Feria Privilegiada 22 de Diciembre

Lc. 1, 46-56.

Hay días en que la liturgia con sus lecturas, salmos y antífonas tienen un tinte de alegría y gozo.  Hoy se nos presentan así.  Dese la primera lectura del libro de Samuel nos pone a contemplar a Ana que da gracias a Dios porque escuchó sus ruegos.  A la que era estéril le ha florecido un hijo y quiere ofrecerlo al Señor.  En el Salmo recitamos su mismo cántico, compuesto de oraciones bellas que retoma de la sabiduría hebrea, las hace propias y pronuncia con exaltación su alabanza al Señor.  En el evangelio de Lucas encontramos el cántico de alabanza que entona María, ese cántico que es conocido por todas las generaciones como el Magníficat y que expresa todo el pensamiento de un pueblo que se sabe amado, protegido y rescatado por Dios.

En labios de María se hace más comprensible esta alabanza, ya que ha mirado a la pequeña, a la sencilla.  A lo largo del cántico se nos muestra la manera de actuar del Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob.  Un Dios que cumple sus promesas y que se acuerda siempre de su misericordia; un Dios que no teme a los poderosos, sino que trastoca sus planes; un Dios que se hace cercano y acompaña a su pueblo.

Este bello cántico resume toda la teología de un pueblo que se siente acompañado de su Dios.  Dios libertador, Dios misericordioso, Dios salvador.

La Iglesia recoge este cántico y también lo hace suyo y lo expresa con todo su corazón.

En estos días de Adviento, ya tan cercanos a la Navidad, nosotros también tendremos que reconocernos acompañado, amados, protegidos por nuestro Dios.  Y tiene que brotar espontánea nuestra alabanza.  También nosotros hemos sentido su misericordia y se ha hecho presente en medio de nosotros su salvación.  También para nosotros ha sido la decisión que había prometido a Abrahán y a su descendencia para siempre.

Con gozo unámonos al cántico de María “mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios mi salvador”

FERIA PRIVILEGIADA 21 DE DICIEMBRE

Lc 1, 39-45

Tres palabras sintetizan la conducta de María: escucha, decisión y acción. Palabras que nos muestran también a nosotros un camino de lo que el Señor nos pide en la vida.

María sabe escuchar a Dios. Pero atención, no es un simple oír, un oír superficial, sino una escucha basada en la atención, en la acogida, en estar disponible a Dios. No es la manera distraída con la que a veces nos presentamos ante el Señor o ante los demás: oímos las palabras pero realmente no las escuchamos.

María escucha también los hechos, lee los acontecimientos de su vida, observa la realidad concreta sin quedarse en la superficie de las cosas, va a lo profundo para comprender el significado.

Y esto también vale para nuestra vida, escuchar a Dios que nos habla y escuchar la realidad cotidiana, prestar atención a las personas y a los hechos porque el Señor está en la puerta de nuestra vida y llama de muchas formas, pone señales en nuestro camino y nos da la capacidad de verlas.

María y su firme decisión. María no se deja arrastrar por los acontecimientos, no evita la fatiga de la decisión. En la vida es difícil tomar decisiones, a menudo solemos aplazarlas, dejamos que otros decidan en nuestro lugar, preferimos dejarnos arrastrar por las situaciones, seguir la moda del momento; muchas veces sabemos qué es lo que debemos hacer, pero no tenemos el valor o nos parece muy difícil porque significa ir a contracorriente.

María va a contracorriente, ella escucha a Dios, medita e intenta entender la realidad y decide confiar totalmente en Dios.

María va pronto a la acción. María, a pesar de la dificultad, de las críticas que va a tener por su decisión… no se para ante nada. No tiene prisa, no se deja llevar por la situación, ni por los acontecimientos.

Pero cuando tiene claro qué es lo que Dios le está pidiendo, lo que debe hacer, no duda, no pospone, actúa rápidamente.

A veces nosotros nos detenemos en la escucha, en la reflexión de lo que debemos hacer, tal vez tenemos clara la decisión que debemos tomar, pero no damos el paso a la acción.

Y sobre todo no nos involucramos «rápidamente» para ofrecer nuestra ayuda a los demás, nuestra comprensión y nuestra caridad.

FERIA PRIVILEGIADA 20 DE DICIEMBRE

San Lucas 1, 26-38.

