Martes de la III Semana del Tiempo Ordinario

Mc 3, 31-35

Detrás de esta escena que a primera vista parecería un desprecio a la familia de Jesús, se encierra una gran enseñanza. La familia judía, como muchas de las familias tradicionales del ambiente rural, al mismo tiempo que fortalece y anima, también encierra y condiciona. En este aspecto la familia judía encerraba mucho más y aunque ciertamente proporcionaba seguridad al ser tan amplia, también limitaba la actuación.

Ahora Jesús inicia una nueva familia y amplía los márgenes de aquella pequeña célula. Quienes hemos vivido y compartido experiencia con familias numerosas pero en cierto sentido aisladas, hemos experimentado los fuertes lazos que hacen crecer a la persona, pero que también en muchos sentidos la restringen y condicionan. Jesús quiere que su familia vaya más allá de los lazos de carne y de sangre. Es más, lo que ya resulta más problemático para el pueblo judío, abre los horizontes a todos los pueblos y a todas las naciones. Su única condición es que cumplan la voluntad de Dios. Y la voluntad del Buen Dios que hace salir su sol sobre buenos y malos, es que todos los hombres y mujeres, hechos a su imagen y semejanza, formen una sola familia.

Cristo viene a renovar los lazos de la familia original de Dios: toda la humanidad. Hoy asistimos a fenómenos contradictorios: por una parte nos sentimos como la aldea global donde un “estornudo” se escucha y repercute en todo el planeta, pero por otra parte nos encerramos tras trincheras e ideologías que nos apartan de “los otros”, y nos hacen sentir exclusivos. Nunca como en este tiempo se experimentó la necesidad de formar una sola familia y arriesgarse a construir un mundo para todos; pero nunca como en este tiempo se experimentó el individualismo y la lucha feroz que aniquila a los otros y no los contempla como hermanos.

Jesús nos propone en este día no un desprecio a la familia de sangre, sino una apertura y un cariño a toda la humanidad como nueva familia. Si a cada hombre y a cada mujer los contemplamos como hermanos podremos hacer de toda la humanidad la nueva familia de Dios, así cumpliremos la voluntad del Padre. Así, lejos de un desprecio a María, es una alabanza a la que desde el inicio dijo: “´Hágase en mí, según tu palabra”

Conversión de San Pablo

Recordamos la figura de Pablo de Tarso. Una figura sin detalles precisos como sucede con todos los personajes de aquella época.

Era “ciudadano romano”, pero griego en su personalidad y cultura; se expresaba en griego con corrección y agilidad ya que era la lengua que se hablaba en Tarso.

Y era un fariseo apegado fuertemente a las tradiciones de sus mayores. Y junto a ello podemos decir que era un verdadero «buscador de la verdad». De ahí que fuera un estudioso profundo.

San Pablo es modelo, en muchos sentidos, para el cristiano.  Es el audaz apóstol que no se atemoriza ante las dificultades, es el visionario que abres las posibilidades del Evangelio hasta otras fronteras, es el servidor capaz de llorar por una comunidad o el maestro que regaña y corrige con dolor a sus discípulos. Todo parte del gran acontecimiento que ha vivido: encontrarse con Jesús.  Y su encuentro, que a muchos nos parece maravilloso y espectacular, no debió ser sencillo, sino traumático y trastornante.

Todavía cuando Pablo narra su vida, su educación y su linaje, descubrimos rastros de ese orgullo de ser judío, fariseo, educado a los pies de Gamaliel, orgulloso de su religión. No le importa derramar sangre, no le importa destruir personas.  Por encima de todo está la Ley y su religión.

Cuando cae por tierra, la visión que le produce ceguera, puede ser el descubrimiento más grande, pero le hace cambiar totalmente su vida.  Descubrir a Jesús resucitado, vivo y presente en los hermanos que antes quería matar, viene a cambiar radicalmente su percepción, su vida y sus opciones.  Es una verdadera conversión. Los relatos bíblicos nos lo cuenta en unas cuantas palabras, pero todo el proceso debe ser lento, doloroso y con mucha conciencia.

