Martes de la XV semana del tiempo ordinario

Mt 11, 20-24

Sodoma, Tiro y Sidón, son ciudades que los israelitas juzgaban como pecadoras y que en la Escritura aparecen como perdidas porque han recibido su castigo. Y ahora Jesús parece alabarlas o al menos disculparlas. ¿Por qué esta nueva actitud frente a ciudades que aparecían como prototipo de pecado? Porque ahora está presente el mismo Jesús frente a otras ciudades y no ha encontrado conversión. Sus milagros, su palabra y su vida deben ser un testimonio que cambie y transforme la vida de cada uno de nosotros.

Es fácil acostumbrarse a Jesús, es fácil hacer cotidianas sus palabras y que ya no hagan ninguna mella en nosotros. Pero hoy Jesús nos dice que su Palabra debe resultar siempre una novedad en medio de nosotros y que no podemos quitarle todo su dinamismo y transformarla en palabras huecas, vacías y repetidas.

Lo más grave que nos puede pasar a nosotros sus discípulos es que el Evangelio pierda su novedad y que, sin haberlo hecho presente, lo debemos por sabido.

Lo más triste que puede acontecer es encontrarse con discípulos que se creen buenos y que toda predicación se les resbala sin producir ningún efecto. Ya exclamaba el salmista en nombre del Señor: “No endurezcan el corazón”.

Una de las condenas más fuertes que encontramos en la Biblia es la tibieza, porque haciéndonos creer que somos seguidores de Jesús nos conformamos con escuchar “tibiamente” sus palabras, sin que se produzca ninguna conversión. Aparentemente no somos malos, pero tampoco hacemos las obras que producen los frutos del Reino. Tranquilizamos nuestra conciencia y nos sentimos a salvo.

Las palabras de Jesús hoy deberían producir una conmoción en nuestro interior y transformar plenamente nuestras vidas.

No podemos adulterar el evangelio y quedarnos tranquilamente compaginándolo con la ambición, con el poder y con la corrupción.

¿Somos cristianos “acomodados” que han traicionado el evangelio?

Que resuene en nuestro interior la palabra fuerte de Jesús, que nos sacuda, que nos transforme, que nos saque de nuestras tibiezas y nuestro pecado.

Jueves de la XIV semana del tiempo ordinario

Mt 10,7-15

Instrucciones muy claras y concretas las que les da Jesús a sus discípulos. A ellos que lo han seguido de cerca, ahora les dice explícitamente que tienen que hacer y decir lo mismo que Él ha hecho y lo mismo que Él ha dicho: proclamar la cercanía del Reino de los cielos y manifestar con sus obras que ya se hace presente.

Es curioso que nunca da una definición del Reino de los cielos, pero siempre lo pone en conexión con la restauración de los que están padeciendo.

Los leprosos que eran expulsados de la comunidad, los enfermos que eran considerados como impuros, los muertos cuyo final se consideraba una desgracia… todos tienen oportunidad de una nueva vida. Restaurar a cada persona que está fracturada, lastimada o despreciada y hacerla sentir como verdadero hijo de Dios.

Las oposiciones al Reino serán siempre las mismas: el demonio que esclaviza y sojuzga a las personas. Hay que expulsar estos demonios. Una característica del discípulo será la alegría de dar, de dar prontamente, de dar gratuitamente.

Siempre habrá duda de quien se presta para hacer de la religión un negocio y del acercamiento al Señor una ganancia material.

La fuerza del Reino está en la gratuidad tanto del don recibido como del don que se ofrece. Todo es regalo y todo es gratuidad. Por eso no es extraño que les pida completa libertad para poder andar el camino: sin estorbos físicos, sin apegos materiales, sin dinero, sin ambiciones de gloria.

No era fácil para aquellos discípulos y ciertamente tampoco es fácil para nosotros. Estamos tan acostumbrados a comprar y vender que quisiéramos también comprar el Reino, pero un reino que se vende, deja de ser el de Jesús.

A cambio de ofrecer y recibir este Reino, Jesús promete la paz. Todo lo contrario para quien lo rechaza: no encontrará paz, pues el dinero y la ambición nunca lograrán proporcionar la verdadera paz.

