Martes de la XXIV Semana Ordinaria

Lc 7,11-17

El Evangelio de hoy narra el encuentro de Jesús con la viuda de Naim que llora la muerte de su único hijo, mientras lo llevan a la tumba, y nos anima a abrir el corazón a la compasión. El evangelista no dice que Jesús tuvo compasión sino que “al verla el Señor, le dio lástima”, que es como decir “fue víctima de compasión”. Mucha gente acompañaba a aquella mujer, pero Jesús ve su realidad: que se queda sola hoy y hasta el fin de su vida, porque es viuda y ha perdido al único hijo. Es la compasión la que hace entender profundamente la realidad. La compasión te hace ver las cosas como son; es como la lente del corazón: nos hace entender de verdad la dimensión de las cosas.

Muchas veces en los Evangelios Jesús se deja llevar por la compasión. La compasión es el lenguaje de Dios. Fue Dios quien dijo a Moisés “he visto el dolor de mi pueblo” (Ex 3,7); es la compasión de Dios la que envía a Moisés a salvar al pueblo.

Nuestro Dios es un Dios de compasión, y esa compasión es –podemos decir– la debilidad de Dios, pero también su fuerza, lo mejor que nos da: porque fue la compasión la que le movió a enviarnos al Hijo. Es el lenguaje de Dios.

La compasión no es ese sentimiento de pena, que se nota, por ejemplo, cuando se ve morir a un perro en la carretera: “pobrecillo, nos da un poco de pena”. ¡No! Es involucrarse en el problema de los demás, jugarse la vida ahí. El Señor, de hecho, se juega la vida y va allí.

Otro ejemplo es la multiplicación de los panes, cuando Jesús dice a los discípulos que den de comer a la muchedumbre que lo seguía, mientras que ellos querían despedirla. ¡Eran prudentes, los discípulos! Creo que en aquel momento Jesús se enfadó, en su corazón, considerando la respuesta: “Dadles vosotros de comer”. Les invita a hacerse cargo de la gente, sin pensar que tras una jornada así pudieran ir a las aldeas a comprar pan. El Señor, dice el Evangelio, tuvo compasión porque “veía a aquella gente como ovejas sin pastor”. Así pues, por una parte, el gesto de Jesús, la compasión, y por otra la actitud egoísta de los discípulos que buscan una solución sin compromiso, que no se manchan las manos, como diciendo: ¡que esa gente se las apañe!

Si la compasión es el lenguaje de Dios, muchas veces el lenguaje humano es la indiferencia. Una noche de invierno, delante de un restaurante de lujo, una mujer que vive en la calle tiende la mano a otra señora que sale, bien abrigada, del restaurante, y esta señora mira a otra parte. Eso es la indiferencia. Cuántas veces miramos a otra parte, y cerramos la puerta a la compasión. Podemos hacer examen de conciencia: ¿habitualmente mira a otra parte? ¿O dejo que el Espíritu Santo me lleve por la senda de la compasión? Que es una virtud de Dios.

Impresiona también una palabra del Evangelio de hoy cuando Jesús dice a esa madre: “No llores”. Una caricia de compasión. Jesús toca el féretro, diciendo al chico que se levante. Entonces, el joven se sienta y empieza a hablar. “Y Jesús se lo entregó a su madre”. Lo entregó, lo devolvió, lo restituyó: un acto de justicia. Esa palabra se usa en justicia: restituir. La compasión nos lleva por la vía de la verdadera justicia. Siempre hay que restituir a los que tienen cierto derecho, y eso nos salva siempre del egoísmo, de la indiferencia, del encierro en nosotros mismos. Sigamos la Eucaristía de hoy con estas palabras: “El Señor fue presa de gran compasión”. Que Él tenga también compasión de cada uno de nosotros: lo necesitamos.

Lunes de la XXIV Semana Ordinaria

Lc 7, 1-10

El texto se sitúa en la actividad de Jesús en Galilea, en concreto en Cafarnaúm. Hasta ahora, el autor ha presentado a Jesús como profeta, en adelante lo mostrará como salvador a través de una serie de signos, entre los que se encuentra la curación del criado del centurión (7,1-10).

Este oficial del ejército romano tiene un siervo gravemente enfermo y al oír hablar de Jesús, envía un grupo de ancianos de la comunidad judía, para que le pidan la curación de su siervo. Los enviados se convierten en buenos mediadores de la petición del centurión, acreditando ante el Maestro de Nazaret los favores que este pagano ha hecho por el pueblo, especialmente la construcción de la sinagoga.