Convertirse implica dar un cambio total a las decisiones, a los amigos, a las costumbres.  Conversión significa un cambio de mentalidad, una trasmutación de valores, un nacer nuevo por la presencia del Espíritu.  Es el pasar de las tinieblas a la Luz.  No es el cambio con nuevas promesa que nunca se cumplen.  No es el cambio externo de colores y de formas.  Es el cambio interior que nos llevará a una nueva visión.  Es dejar al hombre viejo y convertirse en un hombre nuevo. No son los propósitos fáciles, sino la verdadera transformación interior. Dejarse tocar por Jesús cambia de raíz toda nuestra vida.  En Pablo lo podemos constatar de una manera radical.

¿Cómo es nuestra conversión? ¿En qué ha cambiado nuestra vida en el encuentro con Jesús resucitado? 

San Pablo puede afirmar posteriormente “todo lo puedo en Aquel que me conforta” o bien “para mí la vida es Cristo y todo lo demás lo considero como basura”

¿Nosotros, cómo manifestamos nuestra conversión? ¿Hemos cambiado radicalmente y encontrado al Señor?

Sábado de la II Semana del Tiempo Ordinario

Mc 3, 20-21

A primera vista parece que este Evangelio habla mal de Cristo en vez de hablar bien.

Pero si leemos entre líneas encontraremos que no es así. Cristo se consagró al Padre para cumplir una misión dada, concreta e importantísima, que era precisamente la salvación de todos los hombres.

Y Cristo, sabiendo la responsabilidad que tenía y teniendo un amor infinito hacia el Padre, no dudaba en sacrificar nada para cumplir su misión, por amor al Padre y a los hombres.

Si tenía que predicar todo el día, lo hacía, aunque esto implicara quedarse sin comer, aunque no durmiera, aunque apenas tuviera tiempo para descansar. Hasta cierto punto, es normal que sus parientes, al verle, dijeran “está fuera de sí.” Y claro, una persona apasionada por llevar el Evangelio a todas las gentes no puede hacer otra cosa que aparecer como un loco delante de los hombres. Pero delante de Dios, es un héroe, pues su principal motivación es el amor.

Contemplemos el ejemplo de Cristo e imitémosle en esa locura por hacer el bien a los que nos rodean, por amor a Cristo y su Reino.

Viernes de la II Semana del Tiempo Ordinario

Mc 3, 13-19

Este pasaje del Evangelio nos nuestra el momento en que Jesús eligió a los doce, a quienes lo acompañaran. El evangelio nos dice que Jesús llamó a los que Él quiso.

Dios llama a quien quiere, y no hay obstáculo de ninguna índole que impida que Jesús nos llame. No importa nuestra profesión, no importa nuestra vida pasada. En algún momento de nuestras vidas, Jesús, puede llamarnos. El Señor no se guía con criterios humanos para elegir a sus apóstoles. Por eso cuando el Señor llama a cada una a ejercer algún tipo de apostolado, nunca podemos pensar, yo no puedo, yo no estoy capacitado…

Estos son los nombres de las columnas de la Iglesia. Ellos aprendieron del Maestreo y una vez que descendió el Espíritu Santo, se dedicaron a predicar y a expulsar a los demonios (forma genérica en que Marcos presenta la misión de Cristo) es decir a continuar la labor que el Maestro había iniciado.

No fue, no ha sido y no será tarea fácil hacer una realidad el Reino de los cielos pues hay todavía muchos a quienes es necesario predicar, y hay todavía muchos demonios que hay que expulsar: es mucho el trabajo por hacer.

Por ello la Iglesia sigue necesitando hombres y mujeres, que estén dispuestos a dejarlo todo para consagrar su vida a estar con el Maestro para luego continuar su misión entre los hombres.

Si aun no has decidido el futuro de tu vida, ¿has pensado que tú pudieras ser uno de estos llamados? Al menos tenlo como una posibilidad.

Jueves de la II Semana del Tiempo Ordinario

Mc 3, 7-12

Al inicio de este año tendremos que descubrir cuáles son las razones que sostienen nuestra fe. Indudablemente que, como primera respuesta, diríamos que es el amor de Jesús. ¿Por qué nos ama tanto Jesús? ¿Por qué se ofrece por nosotros para lograr nuestra salvación?

La carta a los Hebreos nos muestra a Jesús que se ofrece a sí mismo en sacrificio por todos los hombres. Un sacrificio muy diferente a todos los sacrificios de la antigua alianza. Un sacrifico del Sumo Sacerdote que es santo, inocente, inmaculado y que se entrega para el perdón de los pecados de todos los hombres.

