Jn 14, 1-6
No podemos ver la celebración de este día separada de la celebración de ayer. Ayer celebrábamos a Todos los Santos, es decir, celebrábamos a todos los hermanos que ya han llegado al término del camino, a los que, ya gloriosos, reinan con Cristo.
Hoy, conmemoramos a los hermanos difuntos: parientes, amigos, todos los cristianos de quienes la muerte nos ha separado.
La muerte es un fenómeno que estamos viendo constantemente a nuestro alrededor: mueren las plantas, muere el animal y muere el hombre.
En teoría morir es desaparecer, disolverse, diluirse el ser vivo en la nada.
El hombre, no es Dios, sólo Dios no muere, sólo Dios no tiene principio ni final. Nosotros somos seres limitados, tenemos un principio: nuestro nacimiento;tenemos un final: nuestra muerte.
La muerte es uno de esos momentos en que los hombres tocamos casi con la mano el fondo de nuestra pequeñez. Nos damos cuenta de que nos somos nada.
Si miramos al universo, podemos preguntarnos ¿qué somos en medio de este gran universo? La respuesta es que somos poca cosa.
A todos nos gustaría que en esta vida no tuviéramos que sufrir ni morir, pero no nos debemos engañar. El dolor, el sufrimiento, el fracaso, la desgracia y la muerte son situaciones propias de la vida humana. La muerte es parte de nuestra vida. En cada uno de nosotros está latente la posibilidad de sufrir o morir.
Para el creyente cristiano, sin embargo, la muerte deja de ser algo sin sentido y nuestra muerte adquiere junto con Cristo, un sentido nuevo. La muerte para el cristiano es el principio de la verdadera vida.
Para nosotros, hombres y mujeres de fe, con la muerte, la vida se transforma, no se acaba.
Ante la muerte el hombre se siente impotente y reconoce su finitud. Pero nosotros como cristianos, no podemos ser hombres sin esperanza.
En el Antiguo Testamento se refleja la esperanza en Dios, este Dios que libraría al hombre definitivamente de la muerte. Esto era lo que anunciaban los profetas: “Dios aniquilará la muerte para siempre. El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros y el oprobio de su pueblo lo alejará de todo el país”.
Cristo cumple lo que habían anunciado los profetas de Israel. La obra de Cristo aparece como una gran lucha contra la muerte.
El Señor se enfrenta con la muerte en sus milagros de resurrección y con su palabra; al predicar proclama claramente: “Yo soy la resurrección y la Vida”. Cristo ha vencido la muerte con su propia resurrección.
Esa victoria de Cristo resucitado es también una victoria para nosotros los hombres: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”.
Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida.
La muerte debe dar un sentido a nuestra vida porque nos hace tomar conciencia que tenemos una sola vida aquí en la tierra y que hay que aprovecharla para poder alcanzar la vida eterna que Dios nos quiere regalar. Debemos vivir cada día como si fuera el último de nuestra vida para vivirla más positivamente y realizarla en plenitud.
Cristo nos dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Por medio de la muerte nosotros llegamos a la vida. No podemos estar en el cielo si no dejamos la vida terrena. Por lo tanto es un paso necesario para llegar al cielo.
Hoy pues queremos orar por todos nuestros fieles difuntos, para que Dios tenga misericordia de ellos y puedan llegar al cielo, que es el destino de todo ser humano.
Lo más importante que podemos hacer por nuestros difuntos es orar, ofrecer misas por ellos. Esto y sólo esto es lo que cuenta para Dios y para la salvación de nuestros difuntos. Por eso hoy nos hemos reunido en esta Eucaristía para orar y pedir por su eterno descanso.