San Mateo 10, 16-23
Apenas acabamos de celebrar la fiesta del nacimiento de Jesús, cuando la liturgia nos invita a contemplar, más allá de la pasión y muerte del Señor, el día de la muerte de Esteban, el primer mártir cristiano. Esteban manifestó su fe dando la vida y aceptando la muerte por esa fe.
La fiesta de san Esteban nos ayuda a situar la Navidad en una acertada perspectiva. No es que tengamos que apartar las hermosas imágenes de María y José, inclinados hacia un Dios que ha aceptado la debilidad de un recién nacido. Lo que hemos de comprender es que, al hacerse hombre como nosotros, en todo, menos en el pecado, Jesús también se hizo vulnerable como Esteban.
Quedó abierto, efectivamente, al sufrimiento y a la muerte. Desde su concepción y nacimiento, Jesús estaba destinado a salvar al mundo por medio de la muerte en cruz. Es totalmente cierto que Jesús nace para morir. Y al morir, quedó también abierto a la vida y a la resurrección.
La muerte y resurrección del Señor son el acontecimiento central de toda la historia. Todos los días de su vida fueron un camino dirigido hacia el centro trascendental del sacrificio. Por ese motivo, cuando ayer celebrábamos su nacimiento, lo hacíamos mediante la Misa, que vuelve a presentarnos actualizado el misterio de su muerte y resurrección.
Así pues, es muy bueno que contemplemos las tiernas escenas de Belén, pero la fiesta de hoy nos llama a contemplar y comprender que Jesús nace para ser mártir, es decir, testigo del amor infinito con que nos ama el Padre. La señal de ese amor es el sacrificio de Jesús, que sólo pudo concretarse mediante la encarnación del Hijo de Dios, que se hace hombre, igual que nosotros, excepto en el pecado.