Sábado de la IV Semana Ordinaria

1 Re 3, 4-13; Mc 6, 30-34

La oración de Salomón le agradó a Dios porque no era egoísta.  El don que él pedía, aunque fuera para él, era una cualidad que quería utilizar para el bien del pueblo.  Salomón pidió sabiduría práctica para la tarea de gobernar y juzgar al pueblo de Dios.

En el evangelio encontramos una mayor calidad de altruismo.  Cansado por su predicación y su cuidado por el pueblo, Jesús buscó un momento de tranquilidad y reposo en un sitio solitario junto con sus apóstoles.  Pero la gente los vio y lo siguió.  Olvidándose de sí mismo, Jesús inmediatamente dirigió su atención a las necesidades del pueblo.

La liturgia de la Iglesia quiere que tengamos un espíritu generoso, como el de Jesucristo y Salomón.  Está muy bien que presentemos nuestras necesidades personales en la liturgia (que se expresa en la Oración de los fieles), pero después de eso encontramos que la Iglesia en la Misa nos invita a ampliar nuestro horizonte más allá de nuestro mundo individual.

La oración de los fieles, que sigue a la homilía, tiene como objeto hacer nuestras las peticiones por todo el mundo.  Es una clase de oración generosa que, sin excluir las necesidades particulares, refleja la amplitud de espíritu.  Estas oraciones  se hacen al Padre, por medio de Jesucristo, quien «abrió sus brazos en la cruz»  para abrazar a toda la humanidad y derramó su sangre por todos los hombres.  Estas oraciones dan el sentido universal «católico» de nuestra liturgia.  Cuando tengamos intenciones espontáneas, no deben quedar fuera de la preocupación universal.  Por ejemplo alguien recuerda que un pariente suyo va a ser operado.  Su oración puede formularse quizá es esta forma: «Por mi primo que va a ser operado mañana y por todos los enfermos graves.  Roguemos al Señor».

Jesús, en compañía de su antepasado Salomón, es un muy buen ejemplo de cómo debemos orar, sin egoísmo y con generosidad.

La Presentación del Señor

Lc 2, 22-40

En la fiesta de la Presentación del Señor, la primera reflexión está relacionada con las personas que han consagrado sus vidas al servicio de Dios, ya que hoy se celebra la Jornada de la Vida Consagrada. Son unos mensajeros que brindan su mano, acogen y acompañan sin pedir nada a cambio. Son luz para cuantas personas se cruzan con ellos y que van despistadas caminando en medio de la oscuridad de la vida. Se sienten solidarios.

La segunda la encontramos en la lectura de Malaquías, “Yo envío a mi mensajero para que prepare el camino ante mí”. ¿Quién es este misterioso mensajero que precede al Señor preparando su camino? Algunos pensaban que era Elías. En tiempo de Jesús todavía lo estaban esperando y hubo quienes creyeron que ese mensajero anunciado, ese nuevo Elías, era el mismo Jesús.

Ante la pregunta que hizo Jesús a sus discípulos sobre: ¿quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Unos contestaron que Juan el Bautista, otros que Elías; otros que Jeremías o uno de los profetas. Y sigue preguntando Jesús: y vosotros ¿quién decís que soy yo? Simón Pedro fue el único que contestó “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”.

Pero Jesús aplicó esta profecía a Juan el Bautista. “He aquí que yo envío mi mensajero delante de ti, que preparará tu camino por delante de ti”. Y no hay que esperar a nadie más. Jesús es el Señor que ha venido. Él ha entrado en el templo para restaurar el verdadero culto.

El salmo que precede a la lectura es un canto que parece recordar la entrada del arca de la alianza en el santuario de Jerusalén. Una procesión entusiasta acompaña el arca. El Señor, aunque invisible, está presente en ella. Los participantes proclaman el dominio de Dios sobre todo el mundo. Al acercarse al templo se apodera de ellos un profundo respeto hacia la santidad de Dios.

Jesús es el Señor de la Gloria, viene a nosotros: se hace hombre; Jesús, santo e inocente sin mancha, entra en Jerusalén. Salgamos a su encuentro. El que tenga limpio el corazón verá a Dios y el que ame a su hermano está en la luz y Dios está con él.

