Lc 24, 13-35
El Evangelio de hoy nos presenta a dos discípulos de Cristo que se alejan de Jerusalén. Han visto y vivido lo que le sucedió a Jesús, y regresan a su pueblo.
El camino de Emaús es semejante al camino de toda la humanidad y puede representar el camino de cualquier persona. Todos hemos sentido en determinados momentos la decepción de un ideal o de unas propuestas que creíamos eran solución y única verdad, pero después cuando nos desilusionamos, corremos el riesgo de abandonar todo: el ideal, el esfuerzo y la propia comunidad.
¿Por cuáles caminos he hecho caminar mis fracasos y mis tristezas?
Hasta ya va Jesús, empareja su paso con mi paso vacilante. No cuestiona, no acusa, simplemente acompaña. Es su encarnación acercarse al hombre que sufre y ha fracasado y cada día se hace cercano al que ha abandonado y decepcionado toda su esperanza.
Después de caminar, conversa, escucha y atiende, no condena. Al final ofrece el camino redentor: la escucha de la Palabra, el acercarse a una mesa y el compartir el mismo pan. Palabras, cercanía y el compartir vida y pan, restauran las heridas, reanima la fe.
El mismo proceso que hace con cada uno de nosotros para enfrentarnos a un mundo de oscuridades y desesperanzas, tenemos a Jesús que hace el camino con nosotros.
Tenemos su Palabra que viene a iluminar las más oscuras realidades, tenemos su compañía bajo el mismo techo y los mismos riesgos. Finalmente se convierte en Pan que anima, fortalece y restaura la comunidad. El camino de Jesús conduce a una casa comunidad que no deja a un forastero expuesto a los peligros de la noche. Allí está la mesa servida para hombres y mujeres que ya no son esclavos sino hijos, hermanos, hermanas y testigos de la vida. Con los discípulos de Emaús hoy también nosotros dejemos arder nuestro corazón en el amor de Jesús resucitado.
Así se acerca Jesús a ti y a mí. Así nos restaura y nos devuelve la esperanza.