esperaban un cambio de suerte”.  Ese cambio tendría lugar en “el día del Señor” cuando todos lo errores se corregirían.

La lectura de hoy es típica.  Se escribió durante un negro período de la historia del pueblo de Dios, cuando fue castigado con el destierro, lejos de la patria y de su querido templo de Jerusalén.  Los profetas proclamaron un mensaje de esperanza y aliento para el pueblo: la promesa de que el Señor vendría.

“El día del Señor”  llegó con la venida de Jesucristo.  Pero este “día” no consistió en 24 horas, ni tampoco en 33 años, pues Jesús sigue viniendo al mundo.  Él sigue trabajando aun ahora para corregir los errores del mundo, por medio de aquellas personas que lo dejan entrar en su vida.

No sabemos qué tanto vaya a durar este día.  No sabemos si el día está amaneciendo o si ya se ha acercado al mediodía.  Lo único cierto es que la desesperación no es parte de la perspectiva cristiana.  “Algo tiene que cambiar” y esto será en la venida final de Cristo, cuando “el día del Señor”  llegue a su final.

Lc 5, 17-26

El tiempo de Adviento es un tiempo en que debemos de retomar fuerzas para el camino, pues aunque ya disfrutamos de la vida del reino, nos hacemos conscientes que esta aún no ha llegado a la realización definitiva… pero puede ser también tiempo para levantarnos de nuestra parálisis espiritual, o incluso de ser, como en el pasaje que acabamos de leer los «instrumentos» por los cuales otros hermanos «paralizados» espiritualmente pueden reiniciar su camino y su crecimiento espiritual.

La manera ordinaria en que se sale de esta parálisis es a través del sacramento de la Reconciliación. Es en este sacramente en donde se fortalecen nuestras rodillas vacilantes y desde donde podemos reiniciar nuestro crecimiento en la gracia y el amor de Dios.

Aprovecha pues este tiempo de Adviento, no solo para participar tú mismo de este sacramento de amor, sino para invitar, sobre todo a los miembros de tu familia, a participar del sacramento y así celebrar con gozo la fiesta de la Navidad.

Sábado de la I Semana de Adviento

Is 30, 19-21. 23-26

Estamos ya terminando la primera semana de Adviento.  Cada día las lecturas bíblicas nos van dando aspectos distintos del atractivo y de las condiciones de nuestro caminar hacia el Señor que viene.

Nuestro guía primero, el profeta Isaías, con imágenes llenas de relieve y belleza, nos va alentando al mostrarnos el panorama de la salvación.

Hoy, con una imagen doble, contrapone «el pan de las adversidades y el agua de la congoja»,  al nuevo pan y a la nueva agua de la abundancia y la felicidad.  Hasta en los montes altos y en  las colinas manará el agua, el «pan será abundante y sustancioso».  El Señor se hará patente, «tus ojos lo verán».

La imagen de la luz que da la vida no falta.  La luna irradiará como el sol, el sol como siete días en uno: relacionemos estas imágenes con su cumplimiento en Cristo y con el cumplimiento definitivo que esperamos.

 Mt 9, 35–10, 1. 6-8

El Señor se hace patente, su misericordia salvífica se manifiesta.  Cristo va predicando la Buena Nueva y manifestando su salvación en las maravillas que va operando.  A las multitudes «extenuadas y desamparadas como ovejas sin pastor» corresponde la compasión del Buen Pastor.

Pero Jesús confía la extensión y la secuencia de su obra salvífica a los suyos.  Los discípulos, y no sólo los contemporáneos, sino todos los que seguirán son enviados a continuar la obra: «Vayan en busca de las ovejas perdidas…»

Se capta la angustia del Señor, que debe ser la nuestra, ante lo grande del trabajo y la pequeñez numérica de los operarios.  «Rueguen al dueño de la mies que envíe trabajadores».  ¿Nos sentimos implicados en este envío, nos sentimos corresponsables en esta misión?