Martes de la X Semana del Tiempo Ordinario

Mt 5, 13-16

¡Cuántas veces ponemos sal a los alimentos para darles más sabor! Jesucristo usa los hechos de la vida común para darnos una enseñanza. En esta ocasión, Jesús habla con comparaciones a sus seguidores. Los compara con la sal y con la luz.

Dos signos muy bellos, muy sencillos e indispensables en la vida de toda persona: la sal y la luz.  Los dos encierran en sí mismo un simbolismo de alegría, de dinamismo, de fuerza que transforma, los dos también encierra el sentido de la donación continua, del entregarse, de la donación que genera vida.

Quizás a los dos les hemos perdido un poco de su importancia en nuestro mundo tan lleno de tantas necesidades artificiales y de tantas luces que nos encandilan.

La sal es básica para los alimentos, para su conservación, para darles sabor, pero también tiene muchos otros usos domésticos e industriales que nos llevan a mostrar cómo debe ser la vida del cristiano.

Sin la sal, el cuerpo humano se deshidrata, se descompensa y puede morir.  La sal conserva igual que un cristiano se debe preservar, no en el sentido de hacerse conservador y rígido, sino en el sentido de evitar que el mal entre en el corazón y lo corrompa.  La sal da sabor.  El discípulo no debe ser un aguafiestas que dice siempre que no, sino que debe ser alguien que proponga, que esté alerta y que ofrezca soluciones, que se arriesgue en compromisos.

Igual que la sal, igual que Jesús, quien quiera ser sal tendrá que deshacerse para poder sazonar los alimentos y la vida.  Si la sal queda concentrada y no se arriesga a desaparecer en medio de todo el alimento, se vuelve un pedazo que amarga, que lleva al vómito, que provoca asco.  Sólo cuando se pierde logra dar sabor. E igualmente la luz.

¿Por qué propondrá Jesús a sus discípulos que sean luz?  Ciertamente no para aparecer en el candelero y buscar los primeros lugares, sino como un servicio.  Quien está iluminado no puede generar oscuridad, quien tiene a Jesús, tendrá que ofrecer es luz, al mismo tiempo que la ofrece se llena más de Él.  Entre más luz genera, más luz tiene en su corazón.

Pero igual que la sal, también tendrá que arriesgarse para dar luz.  La vela se va deshaciendo poco a poco.  Quien no quiere dar servicio no puede ser luz, será fuego que destruye o abraza,  reflector que encandila, pero no luz que ilumina.

Dos imágenes de Jesús que hoy nos hacen pensar seriamente:  ¿somos sal, somos luz?

Miércoles de la XXVI Semana del Tiempo Ordinario

Lc 9, 57-62

Escuchar el llamado de Jesús puede resultar fascinante. Oír su voz que nos convoca y nos llama, nos mueve, en medio de ilusiones y esperanzas, a seguirlo para construir un mundo nuevo. Pero Jesús está camino hacia Jerusalén, un camino lleno de controversias, de dificultades y de problemas. Así que Jesús, a aquellos valientes que se quieren aventurar en su seguimiento, les deja los puntos bien claros. Seguir a Jesús es cosa de valientes.

Se requiere valentía para dejar “el nido” de nuestras posiciones, de nuestras seguridades, y aventurarnos en un nuevo proyecto. Más de alguno ha fracasado en su intento porque lo atan a la comodidad, aunque tenga que decir mentiras; el placer, aunque esté viviendo con hipocresías; y la ambición que le oprime el corazón.

Jesús no tiene donde reclinar la cabeza. Algunos otros se quieren aventurar pero están acostumbrados, demasiado acostumbrados, al ambiente de la familia. Y vaya que Cristo reconoce y quiere la familia, pero eso de enterrar a los muertos puede tener muchos significados.

Hay fardos que vamos cargando, “nuestros muertos”, y que no nos dejan actuar. Hay situaciones de muerte que siempre nos condicionan. Hay sobre todo una cultura de muerte que se opone a la vida. No podemos cargar con todo esto en el seguimiento de Cristo. Necesitamos ser completamente libres. Por eso Cristo dice “deja que los muertos entierren a sus muertos”.