Luz para alumbrar a las naciones

Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, Jesús es llevado al templo por sus padres para someterse al cumplimiento de la ley de Moisés. En el Evangelio San Lucas da a este hecho una especial importancia. Estamos en la primera manifestación grandiosa de Jesús.

El ambiente está bien preparado, un escenario solemne: el templo santo. Unos personajes justos y ancianos, envejecidos en la espera del cumplimiento de la promesa de Dios: Simeón y Ana, prototipos del pueblo de Israel, fiel a su Señor.

La tensión acumulada durante tantos años de espera comienza a desatarse. Por eso Simeón empieza a cantar: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz: porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo, Israel.”

En este canto de Simeón, San Lucas sigue completando las características de la salvación que anuncia. “La salvación de Dios es universal”. La salvación es luz que da sentido a la vida. El Niño es la Luz en brazos de Simeón. La salvación es gloria para Israel, presencia de Dios en medio de su pueblo.

Al entrar el Niño en el templo, aparece de nuevo la gloria de Yahvé habitando en su casa. Jesús es la presencia nueva y definitiva de Dios en medio de su pueblo. Está presente como Salvador. El Niño acaba de recibir un nombre, Jesús, es decir «Salvador».

Comienza una larga historia de alegrías y de decepciones que llega hasta nuestros días. No cabe la postura de brazos cruzados ante Jesús. La salvación que trae no se impone ni se hereda. Se acoge, libre y personalmente o se rechaza.

¡Para cuántos, todavía hoy, sigue siendo Jesús un escándalo, una bandera discutida, un signo por el que los hombres lucharán entre sí. Es el misterio de Dios que aparece en Cristo y en sus condiciones de vida.

Este Evangelio ilumina a la familia como primera experiencia de la Iglesia y toda nuestra vida de creyente. Se nos presenta la verdadera felicidad, el Encuentro definitivo con Dios.

Como persona y como cristiano ¿Hay luz en mi vida o camino a oscuras?

¿Cuál ha sido mi Encuentro definitivo con Dios? ¿Soy feliz de haberlo encontrado? ¿Por qué? Como cristiano ¿Qué objetivo tengo para el año 

Jueves de la IV Semana Ordinaria

1 Re 2, 1-4. 10-12

La primera lectura nos habla de la muerte: la muerte del rey David.  Los días de David se acercaban a la muerte, porque hasta él, el gran rey, el hombre que precisamente había consolidado el reino, debe morir, porque no es el dueño del tiempo: el tiempo continúa, y él también continúa en otro estilo de tiempo, pero continúa. Está en camino. Además, no somos ni eternos ni efímeros: somos hombres y mujeres en el camino del tiempo, tiempo que empieza y tiempo que acaba. Y esto nos hace pensar que es bueno rezar y pedir la gracia del sentido del tiempo, para no volvernos prisioneros del momento, que siempre está encerrado en sí mismo. Así pues, ante este pasaje del primer libro de los Reyes que relata la muerte de David, quisiera proponer tres ideas: la muerte es un hecho, la muerte es una herencia y la muerte es una memoria.

En primer lugar, la muerte es un hecho: podemos pensar muchas cosas, incluso imaginarnos que somos eternos, pero el hecho llega. Antes o después llega, y es un hecho que nos toca a todos. Porque estamos en camino, no somos ni errantes ni encerrados en un laberinto. No, estamos en camino, y hay que hacerlo. Pero existe la tentación del momento, que se adueña de la vida y te lleva a dar vueltas en ese laberinto egoísta del momento sin futuro, siempre ida y vuelta, ida y vuelta. ¡Pero el camino acaba en la muerte: todos lo sabemos! Por esa razón, la Iglesia siempre ha procurado que pensemos en ese final nuestro: la muerte.

Si yo no soy el dueño del tiempo; hay un dato: moriré. ¿Cuándo? Dios lo sabe. Pero con toda seguridad moriré. Repetir esto ayuda, porque es un dato puramente real que nos salva de la ilusión del momento, de tomarse la vida como una sucesión de momentos que no tiene sentido. En cambio, la realidad es que estoy en camino y debo mirar adelante. Así pues, el tiempo, el hecho: ¡todos moriremos! Al acercarse la muerte, David dice a su hijo: «Yo emprendo el viaje de todos». Y así fue.

