17 DE DICIEMBRE FERIA PRIVILEGIADA

Mt 1, 1-17

San Mateo inicia su Evangelio con la Genealogía de Cristo para indicarnos que Él es el Mesías anunciado desde Abraham y que es verdaderamente humano.

Cada periodo de 14 años nos presenta una etapa de la historia de la salvación en medio de la cual Dios fue construyendo esta misma historia. Dios se mete en nuestra historia de manera total, se hace hombre, se encarna para tomar parte de las realidades humanas (menos del pecado) y desde ahí proponer un estilo de vida.

Jesús no fue una teoría sino una instrucción práctica del amor de Dios. Dios está en nuestra historia personal. El problema es que algunos no le permitimos actuar con libertad y por ello nuestra vida se complica. Dios no es una idea es una persona encarnada, por ello el cristianismo no es una filosofía sino un estilo de vida. Vivámoslo esta Navidad y siempre.

Miércoles de la III Semana de Adviento

Lc. 7, 19-23.

La pregunta que Juan manda a decir a Jesús en el evangelio de hoy nos deja con una inquietud a nosotros: ¿dudaba Juan? Es posible que, como ser humano que era, agobiado además por una prisión injusta y cruel, hubiera llegado al extremo de sus fuerzas y se preguntara si todo había valido la pena.

O es posible que en un acto supremo de heroico desprendimiento haya enviado a sus discípulos sólo para que estos se convencieran de quién era aquel a quien ahora debían seguir. La pregunta en todo caso sirve de ocasión para que Cristo haga hablar no a sus labios sino a sus manos, pues son las obras de amor y salvación las que proclaman aquí quién es el Señor.

Puede extrañar la frase final de lo que dice Jesús, «Dichoso el que no se escandalice de mí.» Recordemos que «escandalizarse» según el sentido original del término es «tropezar,» esto es, encontrar algo que impide seguir avanzando o creyendo. ¿Y cómo puede Cristo ser motivo de escándalo? Puede serlo porque la audacia de su amor y las exigencias de su seguimiento pueden parecer excesivas.

Reconocer que Cristo es admirable no es difícil; reconocer en Él la Palabra que define mi vida y el juez de mi existencia no es obvio, y necesitamos auxilio de lo Alto para no equivocarnos, o como dice Cristo, no «escandalizarnos.»

Martes de la III Semana de Adviento

Mt 21, 28-32

Hoy la enseñanza de Jesús se basa en la figura de Juan el Bautista, pero añade además una parábola para que a todos nos quede claro que es lo que pretende.  Con la comparación del comportamiento de dos hijos, nos manifiesta que a Dios le interesa, no tanto, lo que se dice, sino lo que se hace.

Las palabras que no corresponden a la vida no sirven para nada; los actos que no son coherentes con la predicación, borran las más bellas palabras y deslucen los más bellos pensamientos. 

Pero en estos tiempos de tanta comunicación es fácil escondernos en aparentes compromisos, en publicadas acciones o en la simulación de una entrega.

Para Cristo, basándose en la figura de Juan, todo esto es basura.  El reclamo que les hace a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, parece que nos alcanza también a muchos de nosotros: hablamos, prometemos, aparentamos, pero no cumplimos.

Cuantas veces hemos oído compromisos de luchar contra la corrupción, cuantos descalabros hemos tenido porque después de haber aparentado una administración honorable, descubrimos las grandes estafas.

Los que nos llamamos cristianos, ¿realmente estamos comprometiendo nuestra vida en el seguimiento de Jesús?  Suenan duras las palabras de Jesús si las tomamos en su verdadero sentido: “los publicanos y las prostitutas se nos han adelantado en el camino del Reino de Dios”, y da la razón muy clara: “porque vino Juan y predicó el camino de la justicia y no le creyeron”

La coherencia de Juan es un fuerte reclamo a nuestras incoherencias.  Ya decía en la primera lectura el profeta Sofonías: “Ay de la ciudad rebelde y contaminada, de la ciudad potente y opresora, no ha escuchado la voz ni ha aceptado corrección, no ha confiado en el Señor”

Claro que anuncia un nuevo día, pero al igual que Juan el Bautista, exige conversión.  Adviento tiempo de conversión. ¿Realmente lo estamos viviendo como un tiempo de cambio, de conversión, de volvernos hacia Dios en un camino de justicia?

Lunes de la III Semana de Adviento

Mt 21, 23-27

Los fariseos y todos aquellos que habían sido perjudicados por la expulsión de los vendedores del Templo, se unen para poner a prueba a Jesús. Podrían tramar algo así: “A ese maestro tenemos que acusarle de blasfemo. Si le tiramos de la lengua y le provocamos con adulaciones nos dirá quién es, lo que la gentuza anda pregonando de Él: que es “divino”, que es hijo del Altísimo… o algo por el estilo. Entonces será más sencillo acusarlo…”

Pero Jesús conoce sus pensamientos, sus intenciones torcidas y su mala fe. No responde, porque ellos tampoco tienen el valor de reconocer su pecado. Jesús enseñaba con autoridad, no como los escribas y fariseos. Mientras ellos se refieren a las tradiciones, a interpretaciones o a normas, Jesús habla en primera persona. “Yo les digo”… su autoridad moral es incomparable porque a su doctrina añade la convincente fuerza de sus milagros. Habrá quien no crea en sus palabras, pero ¿y a los hechos? ¿quién los podía negar? Como arguyó ante los fariseos el ciego de nacimiento recién curado: “si éste (Jesús) no viniera de Dios, no podría hacer nada”. Pero he aquí que “topamos” con el misterio de nuestra libertad humana, que es capaz hasta de negar lo que es evidente. 

