Viernes de la IV semana de Pascua

Jn 14, 1-6

San Juan tiene la virtud de acercarnos a Jesús, presentarlo muy humano pero al mismo tiempo nos lanza a profundidades y a alturas que nos parecen sublimes, inalcanzables. Hoy aparece así Jesús: muy cercano a sus discípulos, comprendiendo y compartiendo sus temores, mirando sus miedos y tratando de animarlos: «No perdáis la paz». 

Quizá los discípulos le podían decir que cómo no perder la paz si están sintiendo las persecuciones, si tienen desconfianzas entre ellos mismos, si luchan por los primeros lugares, si no logran ponerse de acuerdo. Sin embargo, Cristo, que conoce todos estos rincones de la miseria humana les dice: “no perdáis la paz”, y la razón que les da para no perderla es que deben saber en quién han puesto su confianza. 

Hoy, también nosotros, nos vemos tentados a sumergirnos en las dudas, en los reclamos, en las discusiones y desalientos, sobre todo cuando comprobamos que como Iglesia y como seguidores no somos lo que Jesús espera de nosotros, y entonces también a cada uno de nosotros nos habla Jesús y nos dice al corazón “no perdáis la paz”, y no la perdáis frente a los enemigos externos que con violencia nos atacan, que buscan los pequeños fallos de la Iglesia, que están atentos a criticar y a destruir. Pero tampoco la perdáis ante los fallos internos que muchas veces provocan peores decepciones. 

No perdáis la paz cuando se tiene que luchar por la justicia en un mundo lleno de injusticias y que parecería que vence la violencia; ni tampoco la perdáis cuando nos veamos tentados por la ambición, por el poder o por el placer. Y la única razón para no perder la paz es que Jesús es el Camino, la Verdad y la Vida, que Jesús es el único que nos lleva a la verdad que nos da una nueva vida, que cuando ponemos la confianza en otro, en otras cosas, en nuestros ideales, en nuestras fuerzas, podemos equivocar el camino y extraviarnos. Si lo seguimos a Él tendremos la verdadera vida. 

Hoy, en medio de este mundo de violencia, de inseguridad, de dificultades internas y externas, contemplemos a Jesús, sigámoslo como el único camino seguro y dejemos que hable a nuestro corazón.  “no perdáis, no perdáis la paz”

Jueves de la IV semana de Pascua

Jn 13, 16-20

La verdadera felicidad se encuentra en el servicio a los demás y en la humildad, en no pensar que uno es mayor que los otros a pesar de nuestro puesto (sea en la casa, en la oficina, en el gobierno). 

Para Jesús el servicio es de vital importancia, a tal grado que lo pone como un motivo de dicha y felicidad. Jesús sirvió no fue esclavo, Jesús, libremente, hizo de toda su vida un verdadero servicio, esta es su enseñanza. 

Cuándo lava los pies a sus discípulos, no es solo un gesto externo, si no es la expresión de su actitud más íntima, viene a enviar a servir y a purificar, no en el sentido de quién es perfecto y está para regañar o corregir a los demás, si no en el sentido del hermano quién es capaz de limpiar las inmundicias de quien ha caído en el pecado y en la suciedad. 

Servir sobre todo al más débil y pecador fue la misión de Jesús y la cumplió a carta cabal hasta dar la vida. 

Jesús nos dice algo muy importante:» no temáis la traición pues debéis saber en cuanto esto suceda yo Soy». Jesús retoma las mismas palabras que Dios le dijo a Moisés cuando el pueblo vivía en esclavitud. 

Yo soy es el nombre del Dios liberador qué saco con poder al pueblo que gemía bajo la opresión de la esclavitud. De la esclavitud el pueblo pasó a la libertad y aprendió que servir en la libertad es la dignidad de la verdadera persona. 

Yo soy es el nombre de Dios que acompaña a su pueblo en el peregrinar por el desierto y que lo sirve en los momentos de dudas y tragedias. 

Yo soy es también el nombre que toma Jesús para decirnos que también Él, como su padre, ahora nos acompañan por el desierto de la vida, de las dificultades. Es Dios con nosotros, es quien anda los mismos senderos, es quien nos lleva de la esclavitud al servicio. 

¿Cómo vivimos la presencia de Jesús en nuestras vidas? ¿Cómo hacemos presente a Jesús con nuestro servicio? 

Señor, que sepamos servir y dar vida tal como lo haces Tú, que queremos parecernos a Ti en el servicio.