La segunda idea es la herencia. Sucede a menudo que cuando, al morir, hay que enfrentarse a una herencia, en seguida llegan los sobrinos a ver cuánto dinero le ha dejado el tío a este, a aquel, al otro. Y esta historia es tan antigua como la historia del mundo. En realidad, lo que cuenta es la herencia del testimonio: ¿qué herencia dejo yo? Volviendo al pasaje bíblico de hoy, ¿qué herencia deja David? David también fue un gran pecador: ¡cometió muchos! Pero fue también un gran arrepentido, hasta llegar a ser un santo, a pesar de las cosas gordas que hizo. Y David es santo precisamente porque la herencia es esa actitud de arrepentirse, de adorar a Dios antes que a uno mismo, de volver a Dios: la herencia del testimonio, del buen ejemplo. Por eso, siempre es oportuno que nos preguntemos: ¿qué herencia dejaré a los míos? Seguramente la herencia material, que es buena, porque es el fruto del trabajo. Pero, ¿qué herencia personal, qué ejemplo dejo? ¿Como la de David, o una vacía? Por eso, a la pregunta “¿qué dejo?” no se debe responder solo señalando las propiedades, sino principalmente el testimonio de la vida.

Es cierto que, si vamos a un velatorio, el muerto siempre “era un santo”, tanto que hay dos sitios para canonizar a la gente: ¡la Plaza de San Pedro y los velatorios, porque siempre “era un santo” y porque ya no será una amenaza! La herencia verdadera es el testimonio de la vida. Es oportuno preguntarse: ¿qué herencia dejo si Dios me llamase hoy? ¿Qué herencia dejaré como testimonio de vida? Es una buena pregunta para hacerse, e irnos preparando, porque todos —ninguno quedará “de reliquia”,—, todos iremos por esa senda, con la cuestión fundamental: ¿Cuál será la herencia que dejaré como testimonio de vida?

La tercera idea —junto al «hecho» y la «herencia»— es «la memoria». Porque también el pensamiento de la muerte es memoria, pero memoria anticipada, memoria hacia atrás. Memoria y también luz en este momento de la vida. Y la pregunta que hacerse es: cuando yo me muera, ¿qué me hubiera gustado hacer en esta decisión que debo tomar hoy, en el modo de vivir hoy? Es una memoria anticipada que ilumina el momento de hoy. Se trata, en definitiva, de iluminar con el hecho de la muerte las decisiones que debo tomar cada día.

Pensar: estoy en camino, y es un hecho que moriré; cuál será la herencia que dejaré y cómo me sirve la luz, la memoria anticipada de la muerte, sobre las decisiones que debo tomar hoy. Una meditación que nos vendrá bien a todos.

La mejor manera de encontrarse dispuesto a vivir bien, es vivir como si se estuviera dispuesto a morir en cualquier momento.

Mc 6, 7-13

El Evangelio debe ser anunciado en pobreza, porque la salvación no es una teología de la prosperidad. Es solamente y nada más que el buen anuncio de liberación llevado a todo oprimido.

Ésta es la misión de la Iglesia: la Iglesia que sana, que cura. Algunas veces, he hablado de la Iglesia como hospital de campo. Es verdad: cuántos heridos hay, cuántos heridos. Cuánta gente necesita que sus heridas sean curadas.

Ésta es la misión de la Iglesia: curar las heridas del corazón, abrir puertas, liberar, decir que Dios es bueno, que Dios perdona todo, que Dios es Padre, que Dios es tierno, que Dios nos espera siempre.

Desviar de la esencialidad de este anuncio abre al riesgo de tergiversar la misión de la Iglesia, por lo cual el compromiso profuso para aliviar las diversas formas de miseria se vacía de la única cosa que cuenta: llevar a Cristo a los pobres, a los ciegos, a los prisioneros.

Cuando olvidamos esta misión, olvidamos la pobreza, olvidamos el celo apostólico y ponemos la esperanza en estos medios, la Iglesia lentamente cae en una ONG y se transforma en una bella organización: potente, pero no evangélica, porque falta aquel espíritu, aquella pobreza, aquella fuerza para curar.