El Señor se pone en camino, pero el centurión, cayendo en la cuenta de que Jesús al entrar en casa de un pagano quedaría impuro, envía a otro grupo de amigos encargados de expresar su petición reconsiderada. Bastará con que Jesús dé la orden con su palabra para que su siervo quede sanado, pues él como militar conoce el dinamismo de la palabra ordenada a los que están a su cargo. Considera que el poder (exousía) que tiene Jesús sobre la enfermedad puede hacerlo actuar desde cualquier parte, sin que sea necesario ni el contacto físico ni la cercanía; su palabra, por sí misma, es generadora de salud, de salvación.

Jesús, al oírlo, queda admirado ante la mayor confesión de fe que ha escuchado y declara que la fe de este pagano es mayor que la de cualquier israelita. Las palabras del centurión muy pronto pasarán a ser confesión de fe de toda la comunidad cristiana y así han llegado hasta nosotros haciéndolas propias en cada Eucaristía: “Señor, no soy digno/a de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastara para sanarme”. Cuando yo las pronuncio cada domingo, ¿me creo que la Palabra de Jesús es para mí generadora de vida, de salud, de salvación?

Sábado de la XXIII Semana Ordinaria

Lc 6, 43-49

No hay árbol sano que de fruto malo…., un labrador no va a buscar fruto donde no puede darse. También Dios sabrá dónde recoger el fruto de los creyentes. Lucas en su modo de exponer sólo tiene una finalidad: animar a los cristianos a traducir en su vida su relación con Cristo, porque todo se juega en el corazón. El corazón está como paralizado mientras no se escucha y acepta la Palabra de Dios. Por sí mismo el corazón no produce nada bueno, pero los creyentes están llamados a extraer sin cesar el bien del tesoro que hay en su corazón.

El corazón humano se parece a una fuente; la boca es como el caño que emite las palabras del corazón, el valor de las palabras depende de lo que valga el corazón.

¿Por qué me llamáis «Señor, Señor», y no hacéis lo que digo? El «buen» cristiano ha llegado a Jesús, no solamente ha oído su palabra, sino que la ha recibido con todo su ser.

Jesús nos explica a quien se parece éste que escucha sus palabras y las pone por obra: a uno que trabaja duro, que cava y ahonda y pone cimientos sobre roca. Cuando llegue la riada, la avalancha de agua, lo duro de la vida, el ataque frontal, no caerá esa casa destrozada por la violencia del envite.

El que escucha sus palabras y no las pone por obra se parece a un ser que ha perdido todo sentido, horizonte y memoria de lo que es, no tiene cimientos, vive en lo superficial, en el vacío, en lo movedizo, cuando la corriente del río le atrapa, le sucede como a la casa sin cimiento.

Virgen de los Dolores

El pasaje del evangelio de Juan nos muestra a María junto a la cruz de Jesús. La reforma del calendario litúrgico desplazó la celebración de los Dolores, del viernes anterior al domingo de Ramos en la Pasión del Señor, al día siguiente de la celebración de la Exaltación de la Santa Cruz, el 14 de septiembre, queriendo significar de esta manera y fuera del contexto cuaresmal, la vinculación de María con la Pasión redentora.

El evangelista nos remite a  la historia de la Salvación: María está al comienzo de la misma, pronunciando una palabra de aceptación del plan de Dios, mediante la encarnación del Verbo. Y la coloca en forma singular al pie de la cruz, cuando se está consumando la Salvación. Prueba de fidelidad en María, que al mismo tiempo está representando al resto de Israel que aguardaba el cumplimiento de la Promesa. Junto a ella otras dos mujeres: María la de Cleofás y María Magdalena.

San Juan destaca el papel de María mediante las palabras que Jesús pronuncia: Mujer, ahí tienes a tu hijo. La comunidad de la antigua alianza es conducida por el Salvador a integrarse en la Nueva Comunidad, presente en el discípulo que él tanto quería. Se lo muestra y al mismo tiempo señala el papel que le toca desempeñar a partir de esa Hora: ser madre de todos lo que nacerán a una vida nueva por su Muerte y Resurrección.

Al discípulo se dirige Jesús indicándole que ella es su madre. El nuevo Israel nace del antiguo como cumplimiento de la Promesa hecha a Abrahán. María ha cantado la fidelidad de Dios en favor de los Padres y ha señalado las obras grandes que ha realizado. El momento del Calvario lo es de muerte y vida.