Quizás el tercer ejemplo que nos pone Jesús, también sin despreciar a la familia, nos cuestione de una manera muy especial: seguir a Jesús implica una decisión radical. Como dicen en nuestras comunidades: “no es un juego”. Es una decisión radical que implica no volver atrás. Y en nuestro mundo no estamos acostumbrados a estas decisiones.

Siempre estamos jugando a dos cartas y estamos atentos a dónde sopla el viento para buscar mejores oportunidades. Jesús exige decisión, constancia y fidelidad. Esto lo presenta desde sus inicios.

¿Queremos seguirlo? ¿Estamos dispuestos a cumplir sus exigencias? ¡Vale la pena, nos sigue invitando!

Jueves de la XXV Semana del Tiempo Ordinario

Lc 9, 7-9

¡Herodes quería ver a Jesús!  La curiosidad es buena, ella nos despierta a la vida. Un niño está siempre curioseando los juguetes y cuanto encuentra en su derredor. Necesita saber.  No es este el caso de Herodes.

El modo de actuar de Jesús, profundamente humano y comprometido con los más pequeños, curando males y aliviando penas, suscita la curiosidad de todos, incluso la de Herodes que se comporta como un tirano degenerado.

¿Quién es Jesús?  Jesús asume su misión al estilo de los profetas y transmite la Palabra de Dios haciendo aparecer la salvación como algo actual, perceptible y cercano a los más necesitados.  Pero como todo profeta está expuesto a las críticas y a las oposiciones de quienes por el sólo hecho de escuchar el Evangelio se consideran atacados o cuestionados.

Herodes está interesado en saber quién es Jesús y anteriormente se había dicho que escuchaba con atención a Juan el Bautista.  Pero esta escucha y este deseo de ver a Jesús no brotan de un corazón deseoso de la verdad, sino de un corazón preocupado por ver adversarios en todos los lugares.

Ya ha hecho bastante mal al decapitar a Juan el Bautista, pero no se conforma porque está temeroso de que puedan surgir nuevos adversarios y le hace perder la calma. Cuando el corazón se llena de ambición, hasta las más espléndidas propuestas parecen sospechosas.

Lo que le importa a Jesús es el dolor de los enfermos y de los pobres, y no propone la lucha por el poder.  Quizás, también a nosotros nos pase esto al encontrarnos con Jesús: le tenemos miedo y preferimos descalificar o minimizar su mensaje.  Tendremos que estar dispuestos a que Jesús nos toque y no andar haciendo comparaciones ni escudándonos en descalificaciones o supuestos peligros.

Este día, también para nosotros, se presenta Jesús y hace sus prodigios; también para nosotros tiene su mensaje; también a nosotros nos ofrece la verdadera curación, pero necesitamos quitar todas las protecciones y estar dispuestos a dejarnos herir por su amor.  Dejar a un lado las sospechas y las dudas y aventurarnos en su seguimiento.  No tener simple curiosidad por conocer la historia de Jesús, sus milagros, sino dejarnos tocar profundamente por ese amor misericordioso que Jesús nos ofrece.

Quitemos todo obstáculo y abramos nuestro corazón, sediento y ansioso, al amor de Jesús.

Señor, hoy quiero encontrarme contigo, dame tu Palabra, permíteme conocerte, amarte y dejarme amar.

San Mateo

Hoy celebramos a san Mateo, que era un recaudador de impuestos.  Si ahora no nos gusta que nos cobren impuestos, imaginaros lo que sería en aquellos tiempos.  Una persona que cobra, pero para beneficiar al Imperio Romano que está sometiendo al pueblo de Israel. 

Sus compañeros lo consideraban impuro y traidor al pueblo, por tratar con los paganos y estar al servicio del opresor extranjero.

Dios nos sorprende, Dejémonos sorprender por Dios. Y no tengamos la psicología del ordenador de creer saberlo todo. ¿Cómo es esto? Un momento y el ordenador tiene todas las respuestas, ninguna sorpresa.