En el Evangelio de hoy, los discípulos vuelven felices de su misión y Jesús los lleva a descansar un poco, pero no les dijo: «pero ustedes son grandes, en la próxima salida organicen mejor las cosas…» Solamente les dice: «Cuando hayan hecho todo lo que deben hacer, díganse a sí mismos: somos siervos inútiles».

Éste es el apóstol. ¿Y cuál sería la gloria más grande para un apóstol? «Ha sido un obrero del Reino, un trabajador del Reino». Ésta es la gloria más grande, porque va en este camino del anuncio de Jesús: va a curar, a custodiar, a proclamar este buen anuncio y este año de gracia. A hacer que el pueblo encuentre al Padre, a llevar la paz al corazón de la gente».

Miércoles de la IV Semana Ordinaria

2 Sam 24, 9-17

David fue sometido a dos pruebas.  El censo, en la mentalidad religiosa de la época, era considerado una impiedad, un acto de orgullo, por atentar contra las prerrogativas de Dios, que era el único digno de conocer y acrecentar el número  de los vivientes.  David sucumbió a esta tentación.

Luego tuvo que escoger entre tres tipos de castigo por su pecado.  Todos afectaban al pueblo más que a él, que era el verdadero culpable.  David optó por el castigo más corto, el de la peste.

Él se reconoció responsable pero confió en el Señor: «… prefiero caer en manos de Dios, que es el Señor de la misericordia, que en manos de los hombres».

Dios, como dice el texto, al ver lo severo del castigo, tuvo compasión y le ordenó al ángel que no continuara.

Mc 6, 1-6

El mensaje del Hijo de Dios, avalado por los hechos prodigiosos que realizaba, se encontró con la incredulidad y el rechazo.  Hoy se nos hace patente esta actitud en sus paisanos.  «¿De dónde le viene esa sabiduría y ese poder?»  «¿No es este el carpintero…?»

Nos encontramos también con los nombres de los hermanos de Jesús.  Ya sabemos que en las lenguas semitas la palabra «hermano» quiere decir parientes muy cercanos.  Además, al pie de la cruz aparece otra María, mamá de estos citados aquí (16,40).

Nos extraña también a nosotros, como a Jesús, la actitud de incredulidad de los paisanos de Jesús, pero debemos recordar la idea que se tenía del Mesías, como alguien de origen misterioso, venido prodigiosamente a instaurar el nuevo reino con poder, majestad y gloria, y esto de plano no concordaba con la figura de Jesús, conocido de todos, pobre como todos.

«No pudo hacer allí ningún milagro…»,  no porque le faltara el poder absoluto de Dios, sino por no encontrar la apertura y disponibilidad para que se estableciera el contacto de salvación.

La actitud de los paisanos de Jesús se puede repetir en nosotros si no tenemos la mirada de fe para reconocer la acción de salvación de Dios en lo cotidiano de nuestra vida, en especial en el prójimo pobre, pequeño o del que hemos recibido algún daño.

Martes de la IV Semana Ordinaria

2 Sam 18, 9-10. 14. 24-25. 30-19,3

El día de ayer mirábamos a David huyendo de la conjura de su hijo Absalón.  Toda la huida estuvo llena de humillaciones (le arrojan piedras y lo maldicen).  Era inevitable un enfrentamiento entre los ejércitos de David y Absalón.  La lucha se dio en el bosque de Efraím.

David había encomendado a sus generales: «traten benignamente, por consideración a mí, al joven Absalón».  El ejército de Absalón fue derrotado con grande mortandad.

Aparecen dos puntos de vista totalmente diferentes.  Los jefes militares de David sólo miran la seguridad del reino y del rey.  En David aparece el punto de vista del padre, y aunque Absalón le ha causado tantas dificultades, el amor supera todas las afrentas y traiciones.

Se va reflejando el amor perdonador del Padre Dios, del Buen Pastor, que se manifestará supremamente en Cristo.

Oímos el llanto lleno de aflicción de David: «Ojalá hubiera muerto yo en tu lugar».