Termina el pasaje indicando: “Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa.” En esta Comunidad, nacida del costado de Cristo, dormido en la Cruz, como nuevo Adán, se integra el pueblo de la Antigua Alianza. En ella encuentra el cumplimento de todo lo que esperaban.

La Iglesia asociada con María a la Pasión 

Pedimos a Dios, en la oración colecta de este día: “Haz que la Iglesia, asociándose con María a la Pasión de Cristo, merezca participar de su resurrección.” La Iglesia en su totalidad y en ella cada uno en particular, vive su existencia personal unido a Jesucristo. Todas las dificultades, sufrimientos y esfuerzos cobran un sentido nuevo a partir de la unión con la muerte y resurrección de Jesucristo.

No se trata de diluir el sufrimiento, sino de descubrir y vivir como experiencia de salvación, todos los momentos de dolor que traspasan la vida del ser humano. En la medida que se asocia cada uno a la Pasión, se descubre un sentido nuevo. Se sufre de otra manera. Se toma conciencia de cómo se encierra en la entraña misma del amor, como entrega de sí mismo, el sufrimiento en favor del otro. Es lo vivido por Jesús y por María asociada a él en todo momento.

¿Qué sentido tiene el sufrimiento en la propia vida? ¿Cómo acompañar al otro en sus sufrimientos?

LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ

Jn 3, 13-17

Leemos este capítulo del libro de los Números y parece que esté escrito para estos días. También ahora tendemos a hablar mal de Dios y de sus enviados porque las serpientes del momento: pandemias, epidemias, hambre, desastres naturales o provocados, etc., nos están mordiendo constantemente, o al menos nos sentimos mordidos.

Cuando tenemos la vida discurriendo a nuestro alrededor, llegamos a cansarnos de lo que tenemos y nos quejamos. La monotonía, el tener las necesidades inmediatas cubiertas, termina siendo motivo de hastío y nos quejamos de Dios. No es que acudamos a Dios para quejarnos, sino que vamos hablando mal de él, acudimos al rumor insidioso esperando que la queja llegue a sus oídos, pero que él no llegue a identificarnos como los protestantes. Nos da miedo porque puede enfadarse.

Hoy nos quejamos porque los cambios climáticos nos están castigando fuertemente. Reclamamos a Dios porque el calor veraniego no llega, porque el calor que ha llegado nos ahoga o porque no hace ni frío ni calor y la monotonía nos aburre y necesitamos protestar por algo. Todo menos reconocer nuestra aportación a este estado de cosas, No se nos ocurre cerrar una calefacción innecesaria, nos resistimos a cerrar el grifo y derrochamos agua sin cesar. Así hacemos con tantas cosas que sería interminable relacionar.

Dios sigue ahí. En el relato de hoy se enciende su ira y castiga al pueblo, pero enseguida manda el remedio. Creo que Dios nos está avisando para que cesemos de destruir una naturaleza que nos dio para que la mejoráramos, o al menos mantuviéramos. Nos bastaría mirar el estandarte, la gran serpiente de la ambición, del odio, de la envidia, del orgullo y la prepotencia para reconocer nuestro pecado y corregirlo y sanar. Pero, ¿lo hacemos así?

… ¡Pues no! Preferimos mirar a la Cruz de Cristo y pedirle que nos libre de los males, -pero que lo haga él, que no nos moleste en nuestra acomodada vida-, en lugar de ponernos manos a la obra y quitar del medio en que nos movemos, tantas serpientes venenosas que estamos criando y terminarán acabando con nuestra salud y nuestra propia vida.

«No envió al Hijo para juzgar, sino para salvar»

Parece que nos cuesta un poco ver a Jesús como salvador. Estamos, algunos, tan imbuidos de nuestra posesión de la verdad, que somos capaces de juzgar y condenar sin medias tintas. El diálogo con Nicodemo se nos empieza a borrar en los últimos versículos y olvidamos que Dios no envió al Hijo para condenar, sino todo lo contrario. Nosotros salvamos y condenamos de acuerdo con nuestros criterios, nuestras ideas o –peor aún- nuestros prejuicios. Todo menos ver con claridad el mensaje de esperanza salvadora, ¡para todos! de Cristo.

