Martes Santo

Jn 13, 21-33; 36-38

Este martes de Semana Santa vemos a Jesús angustiado porque sabe lo que le viene encima. Ha lavado los pies a sus discípulos, Judas incluido; se han sentado a la mesa y la cena ha comenzado. Los discípulos ni siquiera sospechan los acontecimientos que vienen sobre Jesús, y celebran aquel convite pascual con la alegría propia de la gran fiesta judía que se avecina. Se entregaron a comer y beber, como rudos pescadores galileos que eran, y seguramente, al final de la cena, estarían ligeramente achispados. Tal vez cantaban alguna canción tradicional festiva, además de los salmos e himnos reglamentarios.

Y Jesús sigue hablando, continúa con el más largo y profundo de sus discursos ¡pero nadie le entiende! Se escuchan las bravatas de Pedro, que no sabe de qué está hablando. Cuando se enfrente a la dura realidad, calentándose a la hoguera, sus promesas se olvidarán y la negación saldrá espontánea. ¿Encontramos algún parecido entre nosotros? ¿Nos recuerda algo nuestro “sí, soy católico, pero no practico”?

Todos somos Pedro en muchas ocasiones. Nos comemos el mundo mientras el vino y el cordero asado están sobre la mesa. Cantamos alegres y los problemas quedan fuera de la casa. No es que olvidemos lo que el Maestro nos dice, es que lo oímos, pero no lo escuchamos. Nos parece estar asistiendo a los discursos protocolarios de los homenajes a los que hayamos asistido, durante los que apagamos los oídos y la atención, y de los que nos enteraremos a retales al leer las reseñas periodísticas al día siguiente.

Por alguna razón, se han suprimido del texto que leemos hoy dos versículos, 34 y 35, que tendrán justificación para los técnicos liturgistas, pero que yo echo de menos, porque ese importante discurso, esa oración sacerdotal de Jesús, pierde la enorme fuerza de su mandato más importante; un mandato que durante todo su peregrinar por la vida ha ido poniendo en valor, y que ahora, en esta solemne despedida, suenan como aldabonazos en nuestras conciencias: “Amaos unos a otros como yo os he amado”. Es nuestra seña distintiva, sin la que no somos nada.

Somos, como Pedro, valientes y decididos de salón para seguir a Jesús mientras estamos en el banquete, pero cuando la fiesta acaba y llega el momento de dar la cara puede que escondamos la nuestra y neguemos seguir al Maestro. ¿Somos consecuentes con la fe que decimos profesar y seguir? ¿Mi boca, tu boca, nuestra boca, cantará su salvación o seremos nuevos “Pedros” negando al Señor?