Mc 5, 21-43

Hemos escuchado la narración de dos milagros entrelazados, pero con un tema único: la fe.

Jesús es el Salvador, Sanador, el Dador de la vida nueva, pero siempre exige la fe y la buena voluntad.  Cuando Jesús no encuentra esa fe o cuando se busca sólo el milagro-espectáculo, Jesús no salva.  Cuando encuentra una fe vacilante, Él se encarga de apuntalarla, de fortalecerla: «Si puedes, cúrame», «¿cómo: si puedes?, para el que cree todo es posible.

Cuando encuentra una fe firme, la alaba, la destaca: «Tu fe te ha curado», «no temas, basta que tengas fe»,  escuchamos hoy.

San Marcos nos va delineando el poder salvífico de Jesús en todos los «niveles»: sobre la naturaleza, sobre los «espíritus inmundos», sobre la enfermedad, sobre la muerte.

Oigamos cada uno de nosotros como dichos para cada uno las palabras de Jesús: «No temas, basta que tengas fe».

Lunes de la IV Semana Ordinaria

2 Sam 15, 13-14. 30; 16, 5-13

Se habían producido una serie de dificultades en la familia de David.  Su hijo mayor, Amnón, había sido asesinado por otro de sus hijos Absalón, en venganza de que había abusado de su hermana Tamar.

Después de un período de destierro, Absalón había sido perdonado, pero comenzó a confabularse contra su padre hasta juntar un ejército y atacar al rey.  Esta es la situación en la que se inicia nuestra lectura.

David prefiere la huida al enfrentamiento que derramaría mucha sangre.  Iba subiendo trabajosamente por el camino pedregoso del torrente Cedrón, hacia el monte de los olivos.  Se ha hecho notar que unos mil años después, Jesús también seguirá ese camino.

David es consciente de que está expiando sus pecados.  Su humildad ante el Señor es admirable, su dolor lo convierte en oración: «Tal vez el Señor se apiade de mi aflicción y las maldiciones de hoy me las convierta en bendiciones».

Mc 5, 1-20

El evangelio que acabamos de escuchar puede desconcertar a muchos.  Los psicólogos dirán que no era un endemoniado sino un «psicópata profundo».  Los ecólogos dirán: «qué gran daño al lago, ¡dos mil cerdos en putrefacción!»  y la sociedad protectora de animales y el sindicato de cuidadores de cerdos, etc., etc., todos reaccionan como los gerasenos: «aléjate de nosotros».  Nosotros leámoslo como lo que es, Evangelio-Buena Nueva: Cristo, liberador del mal en lo más radical, salvación para todos, no sólo para los de un pueblo dado; salvación en lo espiritual, en lo moral, en lo social; era un endemoniado, viviendo entre muertos, rechazado y alejado, temido.

Recordemos cómo en otra ocasión el Señor invitó a un joven a seguirlo, a ser su apóstol, y éste no aceptó; misterios de la libertad.  Ahora vemos que el curado pide a Jesús seguirlo, pero Él lo instituye «apóstol laico»: «con tu familia y los tuyos, proclama la misericordia del Señor».  Misterios de la vocación.

En esta Eucaristía estamos recibiendo la vida del mismo Señor vivificante; vayamos luego a dar un testimonio vivo y vital de Él

Sábado de la III Semana Ordinaria

2 Sam 12, 1-7. 10-17

El mismo profeta que había anunciado la permanencia de la descendencia de David, aparece hoy, de parte de Dios, para provocar su arrepentimiento.  Es muy de notar cómo no condena desde fuera, no echa en cara, sino que hace despertar la conciencia del mal con la parábola del rico que mata la única oveja del pobre.  Y una vez despertada la conciencia del mal, el profeta dice: «¡Y ese hombre eres tú!».

De la conciencia de culpabilidad se pasa a la confesión de la falta: «He pecado contra el Señor».

El bellísimo salmo del arrepentimiento, el 50 que hoy recitábamos, lleva como nota introductoria: «de David, cuando después que se hubo unido a Betsabé, vino a encontrarlo el profeta Natán».

«Por tu inmensa compasión y misericordia, Señor, apiádate de mí y olvida mis ofensas.  Lávame de todos mis delitos y purifícame de mis pecados».