Un dramaturgo de nuestro romanticismo dice una frase que podría darnos alguna idea, pero como está al final y ya queremos aplaudir y marchar, no atendemos. Dice Zorrilla por boca de Dña. Inés a Don Juan que basta para salvarse “un punto de contrición a la puerta de la tumba”.

Somos propicios a mandar al infierno a todos los seres humanos que vamos encontrando a lo largo de nuestra vida. Siempre, bueno, casi siempre, encontramos en nosotros mismos el molde para medir y pesar a los demás. Nos miramos a nosotros mismos y, claro, la serpiente de la intolerancia nos muerde y no somos capaces de ver la cruz salvadora revelándose en lo alto. Somos incapaces de ver la cruz como puente de enlace y la miramos como frontera que pocos podremos cruzar. Pensamos que solo los santos tendremos opciones a pasar.

Cristo, el Salvador colgado del madero no está ahí para otra cosa que para salvar. De ninguna manera está para condenar. Tiene los brazos abiertos para abrazar, no para amenazar. A nosotros corresponde verlo y transmitirlo así, predicar que Cristo es vida y salud, no piedra de condenación. Dejemos al Dios juzgador y castigador inmisericorde, que no existe, y veamos siempre al Dios que nos ama y busca nuestra compañía, nuestra salvación y es la fuente del amor que nosotros debemos vivir y repartir/compartir con la creación entera.

Miércoles de la XXIII Semana Ordinaria

Lc 6, 20-26

San Lucas resume en este apartado de su evangelio el sermón de las bienaventuranzas.

Hay páginas del Evangelio, que quizá porque las hemos escuchado muchas veces, ya no nos dicen nada ni nos provocan escándalo.

La carta de presentación y el programa de Jesús, resulta escandaloso no solo para aquel tiempo, sino sobre todo en nuestros días. Decir que la felicidad se encuentra en la pobreza y que los pobres y olvidados son los protagonistas de la construcción de su Reino, todavía nos debería de causar escándalo si lo tomamos en serio. El problema es que lo hemos endulzado y lo hemos envuelto en palabras bonitas que después en la práctica quedan sin ser efectivas.

Las Bienaventuranzas son palabras revolucionarias, tanto en la forma como las presenta San Mateo, como en la redacción de San Lucas. Quizás nos suenen más fuertes en esta presentación, porque nos habla de los pobres sin ningún adjetivo, sin decir pobres de espíritu, y porque además, el camino que va siguiendo San Lucas está lleno de alusiones a estos pobres, qué son los verdaderos protagonistas, los desheredados, los despreciados, a los que Jesús desde su discurso en la sinagoga se refiere. Para ellos es su Evangelio, su Buena Nueva.

Cuando nos sorprendemos por este mundo de avances y tecnología, de gran producción y mucho comercio, nos dejamos encandilar y quedan en la oscuridad los millones de pobres y necesitados.

Las palabras de Jesús hoy se hacen más presentes que nunca y nos están reclamando que hemos olvidado los verdaderos valores del Reino y, sin necesidad de castigos divinos, estamos sufriendo las consecuencias al poner la esperanza y la felicidad en los bienes que nos propone el mundo.

Hoy, frente a toda la violencia y corrupción, que manifiestan dónde hemos puesto el corazón, sería muy conveniente, urgente, que dejemos penetrar en nuestro corazón una a una las bienaventuranzas y también los ayes que nos propone Jesús.

Dichosos los pobres, ay de los ricos; dichosos los que tienen hambre, ay de los que se hartan. Dichosos. Que penetren  profundamente estas palabras y descubramos dónde está la raíz de este mundo de injusticias y locuras que nos están llevando a la destrucción.

Las palabras de Jesús son ahora muy actuales. Palabras sencillas pero prácticas para todos, porque el cristianismo es una religión práctica: no para pensarla sino para practicarla.

DULCE NOMBRE DE MARIA

Lc 6, 12-19

Jesús nos llama también a nosotros personalmente. Igual que en su día se rodeó de los Doce, más cercanos, para que le acompañaran en su misión pastoral y fueran testigos directos de su misión, ahora nos escoge a nosotros. Como los discípulos de Colosas, también nosotros recibimos la fe en Jesús, y estamos arraigados por el bautismo en la salvación que nos han enseñado. Como los Apóstoles, también nosotros debemos permanecer abiertos al mensaje de salvación que Jesús trajo a este mundo. Porque el Espíritu que iluminó e inspiró el coraje y la valentía de los Apóstoles para transmitir a todo el mundo la salvación de Jesús, ese mismo Espíritu vive en nuestra iglesia y en nosotros, y anima nuestra fe para que sea contagiosa y veraz.

