Santo Tomás, Apóstol

Cuando imaginamos el grupo de los apóstoles y contemplamos a cada uno de ellos con su personalidad y con su muy diferente carácter, podemos imaginar lo humano que es Jesús para aceptar a cada uno como es y para hacerlo sentir especial y amado por él.

Hay algunos que destacan más a través de las narraciones de los Evangelios por muy diferentes aspectos. Tomás es uno de los más citados y conocidos sobre todo por San Juan que se empeña en presentarnos diferentes facetas de este discípulo tan especial, que se hace más cercano a cada uno de nosotros. 

Ya en el anuncio de la subida de Jesús a Jerusalén expresaba sus temores, pero a pesar de ello está dispuesto a seguirlo y dice con cierta ironía: “Vayamos pues y muramos con él”(Jn 11,16).

Cuando Jesús en la última cena abre el corazón a sus discípulos y les anuncia su partida, es Tomás quien reclama que no entiende ni a dónde va, mucho menos va a saber el camino (Jn 14, 1-6). Éste es Tomás, un poco sarcástico y siempre muy humano.

El pasaje que hoy hemos leído y que con frecuencia citamos cuando dudamos de algo: “Yo como Santo Tomás, hasta no ver no creer”, nos ayuda a captar de un modo más cercano todo lo que debió ser para aquellos asustados discípulos, la resurrección del Señor.

El camino de Tomás es el largo itinerario que va desde la humana desconfianza, hasta la plena confesión del arrodillado que humildemente exclama: “¡Señor mío y Dios mío!”.  Ese es nuestro mismo camino, desde la humanidad, desde lo cotidiano, desde lo muy concreto, descubrir la presencia de Jesús en medio de nosotros.

Ese Jesús capaz de recordarnos que Él es el camino, la verdad y la vida. Ese Jesús que es cierto que habla de la cruz, pero como un camino de salvación. Ese Jesús que es capaz de invitarnos a tocar sus llagas, a mirar sus heridas, para descubrir la verdad de su misión.

Hoy junto con Tomás también nosotros tengamos un encuentro con Jesús. Mostrémonos tan humanos como somos, pero dejémonos conducir por su camino para que también nosotros lo descubramos como nuestro Dios y nuestro Señor.

Viernes de XIII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 9, 9-13

La vida está llena de decisiones. Desde elegir la camisa que uno se pone por la mañana a elegir la licenciatura que uno quiere estudiar. Hay elecciones fáciles y otras difíciles, pero siempre hay que pensarlas bien, porque elegir es renunciar (… a aquello que no se escoge).

Elegir no es sólo costoso porque hay que renunciar a algo. Es sobre todo difícil porque una opción (sobre todo si esta tiene cierta trascendencia en la vida) supone el tener unos criterios, unos principios, unos valores de vida profundos, claros y bien asentados. Y es que vivimos en un mundo en el que parece que las cosas importantes se han vuelto relativas. Cuando todo es relativo, ¿dónde está el punto de referencia?

El evangelio de hoy nos presenta la figura de Mateo apóstol, que era cobrador de impuestos. Él tenía su trabajo y su vida, pero también conocía a Cristo. Sabía que Él es el Mesías y el Hijo de Dios. Para Mateo Cristo y su voluntad eran un valor claro y profundo para tomar decisiones en su vida, su principal punto de referencia. Por eso no necesitó grandes discursos ni jornadas de reflexión para decidir qué respuesta dar cuando Cristo le llamó: “Él se levantó y le siguió”.

¿Sobre qué estamos construyendo nuestra vida? ¿Cuáles son los pilares que nos sostienen? Los cristianos lo tenemos muy fácil. Porque los que nos llamamos cristianos, lo que tratamos de hacer es parecernos a Cristo. Y parecernos a Cristo supone amar como Él, perdonar como Cristo, entregarse como Él. Cuando Cristo es el punto de referencia para nuestras decisiones, no resulta difícil saber qué es lo que hay que elegir y a qué podemos renunciar sin que nos cueste demasiado y vivir satisfechos y felices de nuestras resoluciones.

Jueves de la XIII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 9,1-8


Señor Jesús, hoy hemos escuchado tu admirable poder y nos quedamos sorprendidos de tu forma de actuar. Eres maravilloso y te diriges a lo profundo del corazón. Nosotros también hoy estamos paralíticos y no podemos actuar. Nos han paralizado el miedo, la comodidad y el egoísmo. Las situaciones cada día son más graves y nuestra forma de responder es cada día más inoperante.

