Lunes de la II Semana de Pascua

Hch 4, 23-31; Jn 3, 1-8

¿Nacer de lo alto? Pero, ¿Qué significa esta pregunta y afirmación de Cristo? ¿Acaso un espíritu puede engendrar algo? Efectivamente. Da a luz a un nuevo ser pero como hijo de Dios. Como dice el catecismo en el número 782 “nacer de lo alto significa ser miembro de este cuerpo no por el nacimiento físico, sino por el “nacimiento de arriba”, “del agua y del Espíritu”, es decir, por la fe en Cristo y el Bautismo”.

En qué conflictos doctrinales se metería Cristo con los judíos de ese tiempo pues decir que era necesario nacer de lo alto significaba introducir nuevas doctrinas difíciles de interpretar y que además venían dichas por el “hijo del carpintero”. Qué gran ejemplo de Cristo en enseñarnos cómo se transmite su palabra dada por su Padre. Deja de lado los conocimientos eruditos de los judíos y les predica la verdadera doctrina de la salvación. El bautismo que les abrirá las puertas del Reino de Cristo y les hará verdaderos hijos de Dios.

Nosotros como bautizados hemos recibido esta gracia de Dios. Ya somos sus hijos merecedores de su herencia, del cielo y sobre todo de su amor. Ahora como hijo de Dios debemos hacer honor a nuestro nombre cuidando el gran tesoro de la gracia. No podemos derrochar la magnífica herencia que se nos tiene preparada por un placer terrenal pasajero. Podemos conservar el nombre de hijos de Dios manteniendo limpia nuestra vida de gracia, que significa amistad con Cristo. ¿Cómo trataríamos a un amigo que tanto queremos y estimamos? De la misma forma hay que tratar a Cristo, como un amigo que quiere corresponder a su amistad.

Jesús, dice a Nicodemo, que hay dos maneras de vivir la vida humana: o movido por los impulsos naturales del hombre (vida de acuerdo a la carne), o movido por la gracia de Dios, por la acción del Espíritu (Vida en el Espíritu). Para san Pablo esta será la gran novedad del cristianismo. El hombre ahora puede enfrentar la vida, que es en sí difícil pues está marcada por el pecado (personal y social), con la fuerza divina. Mientras el hombre no «renace» a esta vida, continua sujeto, dirá san Pablo; Esclavo, de sus pasiones y busca resolver sus problemas con sus propias fuerzas. El «renacido», es una nueva criatura en Cristo. Su manera de pensar, de actuar de dirigir su vida, está ahora marcada por la presencia del poder de Dios, el cual se manifiesta en amor. Ciertamente al ser bautizados, esta nueva vida se ha hecho una realidad en nosotros, pero es necesario que como toda vida: crezca, se desarrolle y dé fruto. Abramos nuestro corazón a la acción del Espíritu. Hagámonos conscientes, que la muerte no reina más en nosotros y dejemos que El Espíritu Santo crezca y conduzca nuestra vida.

Sábado de la Octava de Pascua

Hch 4, 13-21; Mc 16, 9-15

Resurrección y evangelización. ¿Cómo unir estos dos sustantivos principales del evangelio de hoy? Resurrección significa vida, triunfo sobre la muerte, fundamento de nuestra fe, confianza en quien un día nos prometió que nos salvaría del pecado. Y evangelización quiere decir dar, enseñar, transmitir comunicar a los demás la resurrección y enseñanzas del Señor.

No es una casualidad las apariciones tan continuas de Cristo a los suyos. Ni tampoco lo es la última frase (mandato) que Cristo nos dejó al final de este evangelio de: “Id al mundo entero y predicad el evangelio”. Si Jesús resucitó y se les aparece continuamente a sus apóstoles es porque les quiere dejar bien claro que el gozo que experimentan debe ser transmitido a los demás hombres. Es un gozo que no puede permanecer encerrado en la caja de su egoísmo junto con los demás gocecillos y alegrías de uso personal. Es una dicha tan grande que es imposible guardarla en sí mismos y no transmitirla.

Esta misma alegría deberíamos experimentar nosotros de la resurrección. Alegría que no puede quedarse en una sonrisa exterior. Sino que nos debería de llevar comunicar a los demás las enseñanzas de Cristo durante su vida pública y su resurrección. Y estas enseñanzas de Cristo hoy día no son otras más que los retos actuales que nos presenta el santo Padre a todos los cristianos del nuevo milenio. La evangelización en la defensa de los derechos del hombre, el respeto a la vida de cada ser humano, la búsqueda de una paz social y familiar, etc.