El Evangelio, que narra el episodio de la Anunciación, nos ayuda a comprender lo que celebramos, sobre todo a través del saludo del ángel. Él se dirige a María con una palabra que no es fácil de traducir, que significa colmada de gracia, creada por la gracia, «llena de gracia«

Antes de llamarla María, la llama llena de gracia y así revela el nombre nuevo que Dios le ha dado y que le conviene más que el que le dieron sus padres. También nosotros la llamamos así, en cada Ave María.

¿Qué quiere decir llena de gracia? Que María está llena de la presencia de Dios. Y si está completamente habitada por Dios, no hay lugar en Ella para el pecado.

Es una cosa extraordinaria, porque todo en el mundo, desgraciadamente, está contaminado por el mal. Cada uno de nosotros, mirando dentro de sí, ve algunos lados oscuros.

También los santos más grandes eran pecadores y todas las realidades, incluso las más bellas, están tocadas por el mal: todas, menos María. Ella es el único oasis siempre verde de la humanidad, la única incontaminada, creada inmaculada para acoger plenamente, con su SÍ a Dios que venía al mundo y comenzar así una historia nueva.

Cada vez que la reconocemos llena de gracia, le hacemos el cumplido más grande, el mismo que le hizo Dios. Un hermoso cumplido para una señora es decirle con amabilidad, que parece joven.

Cuando le decimos a María llena de gracia, en cierto sentido también le decimos eso, a nivel más alto. En efecto, la reconocemos siempre joven, nunca envejecida por el pecado.

Sólo hay algo que hace envejecer, envejecer interiormente: no es la edad, sino el pecado. El pecado envejece porque esclerotiza el corazón. Lo cierra, lo vuelve inerte, hace que se marchite. Pero la llena de gracia está vacía de pecado. Entonces es siempre joven más joven que el pecado es la más joven del género humano»

María, como muestra el Evangelio de hoy, no sobresale en apariencia: de familia sencilla, vivía humildemente en Nazaret, una aldea casi desconocida. Y no era famosa: incluso cuando el ángel la visitó nadie lo supo, ese día no había allí ningún reportero.

La Virgen no tuvo tampoco una vida acomodada, sino preocupaciones y temores: se turbó, dice el Evangelio, y, cuando el ángel se fue, los problemas aumentaron.

Sin embargo, la llena de gracia vivió una vida hermosa. ¿Cuál era su secreto? Nos damos cuenta si miramos otra vez la escena de la Anunciación. En muchos cuadros, María está representada sentada ante el ángel con un librito en sus manos. Este libro es la Escritura.

María solía escuchar a Dios y transcurrir su tiempo con Él. La Palabra de Dios era su secreto: cercana a su corazón, se hizo carne luego en su seno.

Permaneciendo con Dios, dialogando con Él en toda circunstancia, María hizo bella su vida. No la apariencia, no lo que pasa, sino el corazón tendido hacia Dios hace bella la vida.

FERIA PRIVILEGIADA 18 DE DICIEMBRE

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Mt 1, 18-24

Si ayer San Mateo nos presentaba los antepasados de Jesús, hoy nos acerca a contemplar los protagonistas de su nacimiento: José, María y el actor principal: el Espíritu Santo.

Dios para realizar sus planes de amor y liberación se sirve de personas muy concretas, sencillas, que cumplen su voluntad, a veces de manera misteriosa. José aparece aquí como el hombre de fe humilde y de obediencia confiada. Si él ofrecía la bendición otorgada por la genealogía desde Abraham hasta Jacob, padre de José, es a María por obra del Espíritu Santo a quien se le da la bendición de engendrar al Mesías. Dios actúa en la pequeñez y debilidad humana.

María y José en medio de sus dificultades propias, dan un “sí” como respuesta a la propuesta de Dios. Parecería muy pequeña su aportación, pero es la aportación de los humildes la que hace posible la actualización y realización de la obra de la salvación. Así Dios, por estas respuestas misteriosas, confiadas y llenas de fe, inicia por obra del Espíritu Santo, la plenitud de la salvación.