Estamos paralíticos, pero buscamos las soluciones solamente en el exterior. Como si el cuerpo entero de la sociedad se pudiera sostener por las apariencias y las normas externas.

Queremos la salud de nuestra patria y estamos dispuestos a pequeños sacrificios, pero no estamos dispuestos a cambiar realmente de opciones, de actitud y de valores. Quisiéramos que nos sanaras con tan sólo presentarte una oración y una súplica por este enfermo que yace paralítico. Y hoy, igual que en aquel tiempo, tu palabra va dirigida primero a lo más importante: “Ten confianza, hijo. Se te perdonan tus pecados”.

Sí, despertar nuevamente la confianza y la esperanza, que no hay peor pecado que el pesimismo y la derrota. Tus palabras son para alentar nuevas esperanzas y a tener confianza en que tú caminas a nuestro lado.

Dulce palabra la que diriges al paralítico de hoy: “Hijo”. Y después nos haces ver que estás dispuesto a reconstruir desde la raíz al hombre.

Hay que quitar el pecado del corazón. El pecado paraliza al hombre. El verdadero pecado lo vuelve ambicioso, egoísta, cruel y sanguinario. El pecado pudre las sociedades y desbarata la fraternidad. Por eso antes que nada tenemos que reconstruir al hombre desde el interior y sólo tú puedes hacerlo. Pero tú siempre nos amas y siempre estás dispuesto a iniciar el proceso de reconstrucción. Mira el corazón de cada uno de nosotros. Limpia nuestros pecados, purifica nuestras intenciones, fortalece nuestra voluntad e ilumina nuestra inteligencia. Sólo entonces podremos ponernos de pie y sostenernos en la lucha. Sólo entonces podremos volver a la casa paterna y compartir el amor de nuestro Padre con los hermanos.

No nos dejes caer en la falsedad de creer que se puede construir desde el exterior. Sólo tú puedes perdonar los pecados.  Señor, Jesús, sana a este pueblo que se encuentra paralítico y sin esperanza. Renueva el ánimo y el deseo de levantarse y de volver a casa, a la casa del Padre.

Miércoles de la XIII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 8,28-34

Esta historia del Evangelio nos parecería estar lejana a nuestra realidad, sin embargo la verdad es que se repite frecuentemente hoy en nuestra sociedad dominada por el materialismo. Jesús sana y libera a dos hombres, dos seres humanos que sufrían a causa de unos demonios. Al hacerlo los demonios destruyen toda una piara de cerdos. Los habitantes en lugar de agradecer el haber liberado y sanado a dos hermanos, a dos seres humanos que sufrían, se preocupan más por la pérdida material de una piara de cerdos.

Vale más la piara de cerdos que la salud y bienestar de dos seres humanos. Como consecuencia, la comunidad rechaza a Jesús. Como vemos la historia se repite una y otra vez. Hoy es más importante la cantidad de producción y la eficiencia que la vida familiar, social y económica de los trabajadores; son más importantes nuestras pertenencias, que el bien social de la comunidad; es más importante el trabajo y el bienestar  económico, que la vida familiar y la atención a los hijos…

Preferimos lo material a lo espiritual. Y cuando Jesús, a través de la Escritura o de la Iglesia nos advierte de esto, o busca ayudarnos a liberarnos de estas esclavitudes… la respuesta es: «Que tiene la Iglesia (o el mismo Jesús) que decirme sobre qué es más importante, que tiene que hacer en mis negocios, en mi medio social, en mi vida». No dejemos que nos domine lo material. Dios nos ha regalado todas las cosas materiales las cuales son buenas y son para nuestro bienestar, pero jamás deberán estar por encima de los valores como son: la vida humana, la vida familiar, y la protección del medio ambiente. Nada vale una piara de cerdos comparada con la alegría que produce el ver a un hermano sano y feliz.

San Pedro y San Pablo

La liturgia de hoy nos ofrece tres palabras fundamentales para la vida del apóstol: confesión, persecución, oración.

