Viernes de la XIX Semana Ordinaria

Ez 16, 59-63

Todos los jóvenes tienen una imagen de aquella que consideran la mujer perfecta.  Y todas las jóvenes tienen una imagen de aquel que consideran el hombre perfecto.  Estas imágenes han sido tomadas de la realidad, pero han sido considerablemente retocadas por la imaginación.  Lo cierto es que no podemos crear a nadie de acuerdo con esa imagen.  Lo que hemos de hacer es buscar a esa persona ideal.

Pero Dios es diferente.  No nos ama porque seamos bellos, más bien nos embellecemos porque Dios nos ama.  Dios tiene el poder para crear a las personas según su propia idea.

En la primera lectura de hoy, Ezequiel, con una imagen clarísima intenta descubrir cómo fue Dios quien hizo hermoso a su pueblo.  Su pueblo no tenía ningún encanto ni atractivo.  Dios lo hizo todo.  Pero entonces el pueblo, olvidando quién le había dado la belleza, se entregó a la prostitución, que es un símbolo del abandono a Dios por los ídolos paganos y de una vida vergonzosa.

Mt 19,3-12


El tema del evangelio de hoy es: ¿cómo se vive el seguimiento de Jesús, el camino de la cruz, en situaciones especiales de la vida?

La pregunta de los fariseos no es hecha con buena intención.  El evangelista dice que la hicieron «para ponerle una trampa».

Lo que se pregunta no es si es posible el divorcio, sino si es posible «por cualquier motivo».  Había dos posturas: la «amplia»,  del rabí Hillel, decía que podía darse «por cualquier motivo», y la «estricta», del rabí Shammai, que precisaba las causas que lo justificaban.

La respuesta de Jesús: «lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre».

El matrimonio, como toda realidad humana, está al servicio del Reino, y el Reino tiene que ser la única preocupación de los que lo deseen.  Esto implica la indisolubilidad del matrimonio.  Si Dios es fiel a nosotros, nosotros debemos ser fiel en el amor.

Viernes de la XIX Semana Ordinaria

Mt 19, 3-12

Jesús nos dice con toda claridad que la sexualidad y el matrimonio no deben regirse únicamente por el instinto o el capricho. En tiempo de Jesús el matrimonio era una unión por conveniencia o por acuerdo de las familias. Por tanto, si la conveniencia o el acuerdo no resultaban “rentables”, podía recuperarse.

Jesús, el Señor, afirma una doctrina distinta acudiendo a la raíz del matrimonio que brota de la voluntad de Dios. Lo importante es lo que Dios instituyó. Y el matrimonio fue instituido como una alianza o compromiso de por vida entre dos personas, sin más condiciones que la de entregarse mutuamente de modo absoluto.

A veces la indisolubilidad conlleva dificultades, no cabe dudas. Pero en algunos casos son fruto de los errores o de la voluntad torcida de los hombres. Y eso no puede anular la voluntad radical de Dios. El matrimonio como alianza no se puede romper, ni siquiera por la culpa del otro. El hombre y la mujer se entregan el uno al otro y no son sino “una sola carne” con la misma ternura con la que Dios se entrega a la persona que le ofrece gozosa acogida y compromiso de lealtad.