Miércoles de la IV semana de Pascua

Jn 12,44-50

Ahora hay luces potentes que nos ciegan y deslumbran, en tiempos de Jesús las luces eran mucho más débiles, pero mucho más necesarias. Ahora nos hemos acostumbrado a las luces artificiales y vivimos mucho más tiempo  alumbrados por ellas que por la luz natural. Quizás por eso mismo no le damos importancia. Pero el día que por cualquier motivo se “ha ido la luz”, nos sentimos inútiles, pues casi nada puede funcionar: ordenadores, aparatos, cocina, teléfonos, motores, nos sentimos perdidos. 

Quizás esto nos ayude a entender porque Cristo nos dice que Él es la luz y que ha venido para que todo el que crea en Él no viva en tinieblas. Sin Él nada podemos hacer. La luz manifiesta las obras. 

Cuando caminamos en la oscuridad tropezamos con todos los objetos y nos produce temor. Cuando caminamos en la luz, aunque haya los mismos o peores obstáculos, podemos esquivarlos sin tropezar. Con Cristo podemos caminar y avanzar a pesar de que haya problemas y dificultades. Con Cristo no tememos aunque estemos amenazados. Claro que hay quien prefiere vivir en las tinieblas. 

Al amparo de la oscuridad se dice la mentira, se roba, se engaña, se vive una vida falsa y doble. La luz viene a descubrir todas estas falsedades y descubre a quien hace el mal o vive en la mentira. No es que la luz condene, sino que la luz pone en evidencia a quien hace el mal. 

La luz fortalece, esclarece y ayuda, pero necesitamos dejarnos iluminar. Hoy pensemos en Cristo como luz que nos ilumina a cada uno de nosotros. Donde quiera que este día vayamos sintamos ese resplandor que nos acompaña, que nos ilumina y que nos hace discernir lo bueno de lo malo, lo que ayuda, une y fortalece. ¡Que Cristo sea verdaderamente nuestra luz! 

Martes de la IV semana de Pascua

Jn 10, 22-30

La pregunta que hacen los judíos a Jesús parece brotar del extremo del cinismo. No quieren creer en Jesús y buscan pretextos para acusarlo en lugar de buscar la verdad para creer en Él. La respuesta de Jesús, los remite a sus obras: a todo lo que ha dicho y ha hecho delante de ellos y de todo el pueblo. 

¿Cuáles son sus obras? No es solamente dar de comer, si no hacer comer a las personas con dignidad; no solamente es defender a una mujer de los abusadores, sino hacerla que se levante y que se reintegre; no es solamente devolver la vista a un ciego, sino enseñarle el camino de la luz. Son muchas las obras de Jesús y todas van encaminadas a dar plenitud de vida y dignidad a las personas. 

Hoy debería de ser igual el testimonio que diéramos sus discípulos, no solamente en palabras, no en ayudas externas, no en gestos lastimeros por los más débiles, sino en una verdadera transformación de nuestro mundo y de sus estructuras. 

La razón y la finalidad de las obras de Jesús las expresa en el Evangelio de hoy: “porque el Padre y yo somos uno solo”.  Es la última razón de todo el actuar de Jesús y debería de ser la razón de actuar de nosotros los cristianos, porque tenemos un solo Padre, porque nos unimos a Jesús nuestro hermano, porque estamos guiados por un mismo Espíritu. 

Las otras razones humanitarias o sociales son muy válidas también y nos unimos a todos aquellos que luchan para que todos los hombres vivan como hermanos. Pero nuestra verdadera fortaleza está en el amor que Dios nuestro Padre nos tiene y ésta es la razón que mantiene y da vida a nuestro actuar. 

Buscamos la vida eterna, que de ningún modo es olvidarnos del presente, sino que es entrar desde ahora en el misterio de amor del Padre que nos transforma y que nos une a Jesús. 

Las obras de Jesús nunca fueron alienantes, nunca se desentienden del dolor presente en el pobre, muy por el contrario, anuncia y hace presente aquí y ahora el Reino de Dios. Todas sus obras devuelven la verdadera dignidad a cada persona que se encuentra con Jesús. 

Ahora, debemos preguntarnos cada uno de nosotros: ¿cuáles son las obras que dan testimonio de nuestro ser de discípulos?

Lunes de la IV semana de Pascua

Hech 11, 1-18; Jn 10, 1-10

Ayer reflexionábamos una parte del mismo discurso de este día, donde Cristo se presenta como el pastor. 

San Juan al explicar y aplicar esta comparación nos presenta a Cristo en muy diferentes aspectos en torno a esta poética y bella figura. Pero además de bella es muy exigente. 