La confesión es la de Pedro en el Evangelio, cuando el Señor pregunta, ya no de manera general, sino particular. Jesús, en efecto, pregunta primero: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?»  Y de esta «encuesta» se revela de distintas maneras que la gente considera a Jesús un profeta. Es entonces cuando el Maestro dirige a sus discípulos la pregunta realmente decisiva: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» A este punto, responde sólo Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» Esta es la confesión: reconocer que Jesús es el Mesías esperado, el Dios vivo, el Señor de nuestra vida.

Jesús nos hace también hoy a nosotros esta pregunta esencial. Es la pregunta decisiva, ante la que no valen respuestas circunstanciales porque se trata de la vida: y la pregunta sobre la vida exige una respuesta de vida. Pues de poco sirve conocer los artículos de la fe si no se confiesa a Jesús como Señor de la propia vida. Él nos mira hoy a los ojos y nos pregunta: «¿Quién soy yo para ti?». Es como si dijera: «¿Soy yo todavía el Señor de tu vida, la orientación de tu corazón, la razón de tu esperanza, tu confianza inquebrantable?». 

Preguntémonos si somos cristianos de salón, de esos que comentan cómo van las cosas en la Iglesia y en el mundo, o si somos apóstoles en camino, que confiesan a Jesús con la vida porque lo llevan en el corazón. Quien confiesa a Jesús sabe que no ha de dar sólo opiniones, sino la vida; sabe que no puede creer con tibieza, sino que está llamado a «arder» por amor; sabe que en la vida no puede conformarse con «vivir al día» o acomodarse en el bienestar, sino que tiene que correr el riesgo de ir mar adentro, renovando cada día el don de sí mismo. Quien confiesa a Jesús se comporta como Pedro y Pablo: lo sigue hasta el final; no hasta un cierto punto sino hasta el final, y lo sigue en su camino, no en nuestros caminos. Su camino es el camino de la vida nueva, de la alegría y de la resurrección, el camino que pasa también por la cruz y la persecución.

Y esta es la segunda palabra, persecución. No fueron sólo Pedro y Pablo los que derramaron su sangre por Cristo, sino que desde los comienzos toda la comunidad fue perseguida, como nos lo ha recordado el libro de los Hechos de los Apóstoles. Incluso hoy en día, en varias partes del mundo, a veces en un clima de silencio —un silencio con frecuencia cómplice—, muchos cristianos son marginados, calumniados, discriminados, víctimas de una violencia incluso mortal, a menudo sin que los que podrían hacer que se respetaran sus sacrosantos derechos hagan nada para impedirlo.

Pablo siguió al Maestro ofreciendo también su propia vida. Sin la cruz no hay Cristo, pero sin la cruz no puede haber tampoco un cristiano. En efecto, «es propio de la virtud cristiana no sólo hacer el bien, sino también saber soportar los males» (Agustín, Disc. 46.13), como Jesús. Soportar el mal no es sólo tener paciencia y continuar con resignación; soportar es imitar a Jesús: es cargar el peso, cargarlo sobre los hombros por él y por los demás. Es aceptar la cruz, avanzando con confianza porque no estamos solos: el Señor crucificado y resucitado está con nosotros. Así, como Pablo, también nosotros podemos decir que estamos «atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados» (2 Co 4,8-9).

Soportar es saber vencer con Jesús, a la manera de Jesús, no a la manera del mundo. Por eso Pablo se considera un triunfador que está a punto de recibir la corona (cf. 2 Tm 4,8) y escribe: «He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe» (v. 7). Su comportamiento en la noble batalla fue únicamente no vivir para sí mismo, sino para Jesús y para los demás. Vivió «corriendo», es decir, sin escatimar esfuerzos, más bien consumándose.

Por amor a Jesús experimentó las pruebas, las humillaciones y los sufrimientos, que no se deben nunca buscar, sino aceptarse. Y así, en el misterio del sufrimiento ofrecido por amor, en este misterio que muchos hermanos perseguidos, pobres y enfermos encarnan también hoy, brilla el poder salvador de la cruz de Jesús.

La tercera palabra es oración. La vida del apóstol, que brota de la confesión y desemboca en el ofrecimiento, transcurre cada día en la oración. La oración es el agua indispensable que alimenta la esperanza y hace crecer la confianza. La oración nos hace sentir amados y nos permite amar. Nos hace ir adelante en los momentos más oscuros, porque enciende la luz de Dios. En la Iglesia, la oración es la que nos sostiene a todos y nos ayuda a superar las pruebas. Nos lo recuerda la primera lectura: «Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él» (Hch 12,5).