¿Qué piensas de estas exigencias de Jesús? ¿Cómo podemos hacerlas realidad en nuestros días?

Miércoles de la XIV semana del tiempo ordinario

Mt 10,1-7

¿Cuál es la tarea de un discípulo de Jesús? ¿Cómo podremos hoy nosotros decir que somos discípulos de Jesús? Serían las preguntas que deberíamos hacernos y de su respuesta dependerá nuestra forma de actuar.

El pasaje de este día es como una respuesta a las inquietudes que ya el día de ayer se suscitaban: hay pocos trabajadores y la mies es mucha. Jesús llama a “unos trabajadores” y les da la misma misión que Él tenía.

Si ayer encontrábamos a Jesús expulsando demonios, ahora encontramos que a los que ha llamado también tienen el poder de expulsar demonios; si el Maestro pasaba curando de toda enfermedad y dolencia, ahora también los discípulos tendrán esa misma tarea.

Este capítulo de San Mateo es considerado el Discurso Misionero porque va dando poco a poco instrucciones a sus discípulos sobre la forma que quiere construir su Reino. El llamado es personal, pero tiene un sentido comunitario. El poder que otorga no tiene como beneficiario al propio discípulo, es para expulsar los espíritus impuros, y entendamos que espíritus impuros serían toda la serie de enfermedades que afectaban a las personas de aquella generación.

Su misión, en una palabra, era dar vida de la misma forma que la daba Jesús.

Encontramos los nombres de los Doce y el señalamiento de alguna particularidad de algunos de ellos. Es que Jesús tiene muy en cuenta a la persona, no actúa en el anonimato, sino que es respetuoso de la dignidad de cada uno. Es la pequeña comunidad con la que tendrá más cercanía pero que es señal del Reino que será universal y para todas las naciones.

Hoy sigue llamando el Señor Jesús, pronuncia nuestro nombre y nos invita a dar vida en los diferentes espacios donde nos encontramos. Hoy nos lanza a buscar a todos los que sufren y son ignorados para darles a conocer la Buena Nueva de que son Hijos de Dios y que tienen un Padre que los ama.

Tendremos que desterrar y expulsar los malos espíritus que dañan y perjudican nuestras comunidades y nuestras familias, tendremos que dar vida, salud y plenitud, como lo hizo Jesús.

Martes de la XIV semana del tiempo ordinario

Mt 9, 32-38

¿Por qué una misma acción provoca reacciones tan diferentes? La multitud maravillada reconoce a Jesús, en cambio los fariseos lanzan la acusación buscando cubrirse las espaldas. Cuando no se tiene limpio el corazón, se mira con desconfianza a los demás. Cuando la luz resplandece, descubre la corrupción de los falsos. Quizás esto explique las consecuencias de este milagro de Jesús que le permite a un hombre expresar su palabra. Para unos es un prodigio para otros un peligro. ¿Sucede lo mismo en la actualidad? Cristo sigue actuando y dando palabra, pero parece que todavía hay quien quiere callar la verdad.

Este pequeño pasaje continúa con lo que es más importante para Jesús: acercarse a las personas, enseñar, anunciar Buena Nueva y curar de toda enfermedad y dolencia. Esto es lo más importante hoy para sus discípulos. Quizás a veces nos perdemos en cosas secundarias y no estamos atentos a llevar vida y Buena Nueva a todos los rincones.

Si miramos un poco en nuestro entorno descubriremos que hay muchas personas y muchos lugares que todavía no reciben buena nueva, baste señalar a los migrantes, a quienes viven en cinturones de miseria, a los pueblos en conflicto, a las personas discriminadas, a muchos jóvenes que no se les ha anunciado el Evangelio… Y no se trata de buscar adeptos, sino de llevar vida. Es la enseñanza de Jesús.

Hoy hay muchas personas que también, igual que Jesús, desde los rincones del mundo buscan dar vida, pero parecería que son muy pocos y que se tienen que enfrentar a un enorme dragón que busca otros caminos que nos conducen a la muerte. Y entonces se hacen muy actuales las palabras de Jesús: hacen falta trabajadores que se comprometan a buscar frutos de justicia, de verdad y de paz. Necesitamos unir fuerzas y descubrir entre los pequeños a estos sembradores de esperanza y cultivadores de paz y de vida. Jesús nos insiste en que roguemos al Padre y que busquemos hacer más compromiso por la vida.