Hoy sobre todo insiste en llamarle “puerta”. Una puerta es para proteger, para entrar, para salir, pero también una puerta es para discernir quién puede entrar y quién se queda afuera, quién es benéfico para el rebaño y quién es perjudicial. 

Nosotros ya no estamos tan acostumbrados en nuestras culturas citadinas a tener la experiencia de rebaño, pero sí estamos muy acostumbrados a vivir la experiencia de las puertas: puertas que se abren o se cierran; puertas que son comunicación y puertas que son obstáculos; puertas que dan vida y puertas que encierran egoísmo. 

Si Cristo se llama a sí mismo la puerta es porque Él sabe abrir los caminos y enseñarnos la relación que podemos tener con Dios nuestro Padre. Es “la puerta de acceso” que nos manifiesta el gran amor que nos tiene, es la puerta de diálogo que se establece en términos humanos entre Dios y las personas; es la puerta que se abre para la salvación y la vida. Pero también Cristo dice que es la puerta y que quien quiera dar y recibir vida debe pasar a través de Él. Los que no entran por Él, los que no siguen su camino, los asaltantes, sólo viene a dañar y a perjudicar las ovejas. 

La puerta que nos muestra Jesús es la del servicio, quienes entran por la puerta del interés, del negocio, de propio provecho, no pueden dar vida a las ovejas. Todos nosotros de alguna manera somos tanto pastores como puertas para los demás. Tendremos que reflexionar en este día si estamos dando vida y salud verdadera a quienes viven a nuestro lado o si nos aprovechamos de ellos. Padres, maestros, sacerdotes, responsables de grupos o comunidades, tendremos que hacer una revisión si nos parecemos a Jesús buen pastor.

Jueves de la III semana de Pascua

Jn 6,44-51

Nada hay tan terrible como la muerte, es uno de los miedos que atenazan al hombre, mientras él busca olvidarse de que un día llegará el fin de su existencia. El hombre quisiera perdurar más allá de los límites que nos imponen los espacios del tiempo y del lugar. Hoy encontramos este anhelo frustrado de los grandes hombres del Antiguo Testamento, que los judíos miran como modelos. Sin embargo, murieron y no quedan huellas de ellos. 

Jesús, por el contrario, habla de inmortalidad, de vida eterna y plena, pero no se trata de una evasión de la vida terrena o un desprecio al cuerpo, sino de darles su verdadera dimensión. 

No podemos olvidarnos de la realidad temporal como si fuéramos Ángeles y despreciáramos el cuerpo, pero tampoco podemos anclarnos y quedar esclavizados a una realidad temporal y material. 

Jesús nos enseña el camino de la fe, ofreciéndose Él mismo como el verdadero pan que ha bajado del cielo. Jesús se nos propone Él mismo como el único camino que nos puede dar esa vida plena, pero nos dice que es un regalo que nos ofrece Dios Padre. 

A veces queremos prolongar la vida con alimentos especiales, con dietas integrales, con vitaminas y refuerzos especiales que prolongue la vida, pero nos olvidamos de vivir cada momento en plenitud y con plena identificación con Jesús. 

Entonces, aunque prolonguemos nuestra vida, si no es una vida vivida en plenitud y armonía con Jesús, con nosotros mismos y con los demás, parecería como una especie de vida vegetativa. Y el verdadero discípulo de Jesús no puede vivir en ese estado vegetativo sino en constante relación. 

La imagen de Jesús como pan está llena de implicaciones para el discípulo, pues al mismo tiempo que nos hace entrar en una relación íntima con Él, también nos lanza a una relación de pan compartido para los demás. 

Los discípulos de Jesús debemos vivir como pan que comparte amor y vitalidad, sobre todo con los que más sufren en nuestra sociedad. Al dar vida, también nosotros prolongamos la propia vida. 

Tenemos hambre, hambre de Dios. Necesitamos el pan de vida eterna. Quizás hemos probado otros “banquetes” y hemos descubierto que no sacian nuestro deseo plenamente. Pero Cristo se revela como el alimento que necesitamos, el único que puede colmar nuestras necesidades y darnos la fuerza para el camino. 

Contemplemos a Jesús como pan que nos ofrece la resurrección, que vence la muerte y que nos da vida plena.

Miércoles de la III semana de Pascua

Jn 6,35-40

La obediencia a la voluntad de Dios es la senda de Jesús, que comienza con esto: «Vengo para hacer la voluntad de Dios».