En el desafío del amor Dios se manifiesta con sorpresas. Pensemos en san Mateo, era un buen comerciante, además traicionaba a su patria porque le cobraba los impuestos los judíos para pagárselo a los romanos, estaba lleno de dinero y cobraba los impuestos.

Jesús pasa, mira a Mateo y le dice: ven. Los que estaban con él dicen: ¿a este que es un traidor, un sinvergüenza? y él se agarra al dinero. Pero la sorpresa de ser amado lo vence y siguió a Jesús.

Cada vez que celebramos a uno de los apóstoles, podemos recordar nuestra propia vocación, sobre todo nuestra vocación a ser discípulos de Cristo.

En este llamado veremos que no nos llamó por que fuéramos los mejores, los más santos, los más inteligentes, sino muchas veces, como el caso de casi todos los apóstoles, porque tuvo compasión de nuestra miseria… pues como bien dice San Pablo: «Escogió lo que el mundo considera como inútil para confundir a los sabios y potentes de este mundo».

Esa mañana cuando se despidió de su mujer, Mateo nunca pensó que iba volver sin dinero y apurado para decirle a su mujer que preparara un banquete.

El banquete para Aquel que lo había amado primero. Que lo había sorprendido con algo más importante que todo el dinero que tenía.

¡Déjate sorprender por Dios! No le tengas miedo a las sorpresas, que te cambian todo, que te ponen inseguro, pero nos ponen en camino.

El verdadero amor te mueve a quemar la vida aún a riesgo de quedarte con las manos vacías.

Jueves de la XXIV Semana del Tiempo Ordinario

Lc 7, 36-50

El amor cubre una multitud de pecados, por eso la mujer pecadora puede escuchar de labios de Jesús: ¡vete en paz! Es un atrevimiento y un escándalo para quien está falto de amor, pues sólo desde el amor se entiende el perdón.

¿Ama mucho porque se le ha perdonado mucho? O quizás ¿se le ha perdonado porque ama mucho? Los estudiosos de la Biblia no se ponen de acuerdo en el más profundo significado de estas palabras, pero me imagino que es la estrecha relación que surge entre el perdón y el amor.

Tarea indescifrable para el fariseo que había dado la primera gran muestra de cariño a Jesús: invitarlo a comer. Invita a Jesús a participar de su mesa, de su conversación y de su vida, pero se queda en la pura invitación y aunque abre su casa no le abre el corazón.

La mujer, por el contrario, soporta las miradas acusadoras de los que se creen justos; reta las reglas de la cortesía y de la pureza y en casa ajena se pone a los pies de aquel comensal tan especial; se suelta el pelo, llora, besa los pies, lo seca con su cabello y los unge con su perfume, perfume de amor.

Recibe la condena del fariseo, pero también recibe la admiración y el perdón de Jesús.

El amor es lo único que tiene sentido para poder perdonar y Jesús lleva el amor más allá de las normas y de las leyes; se siente libre para amar con sinceridad y con bondad; se siente libre para dejarse amar y para dar el mejor de los regalos: el perdón y la armonía interior. Y así aparece la gran contradicción: los que se sentían limpios quedan en su pecado porque no han sabido amar, aunque cumplen las leyes. La que se sentía pecadora queda libre y limpia porque ha sabido amar, aunque ha roto las leyes, porque el amor está por encima de la ley.

LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ

Hoy, día 14 de septiembre, celebramos la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. La cruz de Jesús es exaltada, puesta en alto, levantada… Pero, ¿qué puede tener una cruz para que sea exaltada? ¿No es su símbolo de tormento, de dolor, de muerte…?

En esa cruz está Jesús. «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre”. Por eso la exaltamos. Porque los maderos de esa cruz llevaron al Dios con nosotros, al que se acercó a nuestra vida para que nuestra vida pudiera estar cercana a la de Dios.

En esa cruz hay mucho amor entregado. Porque “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”. Por eso la exaltamos. Porque para nosotros, más allá del dolor y la injusticia que supusieron la crucifixión de Cristo, esa cruz es signo del amor de Dios por la humanidad.

