Miércoles de la VI Semana Ordinaria

Mc 8, 22-26

Hoy Jesús aparece curando a un ciego.  Esto es signo de que el mesianismo ha llegado a su cumplimiento, tal como lo había anunciado el profeta.

¿Ves algo? Es la pregunta que Jesús hace al ciego que acaba de tocar. Y el antes ciego, empieza a ver “algo”, pero Jesús vuelve a imponer sus manos en los ojos y aquel hombre comenzó a ver perfectamente bien. Es el proceso que lleva el evangelio de Marcos en cada una de sus curaciones: incredulidad, cercanía, signo de Jesús, visión nueva de la realidad, fe. 

Es el mismo proceso que cada uno de nosotros debería llevar al encontrarse con Jesús: dejarse tocar, empezar a ver las cosas de forma distinta.  Para después asumir una nueva visión del mundo y de los hombres. Distinguir perfectamente los árboles de las personas.

Nuestro hombre moderno tan dado a confundir a los hombres con máquinas, con mercancías, con números, o con deshechos que estorban al progreso y desarrollo de unos cuantos. Mirar la humanidad de cada una de las personas, sus sentimientos, su dolor, sus aspiraciones. Jesús nos hace ver diferentes todas las cosas. Entonces es cuando verdaderamente se tiene fe y se puede decir que se es discípulo y aunque Jesús indique que no se anuncie, los hechos y testimonios proclaman que el Salvador ha llegado a nosotros. 

Este evangelio nos permite descubrir a Jesús como el vencedor de las tinieblas. La oscuridad del hombre al que le restablece la vista, nos permite descubrir a Jesús muy cercano a nosotros a pesar de nuestra ceguera, nos infunde su fuerza en los signos de su saliva y ordena que desaparezca de nosotros toda ceguera.

La ceguera de egoísmo provoca los peores desastres de hambre, de desnutrición, de soledad y de abandono, y es la misma ceguera que provoca la incapacidad del hombre para actuar en comunión y lo deja en su aislamiento y su egoísmo.

Hoy acerquémonos a Jesús, también nosotros dejémonos tocar con su mano, dejémonos levantar, y permitamos que nos ayude a descubrir verdaderamente a los hombres. Que no se desdibuje su rostro y lo veamos con signos de intereses o de negocios; que no sean solamente utilizados, sino que verdaderamente sean respetados como personas y como hijos de Dios.

Que no confundamos a nadie con árboles, con cosas, con peldaños para subir. Que se abran muy claro nuestros ojos y podamos descubrir en cada rostro un hermano que nos acompaña en el camino que nos lleva al Señor.

Martes de la VI Semana Ordinaria

Mc 8, 14-21

¿Aún no entienden ni caen en la cuenta? Esa pregunta, hecha por Cristo a sus discípulos, refleja una situación muy humana: la dureza de mente y de corazón para aprender la forma en que Cristo se relaciona con nosotros.

Los discípulos para este momento ya habían vivido varios meses con Cristo, habían oído su palabra, habían visto milagros, habían comido del pan que había multiplicado en dos ocasiones y quizá en más. Sin embargo, aún no entendían a Cristo, no lo conocían. Nosotros que somos hijos de Dios, que rezamos todos los días, que nos llamamos cristianos, ¿conocemos a Dios? Sabemos que Él nos ama y que todo lo que tenemos y somos es a causa de Él, que de verdad nos quiere como hijos, pero a veces ante sus mandatos o invitaciones incómodas reclamamos y reprochamos su dureza. Él nos pregunta: ¿Aún no entienden?

Él permite todo para nuestro bien y nos guía con mandatos e invitaciones en ocasiones costosas no por querer fastidiarnos sino porque busca lo mejor para nosotros. Quizá aquello que nos quita o no nos otorga es para que no nos separemos de Él, el único gran tesoro, para que no tengamos obstáculos para amarle más, para evitarnos problemas que no vemos al presente. Cuando nos pide ese detalle de amor en el matrimonio que exige abnegación, cuando nos llama a ser más generosos con los necesitados, cuando nos reclama dominio sobre nuestros impulsos de enojo, coraje, orgullo o sensualidad, lo hace para ayudarnos a construir una vida más feliz y justa. Él es nuestro Padre que sabe lo que más nos conviene, no rechacemos sus cuidados amorosos por más que nos cuesten.

Lunes de la VI Semana Ordinaria

Mc 8, 11-13

Mateo se dirige a una comunidad de la segunda generación, en su mayoría no judíos.  Quiere remarcar fundamentalmente la identidad de Jesús, Jesús como Hijo de Dios y Mesías anunciado por los profetas. Es importante afianzar la fe de la comunidad, que vivía en un mundo hostil.