Viernes de la XIII semana del tiempo ordinario

Mt 9, 9-13

La vida está llena de decisiones. Desde elegir la camisa que uno se pone por la mañana a elegir la licenciatura que uno quiere estudiar. Hay elecciones fáciles y otras difíciles, pero siempre hay que pensarlas bien, porque elegir es renunciar (… a aquello que no se escoge).

Elegir no es sólo costoso porque hay que renunciar a algo. Es sobre todo difícil porque una opción (sobre todo si esta tiene cierta trascendencia en la vida) supone el tener unos criterios, unos principios, unos valores de vida profundos, claros y bien asentados. Y es que vivimos en un mundo en el que parece que las cosas importantes se han vuelto relativas. Cuando todo es relativo, ¿dónde está el punto de referencia?

El evangelio de hoy nos presenta la figura de Mateo apóstol, que era cobrador de impuestos. Él tenía su trabajo y su vida, pero también conocía a Cristo. Sabía que Él es el Mesías y el Hijo de Dios. Para Mateo Cristo y su voluntad eran un valor claro y profundo para tomar decisiones en su vida, su principal punto de referencia. Por eso no necesitó grandes discursos ni jornadas de reflexión para decidir qué respuesta dar cuando Cristo le llamó: “Él se levantó y le siguió”.

¿Sobre qué estamos construyendo nuestra vida? ¿Cuáles son los pilares que nos sostienen? Los cristianos lo tenemos muy fácil. Porque los que nos llamamos cristianos, lo que tratamos de hacer es parecernos a Cristo. Y parecernos a Cristo supone amar como Él, perdonar como Cristo, entregarse como Él. Cuando Cristo es el punto de referencia para nuestras decisiones, no resulta difícil saber qué es lo que hay que elegir y a qué podemos renunciar sin que nos cueste demasiado y vivir satisfechos y felices de nuestras resoluciones.

Jueves de la XIII semana del tiempo ordinario

Mt 9,1-8

Señor Jesús, hoy hemos escuchado tu admirable poder y nos quedamos sorprendidos de tu forma de actuar. Eres maravilloso y te diriges a lo profundo del corazón. Nosotros también hoy estamos paralíticos y no podemos actuar. Nos han paralizado el miedo, la comodidad y el egoísmo. Las situaciones cada día son más graves y nuestra forma de responder es cada día más inoperante.

Estamos paralíticos, pero buscamos las soluciones solamente en el exterior. Como si el cuerpo entero de la sociedad se pudiera sostener por las apariencias y las normas externas.

Queremos la salud de nuestra patria y estamos dispuestos a pequeños sacrificios, pero no estamos dispuestos a cambiar realmente de opciones, de actitud y de valores. Quisiéramos que nos sanaras con tan sólo presentarte una oración y una súplica por este enfermo que yace paralítico. Y hoy, igual que en aquel tiempo, tu palabra va dirigida primero a lo más importante: “Ten confianza, hijo. Se te perdonan tus pecados”.

Sí, despertar nuevamente la confianza y la esperanza, que no hay peor pecado que el pesimismo y la derrota. Tus palabras son para alentar nuevas esperanzas y a tener confianza en que tú caminas a nuestro lado.

Dulce palabra la que diriges al paralítico de hoy: “Hijo”. Y después nos haces ver que estás dispuesto a reconstruir desde la raíz al hombre.

Hay que quitar el pecado del corazón. El pecado paraliza al hombre. El verdadero pecado lo vuelve ambicioso, egoísta, cruel y sanguinario. El pecado pudre las sociedades y desbarata la fraternidad. Por eso antes que nada tenemos que reconstruir al hombre desde el interior y sólo tú puedes hacerlo. Pero tú siempre nos amas y siempre estás dispuesto a iniciar el proceso de reconstrucción. Mira el corazón de cada uno de nosotros. Limpia nuestros pecados, purifica nuestras intenciones, fortalece nuestra voluntad e ilumina nuestra inteligencia. Sólo entonces podremos ponernos de pie y sostenernos en la lucha. Sólo entonces podremos volver a la casa paterna y compartir el amor de nuestro Padre con los hermanos.