En esa cruz están, junto a Jesús, los crucificados de nuestro mundo. “Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”. Por eso la exaltamos. “Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción: no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo” (Concilio de Quiercy, año 853). Por eso, desde la cruz de Jesús, ninguna soledad, ni oscuridad, ni pecado son la palabra definitiva… sino un momento del camino, que espera la luz de la Pascua.

Cuando un cristiano miramos la cruz, vemos en ella mucho más que un par de palos. Vemos a Cristo, vemos amor entregado… y una llamada a dejarnos amar y llevar amor a los crucificados de nuestro mundo. Por eso la exaltamos… Y al hacerlo, comprendemos algo mejor lo que es la Pascua.

Por su parte, el Papa Francisco dijo: “Cuando caminamos sin la cruz, cuando edificamos sin la cruz y cuando confesamos un Cristo sin cruz, no somos discípulos del Señor: somos mundanos, somos obispos, sacerdotes, cardenales, papas, pero no discípulos del Señor. Quisiera que todos… tengamos el valor, precisamente el valor, de caminar en presencia del Señor, con la cruz del Señor; de edificar la Iglesia sobre la sangre del Señor, derramada en la cruz; y de confesar la única gloria: Cristo crucificado. Y así la Iglesia avanzará”

Coloca hoy, ante Jesús, las cruces de tu vida. Y pídele que las ilumine con su luz.

San José Obrero

Hoy es la fiesta de san José obrero, patrón de los trabajadores, pero hoy no es el día de todos «los trabajadores», sólo de aquellos que trabajan honradamente. Por supuesto no es el día de todos esos corruptos que no trabajan, pero que viven a cuerpo de reyes.

La Iglesia, al presentarnos hoy a San José como modelo, no se limita a valorar una forma de trabajo, sino la dignidad y el valor de todo trabajo humano honrado. El hombre colabora con Dios en la creación del mundo.

Las condiciones que rodean al trabajo han hecho que algunos lo consideren como un castigo, o que se convierta, por la malicia del corazón humano cuando se aleja de Dios, en una mera mercancía o en «instrumento de opresión», de tal manera que en ocasiones se hace difícil comprender su grandeza y su dignidad. Otras veces el trabajo se considera como un medio exclusivo de ganar dinero, que se presenta como fin único, o como manifestación de vanidad, de egoísmo, olvidando el trabajo en sí mismo, como obra divina, porque es colaboración con Dios y ofrenda a El, donde se ejercen las virtudes humanas.

Durante mucho tiempo se despreció el trabajo material como medio de ganarse la vida, considerándolo como algo sin valor. Y con frecuencia observamos cómo la sociedad materialista de hoy divide a los hombres «por lo que ganan». Es hora que lo cristianos digamos muy alto que el trabajo es un don de Dios, y que no tiene ningún sentido dividir a los hombres en diversas categorías según los tipos de trabajo, considerando unos trabajos más dignos que otros. Todos los trabajos tienen la misma dignidad.

Esto es lo que nos recuerda la fiesta de hoy, al proponernos como modelo y patrono a San José, un hombre que vivió de su oficio, al que debemos recurrir con frecuencia para que no se degrade ni se desdibuje la tarea que tenemos entre manos, es decir, nuestro trabajo.
Con la memoria de San José Obrero la Iglesia propone a los cristianos y al mundo una visión completa, serena nueva y positiva del trabajo humano.

Muchas personas consideran el trabajo como algo frío, una ocasión de abuso, de dominio y de explotación del hombre por el hombre. Esta visión lleva a que el trabajador intente «el menor esfuerzo por la máxima recompensa», que el patrón obtenga «la mayor ganancia con la mínima inversión», lo cual deriva en salarios de hambre, falta de asistencia al trabajador, irresponsabilidad del trabajador, y el trabajo se considere como una rutina.

La Biblia nos propone una visión alegre y humanista del trabajo. Más allá del carácter fatigoso del trabajo, el trabajo debemos de considerarlo como una manera de colaborar con Dios en la creación de este mundo, perfeccionamiento de la persona y plenitud del hombre. El trabajo no es ni un castigo ni una ofensa para el hombre. Por el trabajo, el hombre transforma el mundo e imita a Dios. Por el trabajo, el hombre se encuentra consigo mismo y puede ser una ocasión para amar al prójimo.