La gente venía de lejos, de diferentes lugares, a escuchar y ser curados por Jesús, porque salía de Él una fuerza que renovaba y sanaba sus cuerpos y sus corazones, nos cuenta el evangelista Lucas. Este es el mensaje que nos enseña este evangelio. Jesús ora al Padre y se rodea de unos elegidos que le acompañen y recojan su misión de anunciar el Reino.

Nosotros también, en oración, retiro y encuentro con Jesús, recogemos la misión que Dios quiere para nosotros de extender el mensaje de salvación y la construcción del Reino de Dios en nuestra sociedad. Porque hemos conocido y creído que por Jesús llega la salvación, que el Reino de Dios significa dignificar nuestras vidas en una dinámica de amor y compasión con los desfavorecidos, enfermos y necesitados de la tierra, tal como Jesús actuó en su transitar humano, así cumplimos el compromiso que significa nuestra fe con el evangelio de Jesús. Hacer Iglesia, crear un verdadero Pueblo de Dios, fermento de Dios en medio de la humanidad. Y como dice el Papa Francisco, crear el ámbito, el “lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado, y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio”.

¡Sintamos el cariño y el cobijo que Dios nos da para realizar la misión que Jesús nos ha encomendado: construir su Reino de salvación, paz y amor!

Lunes de la XXIII Semana Ordinaria

Lc 6, 6-11

Más allá del milagro y el reto a los fariseos, Jesús muestra que es la Ley y tiene el poder. Su ley es la misericordia y su poder es hacer el bien. Y eso es lo que Dios quiere, su voluntad.

Las acciones de Jesús ponen de manifiesto qué es lo importante y cuál es el criterio principal en cualquier situación, y también sus efectos: Lo importante es la persona, “levántate y ponte ahí en medio”. Y aquel que está en la posición más marginal, queda en el centro. El humilde es enaltecido. Quizás ni los fariseos ni los escribas se habían percatado de su presencia, quién sabe qué pecado le había causado su desgracia. La ley es importante, sí, pero estará siempre para salvar y proteger la vida, el ser humano y todo lo creado. El mayor ejercicio de autoridad no está en excluir, condenar o expulsar, sino en curar, amparar y liberar. Puede parecer evidente, pero si somos sinceros, descubriremos cómo nos autoengañamos personal y socialmente con muchas justificaciones a injusticias, abusos y atrocidades en nombre de legalidades ciegas, beneficios e intereses particulares, tradiciones o ideologías, prejuicios.

El criterio principal es el bien, “¿Qué está permitido en sábado? ¿hacer el bien o el mal, salvar una vida o destruirla?”. Claro que se retorcían de cólera sus detractores, porque les puso en evidencia. ¿Queréis ley…? Ahí la tenéis, la principal ley es hacer el bien y ni el sábado con sus mil preceptos está contra ello. Ellos eran los que estaban atentando contra la misma ley planificando la muerte de una persona y buscando hacerle mal. Los argumentos y las decisiones son sencillas cuando tenemos criterios bien claros. Es cuestión de hacerse las preguntas adecuadas y ser honestos.

Las consecuencias de hacer el bien son esos pequeños y grandes milagros que sanan, liberan, recobran la dignidad humana…, y también alumbran oscuridades y destapan maldades. El hombre con la mano paralizada confió e hizo lo que Jesús le decía, y quedó curado. Aquellos otros que maquinaban el mal, tenían el corazón y la conciencia paralizados, pero no fueron capaces de extender su brazo, con el corazón en la mano, y dejarse curar. Se quedaron “ciegos de cólera”, con sus malas intenciones, alejados más que nunca de esa ley que supuestamente pretendían defender.

Busquemos cuáles son nuestras parálisis y dejémonos curar por Jesús, porque somos llamados a anunciar el Evangelio y hacer el bien, y para ello es necesario dejarse tocar por la misericordia de Dios.

Sábado de la XXII Semana Ordinaria

Lc 6, 1-5

El evangelista Lucas nos presenta este pasaje de la vida de Jesús, el Señor.

Pienso que la frase principal se encuentra en el versículo 5: “El hijo del hombre es Señor del Sábado”.