Hemos comprendido lo que es la resurrección del Señor si tomamos en serio su mandato de “Id al mundo entero y predicad el evangelio”. Predicad los nuevos retos para este milenio nuevo que recorremos.

Viernes de la Octava de Pascua

Jn 21, 1-14

En el pasaje evangélico, después de una noche de fracasos, de inútiles trabajos sin pescar absolutamente nada, Pedro y sus compañeros al mandato de Jesús, lanzan nuevamente la red y obtienen una pesca milagrosa.

Este Evangelio nos enseña lo que es la vida antes y después del encuentro con Cristo. San Pedro, habiendo sentido, como todos los discípulos, la pérdida de Cristo, se inclina a regresar a la vida que tenía antes. “voy a pescar”. Y lo mismo dicen todos. Pero no pescan nada, hasta que Cristo les sale al encuentro. Pero es San Juan el que se da cuenta de quién es el que está en la playa. En verdad que conocía al Señor, porque también pasó por el calvario con Cristo. Porque también estuvo a los pies de la Cruz. La Cruz es necesaria en nuestra vida. Sólo así seremos capaces de vencernos a nosotros mismos y a nuestro propio egoísmo. No hay por qué temerle a la Cruz si la cargamos junto con Cristo. Si así procedemos, podemos estar seguros de que, aunque parezca difícil, cambiaremos para bien.


Cristo no oculta a los discípulos las luchas y los sacrificios que les aguardan. Él mismo subraya cómo la renuncia al propio «yo» resulta difícil, pero no imposible cuando se puede contar con la ayuda que Dios nos concede «mediante la comunión con la persona de Cristo»

Jesús, carpintero, hombre de trabajo y de fatiga, se hace presente en nuestros mismos lugares de trabajo. Aunque su presencia escapa a nuestra vista, su acción creadora, está siempre lista para atendernos, y ayudarnos en nuestras labores diarias, para que a pesar de que nuestros esfuerzos no hayan rendido el fruto esperado, el hará lo que para nosotros no fue posible. Sin embargo debemos estar atentos, pues como hoy a los discípulos nos dirá: «Tiren de nuevo las redes, pero ahora al lado que yo les indico». Cuando somos capaces de hacer nuestro trabajo de la manera que Jesús nos los indica, es decir, con generosidad, honradez, esfuerzo, la pesca es siempre abundante, y no solo para el pan de nuestras casas, sino para que el mundo crea que Jesús está vivo ahí, precisamente, ahí donde todos los días convivimos.

Hoy, Cristo vivo y resucitado se nos presenta como el único camino.  Ya nos hemos equivocado durante mucho tiempo, ya nos habíamos confiado en nuestras propias fuerzas y hemos fracasado en la oscuridad de la noche.  ¿Por qué no  nos acercamos a Jesús nuestra única y verdadera esperanza?

Esta semana de resurrección, Cristo se nos presenta como el único nombre que nos trae salvación integral y plena.

Jueves de la Octava de Pascua

Lc 24, 35-48


Si por algo se caracteriza nuestro mundo es por esa pérdida de paz y de armonía, vaga el hombre moderno cargado con sus seguridades que lejos de protegerlo, parecen hacerlo cada vez más débil e inseguro.  Se cierran las puertas, se evaden las preguntas, se ocultan los datos personales y sin embargo cada día nos sentimos más expuestos, perdemos la paz.

El saludo de Jesús a sus discípulos, que también tenían cerradas sus puertas es “la paz esté con vosotros”.  Palabras que en un primer momento los llena de temor porque creen ver un fantasma.  Para darles confianza y que no tengan miedo, Jesús presenta las marcas del dolor en sus manos y en sus pies.  Marcas de la cruz de Jesús que son señales de su entrega, de su muerte, pero también son señales de su resurrección.

No les habla a sus discípulos como un ángel que no hubiera padecido, tampoco nos habla a nosotros desde un mundo etéreo o angelical donde no pudiéramos tener miedo, nos habla desde el dolor de nuestra propia realidad para invitarnos a tener la verdadera paz, esa que nadie nos puede arrebatar, esa que es armonía interior y que sólo Jesús nos puede dar.  

No bastan las cicatrices, entonces pide de comer y con un trozo de pescado compartido se une a la mesa.

El dolor, las cicatrices y el pan compartido son las señales del que ahora está vivo e invita a superar los miedos, las angustias y a reconstruir la comunidad.  Son los mismos signos sobre los que ahora debemos reconstruir la comunidad: a partir de la realidad, del dolor de los hermanos, de las cicatrices y del compartir el pan.