Una Iglesia que reza está protegida por el Señor y camina acompañada por él. Orar es encomendarle el camino, para que nos proteja. La oración es la fuerza que nos une y nos sostiene, es el remedio contra el aislamiento y la autosuficiencia que llevan a la muerte espiritual. Porque el Espíritu de vida no sopla si no se ora y sin oración no se abrirán las cárceles interiores que nos mantienen prisioneros.

Que los santos Apóstoles nos obtengan un corazón como el suyo, cansado y pacificado por la oración: cansado porque pide, toca e intercede, lleno de muchas personas y situaciones para encomendar; pero al mismo tiempo pacificado, porque el Espíritu trae consuelo y fortaleza cuando se ora. Qué urgente es que en la Iglesia haya maestros de oración, pero que sean ante todo hombres y mujeres de oración, que viven la oración.

Lunes de la XIII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 8,18-22

En este pasaje Jesús les muestra a sus discípulos dos de las condiciones para seguirlo: La primera es: estar dispuesto a todo y aceptarlo todo por amor y la segunda es no ponerle condiciones… el Reino tiene prioridad.

Es importante el recordar estos dos elementos de la vida cristiana pues nos encontramos en un mundo que ha hecho de nuestra vida una vida cómoda y placentera, lo cual es un regalo de Dios que no debemos despreciar, sin embargo nos puede llevar, si no estamos atentos, a rehusar el sacrificio que muchas veces implica el seguimiento de Jesús y la observancia del Evangelio.

Nuestros pies y nuestras manos deben estar siempre dispuestas para la construcción del Reino, de manera que aun despreciando nuestra comodidad, podamos ser testigos del amor de Dios.

La pereza (espiritual y física) solo produce hastío y limitan nuestro crecimiento en el amor y el servicio. No condiciones a Jesús, mantén siempre como prioridad la construcción del Reino y la vida evangélica y tu vida será efectivamente la de un auténtico discípulo.

Sábado de la XII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 8, 5-17

El mensaje de este pasaje es un mensaje de esperanza. Sí, a nosotros que nos podemos sentir muchas veces cansados, sin ganas de seguir luchando, enfermos, afligidos o solos, se nos recuerda que Él tomó sobre sí nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades.


Cristo es el médico de todos los dolores, que con sólo decir una palabra nos salva, pero el ser curados depende mucho del modo en que nos acercamos a Cristo. Y aquí es maravilloso el ejemplo que nos da el centurión.

Como nosotros, se encuentra ante un problema, ante una necesidad y acude a Cristo. Se acerca con fe y confianza, como un niño se acerca a su padre. Se acerca con humildad, con la humildad del siervo que se sabe indigno. Pero ante todo se acerca con amor, amor a Dios y amor a los hombres que le hacen olvidarse de sí mismo. Pide por los demás.

Probemos a poner estos elementos cuando nos acerquemos a Jesús. Él está siempre esperándonos y basta una sola palabra y seremos curados.

Viernes de la XII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 8, 1-4

El episodio de la curación del leproso se desarrolla en tres breves pasajes: La invocación del enfermo, la respuesta de Jesús y las consecuencias de la curación prodigiosa.

El leproso suplica a Jesús de rodillas y le dice: «si quieres, puedes limpiarme». Ante esta oración humilde y confiada, Jesús reacciona con una actitud profunda de su alma: la compasión, y compasión es una palabra muy profunda: compasión significa: «padecer-con-el otro».

El corazón de Cristo manifiesta la compasión paterna de Dios por aquel hombre, acercándose a él y tocándolo. Este detalle es muy importante. «Jesús extendió la mano y lo tocó… y en seguida la lepra desapareció y quedó limpio»

La misericordia de Dios supera toda barrera y la mano de Jesús toca al leproso. Él no se coloca a una distancia de seguridad y no actúa por poder, sino que se expone directamente al contagio de nuestro mal; y así precisamente nuestro mal se convierte en el punto del contacto: Él, Jesús, toma de nosotros nuestra humanidad enferma y nosotros tomamos de Él su humanidad sana y sanadora.

Esto ocurre cada vez que recibimos con fe un Sacramento: el Señor Jesús nos «toca» y nos dona su gracia. En este caso pensamos especialmente en el Sacramento de la Reconciliación, que nos cura de la lepra del pecado.

