MARTES SANTO

Is 49, 1-6

Hoy hemos escuchado el segundo canto del Siervo de Yahvé.

Nosotros, como es natural, lo hemos oído aplicando todas sus ideas a su realización en Cristo.

Escuchamos la universalidad de la misión: «escúchenme islas, pueblo lejanos, atiéndanme»,  «para que mi salvación llegue hasta los últimos confines de la tierra».  La vocación a esa misión es desde siempre: «cuando aún estaba en el seno materno».  El llamado a la misión está acompañado de los dones necesarios para el cumplimiento de las tareas salvíficas: «hizo de mi boca una espada filosa… me hizo flecha puntiaguda… te voy a convertir en luz de las naciones…».  Y la misión será convertir y reunir a los lejanos y dispersos para volver a constituir el pueblo de Dios.

Al mirar la figura que aparece en esta poesía profética, las relacionamos con su cumplimiento, que es Cristo; ahora relacionémosla con el seguimiento de Cristo y la continuación de su misión, que es a lo que hemos sido llamados.

Jn 13, 21-33. 36-38

Hemos escuchado también en el evangelio cuatro breves perícopas relacionadas todas con la predicción e interpretación pascual de los acontecimientos que ya han comenzado.

El señalamiento que Jesús hace del traidor a instancia de Juan, a su vez movido por Pedro, es muy fácil de entender en su aspecto visual si tenemos en cuenta el modo de estar en la mesa, no sentados los comensales sino recostados.  Juan estaba «delante» de Jesús.  La nota de Juan «era de noche»,  no tiene sólo una intención cronológica sino sobre todo teológica.

Jesús alude luego al sentido pascual de su humillación y muerte: es y será glorificación.

Habla Jesús también de nuevo del «todavía estaré un poco con ustedes».  Y termina con la alusión a la próxima defección de Pedro.

Miremos en todo el contraste entre la misericordiosa entrega de Dios, manifestada en Cristo, y la debilidad humana que se expresará en dos traidores aunque con muy diferentes resultados.

Martes Santo

Jn 13, 21-33; 36-38

Este martes de Semana Santa vemos a Jesús angustiado porque sabe lo que le viene encima. Ha lavado los pies a sus discípulos, Judas incluido; se han sentado a la mesa y la cena ha comenzado. Los discípulos ni siquiera sospechan los acontecimientos que vienen sobre Jesús, y celebran aquel convite pascual con la alegría propia de la gran fiesta judía que se avecina. Se entregaron a comer y beber, como rudos pescadores galileos que eran, y seguramente, al final de la cena, estarían ligeramente achispados. Tal vez cantaban alguna canción tradicional festiva, además de los salmos e himnos reglamentarios.

Y Jesús sigue hablando, continúa con el más largo y profundo de sus discursos ¡pero nadie le entiende! Se escuchan las bravatas de Pedro, que no sabe de qué está hablando. Cuando se enfrente a la dura realidad, calentándose a la hoguera, sus promesas se olvidarán y la negación saldrá espontánea. ¿Encontramos algún parecido entre nosotros? ¿Nos recuerda algo nuestro “sí, soy católico, pero no practico”?

Todos somos Pedro en muchas ocasiones. Nos comemos el mundo mientras el vino y el cordero asado están sobre la mesa. Cantamos alegres y los problemas quedan fuera de la casa. No es que olvidemos lo que el Maestro nos dice, es que lo oímos, pero no lo escuchamos. Nos parece estar asistiendo a los discursos protocolarios de los homenajes a los que hayamos asistido, durante los que apagamos los oídos y la atención, y de los que nos enteraremos a retales al leer las reseñas periodísticas al día siguiente.

Por alguna razón, se han suprimido del texto que leemos hoy dos versículos, 34 y 35, que tendrán justificación para los técnicos liturgistas, pero que yo echo de menos, porque ese importante discurso, esa oración sacerdotal de Jesús, pierde la enorme fuerza de su mandato más importante; un mandato que durante todo su peregrinar por la vida ha ido poniendo en valor, y que ahora, en esta solemne despedida, suenan como aldabonazos en nuestras conciencias: “Amaos unos a otros como yo os he amado”. Es nuestra seña distintiva, sin la que no somos nada.

Somos, como Pedro, valientes y decididos de salón para seguir a Jesús mientras estamos en el banquete, pero cuando la fiesta acaba y llega el momento de dar la cara puede que escondamos la nuestra y neguemos seguir al Maestro. ¿Somos consecuentes con la fe que decimos profesar y seguir? ¿Mi boca, tu boca, nuestra boca, cantará su salvación o seremos nuevos “Pedros” negando al Señor?

Martes Santo

Jn 13, 21-33; 36-38

La profecía de Isaías que hemos escuchado es una profecía sobre el Mesías, sobre el Redentor, pero también una profecía sobre el pueblo de Israel, sobre el pueblo de Dios: podemos decir que puede ser una profecía sobre cada uno de nosotros. En sustancia, la profecía subraya que el Señor eligió a su siervo desde el vientre materno: lo dice dos veces (cfr. Is 49,1). Su siervo fue elegido desde el principio, desde el nacimiento o antes del nacimiento. El pueblo de Dios fue elegido antes de nacer, también cada uno de nosotros. Ninguno ha caído en el mundo por casualidad. Cada uno tiene un destino, un destino libre, el destino de la elección de Dios. Yo nazco con el destino de ser hijo de Dios, de ser siervo de Dios, con la tarea de servir, de construir, de edificar. Y eso, desde el seno materno.