Por otra parte, tanto en la primera lectura de Isaías, como en este pasaje, se ofrecen diversos nombres que nos indican la misión del Mesías. Isaías nos dice que se le llamará: “El Señor es nuestra justicia”, por otra parte, San Mateo nos dice que le pondrán por nombre Jesús porque “Él salvará a su pueblo de sus pecados”, y retoma la profecía de Isaías donde se afirma que se le dará el nombre de Emmanuel que quiere decir “Dios con nosotros”. ¿Contradicción? De ninguna forma, el nombre dado distintamente en cada momento, nos señala cada uno de ellos diferentes atributos del Mesías, reflejan la gran misión y la tarea que viene a realizar en cada uno de nosotros el Mesías.

Hoy necesitamos este Mesías que nos ofrezca su justicia, que nos traiga la salvación y que nos haga sentir su presencia en medio de nosotros.

Que hoy contemplando la misión de María y José, y los diferentes nombres del Mesías, también nosotros revisemos cuál es nuestra relación con el Salvador y cuál es nuestra misión y la tarea en nuestro mundo actual. No tengamos miedo, también con nosotros actúa el Espíritu Santo.

FERIA PRIVILEGIADA 17 DE DICIEMBRE

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Mt 1, 1-17

San Mateo nos ofrece esta larga lista de personas, que pertenecen a la genealogía de Jesús, con un propósito muy claro: demostrar que Jesús es el Mesías esperado.

Al presentarnos a sus antepasados, San Mateo nos enseña como Jesús pertenecía a un pueblo, el de Israel; a una descendencia, la de Abraham; y a una familia determinada, la del rey David; para demostrar que en Él se cumplen las Escrituras. Además, las tres series de catorce generaciones tienen claramente un significado simbólico de alcanzar la plenitud de la vida y de los tiempos. Así, con esta enumeración San Mateo ofrece un homenaje a Jesús como Mesías y Salvador.

Pero más allá de los nombres también quiere enseñarnos algo muy importante: Jesús al hacerse hombre, viene a participar en plenitud de la humanidad. Se inserta en la genealogía de personas muy concretas de carne y hueso, de triunfos y fracasos. Sólo asumiéndola puede redimirla. Cristo quiere, pues, participar del dolor, sufrimiento, alegrías y dolores de todos los hombres. Viene a hacerse hombre para poder hacernos hijos de Dios.

Ya estamos muy próximos a celebrar la Navidad, si Él participa de todo lo que nosotros somos, preparémonos también nosotros para participar de todo lo que Él nos ofrece.

Entre los antepasados de Jesús encontramos la grandeza y la caducidad humana, pero Dios es siempre fiel. Nosotros también nos reconocemos con grandes logros, pero también con crueles miserias. Este Cristo que se hace uno de nosotros, que toma nuestra carne y nuestra historia viene a redimirnos. Pero aun cuando la liberación es un precioso regalo, requiere la participación y respuesta humana.

Necesitamos reconocer a Cristo como uno de los nuestros, necesitamos aceptarlo en nuestras vidas y en nuestras luchas.

Que estos días de Adviento sean una verdadera preparación para participar del Emmanuel: Dios con nosotros.

Jueves de la III Semana de Adviento

Lc. 7, 24-30.

Inmediatamente después que los discípulos de Juan Bautista cumplieron la misión que les había encomendado de encomendada de averiguar sobre la identidad de Jesús, el Señor invita a sus oyentes a reflexionar sobre la persona del bautista y su sobre su misión.

¿“Qué salieron a ver en el desierto”?, pregunta Jesús. ¿Una caña agitada por el viento”? No; él no es una veleta que se mueve al capricho de los hombres. El es un valiente, que con gran firmeza, habla a humildes y poderosos, condena lo que había que condenar y enderezar lo que estaba torcido, sin miedo a las represalias. Él cumplía la misión encomendada por Dios, aún a riesgo de su vida. Esa firmeza de carácter y esa lealtad a su misión, era lo que arrastraba a las multitudes al desierto.

¿“Era un hombre vestido fastuosamente”? Era un hombre del desierto, un asceta, vestido como el más pobre entre los pobres, alimentado con lo que encontraba en el campo: saltamontes y miel silvestre. El era un profeta.

El pueblo tenía a Juan por profeta y su padre Zacarías predijo que sería profeta del altísimo. Como tal, anuncia el castigo de Dios si no hay una conversión radical. Y Jesús mismo dice que es mucho más que profeta. Él es el que porta la salvación de los últimos tiempos, que prepara la venida del Señor. Él cierra la serie de los profetas y los supera a todos pues inaugura el evangelio. Vivió la tragedia de los precursores, que nunca alcanzan la meta a la que han dedicado toda su vida, como Moisés.