Y es también el camino de la santidad, del cristiano, porque fue precisamente el camino de nuestra justificación: que Dios, el proyecto de Dios, se realice, que la salvación de Dios se realice. Al contrario de lo que sucedió en el Paraíso terrestre con la no-obediencia de Adán: la desobediencia, que trajo el mal a toda la humanidad.

En efecto, también los pecados son actos de no obedecer a Dios, de no hacer la voluntad de Dios. En cambio, el Señor nos enseña que este es el camino, no existe otro.

Un camino que comienza con Jesús, en el cielo, en la voluntad de obedecer al Padre, y en la tierra comienza con la Virgen, en el momento en que ella dice al ángel: «Que se cumpla en mí lo que tú has dicho». (cf. Lc 1, 38), es decir, que se cumpla la voluntad de Dios. Y con ese SÍ a Dios, el Señor comenzó su itinerario entre nosotros.

Sin embargo, ni siquiera para Jesús fue fácil. «El diablo, en el desierto, en las tentaciones, le hizo ver otros caminos», pero no se trataba de la voluntad del Padre y Él lo rechazó.

Lo mismo sucedió cuando a Jesús no lo comprendieron y lo abandonaron; muchos discípulos se marcharon porque no entendían cómo es la voluntad del Padre, mientras que Jesús sigue cumpliendo esta voluntad.

Una fidelidad que vuelve también en las palabras: «Padre, que se cumpla tu voluntad», pronunciadas antes del juicio, la noche que rezaba en el huerto pidió a Dios que aleje este cáliz, esta cruz. Jesús sufre, sufre mucho. Pero dice: que se cumpla tu voluntad.

Ante todo pedir la gracia, rezar y pedir la gracia de querer hacer la voluntad de Dios. Esto es una gracia.

Sucesivamente hay que preguntarse también:«¿Pido que el Señor me done el querer hacer su voluntad? ¿O busco componendas, porque tengo miedo de la voluntad de Dios?».

Además, hay que rezar para conocer la voluntad de Dios para mí y para mi vida, acerca de la decisión que debo tomar ahora, sobre la forma de gestionar las situaciones.

Que el Señor nos dé la gracia a todos para que un día pueda decir de nosotros lo que dijo de ese grupo, de esa multitud que lo seguía, los que estaban sentados a su alrededor: «He aquí a mi madre y a mis hermanos. Porque quien cumple la voluntad de Dios, ese es para mí hermano, hermana y madre».

Hacer la voluntad de Dios nos hace formar parte de la familia de Jesús, nos hace madre, padre, hermana, hermano. 

Martes de la III semana de Pascua

Jn 6,30-35

El hombre de hoy está sediento, está hambriento y no sabe de qué. Por ello ha desatado una búsqueda sin tregua tratando de encontrar algo que verdaderamente los sacie. 

Además del hambre físico, el hombre lleva en sí otro hambre, un hambre que no puede ser saciado con el alimento ordinario. Es hambre de vida, hambre de amor, hambre de eternidad.

Y el signo del maná contenía en sí también esta dimensión: representaba un alimento que satisface esta hambre profunda que hay en el hombre. Jesús nos dona este alimento, es más, es Él mismo el pan vivo que da la vida al mundo.

Su Cuerpo es el verdadero alimento en forma de pan; su Sangre es la verdadera bebida en forma de vino. No es un simple alimento con el cual saciar nuestros cuerpos, como el maná; el Cuerpo de Cristo es el pan de los últimos tiempos, capaz de dar vida, y vida eterna, porque la sustancia de este pan es Amor.

En la Eucaristía se comunica el amor del Señor por nosotros: un amor tan grande que nos nutre con Sí mismo; un amor gratuito, siempre a disposición de toda persona hambrienta y necesitada de regenerar las propias fuerzas.

Si miramos a nuestro alrededor, nos damos cuenta que hay muchas ofertas de alimentos que no provienen del Señor y que aparentemente satisfacen más.

Algunos se nutren con el dinero, otros con el éxito y la vanidad, otros con el poder y el orgullo. Pero el alimento que nos nutre verdaderamente y que nos sacia es solamente aquel que nos da el Señor.

El alimento que nos ofrece el Señor es diferente de los otros, y tal vez no nos parece tan gustoso como ciertos manjares que nos ofrece el mundo.

Entonces soñamos con otros alimentos, como hacían los judíos en el desierto, que echaban de menos la carne y las cebollas que comían en Egipto, pero olvidaban que aquellos alimentos los comían en la mesa de la esclavitud. El Padre nos dice: «Te he alimentado con maná que no conocías».

Recuperemos la memoria. Este es el deber, recuperar la memoria. Y aprendamos a reconocer el falso pan que ilusiona y corrompe, porque es fruto del egoísmo, de la autosuficiencia y del pecado.

