Lc. 2, 36-40.
Ana sirve al Señor con ayunos y oraciones. Constantemente está en la presencia del Señor. Conocer al Señor le lleva a uno a saber escuchar su Palabra y ponerla en práctica. A partir de esa Palabra que va tomando cuerpo en nosotros, podemos reconocer al Señor que se hace presente en nuestra vida. Hablar del Señor a los demás no es sólo dedicarnos a evangelizar con los labios, sino contribuir con nuestras buenas obras a que todos vayan creciendo y fortaleciéndose en el Señor, a que se llenen de sabiduría y a que la gracia de Dios esté en ellos.
La vida sencilla y pobre de Jesús en Nazaret en su familia no da a entender que Dios no hace acepción de personas, sino que estará siempre junto a aquellos que, siendo hombres de buena voluntad, estén dispuestos a dejarse conducir por su Espíritu. Tratemos de vivir siempre en la presencia del Señor, no sólo cuando oramos en el templo, sino convirtiendo toda nuestra vida en una continua alabanza de su santo Nombre.
Nosotros nos hemos presentado ante el Señor para conocerlo y reconocerlo en nuestra propia vida. Él, consagrado a Dios su Padre totalmente, vivió haciendo en todo su voluntad. Él nos habló del amor que el Padre nos tiene. Y lo hizo desde su propia experiencia de Hijo: Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Nosotros hemos venido a esta Eucaristía para conocer el amor de nuestro Padre Dios, manifestado a nosotros por medio de Jesús, su Hijo.
Al conocer el amor de Dios no podemos guardarnos, de modo egoísta ese mensaje de Salvación, sino que lo hemos de llevar a todos para que todos encuentren en Cristo el Camino de Salvación que nos conduce al Padre. Que Dios nos haga fuertes por medio de su Espíritu Santo para que no volvamos a dejarnos esclavizar por el pecado, sino que, guiados por Él podamos anunciar el Nombre del Señor asumiendo todos los riesgos que por ese motivo pudiesen venírsenos encima.