Viernes de la III Semana de Pascua

Jn 6, 52-59

Si pensamos en la posibilidad de unión de dos cuerpos, no encontraremos una unión tan profunda como el alimento que se convierte en parte de quien lo come.  Con los procesos digestivos y con la maravillosa dinámica de la integración, el alimento da vida, sostiene y viene a integrarse a un cuerpo vivo.

Quizás por esto Jesús se quiere quedar como un pan, como alimento, para demostrarnos que su amor es tan grande que viene a ser parte de nosotros mismos.

Para sus oyentes es señal de una locura que no son capaces de aceptar, pero para Jesús es la manifestación más grande de amor: hacerse parte de nosotros.  Y es que comer a Jesús no implica solamente tomar el alimento sino que con sus palabras, Jesús nos manifiesta la necesidad de escucharlo, dispuestos a aceptar su mensaje y a dejarnos transformar por Él y en Él.

Comer y beber el Cuerpo y la Sangre de Jesús es aceptar a Jesús en todas sus dimensiones y en todos sus proyectos.  No es el alimento superficial que se desecha después de haberlo comido.  Es aceptar que Jesús se mete en nuestro interior y en nuestras entrañas y nos transforma desde dentro.  Más que convertirse el alimento en nosotros, nosotros nos convertimos en Cristo.

Las experiencias más sublimes pasan por las apariencias más pequeñas.  Así es con Jesús, viene a nosotros como insignificante, para transformarnos en su misma vida.  Si meditásemos esto cada vez que escuchamos su Palabra y cada vez que comulgamos su Cuerpo tendríamos una fuente de vida en nuestro interior que brotaría espontáneamente y se manifestaría en un amor constante hacia los hermanos.

El Cristo encarnado se hace cada día más carne en cada uno de nosotros y dignifica y libera a todas las personas.  Las palabras de Jesús son provocativas y nos lleva a lo máximo de la revelación de sí mismo.  Aquel que ha bajado de cielo es el Pan de la vida porque es el crucificado.

Por eso comer el Pan es creer en el muerto y resucitado, es insertarse en esa dinámica de liberación y de salvación para la que Cristo fue enviado.

¿Nos atreveremos nosotros a alimentarnos de ese Pan de vida?  ¿Dejaremos nosotros transformar nuestra vida por este alimento que se nos da cada día?

Jueves de la III Semana de Pascua

Jn 6, 44-51

Tenemos hambre, hambre de Dios. Necesitamos el pan de vida eterna. Quizás hemos probado otros “banquetes” y hemos descubierto que no sacian nuestro deseo plenamente. Pero Cristo se revela como el alimento que necesitamos, el único que puede colmar nuestras necesidades y darnos la fuerza para el camino.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que en la comunión recibimos el pan del cielo y el cáliz de la salvación, el Cuerpo y la Sangre de Cristo que se entregó para la vida del mundo.

Como el cuerpo es sostenido por el alimento, así nuestra alma necesita de la Eucaristía. Cristo baja del cielo al altar, por manos del sacerdote. Viene a nosotros y espera que también nosotros vayamos a Él, que lo busquemos con frecuencia para recibirlo, para visitarlo en el Sagrario.

Es pan de vida eterna, según su promesa: “Que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga la vida eterna”. Quien vive sostenido por la Eucaristía, crece progresivamente en unión con Dios, y viéndolo en este mundo bajo el velo de las especies del pan y el vino, nos preparamos para contemplarlo cara a cara en la vida futura.

La comida del pan, alimenta el cuerpo, la Eucaristía el espíritu. Sin estos
alimentos el hombre se debilita y puede morir. ¿Realmente tomas la Eucaristía como un alimento?

Miércoles de la III Semana de Pascua

Hech 8, 1-8 ; Jn 6, 35-40

Tertuliano, uno de los primeros Padres de la Iglesia, que murió alrededor del año 230, declaraba: «La sangre de los mártires es semilla de cristianos».  Es una forma poética de declarar que la Iglesia crece a través del sufrimiento, especialmente del sufrimiento de la persecución.  La persecución contra la primitiva Iglesia, que se inició con el martirio de san Esteban, produjo la primera extensión de la fe más allá de Jerusalén.  Aquel fue el principio de la Iglesia verdaderamente católica, puesto que, a partir de ese momento, la fe se predicó y se recibió en toda Judea y Samaria, en Asia Menor y Grecia, y finalmente, en Roma y hasta los últimos rincones del mundo, como Jesús lo había predicho poco antes de su ascensión al cielo.