Volver la mirada de la comunidad hacia Jesús significa para Marcos, presentar a Jesús destacando de Él, no un mesianismo espectacular sino un Mesías sufriente, dispuesto a dar la vida mostrando, con signos claros, la misión que el Padre le ha confiado.

Han llegado a Dalmanuta, región situada probablemente en la costa occidental del mar de Galilea, ciudad de población mixta, judíos y gentiles, pero de influencia judía.

Antes de llegar allí Jesús ha curado enfermos, ha dado de comer a mucha gente, ha realizado otros hechos milagrosos. Mateo presenta siempre los milagros que realiza Jesús como signos de liberación del hombre del pecado, del dolor, de la angustia, no como signos del poder de Dios frente a sus enemigos.

Pero no todos descubren en la persona de Jesús ser el Mesías anunciado, el Hijo de Dios y piden una señal inequívoca de su mesianismo, una señal prodigiosa.

Sabemos la respuesta de Jesús, su negativa. La señal ya les ha sido dada, “los ciegos ven, los sordos oyen…” (Mt11, 2-15) pero ellos, los fariseos, tienen muy claros los principios de la ley y están cerrados a todo lo que puede desestructurar su sistema religioso. Por otra parte, son fieles observantes de la ley de Moisés. Viven el conflicto entre sus creencias y lo que hasta ahora descubren en Jesús y quieren pruebas, seguridades.

En nuestra Dalmanuta particular o social

Marcos insiste mucho en su evangelio sobre el desconcierto y la incredulidad que rodean el mensaje de Jesús. ¿Está describiendo su comunidad de “ayer” o la nuestra de “hoy”?

Hay quien pide hoy también señales poderosas para reforzar su fe. Situaciones en las que casi estaríamos exigiéndole a Dios, unas señales claras de su existencia, una manifestación de su gloria, que fortalezca las estructuras tambaleantes, que manifestara su poder, que visibilizara su existencia, que atendiera mis peticiones que….

Y Dios nos regala su silencio, un silencio que, cuando lo acogemos con honestidad, puede ayudarnos a cambiar la dirección de nuestras peticiones, a descubrir que el proyecto de Dios se da en otras dimensiones en donde la Misericordia y el Amor son signos inequívocos de su Presencia. 

Y así vamos descubriendo esos signos en nuestra vida, en nuestro entorno, en los encuentros con El en la oración, en las personas que llaman y experimentan a Dios como Padre, en las relaciones de fraternidad que construyo con otros, en los gestos de perdón, en las personas que acogen al que está al borde del camino, que no rompe la caña quebrada.

Pero sin duda que en un mundo como el nuestro en el que todo se intenta explicar desde la ciencia, desde la demostración científica, en el que todo se somete a verificación, hay momentos que tenemos también la tentación de exigir pruebas, signos claros.

Y es importante decir humildemente: Creo Señor, pero ¡aumenta mi fe!

Sábado de la V Semana Ordinaria

Mc 8, 1-10

Jesús al darse cuenta de la necesidad de la gente que le seguía, se mueve a compasión y se identifica con ellos, exponiendo a sus discípulos su necesidad e implicándoles a ellos también en una posible solución, pero los discípulos se sienten muy limitados, reconocen su incapacidad y no ven la forma de paliar esa carencia, y en el fondo ven que sus provisiones no son suficientes para tanta multitud, porque tampoco ellos querían compartirlas.

Cuando las provisiones no son suficientes ni para nuestra propia necesidad, ¿somos capaces de compartirlas con los otros?, ¿cómo actuamos?, ¿confiamos en que Dios, que no se deja ganar en generosidad y que cuida de las aves del campo, va a ayudarnos en esta situación? La enseñanza que el Señor quiere que aprendan los discípulos en esta ocasión, y a través de ellos nosotros, es que es más grande dar que recibir, aunque esos dones o riquezas que tengas sean imprescindibles para ti. Él no renegó, no dijo es muy poco, no alcanzan o no sirven, simplemente los tomó y dio gracias.

Quiera Dios otorgarnos el don de ser agradecidos siempre, en lugar de estar quejándonos constantemente.

Viernes de la V Semana Ordinaria

Mc 7, 31-37

Jesús, mientras caminaba hacia el lago de Galilea, se encuentra con un hombre sordo y que apenas podía hablar, condenado a la incomunicación: nada de la vida podría entrar en él, nada de la vida podía desprenderse de él. Su problema era la incomunicación.

Hay una súplica de la gente: “que le impusiera las manos” (gesto presente en muchos sacramentos para otorgar algún don, autoridad, o como método de sanación). Jesús toca sus oídos y su lengua; suspira al cielo y da una orden: “EFFETÁ” = ÁBRETE. Y al momento hablaba sin dificultad alguna.