Lejos de ser el trabajo opresión, maldición y condenación, el trabajo es el medio y requisito para llegar al «descanso de Dios».

Viernes Santo

Viernes Santo es un día de silencio, de dolor, de acompañamiento.

La liturgia del Viernes santo es muy especial: es el único día del año en que la Iglesia no celebra la eucaristía, y sólo en la parte final de la celebración se distribuye la comunión. Podemos decir que si habitualmente la parte central de la eucaristía es la consagración, hoy lo va a ser la presentación y la adoración de la cruz.

Hoy, Viernes Santo, podríamos preguntarnos: ¿Por qué?, ¿Cómo es posible que un hombre inocente termine despreciado de esta manera? Un hombre que había vivido de una manera sencilla, que era amigo de todos, que estaba siempre junto a los enfermos y débiles… Pero, eso sí, nunca había retrocedido cuando se trataba de defender la verdad y la justicia, la causa del Reino. Nunca hizo concesiones ante el amor apasionado por Dios y por los hombres, aunque sus enemigos invocaran leyes religiosas. Nada le apartaría del amor de Dios.

Los Sumos Sacerdotes y sus servidores gritaron: “¡Crucifícalo, crucifícalo!” “Nosotros tenemos una ley, y según esa ley tienen que morir, porque se ha declarado Hijo de Dios”. ¿Cuál es esta ley? ¿No será acaso la ley que imponen los fuertes? ¿No es la ley que defiende los intereses de los poderosos? “Conviene que muera un solo hombre por el pueblo”, dijo Caifás, y podemos añadir nosotros, antes que el pueblo descubra la hipocresía de muchas palabras y gestos que dicen defender la paz, el bien, el orden y la cultura y que, en cambio, es sólo la defensa de unos privilegios o el afán de dominio sobre los demás.

“Tomaron a Jesús, y Él, cargando con la cruz, salió al sitio llamado “de la Calavera”…” ¿Cómo es posible? Bendecía a los niños, decía que era necesario poner la otra mejilla, perdonar setenta veces siete, compartir “los panes y los peces” fraternalmente…

Dentro de unos momentos haremos la adoración de este árbol que es la cruz. Árbol inmenso que une el cielo y la tierra. Árbol que tiene sus raíces en nuestro mundo, en esta tierra a veces reseca y pedregosa, a veces empapada de agua fecunda. Cristo es el árbol que da cobijo y arraiga en tantas personas que son capaces de darlo todo por los demás, sea en servicios humildes a la familia, en el trabajo, en responsabilidades sociales o profesionales, sea como mártires en países en los que los derechos humanos están muy lejos de ser respetados. Un árbol inmenso que lleva en su tronco las marcas de tantos sufrimientos, tantas humillaciones a la dignidad humana. Un árbol, no obstante, que tiene la fuerza de la vida en su interior. Que se eleva gozoso tocando con sus hojas el sol de la esperanza.

La cruz de los cristianos, la cruz de Jesús, es una cruz que nos conduce a la gloria, que ya es un signo de victoria porque sabemos que el amor de Dios que da vida, está ya presente en esta cruz. Porque sabemos que la corona de espinas que le colocaron los soldados, expresaba la profunda verdad del amor de Dios, la verdad del supremo valor de la vida humana y de toda la naturaleza.

Estamos llamados a identificarnos con Jesús. He aquí el misterio profundo del Viernes Santo: la contemplación y la adoración del Hombre-Dios crucificado que lo ha dado todo y se ha humillado hasta el extremo, para que nosotros nos demos cuenta del fango del pecado que hay en nosotros y en nuestro mundo y, con Él, nos levantemos para ser fieles a la Vida. 

Viernes Santo es un día para acompañar a Jesús y sentir su presencia. Acerquémonos a María, a Magdalena y a Juan, y juntos permanezcamos en respetuoso silencio junto a la cruz de Jesús. Contemplemos, callemos y manifestemos nuestro amor.