«Crea en mí un corazón puro, un espíritu nuevo…»  Hagamos nuestra esta oración.

Mc 4, 35-41

Después de la narración de las cinco parábolas, hoy iniciamos la escucha de cuatro milagros que Marcos pone en el espacio de un día.

Sabemos que el lago de Genesaret, por su especial situación geográfica, las tempestades súbitas no son raras.

Tempestad… en una frágil barca… qué inseguridad… a merced de los elementos… situación incontrolable.  Por esto se comparan las situaciones difíciles, cuando todo se obscurece, cuando no se ve una salida, a una tempestad.  Las habremos experimentado… enfermedad, pobreza, incomprensión, dudas.  Tal vez entonces nuestro grito a Jesús fue como el de los discípulos: «¿No te importa que me hunda?»

La respuesta será la misma que oímos: «¿Por qué tienen tanto miedo?, ¿Qué no tienen fe?»  Nuestra oración puede ser la de aquel enfermo: «Creo Señor, pero ayuda mi fe».

Que ésta sea nuestra plegaria en la Eucaristía que hoy celebramos.

Santos Timoteo y Tito

Mc 4, 26-34

El amor contagia, la pasión por el Evangelio también.  Cómo es importante la relación de las personas.  Al reunirnos con personas que viven el Evangelio, fácilmente podremos también enamorarnos nosotros de la Palabra de Dios.  Al hacernos amigos de los poderosos, de los ricos y de los amantes del dinero, también empezaremos nosotros a tener esas preocupaciones y prioridades.

Jesús utiliza imágenes que para el pueblo son conocidas. Todos habían experimentado la alegría de sembrar. Sembrar es despertar la esperanza aún con los riesgos de un mal tiempo o las adversidades que pueden dañar la planta. Sembrar es querer cambiar el destino y forjar un mundo diferente. Sembrar es tener confianza en la tierra que recibe la semilla.

Si hoy nos fijamos en esta bella imagen descubriremos la gran confianza que nos tiene nuestro Padre Dios que pone en nuestro corazón su Palabra esperando con ilusión que dé fruto. No se fija en si somos buenos o malos, simplemente a todos nos da la oportunidad de recibir esa palabra, hacerla germinar y dar fruto.

Los frutos en el contexto bíblico desde el Primer Testamento, están relacionados directamente con la justicia y la actitud hacia los hermanos. No se puede decir que se recibe y asimila la palabra cuando no produce frutos de comprensión, armonía, reconocimiento y amor por el hermano.

La parábola de este día nos insiste en la necesidad de dar frutos y los obstáculos que se pueden encontrar para hacer germinar esa semilla. Son las dificultades reales del tiempo de Jesús pero también son las dificultades reales de nuestro tiempo: la superficialidad que no permite la entrada al corazón, que se queda por encimita, que aparenta solamente una postura; la inconstancia, la falta de perseverancia, la facilidad con que se cambia de ideales y se dejan los verdaderos valores que sostienen la propia decisión; las preocupaciones de la vida y el excesivo apego al dinero que ahogan y hacen estéril la palabra.

Son problemas actuales que debemos tener muy en cuenta para poder dar fruto.

Finalmente, con un aire de optimismo, nos presenta a quienes dan fruto. La alegría no se cimenta en la cantidad, sino en que se ha dado fruto.

Que hoy sea una ocasión para reflexionar cómo estamos dando fruto y cuáles son las dificultades que tenemos para recibir y hacer vida la palabra.

Pidamos al Señor, que por intercesión de San Timoteo y Tito, nosotros seamos también esos evangelizadores audaces y valientes que el Señor espera de cada uno de nosotros.

La Conversión de san Pablo

Mc 16, 15-18

Recordamos la figura de Pablo de Tarso. Una figura sin detalles precisos como sucede con todos los personajes de aquella época.

Era “ciudadano romano”, pero griego en su personalidad y cultura; se expresaba en griego con corrección y agilidad ya que era la lengua que se hablaba en Tarso.

Y era un fariseo apegado fuertemente a las tradiciones de sus mayores. Y junto a ello podemos decir que era un verdadero «buscador de la verdad». De ahí que fuera un estudioso profundo.