Una vez más el Evangelio nos muestra qué cosa hace Dios frente a nuestro mal: Dios no viene a dar una lección sobre el dolor; tampoco viene a eliminar del mundo el sufrimiento y la muerte; viene más bien a cargar sobre sí el peso de nuestra condición humana, a llevarlo hasta el fondo, para librarnos de manera radical y definitiva.

Hoy, la curación del leproso nos dice que, si queremos ser verdaderos discípulos de Jesús, estamos llamados a convertirnos, unidos a Él, en instrumentos de su amor misericordioso, superando todo tipo de marginación.

Para ser imitadores de Cristo frente a un pobre o a un enfermo, no debemos tener miedo de mirarlo a los ojos y de acercarnos con ternura y compasión, y de tocarlo y de abrazarlo.

Las personas que ayudan a los demás, deberían hacerlo mirándolas a los ojos, no tener miedo de tocarlos; que el gesto de ayuda sea también un gesto de comunicación: también nosotros tenemos necesidad de ser acogidos por ellos. Un gesto de ternura, un gesto de compasión…

Yo les pregunto: ustedes, cuando ayudan a los demás, ¿los miran a los ojos? ¿Los acogen sin miedo de tocarlos? ¿Los acogen con ternura?

Natividad de San Juan Bautista

Juan el Bautista tiene un lugar especial dentro de la liturgia de la Iglesia.  Juan el Bautista es el único santo de quien celebramos su nacimiento.  Normalmente de los demás santos recordamos el día de su muerte o nacimiento para el cielo.

San Juan Bautista es el precursor del Señor y es el mayor de los nacidos de mujer.  Juan es el hombre del desierto, el buscador de los planes de Dios, el que grita la conversión y la urgencia de un cambio de vida porque se acerca el Salvador de los hombres.

Juan Bautista se presenta como el elegido por Dios para mostrar a los hombres a Cristo, que es el que quita el pecado del mundo.  Juan el Bautista pone a Dios en el centro de su vida, y para no crear confusión o crear falsas esperanzas en sus seguidores, afirma con firmeza desde el primer momento de su predicación que él no es el importante, sino un simple instrumento en las manos de Dios.  Por eso Juan el Bautista dirá que él no se considera digno ni de desatar la correa de sus sandalias.

El Evangelio de hoy nos decía que la gente se preguntaba: “¿Qué va a ser de este niño?”  El mismo Juan el Bautista da respuesta a esta pregunta: “Yo no soy quien pensáis vosotros” En más de una ocasión hemos oído esta misma respuesta, en algunas personas, pero dicha en sentido contrario, cargada de prepotencia como diciendo: ¿no sabéis quién soy yo?  ¿No sabéis con quien estáis hablando?

San Juan pronuncia esta frase aclarando que él no es importante.  Él sólo es un precursor.  Uno que prepara el camino para otro.  Uno que llega antes que el otro.

Cada quien tiene una misión en la vida y nadie es más importante que otro.  Los papás lo son no para ellos mismos, sino para vuestros hijos; los maestros, no son maestros para ellos sino para los alumnos; los sacerdotes, no lo somos para nosotros mismos, sino para los feligreses; los políticos, los alcaldes, los diputados, no son elegidos para ellos, sino para el bien del pueblo.  Cuando queremos pasar en nuestra vida de precursores a protagonistas nuestra misión suele convertirse en fracaso, porque hemos equivocado nuestra misión.

La figura de Juan Bautista es, según como se mire, contradictoria.  Por una parte, es grande y extraordinaria, pero al mismo tiempo, se presenta humilde y totalmente subordinado a Jesús.

Al igual que Juan el Bautista, cada uno de nosotros, ha sido llamado por Dios, y hemos de tomar conciencia de la grandeza de nuestra vocación.  Cada uno de nosotros también ha sido amado, llamado y elegido desde el seno materno para vivir como hijo de Dios y para proclamar las maravillas de Dios a favor de la humanidad hasta los últimos confines de la tierra.