No podemos estar ajenos y no podemos despreciar el dolor de quien han sufrido, se tiene que mirar y compartir, también se tiene que compartir el pan, el pescado y la mesa, para hacer creíble la resurrección.

La Pascua es esencialmente un tiempo maravilloso para tener un encuentro personal con Cristo que sea capaz de cambiar nuestra vida y convertirnos en sus testigos. Abre bien tus ojos y oídos…Cristo está vivo…


Déjalo vivir en ti, deja que su amor se trasparente a todos los que te rodean.

Miércoles de la Octava de Pascua

Lc 24, 13-35

El Evangelio de hoy nos presenta a dos discípulos de Cristo que se alejan de Jerusalén. Han visto y vivido lo que le sucedió a Jesús, y regresan a su pueblo.

El camino de Emaús es semejante al camino de toda la humanidad y puede representar el camino de cualquier persona.  Todos hemos sentido en determinados momentos la decepción de un ideal o de unas propuestas que creíamos eran solución y única verdad, pero después cuando nos desilusionamos, corremos el riesgo de abandonar todo: el ideal, el esfuerzo y la propia comunidad.

¿Por cuáles caminos he hecho caminar mis fracasos y mis tristezas?

Hasta ya va Jesús, empareja su paso con mi paso vacilante.  No cuestiona, no acusa, simplemente acompaña.  Es su encarnación acercarse al hombre que sufre y ha fracasado y cada día se hace cercano al que ha abandonado y decepcionado toda su esperanza.

Después de caminar, conversa, escucha y atiende, no condena.  Al final ofrece el camino redentor: la escucha de la Palabra, el acercarse a una mesa y el compartir el mismo pan.  Palabras, cercanía y el compartir vida y pan, restauran las heridas, reanima la fe.

El mismo proceso que hace con cada uno de nosotros para enfrentarnos a un mundo de oscuridades y desesperanzas, tenemos a Jesús que hace el camino con nosotros.

Tenemos su Palabra que viene a iluminar las más oscuras realidades, tenemos su compañía bajo el mismo techo y los mismos riesgos.  Finalmente se convierte en Pan que anima, fortalece y restaura la comunidad. El camino de Jesús conduce a una casa comunidad que no deja a un forastero expuesto a los peligros de la noche. Allí está la mesa servida para hombres y mujeres que ya no son esclavos sino hijos, hermanos, hermanas y testigos de la vida. Con los discípulos de Emaús hoy también nosotros dejemos arder nuestro corazón en el amor de Jesús resucitado.

Así se acerca Jesús a ti y a mí.  Así nos restaura y nos devuelve la esperanza.

Martes de la Octava de Pascua

Jn 20, 11-18

María Magdalena no podía creer en la muerte del Maestro. Invadida por una profunda pena se acerca al sepulcro. Ante la pregunta de los dos ángeles, no es capaz de admirarse. Sí, la muerte es dramática. Nos toca fuertemente. Sin Jesús Resucitado, carecería de sentido. «Mujer: ¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?» Cuántas veces, Cristo se nos pone delante y nos repite las mismas preguntas. María no entendió. No era capaz de reconocerlo.

Así son nuestros momentos de lucha, de oscuridad y de dificultad. «¡María!» Es entonces cuando, al oír su nombre, se le abren los ojos y descubre al maestro: «Rabboni». Nos hemos acostumbrado a pensar que la resurrección es sólo una cosa que nos espera al otro lado de la muerte. Y nadie piensa que la resurrección es también, entrar «más» en la vida. Que la resurrección es algo que Dios da a todo el que la pide, siempre que, después de pedirla, sigan luchando por resucitar cada día. «La Iglesia ofrece a los hombres el Evangelio, documento profético, que responde a las exigencias y aspiraciones del corazón humano y que es siempre “Buena Nueva”.

La Iglesia no puede dejar de proclamar que Jesús vino a revelar el rostro de Dios y alcanzar, mediante la cruz y la resurrección, la salvación para todos los hombres». «He visto al Señor» – exclamó María. Esta debe ser nuestra actitud. Gratitud por haber visto al Señor, porque nos ha manifestado su amor y, como a María, nos ha llamado por nuestro nombre para anunciar la alegría de su Resurrección a todos los hombres.

Que la gracia de estos días sacros que hemos vivido sea tal, que no podamos contener esa necesidad imperiosa de proclamarla, de compartirla con los demás. Vayamos y contemos a nuestros hermanos, como María Magdalena, lo que hemos visto y oído. Esto es lo que significa ser cristianos, ser enviados, ser apóstoles de verdad.