Lunes de la III semana de Pascua

Hech 6, 8-15; Jn 6, 22-29

¿Por qué seguimos a Jesús? A veces encuentro personas que se sienten confundidas porque han puesto su confianza en Dios y no sienten que les corresponda a sus aspiraciones. Le han ofrecido oraciones, veladoras, novenas, y a pesar de que lo han hecho “con todo su corazón”, Dios parece no escucharlas. Entonces se desaniman y caen en depresión a tal punto que quieren renegar de Dios. Y es que lo que piden parece del todo legítimo: la salud propia o de un ser querido, encontrar trabajo, que el marido o el hijo dejen de beber, etc. ¿Estaremos equivocados al poner toda nuestra confianza en Jesús? El Evangelio de este día puede ofrecernos algunas pistas. 

Cuando los discípulos y la gente vieron lo que había hecho Jesús y cómo había multiplicado los panes hasta saciar la multitud, pretendieron hacerlo rey. Sin embargo, Él no acepta esta respuesta de la gente y se niega a ser nombrado rey. En el pasaje de este día, las multitudes nuevamente vuelven a buscar a Jesús, pero reciben un reproche: “Ustedes no me buscan por haber visto los signos, sino por haber comido de aquellos panes hasta saciarse”.  ¿No puede Jesús saciar el hambre de toda la humanidad? ¿No podemos buscarlo para que solucione nuestros problemas? Éste no es el plan de Jesús ni pretende convertirse en comerciante que a cambio de unas monedas o de unas oraciones se ponga a nuestra disposición. Nos lo dice hoy claramente, lo que Él busca es que hagamos las obras de Dios y para eso debemos tener una fe firme, constante y más allá de los intereses humanos. 

No nos quiere chantajear ni manipular con dádivas o condicionamientos, nos ofrece su amor sin límites, y quiere que nosotros vivamos en la atmósfera de ese amor y que de allí saquemos fuerzas para transformar nuestro mundo. No podemos seguir a un Jesús milagrero, sino a este Jesús que nos ama, que nos acepta como somos y que nos devuelve nuestra dignidad de personas para que seamos sujetos que construyen un mundo nuevo. Seremos responsables de hacer una nueva humanidad, siempre en su compañía y claro que con su presencia y su fuerza, pero no sin nuestra participación. 

Nuestra oración no es para obligar a Dios a que nos haga nuestros gustos, sino para ponernos en su presencia y que nosotros podamos hacer su voluntad. Que este día examinemos cómo seguimos a Jesús y si tenemos intereses no muy claros, permitamos que Él entre en nuestro corazón y nos purifique para juntos, conforme a su voluntad, transformemos nuestro ambiente en un mundo conforme a sus sueños.

Viernes de la II semana de Pascua

Jn 6, 1-15

Entre los personajes que intervienen en la escena evangélica, además del Maestro, los apóstoles y la multitud, el muchacho de los panes y los peces pasa muy desapercibido en el relato. Apenas se menciona, pero su presencia y generosidad fueron claves para que Jesús obrara el milagro.


De hecho, cuando Felipe le señala, bien hubiera podido decir: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero no sé si quiera entregarlos y, de cualquier modo, ¿qué es eso para tantos?»


Todos los milagros de Jesús requirieron de la fe de quienes los pedían. Éste, además, requirió de la generosidad de aquel muchacho. Como si quisiera decirnos con ello el evangelista, que para obtener el milagro de la propia conversión o del propio progreso espiritual y humano, siempre se requiere generosidad. Darlo todo, y darlo de corazón.


Jesús en estos días de pascua quiere insistirnos que el pan partido es fuente de fraternidad.  No se puede despedir con hambre al hermano, no se puede dar la espalda a quien no tiene qué comer.  El alimento repartido es signo del Reino.

La clara alusión de que comieron todo lo que quisieron, es señal de plenitud; el llenar los canastos es señal de justicia y de equilibrio.  Un claro reclamo, pues estamos acabando con los bienes no renovables y destruyendo a la madre naturaleza, pero en beneficio de unos cuantos.

Cuando Jesús pregunta a los discípulos que hay que hacer, no podemos decir que a nosotros no nos toca, no podemos escudarnos en que ningún alimento es suficiente, no podemos tragarnos nosotros solos lo que es de todos.

La señal de la resurrección ofrecida por Jesús es compartir el pan, hacerse pan para dar fuerza y vida.  Hoy necesitamos también nosotros seguir este compromiso.