1 Jn 4, 19-5, 4
Siempre hemos oído decir que la iglesia es la casa de Dios. Y como Dios es nuestro Padre y nosotros somos sus hijos, su casa es nuestra casa. Venimos aquí para darle culto a Dios, nuestro Padre, pero no debemos descuidar a sus hijos. Lo que Dios quiere de nosotros es que estemos conscientes de la presencia de las otras personas, que las saludemos tranquila y respetuosamente antes o después de la misa y que les demos el saludo de paz durante la misa. Como san Juan nos dice hoy: “Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve… El que ama a Dios, que ame también a su hermano”.
Hay un tiempo y un lugar para estar a solas con Dios. Puede ser cualquier lugar y cualquier tiempo que nosotros escojamos. Pero la misa siempre es un culto comunitario, la oración de la familia de Dios. Nunca es una devoción privada de un solo individuo. Venimos a la Iglesia para la misa no simplemente porque es un lugar que nos gusta, sino porque es la casa donde la familia de Dios se reúne para dar culto.
Antes del que se celebrara el Concilio Vaticano II, las personas practicaban frecuentemente sus propias devociones durante la misa; quizá rezaban el rosario o leían su devocionario. El rosario y las devociones privadas son ciertamente importantes, pero durante la misa hemos de orar juntos, con las mismas palabras, como familia que somos. Y lo más importante de todo es que debemos procurar entre nosotros la unidad que proviene de nuestra comunión, que es nuestra participación en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo.
Y lo que hacemos durante la misa se ha de reflejar en nuestra vida. Puesto que en la misa nos llamamos hermanos, hemos de tratarnos como tales fuera de la misa. Dios quiere que el amor que le tenemos a Él se desborde en el amor hacia todos sus hijos.
Lc 4, 14-22
Amar a Dios quiere decir ponernos en la perspectiva de Dios, que ama todo lo que ha creado y que no dudó en entregar a su Hijo unigénito para la salvación de todos los seres humanos. Vivir para los demás, entregarse y sacrificarse para su bien, es vivir como Dios; es poner en práctica lo que Jesús, que vive en cada cristiano, quiere que hagamos.
Por eso es urgente hoy la obligación de hacernos generosamente prójimos de todo ser humano y servir con los hechos a quien pasa a nuestro lado: al anciano abandonado, de todos, al trabajador extranjero injustamente discriminado, al niño nacido de una unión ilegítima. No podemos creer que somos verdaderos “hijos de Dios” si no nos sentimos hermanos de todos los seres humanos.