Martes de la XX Semana del Tiempo Ordinario

Mt 19, 23-30

Cuando éramos niños escuchábamos cuentos relacionados con los diferentes sitios que rodeaban el pueblo: El lago, las montañas, etc. Uno de los temas preferidos eran los tesoros. Se hablaba de cuevas llenas de riquezas, pero quién lograba descubrirlas y entrar en ellas, al tomar una cantidad tan grande de joyas, dinero y perlas se quedaba atrapado por su misma ambición.

No es extraña la sentencia de Jesús, y en la mayoría de los pueblos se cuentan historias de gente ambiciosa que acaba vencida y encadenada por sus propios tesoros.

Cuando el dinero se apodera del corazón, se pierden los sentimientos, la razón y la sabiduría. El dinero puede comprar muchas cosas, es cierto, pero no la felicidad. Y cuando el dinero compra tantas cosas acaba cobrándose con la propia libertad.

¿No es cierto que muchas familias acaban divididas a causa del dinero? ¿No es verdad que los amigos se conocen cuando se tiene que compartir lo que se posee?

A causa de las ambiciones se invaden territorios, se rompen los tratados, se ponen fronteras y se declaran las guerras. El verdadero equilibrio lo establece el mismo Génesis cuando coloca al hombre en el paraíso como dueño y señor, porque el verdadero dueño y señor no es el que destruye, despilfarra o se hace esclavo de las cosas. La naturaleza está al servicio y cuidado del hombre, pero no para hacerse su esclavo, encadenar su corazón y cambiar sus sentimientos.

Es difícil en la actualidad encontrar ese sano equilibrio que nos permita usar y disfrutar de las riquezas, pero no atarnos a ellas.

El mismo sistema de una posesión individualista y de una encarnizada competencia para ver quién tiene más nos ata el corazón y no nos permite ser felices. Y Jesús nos enseña el justo uso de las riquezas: La felicidad no está en poseerlas sino es saberlas utilizar rectamente. Nunca para despreciar o esclavizar a un hermano; nunca para corromper o humillar; nunca para quitar el lugar de Dios en nuestra vida.

Nada más triste que una persona que vive adorando y reverenciando al ídolo dinero.

Que hoy, el Señor nos conceda tener lo necesario para una vida digna, pero nos permita vivir con el corazón libre de ambiciones.

Lunes de la XX Semana del Tiempo Ordinario

Mt 19, 16-22

A la pregunta que le hace este joven a Jesús sobre qué cosa es necesaria para alcanzar la vida eterna (que puede ser traducida como: «entrar en el Reino» esto es: para ser feliz), Él le responde: «cumple los mandamientos». No le pide otra cosa. Es decir lo mínimo que necesitamos para que nuestra vida se desarrolle dentro del Reino es ser fieles a nuestros compromisos bautismales.

Hoy en día, como seguramente lo fue en tiempos de este Joven, la gente no es feliz, pues no vive de acuerdo, ni siquiera a estos simples principios establecidos por Dios y que tienen como objeto advertirnos de todo aquello que es dañino para nuestra vida. La ley, podríamos compararla al aviso que le da la mamá al niño para que no se coma el pastel caliente, que aunque se presenta muy sabroso, sabe bien que le hará mal, lo enfermará del estomago. Dios nos ha instruido sobro todo aquello que nos destruye y nos roba la felicidad, por eso Jesús le dice: «Cumple la ley».

Si queremos que nuestra vida tenga las características del Reino, que se desarrolle en la alegría y la paz de Dios, que pueda ser plenamente feliz, debemos empezar por cumplir los mandamientos. ¿Por qué no haces hoy una pequeña revisión de cómo estás viviendo esta enseñanza de Jesús? Pregúntate si en realidad estás buscando vivir los mandamientos?

LA ASUNCION DE MARÍA

Hoy es una fiesta llena de alegría. Celebramos la culminación del camino que hizo María por este mundo. Es una fiesta de victorias y triunfos, en medio de este mundo sumergido en miles de batallas que parecen todas perdidas.

Desde la primera lectura, el libro del Apocalipsis nos lanza a presenciar a esta mujer con todos los símbolos del triunfo. Hay quienes tienen miedo leer este libro porque en él aparece la bestia y numerosas figuras de animales, pero si lo leemos con atención, a través de los símbolos descubriremos una gran esperanza. Es cierto que habla de lucha y de batallas, pero con la firme esperanza del triunfo final de Cristo y de sus seguidores.