La fe fue difundida por los hombres y mujeres decididos, que soportaron muchos sufrimientos y con frecuencia el martirio, para que Cristo fuera conocido y amado.  En los planes de Dios hay un misterio que somos incapaces de comprender; pero, por alguna razón, los sufrimientos desempeñan un papel muy importante en la predicación del Evangelio y en ponerlo en práctica.  Jesús mismo tuvo que soportar la crucifixión y la muerte por nuestra salvación.  En realidad, la Eucaristía misma es el fruto de su muerte en la cruz.  Él nos da el regalo de la Eucaristía para que podamos obtener la vida eterna, pero el precio de la vida es la muerte.

Cada vida humana va engranada con el sufrimiento, físico, mental o emocional.  A nosotros, personas de fe, se nos pide que veamos la mano amorosa de Dios, que quiere conseguir sus propios fines por medio de todas las formas de sufrimiento que debamos soportar.  Durante este tiempo de Pascua, en el que seguimos celebrando la resurrección de Cristo, debemos tener presente que para Él, la gloria provino del sufrimiento, la alegría provino del dolor y la vida provino de la muerte.  Nosotros seguimos las huellas de Cristo, lo que fue cierto para Él es también cierto para nosotros.  Porque en la fe abrazamos la cruz del sufrimiento, resucitaremos a la gloria.  Dice una frase perenne: «A la luz por medio de la cruz».

Martes de la III Semana de Pascua

Jn 6, 30-35

Entre los signos que nos ofrece Jesús para que creamos en Él, con frecuencia aparece el pan.  Le gusta participar en los banquetes y comidas; sus ejemplos están relacionados frecuentemente también con la participación en las comidas.  La particularidad de estas comidas es que se abre a todas las personas, sin importan sin son buenas o decentes, conforme a las normas de su tiempo.

Pero hay un signo que vas más allá, Él mismo se presentan como el pan y se ofrece como el pan, con todo lo que implica ser pan: formado de numerosas espigas recogidas en el campo, maduradas con el tiempo, fragmentadas y trituradas, cocidas por el fuego y finalmente formadas en filas.

Son signos que hablan de un proceso doloroso y transformante, pero de un proceso que da vida.  Ya el pan, tan apreciados en las culturas mediterráneas, es en sí mismo un simbolismo del compartir; de un tiempo de paz, de un tiempo de bonanza  y que termina en la mesa que une a la familia y a los amigos.

Pero el hacerse pan de Jesús, va mucho más allá del simple alimentar, del simple compartir o de la simple unión de los diferentes granos.  Es un símbolo y señal del mismo Dios que se hace uno con nosotros, que comparte nuestra humanidad, que se deja triturar para asemejarse al hombre y que al final se hace alimento que da vida.

Hoy, nos ofrece Jesús este signo como señal de su presencia y de su amor: Pan de la vida. 

Quizás en nuestras eucaristías hemos reducido el pan a una pequeñita hostia, casi imperceptible, pero la señal de Jesús no queda sólo en ese sentido del pan, sino que se hace pan para todos los momentos, para todos los aspectos de la vida.

En este mundo lleno de egoísmo y hambre, el signo de Jesús hecho pan es una propuesta a sus discípulos sobre la forma en que se puede superar ese círculo vicioso del egoísmo: sólo haciéndose pan para los demás, compartiendo, uniéndonos a cada hombre y mujer, lograremos superar el fantasma del hambre que amenaza a la humanidad.

Acerquémonos a Jesús, contemplémoslo hecho pan, recordemos todo el proceso que se ha requerido para que llegue a nuestras manos, y recordemos también todo el proceso que ha seguido Jesús para hacerse alimento nuestro.

¿Cómo siento ese amor de Jesús que es capaz de dejarse comer por nosotros? ¿A qué me impulsa el contemplar ese pan hecho de muchos granos?  Hablemos con Jesús.