Lunes de la Octava de Pascua

¡Alegría! ¡Alegría! ¡Alegría!… ¡Cristo ha resucitado! Como dice el profeta:
– ¡Iglesia santa, disfruta, goza, alégrate con todo el corazón! Y nos lo repite Pablo: – Alégrese siempre en el Señor. Se lo repito: ¡alégrense!…

Es esto un anuncio espléndido. Nos dice que Dios ama a la Iglesia, la nueva Jerusalén. Y los cristianos, amándonos todos los unos a los otros, sabemos comunicarnos la felicidad que cada uno lleva dentro, recibida del Dios que mora en nuestros corazones. La felicidad de Cristo vivo.

Hacemos una realidad aquello de Teresa de Jesús, cuando hablaba de sus humildes y felices conventos de Carmelitas: – Tristeza y melancolía no las quiero en casa mía.

Sencillamente, porque en el corazón del cristiano no cabe más que la alegría de sentirse salvado por un Dios que le ama. Esta alegría cristiana tiene un precio. ¿Qué debemos hacer para conquistarla, para poseerla, para que perdure en medio del Pueblo de Dios? ¿Qué debemos hacer?… – Practicar el amor y la misericordia. Está bien claro. Es un imposible disfrutar la alegría que Dios nos ha traído al mundo si no tenemos un amor efectivo a todos, basado en la honestidad de la vida propia y en el respeto a los demás.

Como en aquellos tiempos, hoy nos pide Dios limpieza del corazón. Conciencia tranquila, porque sabemos rechazar con violencia el pecado: así, como suena, ese pecado del cual el mundo moderno ha perdido la noción. Hoy nadie quiere oír esa palabra fatídica, porque trae a la memoria un juicio posterior de Dios.

Pero el grito de la propia conciencia no lo puede acallar nadie, y la alegría es un imposible cuando la conciencia no está en paz. Si en el mundo se observase mejor la Ley de Dios, habría mucha más alegría en todos nuestros pueblos. La alegría nos haría pasar la vida como en una fiesta ininterrumpida.

Habiendo sido bautizados en el Espíritu Santo, o conservamos al Espíritu Divino dentro de nosotros, o la alegría del Cielo habrá huido de nosotros quizá para siempre…

A esta condición diríamos personal de cada uno, se añade la obligación respecto de los demás.

El Evangelio en muchas ocasiones nos recuerda a todos que la justicia y el respeto a la persona son condiciones indispensables para que haya alegría en la sociedad.

No diremos que esto no es bien actual en nuestros países. Mientras muchos vivan sumidos en una pobreza injusta, y mientras exista la violencia, venga de donde venga, resultarán inútiles todos los esfuerzos que muchos hacen para implantar la felicidad y la alegría en el pueblo.

Miércoles Santo

Is 50, 4-9; Mt 26, 14-25

Cuando miramos un crucifijo nos cuesta trabajo creer que Jesús está ahí porque Él quiso.  Tal parece que fue dominado por sus enemigos y obligado a morir en la cruz.  Pero no fue así.  En cierta ocasión, los fariseos trataron de apedrear a Jesús para matarlo, pero Él se les escapó fácilmente.  En otra ocasión, los habitantes de su ciudad natal lo condujeron hasta el borde de un precipicio con la intención de despeñarlo; pero El dio medio vuelta y se fue, sin que uno solo fuera capaz de poner la mano sobre El.  Hubo varios incidentes en los que los enemigos de Jesús trataron de aprehenderlo para matarlo, pero éstos fueron impotentes para lograrlo porque, como el mismo Señor lo dijo, su «hora no había llegado todavía».  Aquella «hora» era el tiempo establecido de antemano por su Padre.

En el evangelio de hoy Jesús indica que El conocía el tiempo establecido por su Padre para su muerte sacrificial; Él dice: «Mi hora está ya cerca».  También mostró que conocía previamente el momento de su muerte, al predecir que uno de los Doce lo iba a traicionar.  Pero Jesús no sólo conocía el momento de su muerte ya próxima; más importante que eso, El aceptaba voluntariamente esa muerte, por obediencia amorosa a su Padre, al fin de que se cumpliera las Escrituras.

Al concluir la presentación que hizo de sí mismo como el buen pastor, nuestro Señor dijo: «El Padre me ama porque doy mi vida para volverla a tomar.  Nadie me la quita; yo la doy porque quiero» (Jn 10, 17).  En la Última Cena, dijo: «Nadie tiene amor más grande a sus amigos que aquel que da la vida por ellos» (Jn 15, 13).  Esas palabras indican claramente los motivos por los que Jesús murió.

