Martes de la III semana de Pascua

Jn 6,30-35

El hombre de hoy está sediento, está hambriento y no sabe de qué. Por ello ha desatado una búsqueda sin tregua tratando de encontrar algo que verdaderamente los sacie. 

Además del hambre físico, el hombre lleva en sí otro hambre, un hambre que no puede ser saciado con el alimento ordinario. Es hambre de vida, hambre de amor, hambre de eternidad.

Y el signo del maná contenía en sí también esta dimensión: representaba un alimento que satisface esta hambre profunda que hay en el hombre. Jesús nos dona este alimento, es más, es Él mismo el pan vivo que da la vida al mundo.

Su Cuerpo es el verdadero alimento en forma de pan; su Sangre es la verdadera bebida en forma de vino. No es un simple alimento con el cual saciar nuestros cuerpos, como el maná; el Cuerpo de Cristo es el pan de los últimos tiempos, capaz de dar vida, y vida eterna, porque la sustancia de este pan es Amor.

En la Eucaristía se comunica el amor del Señor por nosotros: un amor tan grande que nos nutre con Sí mismo; un amor gratuito, siempre a disposición de toda persona hambrienta y necesitada de regenerar las propias fuerzas.

Si miramos a nuestro alrededor, nos damos cuenta que hay muchas ofertas de alimentos que no provienen del Señor y que aparentemente satisfacen más.

Algunos se nutren con el dinero, otros con el éxito y la vanidad, otros con el poder y el orgullo. Pero el alimento que nos nutre verdaderamente y que nos sacia es solamente aquel que nos da el Señor.

El alimento que nos ofrece el Señor es diferente de los otros, y tal vez no nos parece tan gustoso como ciertos manjares que nos ofrece el mundo.

Entonces soñamos con otros alimentos, como hacían los judíos en el desierto, que echaban de menos la carne y las cebollas que comían en Egipto, pero olvidaban que aquellos alimentos los comían en la mesa de la esclavitud. El Padre nos dice: «Te he alimentado con maná que no conocías».

Recuperemos la memoria. Este es el deber, recuperar la memoria. Y aprendamos a reconocer el falso pan que ilusiona y corrompe, porque es fruto del egoísmo, de la autosuficiencia y del pecado.

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