El siervo de Yahvé, Jesús, sirvió hasta la muerte: parecía una derrota, pero era la manera de servir. Y esto subraya la manera de servir que debemos tener en nuestras vidas. Servir es darse uno mismo, darse a los demás. Servir no es pretender otro beneficio que no sea el de servir. Servir es la gloria, y la gloria de Cristo es servir hasta aniquilarse en la muerte y muerte de cruz. Jesús es el servidor de Israel. El pueblo de Dios es siervo, y cuando el pueblo de Dios se aleja de esa actitud de servicio es un pueblo apóstata: se aleja de la vocación que Dios le dio. Y cuando cada uno se aleja de esa vocación de servicio, se aleja del amor de Dios, y construye su vida sobre otros amores, muchas veces idólatras.

El Señor nos ha elegido desde el vientre materno. En la vida hay caídas: cada uno es un pecador y puede caer, y ha caído. Salvo la Virgen y Jesús, todos los demás hemos caído, somos pecadores. Pero lo que importa es la actitud ante el Dios que me eligió, que me ungió como siervo; es la actitud de un pecador capaz de pedir perdón, como Pedro, que jura que “no, nunca te negaré, Señor, nunca, nunca, nunca”, pero luego, cuando el gallo canta, llora, se arrepiente. Ese es el camino del siervo: cuando resbala, cuando cae, pide perdón. En cambio, cuando el siervo no es capaz de comprender que ha caído, cuando la pasión lo domina de tal manera que lo lleva a la idolatría, abre su corazón a satanás, entra en la noche: es lo que le pasó a Judas.

Pensemos hoy en Jesús, el siervo, fiel en el servicio. Su vocación es servir hasta la muerte y muerte de Cruz. Pensemos en cada uno de nosotros, parte del pueblo de Dios: somos siervos, nuestra vocación es servir, no aprovechar nuestro lugar en la Iglesia. Servir. Siempre en servicio. Pidamos la gracia de perseverar en el servicio. A veces con resbalones, caídas, pero al menos con la gracia de llorar, como Pedro lloró.

Martes Santo

Is 49, 1-6; Jn 13, 21-23

En el evangelio hay dos hombres que se parecen y que sin embargo, son totalmente diferentes: Simón Pedro y Judas Iscariote.  Se parecen en que los dos le fallaron a Jesús: Pedro al negarlo y Judas al traicionarlo.  Son totalmente diferentes en su reacción ante Jesús después de haberle fallado.  Pedro se arrepintió y Judas se desesperó.

El carácter de Pedro era tan humano, que cualquiera de nosotros podría sentirse muy cercano a él.  Era resuelto, y sin embargo, débil; era sincero, y sin embargo, titubeante; era adicto, y sin embargo, a veces desleal.  Por encima de todo, llegó a conocer a Jesús tan bien, que se arrepintió inmediatamente y tuvo plena confianza en el perdón.

Nosotros tenemos esperanza y oramos para no terminar como Judas, sino como Pedro, a quien nos parecemos más.  Somos resueltos para tomar decisiones de hacer grandes cosas en favor de Cristo, pero, con frecuencia, somos remisos en llevar a cabo esos buenos propósitos.  Somos sinceros en nuestro celo por Cristo, pero, con frecuencia, fallamos por nuestra debilidad humana.  Somos verdaderamente adictos a Cristo, pero algunas veces vivimos como si no lo conociéramos, ni sus enseñanzas.

Si nos parecemos a Pedro en sus fallas, también debemos hacer el intento de ser como él en sus puntos de apoyo.  Pedro llegó a conocer muy bien a Jesús.  Porque conoció bien a Jesús y fue testigo de su amor a los pecadores, Pedro tenía confianza en el perdón del Señor.  Pero, ¿qué decir de Judas?  No es conveniente parecernos a él.  Judas tuvo las mismas oportunidades que Pedro para conocer a Jesús.  Había escuchado sus enseñanzas y había visto su ejemplo.  Jesucristo le ofreció su amor.  Pero desperdició las oportunidades de conocer a Cristo y no respondió al ofrecimiento que Jesús le hacía de su amor.

En el curso de esa Semana Santo se nos brinda una valiosa oportunidad de conocer a Jesucristo, meditando en los acontecimientos de su pasión y de su muerte.  El sufrió todo lo imaginable por amor a nosotros.  Hoy podemos rogarle que nos conceda la gracia de responder a su amor, como lo hizo Pedro.

Martes Santo

Jn 13, 21-33; 36-38

Podemos imaginar la situación en la mesa: Uno de ustedes me va a traicionar, dice Jesús… pero ¿quién? Seguramente que todos nosotros de haber estado en la mesa hubiéramos dicho a nosotros mismos ¿Será posible que yo sea el que va traicionar al Maestro? 

Y la verdad es que la respuesta es «SI». Cada vez que, a pesar de que sabemos que lo que vamos a hacer es contra la fe, contra nuestro prójimo, contra Dios mismo, y lo realizamos, estamos actuando de la misma manera que Judas: Estamos traicionando la confianza de Jesús. 

Él nos llama amigos, nos ha llamado para seguirlo y para ser un instrumento de su amor y de su gracia, y en lugar de ello preferimos nuestros propios caminos nuestros propios métodos y metas. El mismo Pedro, que amaba con todo su corazón a Jesús, que decía estar dispuesto a morir por Él, lo traicionará no una, sino tres veces. Y es que no tenemos fuerza para ser fieles, aun esta fuerza viene de Dios. 

El amor al Maestro y el poder del Espíritu que mora en nosotros, son los únicos elementos que nos hacen ser verdaderamente fieles. Busquemos en estos días, crecer más en el amor, para que el Espíritu se fortalezca y podamos experimentar una Pascua maravillosa.