Aun los publicanos y prostitutas oyeron y aceptaron su mensaje, se convirtieron y bendijeron a Dios. Pero los fariseos y letrados, no lo aceptaron y frustraron el designio divino. Ellos se cerraron al plan de Dios. Pero no solamente se hicieron sordos a su predicación, sino que también lo persiguieron y lo llevaron a la muerte. Al rechazar a Juan se opondrían también a la predicación de Jesús, que correría la misma suerte de su precursor.

Miércoles de la III Semana de Adviento

Lc. 7, 19-23.

La pregunta que Juan manda a decir a Jesús en el evangelio de hoy nos deja con una inquietud a nosotros: ¿dudaba Juan? Es posible que, como ser humano que era, agobiado además por una prisión injusta y cruel, hubiera llegado al extremo de sus fuerzas y se preguntara si todo había valido la pena.

O es posible que en un acto supremo de heroico desprendimiento haya enviado a sus discípulos sólo para que estos se convencieran de quién era aquel a quien ahora debían seguir. La pregunta en todo caso sirve de ocasión para que Cristo haga hablar no a sus labios sino a sus manos, pues son las obras de amor y salvación las que proclaman aquí quién es el Señor.

Puede extrañar la frase final de lo que dice Jesús, «Dichoso el que no se escandalice de mí.» Recordemos que «escandalizarse» según el sentido original del término es «tropezar,» esto es, encontrar algo que impide seguir avanzando o creyendo. ¿Y cómo puede Cristo ser motivo de escándalo? Puede serlo porque la audacia de su amor y las exigencias de su seguimiento pueden parecer excesivas.

Reconocer que Cristo es admirable no es difícil; reconocer en Él la Palabra que define mi vida y el juez de mi existencia no es obvio, y necesitamos auxilio de lo Alto para no equivocarnos, o como dice Cristo, no «escandalizarnos.»

Lunes de la III Semana de Adviento

Mt 21, 23-27

Jesús exhortaba a la gente, la curaba, enseñaba y hacía milagros, y eso ponía nerviosos a los jefes de los sacerdotes, porque con su dulzura y entrega al pueblo atraía a todos a sí. Mientras que ellos, los funcionarios, eran respetados por la gente, pero no se les acercaban porque no confiaban en ellos. Entonces se ponen de acuerdo para poner acorralar a Jesús. Y le preguntan: “¿Con qué autoridad haces tú estas cosas? Porque no eres sacerdote, ni doctor de la ley, no has estudiado en nuestras universidades. No eres nadie”. Jesús, con inteligencia, responde con otra pregunta y pone a los jefes de los sacerdotes contra la esquina, preguntando si Juan el Bautista bautizaba con una autoridad que le venía del cielo, es decir de Dios o de los hombres. Mateo describe su razonamiento. «Si decimos “del cielo”, nos dirá: “¿Por qué no le habéis creído?” Si le decimos “de los hombres”, tememos a la gente; porque todos tienen a Juan por profeta». Y se lavan las manos y dicen: «No sabemos». Esa es la actitud de los mediocres, de los embusteros de la fe. No solo Pilato se lavó las manos; también estos se lavan las manos: «No sabemos». No entrar en la historia de los hombres, no involucrarse en los problemas, no luchar para hacer el bien, no luchar para curar a tanta gente que lo necesita… “Mejor no. No nos manchamos”. Y responde Jesús con la misma música: «Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto». Estas son dos actitudes de los cristianos tibios, de nosotros –como decía mi abuela– cristianos flojos; cristianos sin consistencia. Una actitud es dejar arrinconar a Dios: “O me haces esto o no iré más a la iglesia”. ¿Y qué responde Jesús?: “Pues adelante, allá tú, arréglatelas cómo puedas”.