El descanso sabático era un precepto de institución divina, en que el fiel judío, no solo descansaba, sino que dedicaba cada instante a la gloria y alabanza del Dios de Israel. Pero no se hizo el hombre para el sábado sino el sábado para el hombre. Dios no quería imponer un yugo cruel sobre su pueblo. Sin embargo, a través del tiempo, los sacerdotes y escribas, habían envuelto este precepto en una maraña casuística y legal. No se podía hacer nada que no estuviera permitido. No se podía curar en sábado, no se podía desgranar unas espigas y comerlas si se tenía hambre. Primero, y ante todo, se debía aplicar la ley creada por los hombres sobre sus hermanos. No contaba la inocencia ni el hambre ni la enfermedad del ser humano, porque en cualquier momento se oía la pregunta: “¿Por qué hacéis en sábado lo que no está permitido?”.

Jesucristo es el Señor del Sábado, el único que puede interpretar adecuadamente, según el Espíritu del Padre lo que sí se puede hacer sin ofender a Dios. Él busca la libertad, la dignidad del ser humano, porque lo ama infinitamente, y con su muerte y resurrección lo ha hecho Hijo de Dios.

Jesucristo es el Señor del Sábado, lo que implica una afirmación de fe cristológica. Él no critica ni condena, porque nos ama, hasta el extremo. ¡Imitando esta actitud del Maestro, este amor que disculpa, que comprende y socorre, que es misericordia, los cristianos sí estaremos indisolublemente unidos a Él y seremos testigos de su amor, irreprochables en su Presencia,… para siempre!

LA NATIVIDAD DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

Mt 1, 1-16. 18-23
Hoy conmemoramos el nacimiento de una niña judía, María, que fue elegida por Dios para ser la Madre de Jesús.

Algunas personas se sorprenden de lo poco que nos cuentan los evangelios de María. Todos desearíamos saber más de ella, conocer más detalles de cómo fue su vida, cómo vivió la presencia de Jesús. Muchas de las historias que se cuentan de ella, tienen su origen en evangelios apócrifos, no aprobados por la Iglesia como revelados. Lo que nos manifiestan los evangelios canónicos, nos muestran de María que es una presencia discreta. Esa cierta penumbra de su presencia, está justificada porque los evangelistas tienen como objetivo anunciar a Jesucristo, manifestar su condición de Hijo de Dios y los signos que muestran esa condición.

Lo poco que nos cuentan los evangelios es suficiente para ver determinadas actitudes que nos hablan de sensibilidad: las bodas de Caná, la visita a su prima, embarazada de seis meses. El guardar en su corazón lo que escuchaba a su Hijo, guardándolo todo en su interior, seguramente para ir descubriendo la grandeza de quien las había pronunciado y ver la realidad por los ojos de Aquel. Una mujer que sufrió al escuchar las cosas que se decían de Él. Había muchos que alababan a Jesús por el mensaje tan humano que transmitía de Dios, pero también percibía cómo los importantes del pueblo lo despreciaban y lo acechaban a ver si podían sorprenderlo en algún fallo y poder tener motivos para acusarlo ante las autoridades. Todos sabemos que, aparentemente triunfaron en su intento. Solo aparentemente. Jesús sigue vivo.

El nacimiento de María fue anuncio de que la salvación estaba cerca. Con ella se cumplían lo que de antiguo había sido anunciado por los profetas. El texto de hoy nos habla del nacimiento de Jesús, pero de trasfondo nos habla de José y María. Personas confiadas en Dios que aceptan, con sorpresa, este hecho único en la historia: recibir en el seno de su familia el nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios. Tan humano como el de cualquier niño y tan trascendente y sobrenatural, como es el nacimiento del Mesías prometido.

Hoy la Iglesia, como una gran familia, se congrega para celebrar, festejar y agasajar a María. Un día propicio para dar gracias a Dios por el nacimiento de la Madre de su Hijo y, por ello, Madre nuestra.

Hoy podemos reflexionar que, lo mismo que acompañó a Jesús en su paso por la tierra, sigue acompañándonos a los seguidores de su Hijo porque es Madre de todos.

Buen día para honrar a María, homenajearla como homenajeamos a nuestra madre cuando conmemoramos su cumpleaños. Buen día para cuestionarnos qué significa María en nuestra vida. Hasta qué punto la sentimos Madre y nos sentimos acompañados siempre de su presencia.

María tiene hoy un protagonismo especial. Démoselo recordando el día en que ella vino al mundo y fue escogida por Dios para ocupar un lugar especial en la historia de la salvación.