No nos dejes caer en la falsedad de creer que se puede construir desde el exterior. Sólo tú puedes perdonar los pecados.  Señor, Jesús, sana a este pueblo que se encuentra paralítico y sin esperanza. Renueva el ánimo y el deseo de levantarse y de volver a casa, a la casa del Padre.

 

Jueves de la XII semana del tiempo ordinario

Mt 7, 21-29 

Jesús concluye esta gran catequesis sobre la vida cristiana con la invitación a vivirla. No se trata de ser «escuchadores» de la palabra de Dios, sino actores, de ponerla en práctica.  

El hacer milagros, sanar personas, expulsar demonios no es un signo de pertenencia a Jesús. Estos signos pueden ser hechos también por obra del maligno.  

Por ello no basta decir: Señor, Señor, sino vivir de acuerdo al evangelio. Quien se dedica solo a «escuchar» la palabra de Dios y no hace un verdadero esfuerzo por vivirla termina con una vida destrozada.  

En cambio, quien toma el camino angosto y la puerta estrecha que conducen a la vida, encontrará que su vida se construye en la paz y la armonía interior.  

El Evangelio no es una filosofía, sino la proposición concreta de Jesús a adoptar un estilo de vida cimentado en el amor, una vida que es capaz de resistir todos los embates de la vida y permanecer en pie, una vida que no se deja vencer por las crisis (cualquiera que estas sean) sino que la supera y en ello manifiesta la solidez de su fe y su amor al Resucitado.

Miércoles de la XII semana del tiempo ordinario

 

Mt 7, 15-20

La acusación que nos hace la sociedad a los seguidores de Jesús es que no vivimos lo que predicamos. Es una doctrina muy hermosa, presenta ideales que movería multitudes en la construcción de un mundo nuevo, se predica muy hermoso, pero en la práctica no se ven los frutos. Es una historia antigua y que se renueva constantemente.

Con dos imágenes igualmente impactantes, Cristo pretende sacudir la conciencia de sus discípulos y prevenirlos de caer en esta dicotomía: el disfraz y los frutos.

La imagen más bella y apreciada que conocían los israelitas era la del profeta, era quien hablaba en nombre de Dios, el que estaba cercano a las necesidades del pueblo, el que urgía a discernir los caminos de la verdad y de la justicia. Sin embargo, también esta imagen se puede utilizar como un disfraz de lobo que busca no tanto decir la Palabra de Dios, sino la propia palabra. Apariencia de profeta, que no busca el bien de los necesitados, sino su propio provecho. Utilizando el disfraz de profeta, cuando no es más que un lobo rapaz.

Jesús condena esta actitud y previene a sus discípulos para no caer en ella y también para no ser víctima de estos falsos profetas.

La otra imagen que nos ofrece es la de los frutos, con una insistencia machacona que hasta siete veces aparece en este pasaje la palabra fruto. Y aquí es donde nos debemos detener nosotros sus discípulos.

Ya en el documento de Aparecida, cuando insistía tanto en la congruencia, nos presentaba esa incompatibilidad de países de mayoría cristiana y sin embargo de una injusticia insultante, de unas estructuras de corrupción y de mentiras y de unas diferencias abismales en la posesión de los bienes.

¿Qué frutos estamos dando nosotros? ¿Ha fallado la palabra de Dios? Parece que nos hemos conformado con la apariencia de palabra de Dios y nos hemos quedado con el barniz de cristianos sin vivir a profundidad el Evangelio, sin asumir sus consecuencias.

Cuando se utiliza el evangelio para el provecho de unos cuantos, no se puede dar buenos frutos. Cuando se escuda en el Evangelio para nuestros propios intereses aparecen la corrupción y la injusticia.

La solución no es abandonar a Cristo y a su Evangelio como si no fueran capaces de transformar la sociedad. La solución es tomar en serio el Evangelio, vivirlo en profundidad y adoptar una actitud de conversión, de renovación y un serio compromiso que nos lleve a vivir con coherencia nuestra fe.

Dejémonos hoy cuestionar por este Evangelio. ¿Qué te dice Jesús?