 La otra actitud de los cristianos tibios es lavarse las manos, como los discípulos de Emaús aquella mañana de la Resurrección. Ven a las mujeres tan contentas porque habían visto al Señor, pero no se fían, porque las mujeres son demasiado fantasiosas, y se lavan las manos. Así entran en la hermandad “de San Pilato”. Tantos cristianos se lavan las manos ante los retos de la cultura, de la historia, de las personas de nuestro tiempo; también ante los desafíos más pequeños. Cuántas veces oímos al cristiano tacaño ante una persona que pide limosna y no la da: “No, no yo no doy porque luego se emborrachan”. Se lavan las manos. “Yo no quiero que la gente se emborrache y no doy limosna”. Pero no tiene para comer. “Ese es su problema: yo no quiero que se emborrache”. Lo oímos tantas veces, muchas. Dejar a Dios en una esquina y lavarse las manos son dos actitudes peligrosas, porque es como desafiar a Dios. Pensemos qué pasaría si el Señor nos dejase en una esquina. Jamás entraríamos en el paraíso. ¿Y qué pasaría si el Señor se lavase las manos con nosotros? ¡Pobrecillos!

 Son dos actitudes hipócritas de educados. “No, eso no. Yo no me meto”, y arrinconan a la gente, porque es gente sucia: “yo ante eso me lavo las manos porque son cosas suyas”. Veamos si en nosotros hay algo del género y si lo hay, expulsemos esas actitudes para dejar sitio al Señor que viene.

Sábado de la II Semana de Adviento

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Mt 17, 10-13

El pueblo esperaba la presencia del profeta Elías, con su ardorosa actuación. Ahora aparece Juan Bautista que presenta las mismas características del profeta Elías.

Elías vino en la persona de Juan Bautista porque su palabra fue tan ardiente como la de Elías y su actuación fue tan valerosa como la de él. Jesús dice que las profecías se habían cumplido en la persona de Juan Bautista.

La gente no reconoció al Bautista como el nuevo Elías y tampoco descubrió en Jesús al Mesías prometido. Si el Bautista murió en el cumplimiento de su misión, a Jesús no le espera una suerte distinta, pues el martirio forma parte del ministerio profético.

El pueblo judío no acogió a los profetas. Si nosotros admitimos a Jesús como Salvador, tenemos que poner nuestras vidas en sus manos.

Si Elías fue el profeta de fuego, Jesús ha manifestado que «no hay otro fuego que el fuego del amor a Dios y al prójimo».

En Adviento hemos de disponernos para que el «fuego del amor cristiano» prenda en nosotros y seamos propagadores de él a los demás.

Pedimos al Señor que nos ayude a recibirle como Salvador y que nuestra vida sea testimonio de la acogida que le damos a Él.

Viernes de la II Semana de Adviento

Mt 11,16-19

Nos dice el Papa Francisco que muchas veces buscamos pretextos para cerrar el corazón ante Dios y ante el hermano, y que a veces se aducen razones religiosas, éticas o de conveniencia.

El Evangelio es luz que descubre el interior del corazón. Pero cuando el corazón del hombre se cierra, siempre encuentra justificaciones para continuar en su iniquidad.

La historia nos descubre las razones del rechazo a todos los profetas, a Juan Bautista y al mismo Jesús: no son aceptados por sus contemporáneos arguyendo razones que van directamente contrapuestas las unas a las otras. Las razones del rechazo no son porque el mensaje no sea importante, ni por las personalidades de quien lo ofrece, el gran obstáculo y la principal razón es la cerrazón del corazón.

Todos lo hemos experimentado en la vida diaria, cuando no aceptamos a una persona o bien alguien no nos acepta, lo menos importante son las causas para negarnos a recibirlo, y todo se vuelve pretexto y motivo de enojo.

A los profetas los desterraron, los acusaron de idólatras, de perturbadores del orden, de muchas otras cosas, con tal de no escuchar su palabra. A Juan y a Jesús los acusan a uno de endemoniado por su forma austera de vivir y a otro también de endemoniado y pecador, por compartir con los hombres que más lo necesitaban, como lo manifiesta el mismo Jesús en la comparación con el juego de los niños.

En nuestros días también podemos encontrar muchos pretextos para cerrarnos a la Palabra de Dios: si los escándalos de la Iglesia, si los conflictos de nuestros días, la falta de tiempo… y tantos otros motivos para cerrarnos a la palabra.

El Señor en el libro de Isaías de la primera lectura de este día afirma con nostalgia: “¡Ojalá hubieras obedecido mis mandatos!”. La Palabra de Dios y sus mandamientos siempre nos darán vida. Y es verdadera sabiduría que rige los caminos del hombre.

Adviento es abrirse a la Palabra de Dios. Dejemos a un lado los pretextos, la desidia y la indiferencia. Hoy el Señor tiene algo que decirte ¿Podrás escucharlo?