Así, en este día la primera victoria que celebramos es la de Cristo, el Cordero que es presentado degollado, pero vivo y de pie. Es el punto culminante de toda la humanidad, es la razón por la que nosotros seguimos en esta lucha, porque a través del triunfo de Jesús también nosotros esperamos alcanzar el triunfo.

Aparece María victoriosa, triunfante. La pequeñita del cántico del Magníficat, es la que el Señor ha elevado y presentado como reina. Es la que ha escuchado la palabra, la que ha engendrado y hecho germinar, la que ha dado vida.

Finalmente, también es una victoria nuestra, y de ahí nuestra alegría. Porque Cristo al asumir nuestra carne, al asumir nuestros fracasos y nuestras muertes, nos ha dado la posibilidad de participar de su victoria. Y es nuestra también la victoria de María, que es nuestra Madre.

En María, los creyentes podemos mirar hacia el futuro y decir plenamente nuestro sí, guardarlo en el corazón y poner nuestra confianza en el Dios cuyo brazo es poderoso y enaltece a los humildes.

En estos momentos de incertidumbre, contemplemos el rostro de María en su asunción a los cielos, y que su triunfo nos lleve a recordar el triunfo de Jesús y nos aliente en nuestro propio triunfo.

El Papa Francisco, retomando algunos de los textos de este día nos invita a tres actitudes muy concretas: mantener la esperanza, dejarse sorprender siempre por Dios y vivir con alegría.

Esta fiesta nos llevará a hacer más firme y viva nuestra fe.

Viernes de la XIX Semana del Tiempo Ordinario

Mt 19,3-12


En este pasaje de Jesús hay dos grandes enseñanzas: una sobre la vida celibataria y la otra sobre el matrimonio. Nos referiremos hoy únicamente a la segunda.

Jesús es claro sobre la realidad del sacramento: este crea la unidad entre el hombre y la mujer pues ya no son dos sino uno solo. Dios creó un solo ser: «el hombre», y éste en dos sexos, con el fin de que le hombre y la mujer se complementen y alcancen así la perfección.  La causa que generalmente está a la base de los que se divorcian es precisamente que las parejas durante el noviazgo no buscan complementarse el uno al otro, sino pasársela bien.

Este aspecto de complementariedad exige renuncias y sacrificios por parte de los dos, pues la complementariedad debe ser mutua. Lógicamente cuando esto no se dio y ni se entendió que ésta es la realidad del matrimonio, la pareja tiende a buscar quién o qué lo complemente.

Peor aún es que tampoco son conscientes de que la relación que se estableció es para siempre, por lo que deben hacer todo lo posible por rescatar lo que se
pudiera estar perdiendo (clásico de nuestro mundo utilitarista el desechar)

Es importante que tanto nuestros jóvenes que están en el proceso de noviazgo, como los ya casados, busquen vivir estas dos realidades: la complementariedad y la fidelidad a la alianza realizada. Si esto se da, los esposos se darán cuenta que la vida matrimonial es una verdadera invitación a la felicidad plena en el amor de Dios.

Jueves de la XIX Semana del Tiempo Ordinario

Mt 18, 21—19; 1

Hoy toca Jesús uno de los temas más sensibles para toda persona: El perdón.

En toda convivencia se dan encuentros, desencuentros y enfrentamientos que nos lastiman y lastiman a las personas con las que vivimos. Parecen inevitable esos roces que nos van modelándonos y haciéndonos crecer, que nos hacen conocer a las personas sin conocernos a nosotros mismos. Pero es muy fácil que en nosotros queden resentimientos por lo que hemos sufrido hasta tal punto, que después es difícil el trato cotidiano y cada acción se interpreta como una agresión, con desconfianza o desprecio por el otro. Qué difícil se nos hace la convivencia.

La comunidad de Jesús tiene que saber enfrentar esos problemas y no solo soportar si no saber sacar provecho para el crecimiento.

¿Cuántas veces tengo que perdonar? Pedro no habla del enemigo sino del hermano, el que está cercano, el que comparte conmigo. Todos hemos sido testigos de hermanos, familiares y esposos que van guardando las ofensas y que después viven con amargura y resentimiento. Hay personas que son ya ancianas, y que sus padres murieron ya hace años, y sin embargo guardan en su corazón resentimientos por alguna forma de actuar de ellos. El resentimiento es un veneno que no daña a quien lo dirigimos sino a nosotros mismos.

Encontrar la armonía interior requiere estar en paz con los demás, requiere saber perdonar.

Jesús es el modelo de perdón, no tiene ningún enemigo de parte suya, otros lo consideran a Jesús enemigo, pero Él siempre está dispuesto al perdón y a tender su mano a quien se acerca a Él.