Lunes de la III Semana de Pascua

Hech 6, 8-15; Jn 6, 22-29

¿Por qué seguimos a Jesús? A veces encuentro personas que se sienten confundidas porque han puesto su confianza en Dios y no sienten que les corresponda a sus aspiraciones. Le han ofrecido oraciones, veladoras, novenas, y a pesar de que lo han hecho “con todo su corazón”, Dios parece no escucharlas. Entonces se desaniman y caen en depresión a tal punto que quieren renegar de Dios. Y es que lo que piden parece del todo legítimo: la salud propia o de un ser querido, encontrar trabajo, que el marido o el hijo dejen de beber, etc. ¿Estaremos equivocados al poner toda nuestra confianza en Jesús? El Evangelio de este día puede ofrecernos algunas pistas.

Cuando los discípulos y la gente vieron lo que había hecho Jesús y cómo había multiplicado los panes hasta saciar la multitud, pretendieron hacerlo rey. Sin embargo, Él no acepta esta respuesta de la gente y se niega a ser nombrado rey. En el pasaje de este día, las multitudes nuevamente vuelven a buscar a Jesús, pero reciben un reproche: “Ustedes no me buscan por haber visto los signos, sino por haber comido de aquellos panes hasta saciarse”.  ¿No puede Jesús saciar el hambre de toda la humanidad? ¿No podemos buscarlo para que solucione nuestros problemas? Éste no es el plan de Jesús ni pretende convertirse en comerciante que a cambio de unas monedas o de unas oraciones se ponga a nuestra disposición. Nos lo dice hoy claramente, lo que Él busca es que hagamos las obras de Dios y para eso debemos tener una fe firme, constante y más allá de los intereses humanos.

No nos quiere chantajear ni manipular con dádivas o condicionamientos, nos ofrece su amor sin límites, y quiere que nosotros vivamos en la atmósfera de ese amor y que de allí saquemos fuerzas para transformar nuestro mundo. No podemos seguir a un Jesús milagrero, sino a este Jesús que nos ama, que nos acepta como somos y que nos devuelve nuestra dignidad de personas para que seamos sujetos que construyen un mundo nuevo. Seremos responsables de hacer una nueva humanidad, siempre en su compañía y claro que con su presencia y su fuerza, pero no sin nuestra participación.

Nuestra oración no es para obligar a Dios a que nos haga nuestros gustos, sino para ponernos en su presencia y que nosotros podamos hacer su voluntad. Que este día examinemos cómo seguimos a Jesús y si tenemos intereses no muy claros, permitamos que Él entre en nuestro corazón y nos purifique para juntos, conforme a su voluntad, transformemos nuestro ambiente en un mundo conforme a sus sueños.

Sábado de la II Semana de Pascua

Hech 6, 1-7; Jn 6, 16-21

Ayer en el evangelio veíamos a Jesús alimentando de forma milagrosa a cinco mil personas.  Fue un milagro inspirado por la compasión, no distinta de la preocupación de los apóstoles, mencionada en la primera lectura, pero más profunda.  Fue un signo del poder que tenía Jesús sobre los elementos materiales, el pan en particular.  Es el mismo poder que Jesús actúa en la Eucaristía.  En el evangelio de hoy vemos que Jesús realiza otro signo: camina sobre las aguas.

En el Antiguo Testamento el poder sobre el agua se consideraba como un signo de la divinidad.  Basta recordar el poder de Dios, que dividió el mar Rojo para que pasaran los israelitas.  Jesús «conquistó» las aguas, no solamente al caminar sobre las olas, sino también al apaciguar la tormenta.  Aquel milagro fue un escalón en la revelación gradual de su verdadera condición de Hijo de Dios.  Fue un signo del poder que Jesús tiene, como Dios, sobre su propio cuerpo.

Multiplicar los panes y caminar sobre las aguas, juntos, forman un solo signo relacionado con la Eucaristía.  Muestran que Jesús tiene poder para multiplicar la presencia de su cuerpo bajo la apariencia del pan.  Jesús se interesa por nuestro bienestar físico, pero le preocupa más profundamente nuestro bienestar espiritual.  Los dos acontecimientos que nos relata el evangelio de Juan son invitaciones a tener fe en la Eucaristía, a creer que Jesús tiene poder para alimentarnos con su cuerpo y que nos ama tanto que anhela darnos el regalo de sí mismo de la manera más extraordinaria.