Como seguidores de Jesús, tenemos que tomar conciencia de que hemos sido llamados por Dios y así no cesaremos nunca de dar gracias a Dios por el don de ser sus hijos, ni caeremos en el orgullo de pensar que el fruto de nuestro apostolado, o el fruto de lo que hacemos depende de nuestras obras, sino que depende de Dios.  Al sabernos llamados por Dios, no dejaremos que el desánimo se apodere de nosotros cuando lo que estemos haciendo no dé el fruto que esperábamos o el resultado previsto.  Lo importante es vivir en Dios, permanecer en su amor y dejar que el Espíritu Santo transforme nuestro corazón y nuestra mente según los criterios del Señor.

El hombre de hoy vive falto de sentido en su vida, vive adormecido por la cultura del consumo y del bienestar material.  Hay tantos seres humanos insatisfechos porque necesitan a Dios y no lo encuentran donde lo buscan.  Hay tanto que aún no han tomado conciencia de que son hijos de Dios.  Por ello, los que tenemos la suerte y la dicha de conocer al Señor, tenemos el compromiso de ofrecer a todo hombre el amor de Dios y la luz que hemos recibido de Dios para que sea conocido en todas partes.

Pero esta misión no podremos hacerla si no somos testigos auténticos, como lo fue Juan el Bautista.  Lo que decimos con la palabra, lo tenemos que hacer vida.  No podemos pedir a los demás que se amen, si nosotros no nos amamos; no podemos invitar a otros a que sirvan, si nosotros no servimos al prójimo y a nuestra Iglesia; no podemos pedir a otros que escuchen al Señor, si nosotros no escuchamos la voz del Señor, o estamos siempre tan ocupados en tantas cosas que no encontramos tiempo para meditar la Palabra de Dios.

Pidamos que la celebración de la memoria de san Juan Bautista nos ayude a seguir, algo más, su ejemplo y aprendamos a ser humildes y cumplidores fieles de nuestra misión en el mundo.

Miércoles de la XII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 7, 15-20

La acusación que nos hace la sociedad a los seguidores de Jesús es que no vivimos lo que predicamos.  Es una doctrina muy hermosa, presenta ideales que movería multitudes en la construcción de un mundo nuevo, se predica muy hermoso, pero en la práctica no se ven los frutos. Es una historia antigua y que se renueva constantemente.

Con dos imágenes igualmente impactantes, Cristo pretende sacudir la conciencia de sus discípulos y prevenirlos de caer en esta dicotomía: el disfraz y los frutos.

La imagen más bella y apreciada que conocían los israelitas era la del profeta, era quien hablaba en nombre de Dios, el que estaba cercano a las necesidades del pueblo, el que urgía a discernir los caminos de la verdad y de la justicia.  Sin embargo, también esta imagen se puede utilizar como un disfraz de lobo que busca no tanto decir la Palabra de Dios, sino la propia palabra.  Apariencia de profeta, que no busca el bien de los necesitados, sino su propio provecho.  Utilizando el disfraz de profeta, cuando no es más que un lobo rapaz.

Jesús condena esta actitud y previene a sus discípulos para no caer en ella y también para no ser víctima de estos falsos profetas.

La otra imagen que nos ofrece es la de los frutos, con una insistencia machacona que hasta siete veces aparece en este pasaje la palabra fruto.  Y aquí es donde nos debemos detener nosotros sus discípulos.

Ya en el documento de Aparecida, cuando insistía tanto en la congruencia, nos presentaba esa incompatibilidad de países de mayoría cristiana y sin embargo de una injusticia insultante, de unas estructuras de corrupción y de mentiras y de unas diferencias abismales en la posesión de los bienes.

¿Qué frutos estamos dando nosotros?  ¿Ha fallado la palabra de Dios?  Parece que nos hemos conformado con la apariencia de palabra de Dios y nos hemos quedado con el barniz de cristianos sin vivir a profundidad el Evangelio, sin asumir sus consecuencias.

Cuando se utiliza el evangelio para el provecho de unos cuantos, no se puede dar buenos frutos.  Cuando se escuda en el Evangelio para nuestros propios intereses aparecen la corrupción y la injusticia.

La solución no es abandonar a Cristo y a su Evangelio como si no fueran capaces de transformar la sociedad.  La solución es tomar en serio el Evangelio, vivirlo en profundidad y adoptar una actitud de conversión, de renovación y un serio compromiso que nos lleve a vivir con coherencia nuestra fe.

Dejémonos hoy cuestionar por este Evangelio.  ¿Qué te dice Jesús?