Jamás podremos imaginar siquiera el gran amor que Jesús, sacerdote, tiene por todos los hombres. Hoy te invita la palabra de Dios a contemplar a Jesús, a reconocerlo como sacerdote y víctima que lava tus pecados, que se ofrece por ti y que te eleva a la dignidad de hijo de Dios. Necesitamos hablar con Jesús y acercarnos a Él para sentir todo este amor.

El pasaje del evangelio nos presenta como en un resumen la actividad de Jesús que se dirige a todos los pueblos y que encuentra respuesta en todas las regiones vecinas. Se despierta un interés grande por conocer a este Jesús que puede liberar y salvar.

Es curioso el dato que nos presenta San Marcos al señalarnos que los espíritus inmundos gritaban que Jesús era el Hijo de Dios. Sin embargo, aunque lo conocían, no se puede decir que creían en Él. A nosotros puede pasarnos lo mismo, saber todo de Jesús, conocer su historia, admirar su vida, elogiar su doctrina, pero seguir nosotros en nuestro mismo pecado.

Hoy contemplemos a Jesús y descubrámoslo como el único y verdadero sacerdote que ofrece el sacrifico capaz de limpiar nuestros pecados y hacernos ofrenda agradable al Señor. Pero al contemplarlo hagamos nuestra oración, así como nos dice San Marcos que Jesús la hacía al ponerse en manos de su Padre y después se volvía hacia las multitudes ofreciendo curación y liberación. Y aceptemos su presencia dinámica en nuestra vida: una presencia que nos llena de amor y de fe, y que exige de nosotros una verdadera conversión.

Nuestra fe en Jesús no consistirá ya sólo en conocimientos, sino que se volverá también dinámica, creativa y muy firme.

Miércoles de la II Semana del Tiempo Ordinario

Heb 7, 1-3. 15-17; Mc 3, 1-6

La carta a los Hebreos, que estamos leyendo como primera lectura estos días, nos invita a descubrir a Jesús sumo sacerdote. Si bien, no es un título que se le haya dado durante su vida, toda su obra refleja la actividad salvadora de un sacerdote. Un sacerdote que consagra, un sacerdote que ofrece y se ofrece en sacrificio, un sacerdote que da vida.

Cristo es el sacerdote eterno, Cristo es el sacerdote de la Nueva Alianza. Quizás, solo así podremos entender cómo Cristo rompe con esquemas que para los judíos eran tan estrictos y provocaban fuertes discusiones.

El Evangelio nos presenta uno de estos casos con una de esas expresiones que quizás suenen muy fuertes referidas a Jesús. ¿Cómo nos imaginamos a Jesús mirándolos con irá y con tristeza? Es fácil imaginar a Jesús que se pone triste porque no somos capaces de escuchar y vivir su palabra, pero, ¿con ira? Pues es lo que afirma el Evangelio de este día, y no solamente en este pasaje se muestra este aspecto de Jesús. Siempre que se utiliza como pretexto la Ley o el servicio a Dios, para negar el servicio a los hermanos, siempre provocamos la ira de Jesús.

Jesús no es un sacerdote atado a las leyes que esclavizan, por eso les plantea muy claramente la dificultad: “¿se le puede salvar la vida a un hombre en sábado, o hay que dejarlo morir?”

Esa misma pregunta nos la deberíamos de hacer nosotros y plantearnos si estamos realmente haciendo el bien o nos escudamos en normas y leyes religiosas que nos permiten dejar a un lado las obligaciones hacia el hermano.

Basta pensar en las guerras que actualmente azotan a la humanidad. Todas las partes justifican su acción y se disculpan e incluso algunos argumentan motivos religiosos, y se están cometiendo gravísimas injusticias. Pero esto sucede también en nuestro pequeño entorno, en nuestras comunidades.

La pregunta de Jesús hoy nos tiene que cuestionar también a nosotros: “¿está permitido hacer el bien o el mal el sábado?”

Cambiemos un poco las circunstancias y preguntémonos si estamos haciendo el bien o estamos haciendo el mal. No hay disculpas, es muy claro lo que tenemos que responder a Jesús. Él, el sacerdote eterno, más allá de los sacrificios y de las leyes ofrece vida eterna.

Acerquémonos a Cristo Sacerdote.

Martes de la II Semana del Tiempo Ordinario

Mc 2, 23-28

Para el pueblo judío, el sábado era mucho más que un día sagrado. Muchos preceptos rodeaban la vida del pueblo elegido. Y quien no los respetaba, era señalado así, como el Evangelio pone en boca de los fariseos: “Mira cómo hacen en sábado lo que no está permitido”.