San Pablo es modelo, en muchos sentidos, para el cristiano.  Es el audaz apóstol que no se atemoriza ante las dificultades, es el visionario que abres las posibilidades del Evangelio hasta otras fronteras, es el servidor capaz de llorar por una comunidad o el maestro que regaña y corrige con dolor a sus discípulos. Todo parte del gran acontecimiento que ha vivido: encontrarse con Jesús.  Y su encuentro, que a muchos nos parece maravilloso y espectacular, no debió ser sencillo, sino traumático y trastornante.

Todavía cuando Pablo narra su vida, su educación y su linaje, descubrimos rastros de ese orgullo de ser judío, fariseo, educado a los pies de Gamaliel, orgulloso de su religión. No le importa derramar sangre, no le importa destruir personas.  Por encima de todo está la Ley y su religión.

Cuando cae por tierra, la visión que le produce ceguera, puede ser el descubrimiento más grande, pero le hace cambiar totalmente su vida.  Descubrir a Jesús resucitado, vivo y presente en los hermanos que antes quería matar, viene a cambiar radicalmente su percepción, su vida y sus opciones.  Es una verdadera conversión. Los relatos bíblicos nos lo cuenta en unas cuantas palabras, pero todo el proceso debe ser lento, doloroso y con mucha conciencia.

Convertirse implica dar un cambio total a las decisiones, a los amigos, a las costumbres.  Conversión significa un cambio de mentalidad, una trasmutación de valores, un nacer nuevo por la presencia del Espíritu.  Es el pasar de las tinieblas a la Luz.  No es el cambio con nuevas promesa que nunca se cumplen.  No es el cambio externo de colores y de formas.  Es el cambio interior que nos llevará a una nueva visión.  Es dejar al hombre viejo y convertirse en un hombre nuevo. No son los propósitos fáciles, sino la verdadera transformación interior. Dejarse tocar por Jesús cambia de raíz toda nuestra vida.  En Pablo lo podemos constatar de una manera radical.

¿Cómo es nuestra conversión? ¿En qué ha cambiado nuestra vida en el encuentro con Jesús resucitado? 

San Pablo puede afirmar posteriormente “todo lo puedo en Aquel que me conforta” o bien “para mí la vida es Cristo y todo lo demás lo considero como basura”

¿Nosotros, cómo manifestamos nuestra conversión? ¿Hemos cambiado radicalmente y encontrado al Señor?

Miércoles de la III Semana Ordinaria

2 Sam 7, 4-17

Hemos escuchado uno de los textos más importantes de la Biblia: el oráculo de Natán.

El reino de David se había consolidado.  Había unidad política y paz.  David se había construido un palacio, y se proponía construir un templo para el arca.  Pero la respuesta de Dios ante la proposición de David fue negativa.  Dios había compartido con su pueblo la vida nómada y había habitado siempre en una tienda.  No le correspondía a David el construirle una casa estable, sino que sería Dios el que le daría a David una «casa», es decir, una descendencia más estable que una casa de piedra.  En esta promesa se fundará la esperanza mesiánica de Israel.

Del linaje de David, descenderá el Mesías esperado: Cristo.

Mc 4, 1-20

Hoy hemos iniciado una serie de cinco parábolas de Jesús.

La parábola del sembrador, que tal vez habría que llamar mejor la de las distintas clases de tierra, nos enfrenta a un cuestionamiento: ¿qué clase de tierra soy yo?

Oímos la explicación de Jesús: «El sembrador siembra la Palabra».   La Palabra de Dios es de por sí eficaz, pero la Palabra, como la semilla, para que germine y dé fruto, debe ser recibida.

Los distintos terrenos, la tierra dura, impenetrable, la pedregosa, la llena de maleza, y por fin la tierra buena, y aun ésta con diversas cualidades, normalmente no pueden cambiar, pero las actitudes de recepción que ellas representan sí lo pueden hacer.

¿Abrimos nuestro corazón a la Palabra?  ¿Nos dejamos invadir por  valores, preocupaciones, deseos, que no son conforme a la Palabra?  ¿Estamos dispuestos a que la Palabra produzca en nosotros cada vez más y mejores frutos?