Nos incomunicamos cuando la vida se llena de oscuridad, cuando la tristeza nos invade, cuando nos vemos abocados a la soledad. Es el momento en que la incomunicación nos conduce al ostracismo, al exilio, al confinamiento; todo por la incapacidad que mostramos ante una vida que requiere de nuestra responsabilidad y respeto, donde todo se vuelve una frontera infranqueable. Nos separamos de la vida, nos separamos de los hermanos, de la familia y de Dios.

Se hace necesario que alguien nos diga una palabra de autoridad que rompa nuestro silencio e incomunicación. “Ábrete al mundo”, “Ábrete a Dios”, “Ábrete a la fraternidad”. Es una palabra de autoridad que viene de Dios mismo, viene como “un suspiro del cielo”, como una nueva creación.

San Juan Pablo II, lo repetía constantemente: “Abre de par en par tus puertas a Cristo”, así inició también su pontificado.

La fe es la apertura a Cristo, a Dios, romper las barreras de la incomunicación con Dios y los hermanos, salir de la marginación que la soledad provoca, superar la separación que provoca la incomprensión de los pueblos, de las religiones, de los hombres. La fe necesita de una mano creadora que abra nuestro entendimiento para poder escuchar la Palabra de Dios, y poderla proclamar sin descanso.

“Ábrete” es la gran lección del evangelio de hoy, que nos presenta a Jesús como el Mesías esperado, que hace oír a los sordos y hablar a los mudos.

Jueves de la V Semana Ordinaria

Mc 7, 24-30

La verdad es que el pasaje evangélico de hoy, las palabras que Jesús dirige a la madre pagana que le pide que cure a su hija poseída por un espíritu inmundo… nos resultan duras y sorprendentes y dan pie para pensar que Jesús, en un primer momento, sólo quería predicar al pueblo judío. Pero, siguiendo adelante en esta escena, caemos en la cuenta que atedió el ruego insistente y confiado de esta madre afligida: “Anda, vete, que por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija”.

Por todo lo que sabemos de la vida de Jesús, es claro que quiso predicar su buena noticia a todos y nos pidió a sus seguidores que la divulgásemos por las cuatro esquinas del universo: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura”. El sublime tesoro que él nos trajo de parte de Dios no podía quedar reducido a su pueblo. Estaba destinado a toda la humanidad. El amor de Dios, la luz de Dios, el perdón de Dios, la bondad de Dios, las promesas de Dios, las curaciones de Dios, el cielo de Dios… están destinados a todos los hombres de todas las épocas.

Miércoles de la V Semana Ordinaria

Mc 7, 14-23

Después de encararse con los fariseos, Jesús se dirige a la gente para proponerle una enseñanza fundamental en la vida de cada día; a los discípulos se lo explicará todavía más claramente. Lo importante no es mantener la ‘pureza legal’, es decir, ajustarse escrupulosamente a las prescripciones de la ley en lo referente a los alimentos, en este caso, y al modo de servirse de ellos. Es más: No hay por qué pensar que hay alimentos más ‘puros’ que otros; todos vienen de la mano de Dios y están, por disposición suya, al servicio del hombre.

Jesús llama la atención sobre lo que procede del interior, lo que se genera en el corazón humano. Ahí es donde reside la fuente de nuestros actos. En este pasaje evangélico sólo habla Jesús de lo malo que sale de ese corazón humano, porque está polemizando con el concepto de ‘impureza’ que han mencionado los fariseos. Y enumera una serie de actitudes perversas que brotan de un corazón corrompido o extraviado, y que degradan al hombre.

Pero, evidentemente, el corazón es sede, también y sobre todo, de nuestros pensamientos, sentimientos y decisiones más nobles. Nuestra conducta personal nace de nuestra conciencia, de nuestro mundo interior presidido por unos determinados criterios, muchas veces implícitos, que impulsan nuestro comportamiento. Todo el bien que somos capaces de hacer tiene su origen en nuestro ‘corazón’ y, si en él reina el amor, será también bueno todo lo que de él proceda.

De ahí la importancia de formar bien nuestra conciencia, de adquirir principios conformes con el Evangelio y de ajustar a ellos nuestra conducta. Esa será la mejor garantía de que nuestro corazón está en sintonía con el de Jesús y de que, como él, pasaremos por este mundo haciendo el bien.

Pregúntate de dónde proceden tus actos: ¿del respeto a la ley, del imperativo del amor, o de ambos?, ¿en qué proporción respectiva?

