Miércoles de la XXIII semana del tiempo ordinario

Col 3, 1-11; Lc 6, 20-26

Siempre la palabra de Dios nos confronta. Cuando la dejamos que entre sin ningún condicionamiento, pone frente a frente las actitudes de muerte y las actitudes de vida que hay en nosotros.

En la primera lectura de este día, San Pablo enumera una serie de manifestaciones de esas lacras que no dejan que la vida de Dios se manifieste en nosotros: fornicación, malos deseos, la avaricia. Nos invita a dejar completamente fuera de nosotros: ira, rencor, maldad, palabras obscenas, blasfemias y engaños. Y nos pide que nos despojemos de ese hombre viejo para poder parecernos a Cristo del cual debemos revestirnos.

Por su parte el evangelio de San Lucas nos habla de las nuevas bienaventuranzas, la felicidad encontrada no en las cosas externas, sino puesta en el interior del corazón. Es la contraposición al mundo y sus afanes.

Mientras el mundo nos dice que la riqueza y el poder dan la felicidad, Jesús nos dice “dichosos vosotros los pobres, porque de vosotros es el Reino de Dios” ¡Y nosotros que renegamos tanto de la pobreza! No quiere Cristo que vivamos en la miseria, ni que el hambre y las enfermedades diezmen nuestras comunidades, lo que propone Cristo es darle el verdadero valor a la persona, a su interior, y darle el verdadero valor al Reino de Dios, es decir, saber que Dios es nuestro Padre y que todos somos hermanos.

Pero vienen después esa especie de maldiciones, según unos, o de expresiones de dolor, según otros, donde se lamenta de los ricos y de los que encuentran el consuelo en las cosas materiales.

Es una contraposición tanto la que nos ofrece Pablo como la que nos ofrece Jesús. No podemos hacernos los sordos ni vivir de modo acomodaticio con esa cultura de muerte diciéndonos cristianos.

¿Qué le respondemos a Jesús en este día?

El Papa Francisco, con sus palabras y con su ejemplo, nos ha hecho reflexionar sobre el lugar que estamos dando a las cosas materiales que con frecuencia se han apoderado de nuestro corazón, así no se puede ser discípulo de Jesús, se necesita tener el corazón libre para entregárselo sin condicionamientos.

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