Ez 2, 8-3,4
Ezequiel es un profeta, es decir, uno que habla en nombre de Dios. Para proclamar la palabra de Dios, primero debe escucharla, más aún, asimilarla, hacerla suya.
El profeta con su personalidad, experiencias, ideas, tiene que ir como desapareciendo dolorosamente para llegar a ser, cada vez más, fiel intérprete de las palabras de Dios aunque éstas sean difíciles de entender y más aún de vivir. Pero al asimilarlas, las «traduce» para que el pueblo a quien van dirigidas las entienda y siga. El rollo recibido estaba escrito en sus dos caras, era un mensaje extenso y «tenía escritas lamentaciones y amenazas».
Cada cristiano es un profeta que recibe la Palabra, la tiene que asimilar y la debe propagar.
Mt 18, 1-5. 10. 12-14
Hemos oído el comienzo del cuarto gran discurso de Jesús. En él el evangelista Mateo agrupa una serie de enseñanzas sobre la vida de la comunidad.
¿Quién es el más grande? Conscientes o inconscientemente nosotros también nos hacemos esa pregunta pues la inquietud de sobresalir, de dominar es muy humana.
Oímos la respuesta: en el Reino de los cielos hay otros criterios más allá de los puramente humanos. «Si no cambian y si no se hacen como niños…» Esta es la exigencia del Reino, y su total perfección sólo se dará en la Parusía, pero ese Reino hay que irlo construyendo ya, día a día, en nuestro corazón, en nuestra familia, en toda nuestra comunidad.
Cambiar, convertirse, es la primera exigencia del Reino. Pero, ¿seremos perdonados?, ¿seremos aceptados a pesar de nuestras fallas y miserias? El Señor afirma que sí, que seremos siempre recibidos con alegría.
No olvidemos que la conversión es una actitud fundamental, el estar rectificando es siempre necesario.