Hoy te invito a que descubras las heridas que ocasionan en tu corazón el resentimiento y el rencor; a que pidas la armonía a Dios para que puedas encontrar la paz interior. Pero también es una oportunidad para descubrir el perdón que Dios nos otorga. Descubrir al Dios misericordioso que es capaz de enternecerse ante el pecador arrepentido.

Jesús nos presenta a un Dios no justiciero si no a un Dios dispuesto al perdón.

Miércoles de la XIX Semana del Tiempo Ordinario

Mt 18,15-20

En pocas líneas, Jesús presenta tres cuestiones muy importantes. La primera podría llamarse “la defensa de la verdad”, porque es una invitación a todos los cristianos a defender los principios de la moral. Con frecuencia se muestran comportamientos equivocados (por ejemplo, en materia económica, sexual, etc.) y se presentan como si fueran conductas “normales” o “aceptables”. Sin embargo, Jesús nos pide que demos a conocer la verdad, con claridad y respeto, porque nos importan los demás y queremos que también se salven. El Catecismo es una valiosa ayuda para eso, porque nos da los criterios muy precisos.

De acuerdo a este pasaje de la Escritura, no podemos tomar la posición fácil de decir: “Basta con que yo esté bien… que los demás vean como le hacen”. Es obligación del cristiano el ver por el bien espiritual, físico y moral de los hermanos.

No podemos ver que un hermano peca y nosotros quedarnos tan tranquilos, es nuestra obligación cristiana hacerle ver su error. Para hacerlo recordemos la parábola de la basura en el ojo, pues en ella nos recuerda Jesús que la manera de corregir al hermano es siempre con gran amor y con mucho cuidado, como cuando queremos retirar de su ojo una basurita.

Debemos buscar el momento y las palabras adecuadas con el fin de no lastimarlo. Sin embargo debemos ser sinceros y auténticos. El esfuerzo, debe ir hasta hacernos ayudar de toda la comunidad, si fuera necesario.

Recordemos que somos un cuerpo y si un miembro se enferma, se enferma todo el cuerpo. Tampoco se trata de estar buscando todos los pequeños errores de los demás… se trata de las faltas que pueden llevar sea a la perdición de su vida o a pecados más graves, a faltas morales que distan mucho de la vida cristiana.

Por otro lado es la invitación a ser receptivos a la corrección de nuestros hermanos. Dios nos ama como somos, pero rechaza la idea de dejarnos en estas condiciones. Él quiere que seamos exactamente como Jesús.

Martes de la XIX Semana del Tiempo Ordinario

Mt 18,1-5.10.12-14

Dos grandes enseñanzas nos vienen de este pasaje de la Escritura. El primero nos ayuda a entender que la grandeza del hombre, contrariamente a lo que el mundo nos diría, no está en ser el más importante (de la oficina, de la escuela, de la ciudad… del mundo), sino en el vivir con sencillez la vida, como lo hace un niño.

El niño no se afana por estas ideas de nosotros los adultos. Su mundo infantil está lleno de pequeñas cosas, de sencillez, de mansedumbre y de inocencia.

El segundo, y que quizás hoy tiene una importancia capital, es el cuidado que debemos tener con los niños, sobre todo en su formación. Nuestros niños crecen hoy expuestos a muchos y graves peligros en su formación.

Los niños – en su sencillez interior – llevan consigo, además, la capacidad de recibir y dar ternura. Ternura es tener un corazón de carne y no de piedra, como dice la Biblia (cf. Ez36, 26).

La ternura es también poesía: es sentir las cosas y los acontecimientos, no tratarlos como meros objetos, sólo para usarlos, porque sirven…

Los niños tienen la capacidad de sonreír y de llorar. Algunos, cuando los tomo para abrazarlos, sonríen; otros me ven vestido de blanco y creen que soy el médico y que vengo a vacunarlos, y lloran… pero espontáneamente. Los niños son así: sonríen y lloran, dos cosas que en nosotros, los grandes, a menudo «se bloquean», ya no somos capaces…

Muchas veces nuestra sonrisa se convierte en una sonrisa de cartón, algo sin vida, una sonrisa que no es alegre, incluso una sonrisa artificial, de payaso. Los niños sonríen espontáneamente y lloran espontáneamente. Depende siempre del corazón, y con frecuencia nuestro corazón se bloquea y pierde esta capacidad de sonreír, de llorar.