Dicen que cuando se ama no es difícil compartir la vida y todo lo que tenemos con la persona amad y en beneficio de unos cuantos.

Desde la lectura de la carta a los Hebreos, donde se nos presenta al Dios fiel en el amor y se nos invita a ser fieles y a hacer de nuestra esperanza un ancla firme y segura, hasta el Evangelio de San Marcos donde Jesús crítica las leyes que han perdido su esencia, aparece el amor como la razón última.

La ley tiene su razón de ser sólo en el amor. En la convivencia entre los hombres y en la experiencia de sus relaciones, fueron naciendo primero las costumbres y después se convirtieron en leyes, siempre con la finalidad de ayudar en las relaciones, de buscar la justicia y de preservar la vida. Pero, a veces, la ley se fue convirtiendo en esclavitud, y lo que estaba para proteger y dar vida se fue convirtiendo en ataduras y en beneficios de unos cuantos. Esto también sucedió en el pueblo de Israel.

El Decálogo que es una obra maestra de la ley, se fue desglosando y convirtiendo en una interminable cadena de preceptos, olvidando su finalidad original.

La ley o el precepto no tiene porqué ser esclavizante, pues es un camino para dar la vida. Jesús nos da el verdadero sentido de una ley: “el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado”

A nosotros también nos pasa lo mismo, nos atamos a unas costumbres o leyes y nos olvidamos de las personas. Ejemplos podemos poner muchísimos: en dependencias oficiales, educativas o religiosa, y también en nuestras propias familias.

Hay quien vive unido sólo por la ley y ya no tiene amor, hay quien cumple sólo por cumplir. Tenemos que buscar el verdadero espíritu y hacer aquello que de vida, que la cuide y la proteja sobre todo en los momentos en que es más frágil y desprotegida.

Pensemos en nuestras leyes, costumbres y mandatos, ¿nos dan vida?, o nuestras leyes y costumbres ¿sirven para pasar por encima de las personas?, ¿han perdido su sentido y sólo se convierten en ataduras?

Una ley vivida en el amor da vida, sin amor es esclavizante.

Que vivamos la plenitud del amor.

Lunes de la II Semana del Tiempo Ordinario

Mc 2, 18-22

El Evangelio, la Palabra del Señor es el vino nuevo que se nos da, pero para ser buenos cristianos hace falta además un comportamiento nuevo, un estilo nuevo que es propiamente el estilo cristiano, y que son las Bienaventuranzas. Ese es el significado de las palabras que cierran el Evangelio de hoy (Mc 2,18-22): «Vino nuevo en odres nuevos». Y para saber cuál es el estilo cristiano lo mejor es ver si nuestras actitudes tienen algún estilo no cristiano, como son el estilo acusatorio, el estilo mundano y el estilo egoísta.

El estilo acusatorio es el estilo de esos creyentes que siempre intentan acusar a los demás, viven acusando: “No, pero ese, aquel… No ese, no… ese no es justo, ese era un buen católico…”, y siempre descalifican a los demás. Un estilo –diría yo– de “promotores injusticia”: siempre buscando cómo acusar a los otros. Y no se dan cuenta de que es el estilo del diablo: en la biblia al diablo se le llama el “gran acusador”, porque siempre está acusando a los demás. Es una moda entre nosotros, y lo era también en tiempos de Jesús, que en más de un episodio reprocha a los acusadores: “En vez de ver la paja en los ojos de los demás, mira la viga en los tuyos”; o también: “El que esté libre de pecado que tire la primera piedra”. Así que vivir acusando a los demás y buscando defectos no es cristiano, no es odre nuevo.

El estilo mundano, del mundo, es el de esos católicos que pueden rezar el Credo, pero viven de vanidad y soberbia, apegados al dinero, creyéndose autosuficientes. El Señor te ofrece el vino nuevo pero tú no has cambiado los odres, ¡no has cambiado! ¡La mundanidad, la mundanidad que es lo que arruina a tanta gente, tanta gente! Gente buena pero que entra en ese espíritu de la vanidad, de la soberbia, de hacerse ver… No hay humildad, y la humildad es parte del estilo cristiano. Debemos aprenderla de Jesús, de la Virgen, de san José, que eran humildes.