Martes de la V Semana Ordinaria

Mc 7, 1-13

Jesús nos llama también a mantener una alabanza y celebración verdadera del amor del Padre. El culto que Dios quiere es en verdad y de corazón. Así lo refleja este fragmento de Marcos, cuando unos fariseos le recriminan a Jesús que no amoneste a sus discípulos por no respetar la limpieza ritual del lavado de manos antes de comer. No era a Jesús, pero sí a alguno de sus discípulos. Y Jesús también les recuerda a estos fariseos su dureza de corazón y su hipocresía. Dejáis de lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres. No está en la ley primitiva la limpieza ritual, sino en el Talmud, en la tradición. Y Jesús les recrimina otras prácticas de tradición egoístas como la fórmula “qorbán” (don ofrecido a Dios, a través del Templo, para retener la posesión del patrimonio y del dinero propio), y así eludir la atención, el respeto y amor por el padre y la madre, que Dios nos manda. Priorizan enriquecer el culto del Tempo y olvidan el mandamiento de Dios del respeto por los padres. Pero Jesús respeta las leyes mosaicas aunque con su actitud sabe que están llegando a su fin. El verdadero culto no se dará en el Templo, sino que se manifestará en espíritu y verdad. Es lo que Jesús nos pide. Comprometernos con Dios sin miedo, sin mantener parcelas de nuestra vida privada al margen de Dios. “Ve vende lo que tienes, dalo a los pobres, Ven y Sígueme”. Cuando somos conscientes de que todo lo que tenemos nos viene de Dios, el egoísmo, la usura, acaparar o retener con temor no pueden estar en nuestra identidad. Más bien, la disposición de san Pablo: Todo lo puedo en aquel que me conforta. Un espíritu y un ánimo abierto a la voluntad de Dios y a mirar por las necesidades que Dios nos presenta en nuestras vidas.

Que estemos abiertos a Dios y a cultivar el amor entre los hermanos en la nueva creación.

Lunes de la V Semana Ordinaria

Mt 6, 53-56

El evangelio de hoy expresa en pocas palabras cómo la gente reconoce a Jesús y acuden de forma numerosa. Hay entusiasmo, movimiento, solidaridad. Van atrás de Él porque desean que Jesús les sane. No es una búsqueda individualista: “comenzaron a traer a los enfermos en camillas”, incluso orientan a las personas para que le toquen, aunque solo sea, la orla de su manto.

Considero importante superar la imagen de la enfermedad como ausencia de salud física, aún a sabiendas de que ésta es muy importante. Pero la salud no lo es todo. Podemos conocer personas que tienen una buena salud y viven agobiadas por diversas situaciones. También podemos conocer personas que viven la fragilidad de la salud y, aun así, poseen un fuerte sentido de la vida que transmite serenidad, confianza y sabiduría.

La gente buscaba a Jesús y le reconocían. Llevaban a las personas que no podían ir por sí mismas hasta Él, aconsejaban qué tenían que hacer en presencia de Jesús para “ser curados”, es decir, para rescatar nuevamente el sabor de la vida y continuar el camino menos solo.

El evangelio de hoy nos “toca” con ternura en las circunstancias actuales, en las que, para no contagiarnos y no caer enfermos del COVID19, “no debemos tocarnos”.  Experimentamos la ausencia del “toque” y la gran necesidad de “tocarnos”. Deseamos poder abrazarnos nuevamente, en un movimiento duplo del dar y recibir, del caminar juntos, de ayudarnos mutuamente… de cultivar una mística que restaura la armonía de toda la creación en su diversidad.

Sábado de la IV Semana Ordinaria

Mc 6, 30-34

El evangelio nos invita a dejar nuestras preocupaciones para centrarnos en Jesús de Nazaret, descansar a solas con El, para escuchar en nuestro interior sus palabras y consejos. A veces tenemos demasiados ruidos que nos impiden escuchar a Dios. Nos invita a una intimidad con El, siempre dispuesto a escucharnos. Los Apóstoles tenían grandes deseos de contarle a Jesús todo lo que habían hecho y enseñado, por eso el Señor les dijo: “Venid vosotros solos a descansar un poco a un sitio tranquilo”. Porque como eran tantos los que les seguían no tenían tiempo ni para comer.

Ellos se marcharon, pero como la figura de Jesús atraía a la muchedumbre, cuando se dieron cuenta de que se marchaba, fueron corriendo y se les adelantaron.

Al desembarcar, Jesús vio una multitud y le dio lástima, porque como dice Marcos, eran como ovejas sin pastor. Entonces Jesús dejando el descanso con sus íntimos, los discípulos, que tanto deseaba, los dejó, y se puso a enseñarles con calma

¿Deseamos nosotros estar a solas con Jesús? Pruébalo y veras que bien se está.