Entonces, los niños pueden enseñarnos de nuevo a sonreír y a llorar. Pero, nosotros mismos, tenemos que preguntarnos: ¿sonrío espontáneamente, con naturalidad, con amor, o mi sonrisa es artificial? ¿Todavía lloro o he perdido la capacidad de llorar? Dos preguntas muy humanas que nos enseñan los niños.

Por todos estos motivos Jesús invita a sus discípulos a hacerse como niños, porque de los que son como ellos es el reino de Dios.

Los niños traen vida, alegría, esperanza, incluso complicaciones. Pero la vida es así. Ciertamente causan también preocupaciones y a veces muchos problemas; pero es mejor una sociedad con estas preocupaciones y estos problemas, que una sociedad triste y gris porque se quedó sin niños.

Y cuando vemos que el número de nacimientos de una sociedad llega apenas al uno por ciento, podemos decir que esta sociedad es triste, es gris, porque se ha quedado sin niños.

Es necesario que tomemos con seriedad lo que hoy nos dice Jesús: “El Padre no quiere que ninguno de estos niños se pierda”. La pregunta que surge es, y tú ¿qué vas a hacer?

Lunes de la XIX Semana del Tiempo Ordinario

Celebra la Iglesia el día de hoy la fiesta del diácono y mártir San Lorenzo.

Este famoso diácono, miembro de la Iglesia de Roma, realmente llevó a plenitud lo que significa la palabra diácono, esto es, servidor.

Cumplió su servicio haciendo bien a los pobres, cumplió su servicio atendiendo al altar, cumplió su servicio exponiendo la Palabra y cumplió su servicio entregando su propia vida en un martirio cruel: fue asado vivo. De esta manera, Lorenzo es como una imagen completa de los que significa el servicio en la Iglesia.

Las autoridades del Imperio, ávidas de riqueza, sospechaban de este hombre. Y una vez apresado, le pidieron que entregara los tesoros de la Iglesia; Lorenzo no se resistió, condujo a los que tales improperios e imprecaciones le decían, a una sala donde se encontraba un buen número de pobres de los que él atendía diariamente, y les dijo: «Estos son los tesoros de la Iglesia». La respuesta es infinita en su sabiduría a poco que uno la piense.

Pero no bastó y no gustó a sus detractores que, añadieron este motivo a los otros que tenían para enemistarse con él, y lo condujeron finalmente a la horrible muerte que nos recuerda la historia. Y sin embargo, era Cristo a quien servía en la persona de esos pobres, y era el pobre entre los pobres Aquel que por nosotros se hizo pobre para enriqueciéramos con su pobreza; era a ese Pobre al que Lorenzo ofrecía, cuando daba la Sagrada Comunión, y era de ese Pobre de quien hablaba cuando exponía la Escritura.

De esta manera, Lorenzo, siendo de todos, era sólo de Cristo, y siendo sólo de Cristo, era servidor de todos. En realidad, él se había hecho esclavo de Cristo, y por eso no podía alejarse de los pobres, que son como un sacramento permanente de Jesús en la sociedad.

Se había hecho servidor de Cristo, y no podía entonces apartarse de la Eucaristía en la que Cristo presta el mayor servicio al corazón humano y a la vida del Universo; se había hecho esclavo y servidor de Cristo, y entonces no podía apartarse de la Palabra porque, aunque no lo supiera, ya él cumplía lo que después dijo San Jerónimo: «Desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo».

Lorenzo, siervo y esclavo de Jesucristo, siguió tan de cerca a su Señor, que lo mismo que le pasó al Señor, le pasó a su siervo. Y así como Jesús entregó su vida para la salvación del mundo, Lorenzo, unido a Cristo, sepultó con su terrible martirio la vida de la Iglesia.

Llena de admiración la Iglesia de Roma reconoció prontamente la inmensa santidad de este hombre y quiso que fuera incluido en el cánon de la Santa Misa. De este modo, los cristianos de Roma de aquella época, pero todos los cristianos de todas las épocas también, reconocemos que siempre que se celebra este Sacrificio hay un diácono quizá invisible, un diácono que sigue ofreciendo a Cristo, sigue ofreciéndose con Cristo, sigue siendo, en Cristo y para Cristo, oblación grata al Padre.

Sé entonces que Lorenzo está concelebrando en esta celebración, sé que su servicio diaconal nos ayuda a entender la Escritura, y que sus manos santísimas, consagradas por el martirio, ofrecerán al Padre la Hostia Santa, y la presentarán también a nuestros corazones, para que sean altares de alabanza a Dios.

Bendito seas, Lorenzo, que celebras con nosotros este Santo Sacrificio; bendito tú, que has sido consagrado Eucaristía en tu martirio.