El Viernes Santo, o en cualquier otro momento en que veamos un crucifijo, hemos de darnos cuenta de que Jesús murió en la cruz porque Él quiso.  Su muerte en la cruz fue la expresión perfecta de su amor libre y personal a su Padre y a nosotros.

Martes Santo

Is 49, 1-6; Jn 13, 21-23

En el evangelio hay dos hombres que se parecen y que sin embargo, son totalmente diferentes: Simón Pedro y Judas Iscariote.  Se parecen en que los dos le fallaron a Jesús: Pedro al negarlo y Judas al traicionarlo.  Son totalmente diferentes en su reacción ante Jesús después de haberle fallado.  Pedro se arrepintió y Judas se desesperó.

El carácter de Pedro era tan humano, que cualquiera de nosotros podría sentirse muy cercano a él.  Era resuelto, y sin embargo, débil; era sincero, y sin embargo, titubeante; era adicto, y sin embargo, a veces desleal.  Por encima de todo, llegó a conocer a Jesús tan bien, que se arrepintió inmediatamente y tuvo plena confianza en el perdón.

Nosotros tenemos esperanza y oramos para no terminar como Judas, sino como Pedro, a quien nos parecemos más.  Somos resueltos para tomar decisiones de hacer grandes cosas en favor de Cristo, pero, con frecuencia, somos remisos en llevar a cabo esos buenos propósitos.  Somos sinceros en nuestro celo por Cristo, pero, con frecuencia, fallamos por nuestra debilidad humana.  Somos verdaderamente adictos a Cristo, pero algunas veces vivimos como si no lo conociéramos, ni sus enseñanzas.

Si nos parecemos a Pedro en sus fallas, también debemos hacer el intento de ser como él en sus puntos de apoyo.  Pedro llegó a conocer muy bien a Jesús.  Porque conoció bien a Jesús y fue testigo de su amor a los pecadores, Pedro tenía confianza en el perdón del Señor.  Pero, ¿qué decir de Judas?  No es conveniente parecernos a él.  Judas tuvo las mismas oportunidades que Pedro para conocer a Jesús.  Había escuchado sus enseñanzas y había visto su ejemplo.  Jesucristo le ofreció su amor.  Pero desperdició las oportunidades de conocer a Cristo y no respondió al ofrecimiento que Jesús le hacía de su amor.

En el curso de esa Semana Santo se nos brinda una valiosa oportunidad de conocer a Jesucristo, meditando en los acontecimientos de su pasión y de su muerte.  El sufrió todo lo imaginable por amor a nosotros.  Hoy podemos rogarle que nos conceda la gracia de responder a su amor, como lo hizo Pedro.

Lunes Santo

Is 42, 1-7; Jn 12, 1-11

En el evangelio de hoy san Juan hace una de sus pocas referencias cronológicas.  Hace notar que la unción tuvo lugar «seis días antes de la Pascua».  Este era el día en que los judíos debían conseguir el cordero que iban a comer en la cena pascual, y lo conservaban hasta el día anterior a la Pascua, en que lo mataban a la hora del crepúsculo (Ex 12,12).  La cena de Pascua era una conmemoración de los acontecimientos salvadores del Éxodo.  A los israelitas del tiempo del Éxodo se les ordenó que untaran con la sangre del cordero el dintel y las jambas de las puertas de sus casas.  A la medianoche, el ángel del Señor acabaría con todos los primogénitos de los egipcios, pero al ver la sangre en el dintel y en las jambas de las puertas, pasaría de largo frente a las casas de los israelitas.  Ellos se salvaron por la sangre del cordero.

Parecería que, de alguna manera, en la mente de san Juan la unción de Jesús era su propia selección y preparación para ser el cordero pascual cristiano.  Ciertamente la sangre de Cristo es la que nos salva del pecado.  Antes de la comunión, escuchamos estas palabras: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo».  Como verdadero cordero pascual, Jesús es el cumplimiento de todos aquellos años de promesas y preparación del Antiguo Testamento.  Un siglo tras otro, Dios condujo pacientemente a su pueblo hacia los grandes acontecimientos que volvemos a vivir esta semana en la liturgia.  No miramos hacia el futuro, como hicieron los judíos; nosotros tenemos el privilegio de compartir directa y personalmente los misterios de salvación de Jesucristo, el Cordero que quita los pecados del mundo.