Viernes de la II Semana de Pascua

Jn 6, 1-15

Entre los personajes que intervienen en la escena evangélica, además del Maestro, los apóstoles y la multitud, el muchacho de los panes y los peces pasa muy desapercibido en el relato. Apenas se menciona, pero su presencia y generosidad fueron claves para que Jesús obrara el milagro.

De hecho, cuando Felipe le señala, bien hubiera podido decir: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero no sé si quiera entregarlos y, de cualquier modo, ¿qué es eso para tantos?»

Todos los milagros de Jesús requirieron de la fe de quienes los pedían. Éste, además, requirió de la generosidad de aquel muchacho. Como si quisiera decirnos con ello el evangelista, que para obtener el milagro de la propia conversión o del propio progreso espiritual y humano, siempre se requiere generosidad. Darlo todo, y darlo de corazón.

Jesús en estos días de pascua quiere insistirnos que el pan partido es fuente de fraternidad.  No se puede despedir con hambre al hermano, no se puede dar la espalda a quien no tiene qué comer.  El alimento repartido es signo del Reino.

La clara alusión de que comieron todo lo que quisieron, es señal de plenitud; el llenar los canastos es señal de justicia y de equilibrio.  Un claro reclamo, pues estamos acabando con los bienes no renovables y destruyendo a la madre naturaleza, pero en beneficio de unos cuantos.

Cuando Jesús pregunta a los discípulos que hay que hacer, no podemos decir que a nosotros no nos toca, no podemos escudarnos en que ningún alimento es suficiente, no podemos tragarnos nosotros solos lo que es de todos.

La señal de la resurrección ofrecida por Jesús es compartir el pan, hacerse pan para dar fuerza y vida.  Hoy necesitamos también nosotros seguir este compromiso.

Jueves de la II Semana de Pascua

Jn 3, 31-36

San Juan aprovecha el diálogo con Nicodemo, para asegurar a quien aún dudaba, la gran diferencia que existe entre Jesús y Juan Bautista y todos los profetas.  Las obras que había realizado el Bautista habían suscitado la conversión de muchos de sus seguidores y había despertado las esperanzas en un pueblo que estaba sin esperanza.

Sus discípulos se habían entusiasmado y cuando aparece Jesús es difícil comprender cuál es su verdadera misión.

En la enseñanza que nos ofrece el evangelio de san Juan, podemos descubrir las dificultades que aún vivían las primeras comunidades.  Por eso la insistencia en presentar a Juan Bautista y su bautismo como un camino para llegar al verdadero bautismo de Jesús.

En el diálogo que acabamos de escuchar, coloca a Jesús como el verdadero Testigo que habla en nombre de Dios, que le ha concedido su espíritu y presenta su bautismo como el verdadero camino para acercarse a Jesús.

Quizás, ahora, nosotros tendríamos que reflexionar y tratar de descubrir qué significa para nosotros la presencia de Jesús y cuáles son las consecuencias prácticas al sabernos bautizados.

La clara distinción de dos mundos muy diferentes: el que viene de lo alto y el que viene de la tierra, nos coloca en la necesidad de definirnos.  No es que renunciemos a vivir y a compartir la lucha de la humanidad por una vida mejor y más plena, al contrario, lo que se nos invita es a mirar que criterios asumimos y cuáles son las bases de nuestra lucha.  Si ponemos criterios de poder, de dinero, de placer, seguiremos indudablemente amarrados a este mundo de la tierra.  Si, por el contrario, ponemos como base de nuestro actual, los mismos criterios de Jesús: la voluntad del Padre, la dignidad de hijos de Dios, de cada una de las personas, la construcción de una sola familia, nos llevarán a manifestarnos como verdaderos discípulos de Jesús.

Lo que no se vale es que nos digamos sus discípulos, pero a la hora de actuar y vivir nos rijamos por los criterios del mundo, que nos presentemos como cristianos y bautizados y adoptemos criterios y decisiones que más parecerían de quienes no han tenido nunca en su vida a Cristo.

Hoy, hagamos coherencia entre nuestra fe y nuestro actuar, que se pueda ver en nuestras obras la fe que decimos profesar.