Viernes de la XVIII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 16, 24-28

Jesús puso dos condiciones para seguirlo; negarse a sí mismo y tomar la cruz.

Es importante el orden en el que Jesús las propone, ya que quien no es capaz de renunciar a sí mismo, es decir, a no tenerse por alguien importante, a considerar a los demás mejores, en una palabra a aceptar su realidad de criatura, de su nada, no podrá cargar con la cruz.

Casi todos los estudiosos de la Biblia están de acuerdo en que la expresión «tomar la cruz» fue usada por Jesús pensando en «el ridículo y la humillación» que experimentaban los condenados a la crucifixión que tenían que pasar por la ciudad cargando el madero y después ser exhibidos públicamente.

En esta procesión hasta el lugar de la crucifixión la gente los insultaba, se burlaba de ellos, los escupía y despreciaba. Solo quien se ha negado a sí mismo puede afrontar con serenidad, los insultos, el ridículo, la incomprensión y las persecuciones por causa del evangelio.

Ciertamente seguir a Jesús no es fácil… pero vale la pena, pues: ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo si finalmente se pierde a sí mismo?

LA TRASFIGURACIÓN DEL SEÑOR

El Altísimo baja a nuestra tierra, se reviste de nuestra carne, el Todopoderoso se hace pequeño.

En esta fiesta de la Transfiguración del Señor, contemplamos y adoramos estas maravillas.

«Tanto amó Dios al mundo que nos dio a su propio Hijo».  «El Verbo se hizo carne», Cristo es «imagen del Dios invisible».

Jesús, «seis días después» de la solemne confesión del mesianismo de Cristo hecha por Pedro y del primer anuncio de la Pasión, llevó a Pedro, Santiago y Juan a un monte alto.  Esto tres discípulos serán los mismos testigos de la agonía del Señor y así aparecen cada vez más los extremos de la Pascua.

La tradición señala a este monte como el Tabor.

Allí el Señor se transfigura: el rostro resplandeciente como el sol, sus vestiduras blancas «como la nieve».  Con una blancura que ningún blanqueador podría dar.

En la 1ª lectura oímos la descripción profética de la gloria de Dios.  Ahí se nos hablaba de esa blancura y de ese resplandor al que es unido el «Hijo del hombre».

A sus lados aparecen Moisés y Elías, es decir, la ley y los profetas, que son síntesis y paradigma de la Antigua Alianza.  Ellos rodean al nuevo Moisés, a la Palabra luminosa del Padre, y conversan con El.  «Y hablaban de la muerte que le esperaba en Jerusalén».  De nuevo vemos los contrastes pascuales: en ese marco de gloria se habla de muerte y humillación.  Los apóstoles están admirados pero enormemente felices, por lo que Pedro, que suele ser el portavoz de los demás discípulos, expresa su anhelo: «si quieres haremos tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».  Como Pedro, todos anhelamos, muy naturalmente, instalarnos en el gozo, todos deseamos que la felicidad sea una situación estable.

La manifestación llega a un culmen con el testimonio divino, «este es mi Hijo muy amado, mi escogido, escúchenlo».

Y el testimonio es coronado por la aparición de una nube, «que nos cubrió con su sombra», dice Marcos.  Es la nube que manifiesta la presencia de Dios en la tienda y el templo, es la nube que el ángel prometió a María al decirle que la cubriría con su sombra, es también el testimonio mismo del Espíritu Santo que en la otra gran teofanía del bautismo había aparecido como paloma. Y como conclusión de todo queda el mandato de Jesús de no contar nada hasta que Él hubiera resucitado de entre los muertos.

Esto refleja nuestra dificultad de entender, sobre todo en lo concreto de la vida, el misterio pascual de Cristo: de la muerte brota la vida, la gloria de la humillación, el señorío de la obediencia.

Pablo, en la segunda carta a los cristianos de Corinto, nos habla de otra «transfiguración», la nuestra, pues la gloria de Jesús que hoy se manifiesta, Él nos la quiere comunicar también, pero la condición es seguir su mismo camino, reproducir su mismo ejemplo.

«Y nosotros todos, con el rostro descubierto, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, su imagen misma, nos vamos transfigurando de gloria en gloria como por la acción del Señor, que es espíritu» (3,18).

«Hemos visto su gloria, gloria que le corresponde como Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).

“En efecto, Dios lo llenó de gloria y honor, cuando la sublime voz del Padre resonó sobre El… y nosotros escuchamos esa voz, vendrá del cielo, mientras estábamos con el Señor en el monte santo» (2 Ped 1, 17-18).