Viernes de la XX Semana Ordinaria

Ez 37, 1-14

Oímos una de las profecías más dramáticas.  Es el año 586 A.C., Jerusalén ha sido destruida, la población, deportada a Mesopotamia, vive sin esperanza, se siente destruida.

Ellos habrían visto los lugares a donde se arrojaban los cadáveres de la gente más desposeída.  Los animales los devoraban, los huesos quedaban a la intemperie, y se secaban.

La mano del Señor, es decir, su fuerza y auxilio, su Espíritu, su dinamismo creador y restaurador, pusieron al profeta ante esta desoladora visión.

Oímos entonces la palabra renovadora: «Ven Espíritu, desde los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos, para que vuelvan a la vida».

Lo que se veía totalmente inerte y desarticulado, se va reuniendo y gradualmente se transforma hasta volver a la vida completa.

Mt 22, 34-40

Jesús, al modo de los rabinos más sabios, va saliendo ileso de cada una de las trampas que le van poniendo.  Los fariseos, con los herodianos, le preguntan sobre el tributo al Cesar; los saduceos, sobre la resurrección, y de nuevo los fariseos, pero ahora solos, y por medio de un delegado, le hacen la pregunta que oímos: «¿Cuál es el mandamiento más grande de la Ley?»  Una pregunta típicamente farisea, de la gente más religiosa y obsesionada por el cumplimiento de todos los mandamientos; una pregunta muy válida, pues tendría que haber mandatos más importantes y menos importantes: pero una pregunta no hecha con buena intención, con la apertura y disponibilidad del que quiere escuchar sinceramente la enseñanza del maestro.  «Le preguntó para ponerlo a prueba», oímos en la lectura.  La respuesta de Jesús no es original: era la oración que todo israelita piadoso recitaba varias veces al día.  Pero habla de un amor total a Dios: «con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente».  Jesús al amor de Dios une el amor al prójimo, como expresión sin la cual el amor a Dios no sería verdadero.