Y también hay otro estilo que se ve en nuestras comunidades y que tampoco es cristiano, es el espíritu egoísta, el espíritu de la indiferencia. Me considero un buen católico, cumplo mis cosas, pero no me preocupo de los problemas ajenos; no me preocupo de las guerras, de las enfermedades, de la gente que sufre…, ni siquiera de mi prójimo. Es la hipocresía que Jesús reprochaba a los doctores de la ley.

Entonces, ¿cuál es el verdadero estilo cristiano? El estilo cristiano es el de las Bienaventuranzas: mansedumbre, humildad, paciencia ante el sufrimiento, amor por la justicia, capacidad de soportar las persecuciones, no juzgar a los demás… Ese es el espíritu cristiano, el estilo cristiano. Si quieres saber cómo es el estilo cristiano, para no caer en el estilo acusatorio, en el estilo mundano o en el estilo egoísta, lee las Bienaventuranzas. Y ese es nuestro estilo, las Bienaventuranzas son los odres nuevos, son el camino para llegar. Para ser un buen cristiano hay que tener la capacidad de rezar con el corazón el Credo, pero también de rezar con el corazón el Padrenuestro.

Sábado de la I Semana del Tiempo Ordinario

Mc 2, 13-17

Jesús no se cansa de repetirnos que viene a llamarnos, que sale a nuestro encuentro. “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos; ni he venido yo a llamar a los justos, sino a los pecadores”.

¿Quién se siente abandonado o condenado después de estas palabras?

Jesús llama a los pecadores. Por eso llama a Leví.. Come con los pecadores, los acoge, los ama, los perdona. Por eso hoy también te llama a ti.

Él es el médico de tu alma. Pero no va a entrar en tu casa si tú no le dejas entrar. Cristo te busca, sale a tu encuentro, pero te respeta. Respeta tu libertad.

Deja a Cristo entrar en tu alma. Dale el gusto de curarte. Date el gusto de verte sano y feliz. Ojalá no respondas como el poeta: “mañana le abriremos, para lo mismo responder mañana”.

¿Cuál debe ser nuestra respuesta? Abrirle completamente las puertas. Seguir sus consejos, probablemente costosos, pero seguros; difíciles, pero consoladores; sacrificados, pero llenos de felicidad.

Cristo te llama para que recobres la salud y la felicidad con Él. Y está esperando tu respuesta.

Viernes de la I Semana del Tiempo Ordinario

Mc 2, 1-12

¿Cuántas veces buscamos remedios que solamente calman el dolor y no sanan las enfermedades? ¿Por qué pretendemos curar sin quitar la raíz del mal? ¿No es verdad que estamos cansados de injusticias y de violencia, pero solamente aportamos soluciones que buscar sofocar y controlar lo externo pero que no van al fondo del problema?

A Jesús le sucedía igual: le presentan un paralítico para que lo sane, pero no se preguntan qué es lo más importante para aquel hombre. Y Jesús va a la raíz ante el escándalo de los escribas y, antes que realizar la curación física, otorga el perdón de los pecados. La curación viene a corroborar la autoridad con que Jesús perdona los pecados.

Este milagro tiene una serie de signos que nos pueden ayudar en la búsqueda de soluciones a nuestros problemas. Lo primero que me llama la atención es la solidaridad de los hombres que van cargando al paralítico. Sería el primer paso para nosotros: comprender que ningún mal es ajeno, que todas las injusticias, robos y secuestros, aunque aparentemente no nos toquen a nosotros, realmente nos afectan por el sentido solidario y social que tienen todas las acciones. La solución no la busca uno solo, sino que entre cuatro van cargando la camilla.

Los problemas no se resuelven en solitario, sino en comunidad y con la ayuda de todos. Las dificultades que presenta la aglomeración de personas, son solucionadas con ingenio y esfuerzo. Enseñanza práctica para nosotros que tendremos que encontrar soluciones a los problemas antes que dejar vencernos por las dificultades.

Y finalmente ponernos en las manos de Jesús para ir a la raíz de los problemas. Descubrir el fondo y no mirar solamente las consecuencias.

Es cierto que hay muchas cosas externas que quisiéramos quitar, pero es más importante mirar el corazón, fuente y raíz de todos los problemas. Si no cambiamos el corazón, si no expulsamos el pecado, tendremos quizás control por la fuerza o por el miedo, pero no cambiaremos realmente la situación. Hoy junto a Jesús, busquemos quitar el pecado y el mal, entonces podremos encontrar verdadera salvación.