Miércoles de la II Semana de Pascua

Hech 5, 17-26; Jn 3, 16-21

La palabra «amor» se utiliza con tanta frecuencia, que ya ha perdido su fuerza.  Se emplea en tantos sentidos diferentes, que prácticamente ya ha perdido su valor.  La gente dice que ama a sus hijos, a sus mascotas, al futbol…

En realidad, «amor» es una palabra preciosa, que debemos utilizar con precisión y con significado pleno, nunca con descuido y en sentido vulgar.  Además, deberíamos estar dispuestos a respaldar el empleo de esa palabra con nuestras acciones.  Dios utiliza la palabra «amor» sabiamente y en sentido pleno.  No la usa con ese vacío significado que le dan con frecuencia los que están locamente enamorados.  Tampoco la utiliza en forma ligera y superficial como nosotros, cuando decimos que amamos los dulces o nuestro platillo favorito.  Dios nos ha dicho que nos ama y El le da pleno sentido a lo que nos dice.

Sabemos que Dios tiene un amor profundo por nosotros, porque siempre ha respaldado su palabra con acciones.  Una de las características del amor verdadero es la generosidad, que no conoce límites.  El amor y la entrega, debidamente entendidos, son sinónimos.  ¿Cuánto nos ama Dios?  El evangelio de hoy nos da la respuesta: «Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único».  Dios no tenía un regalo más precioso que darnos que a su propio Hijo.  Y no se podría decir que su regalo es precioso pero poco práctico en realidad, como el diamante que el marido le regala a la esposa.  El regalo de Dios es infinitamente precioso y enormemente práctico.  El evangelio nos dice que Dios nos entregó a su Hijo único para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna.

Si alguna vez nos sentimos tentados de preguntarnos si en verdad Dios nos ama, basta que reflexionemos en las palabras del evangelio de hoy: «Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna».

Martes de la II Semana de Pascua

Jn 3, 7-15

Acabamos de leer en el Evangelio: «Jesús dijo a Nicodemo: tenéis que nacer de nuevo». Entonces «Nicodemo le preguntó: ¿Cómo puede suceder eso?». Una pregunta que también nosotros nos hacemos. Jesús habla de “renacer de lo alto” y ahí está el vínculo entre la Pascua y el renacer. Solo podemos renacer de ese poco que somos, de nuestra existencia pecadora, con la ayuda de la misma fuerza que hizo resucitar al Señor: con la fuerza de Dios y, por eso, el Señor nos envió al Espíritu Santo. ¡Solos no podemos!

El mensaje de la Resurrección del Señor es el don del Espíritu Santo y, de hecho, en la primera aparición de Jesús a los apóstoles, el mismo domingo de la Resurrección, les dice: «Recibid el Espíritu Santo». ¡Esa es la fuerza! No podemos nada sin el Espíritu, pues la vida cristiana no es solo comportarse bien, hacer esto, no hacer aquello. Podemos hacer eso, hasta podemos escribir nuestra vida con “caligrafía inglesa”, pero la vida cristiana renace del Espíritu y, por tanto, hay que dejarle sitio.

Es el Espíritu quien nos hace resurgir de nuestras limitaciones, de nuestras “muertes”, porque tenemos tantas, tantas necrosis en nuestra vida, en el alma. El mensaje de la resurrección es el de Jesús a Nicodemo: hay que renacer. ¿Y cómo se deja sitio al Espíritu? Una vida cristiana, que se dice cristiana, pero que no deja espacio al Espíritu ni se deja llevar por el Espíritu es una vida pagana, disfrazada de cristiana. El Espíritu es el protagonista de la vida cristiana, el Espíritu –el Espíritu Santo– que está con nosotros, nos acompaña, nos transforma, vence con nosotros.

Continúa el Evangelio: «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre», es decir, Jesús. Él ha bajado del cielo. Y Él, en el momento de la resurrección, nos dice: «Recibid el Espíritu Santo», será el compañero de la vida cristiana. Por tanto, no puede haber una vida cristiana sin el Espíritu Santo, que es el compañero de cada día, don del Padre, don de Jesús.

Pidamos al Señor que nos dé esa conciencia de que no se puede ser cristiano sin caminar con el Espíritu Santo, sin actuar con el Espíritu Santo, sin dejar que el Espíritu Santo sea el protagonista de nuestra vida. Así pues, hay que preguntarse qué lugar ocupa en nuestra vida, porque –repito– no puedes caminar por una vida cristiana sin el Espíritu Santo. Hay que pedir al Señor la gracia de entender este mensaje: ¡nuestro compañero de camino es el Espíritu Santo!