 

Martes de la XII semana del tiempo ordinario

Mt 7, 6. 12-14

¿Qué quiere decir Jesús con la puerta estrecha? ¿Cuál es la puerta por la que debemos entrar? ¿Y por qué Jesús habla de una puerta estrecha?

La imagen de la puerta aparece varias veces en el Evangelio y se remonta a la de la casa, a la del hogar doméstico, donde encontramos seguridad, amor y calor.

Jesús nos dice que hay una puerta que nos hace entrar en la familia de Dios, en el calor de la casa de Dios, de la comunión con Él. Y esa puerta es el mismo Jesús. Él es la puerta. Él es el pasaje para la salvación. Él nos conduce al Padre.

Y la puerta que es Jesús jamás está cerrada, esta puerta jamás está cerrada. Está abierta siempre y a todos sin distinción, sin exclusiones, sin privilegios.

Porque Jesús no excluye a nadie. Alguno quizá pueda decir: «pero Padre, yo estoy excluido, porque soy un gran pecador. He hecho cosas feas. He hecho tantas cosas malas en la vida» No, no estás excluido.

Precisamente por esto eres el preferido. Porque Jesús prefiere al pecador. Siempre, para perdonarlo, para amarlo. Jesús te está esperando para abrazarte, para perdonarte. No tengas miedo. Él te espera. Anímate, ten coraje para entrar por su puerta.

Todos somos invitamos a pasar esta puerta, a atravesar la puerta de la fe, a entrar en su vida, y a hacerlo entrar en nuestra vida, para que Él la transforme, la renueve, le de alegría plena y duradera.

En la actualidad pasamos ante tantas puertas que invitan a entrar prometiendo una felicidad que después, nos damos cuenta que duran un instante. Que se agota en sí misma y que no tiene futuro.

Tenemos que preguntarnos: ¿Por cuál puerta queremos entrar? Y ¿a quién queremos hacer entrar por la puerta de nuestra vida?

No tengamos miedo de atravesar la puerta de la fe en Jesús, de dejarlo entrar cada vez más en nuestra vida, de salir de nuestros egoísmos, de nuestras cerrazones, de nuestras indiferencias hacia los demás. Porque Jesús ilumina nuestra vida con una luz que no se apaga jamás.

A la Virgen María, Puerta del Cielo, le pedimos que nos ayude a pasar la puerta de la fe, a dejar que su Hijo transforme nuestra existencia como ha transformado la suya para llevar a todos la alegría del Evangelio.

Viernes de la XI semana del tiempo ordinario

Mt 6, 19-23 

En este pasaje evangélico, Jesús quiere enseñarnos la manera de cómo debemos actuar en este mundo para ganarnos el cielo, que es con obras que produzcan buen fruto y también purificando nuestro corazón para amarle a Él en vez del mundo y sus placeres.

Las cosas que hagamos en esta tierra deben estar hechas según Dios, siguiendo sus designios y quereres. No es lo mismo hacer una gran obra de caridad o un muy buen servicio a alguien con el mero objeto de aparecer como el hombre más caritativo o servicial ante los demás, a realizar estos mismos actos con la intención de ser visto sólo por Dios sin querer recibir alabanzas o elogios de parte de los hombres sino con la actitud de darle gloria y agradarle con esas acciones.

La pureza de intención es necesaria para que nuestras obras tengan valor ante los ojos de Dios. Y Él nos dará nuestro justo pago por esas buenas acciones. Nada de lo que hagamos quedará sin recompensa. Sea bueno o malo. Y esa recompensa la recibiremos sea aquí en la tierra o en el cielo.

Para obrar así se requiere que nuestro corazón esté atento a las oportunidades que se nos presentan. Es verdad lo que Cristo dice acerca del corazón. Por ejemplo, está el testimonio de muchos santos que pusieron todo su corazón en los bienes del cielo y obraron de acuerdo a ello. Porque el cielo y Dios era su tesoro. Y así ganaron la eterna compañía de Dios porque toda su persona y su corazón estaban fijos en el cielo.

Purifiquemos, pues, nuestro corazón para que Cristo sea nuestro único tesoro por el cual lo demos todo.