La libertad es el mayor don que hemos recibido y también nuestro mayor riesgo. Con ella podemos aceptar a nuestro Creador, pero paradójicamente también negarle. Dios no nos ha “programado”, para que le aceptemos por obligación. No somos computadoras, sino que nuestras opciones son libres. Prueba de ello es que podemos optar por lo que no es de Dios. ¡Qué responsabilidad tenemos para saber usar bien de ella! Y ser libre es optar por obrar según la conciencia. 

No según es simple gusto… porque la conciencia responde ante Dios del bien, de lo mejor, y también del mal. Por ejemplo: una mentalidad materialista, no puede ser libre, porque está condicionada por el dinero, etc. Por tanto, si la libertad está gobernada por una conciencia recta, regida por la ley del amor (generosa, veraz, sincera y sacrificada), aunque pueda equivocarse alguna vez, también sabrá reencontrar el camino y elegir siempre lo bueno. 

Dios habla en nuestro interior, lo ilumina para que nuestra libertad sea siempre la de un buen hijo ante su Padre. 

Virgen de Guadalupe

Decíamos en la oración colecta de la misa: “Padre de Misericordia, que has puesto a este pueblo tuyo bajo la especial protección de la siempre Virgen María de Guadalupe”.  Así es, Dios nos ha querido poner bajo la protección de la Virgen de Guadalupe y ella quiere conducirnos, quiere llevarnos a quien tenemos que poner como el centro de nuestra vida, es decir a su Hijo Jesucristo.

Hoy más que nunca hemos de acudir a la Virgen de Guadalupe para que ella nos evangelice, para que ella dé respuesta a todos los interrogantes de los hombres de nuestro tiempo.  Hoy más que nuca hemos de acudir a la Virgen de Guadalupe para que haga desaparecer las tinieblas de la idolatría de este tiempo: el dinero, el sexo, el materialismo, porque cada vez la sociedad mexicana es más permisiva y se va alejado más día a día de los valores del evangelio.

Si María de Guadalupe ocupa un lugar importante en nuestra vida religiosa, Jesucristo debe estar en el centro y continuar siendo el eje de toda nuestra vida de fe.

Hoy queremos decirle a nuestra Madre de Guadalupe que reciba nuestro saludo y nuestra ofrenda, pero sobre todo que reciba el amor de nuestros corazones.  Hoy, ante nuestra Madre, hemos de sentirnos como San Juan Diego, “pequeños, escalerillas de tabla, gente menuda, sin importancia”, pero sabiendo que somos sus hijos que hemos sido redimidos por la sangre de su Hijo Jesús y que buscamos también, como tantas otras personas en nuestra patria, la felicidad verdadera.

El Evangelio llegó a México, gracias a los misioneros y se dejó ver una gran señal en nuestro pueblo: la Madre de Dios por quien se vive y selló con su presencia una alianza y un modo especial de evangelización.  Todo México, indígena y pobre, el indio humillado e indefenso fue levantado de su postración, fue escogido por nuestra Madre de Guadalupe.  Una vez más se hizo realidad las palabras de Cristo: “los pobres son evangelizados”.

En el Tepeyac en aquel día de encuentro del indio Juan Dios con María se descubre nuestra vocación a la fraternidad, es decir, estamos llamados a ser hermanos, a todos nos dice la Virgen: “Hijo mío el más pequeño de mis hijos…no estoy aquí que soy tu Madre”.  Por lo tanto hemos de quitar todas las barreras que nos dividen, porque el mensaje de María es una proclamación del amor de Dios por todos los hombres, nuestros hermanos.  En María se descubre el rostro maternal del Evangelio, el rostro de la misericordia.

Desde entonces el mexicano comprendió y pidió otras formas de vida y sabía que tenía que dejar ciertas costumbres opuestas a la Revelación de Dios como eran los sacrificios humanos.

Hagamos nuestro este mensaje de Santa María de Guadalupe, por eso el Tepeyac es signo de unidad nacional: Espiritual mariano y elemento vital de nuestra fe.

Hemos de apoyarnos en María de Guadalupe para que las espinas que azotan a México desaparezcan.  Esas espinas que son hoy la falta de empleo, la pobreza, la enfermedad y la miseria.  Vemos injusticias, vemos hermanos nuestros destrozados por la droga o el alcohol, vemos el número creciente de hermanos nuestros que buscan una mejor vida, porque los salarios ya no son suficiente, porque con lo que ganan no pueden darle una mejor educación a sus hijos, e intentan pasar al otro lado para buscar esa mejor vida y, frecuentemente se encuentran con la muerte; constatamos que la familia se va desintegrando y que no encontramos los camino para comprender la necesidad y la urgencia de salvarla.

En definitiva, vemos un México con mucha miseria material y esto hace que aumente el número de hermanos que no puede asistir a la escuela y formarse para la vida.  Podemos decir que no hemos sabido poner todas nuestras fuerzas y todo nuestro ser para el servicio del bien y, quizás hemos colaborado en ocasiones a que crezca la fuerza del mal y nos hemos involucrado en esa corriente de mal.

Dios ha bendecido a México con muchas riquezas materiales, pero esos bienes que Dios quiere que sirvan para todos y que sean para todos, se van quedando en manos de unos pocos; no hemos encontrado aún las formas más adecuadas para gobernarnos y las personas que deberían de verdad preocuparse por el pueblo van buscando sus intereses personales y así aumenta la miseria y la pobreza.  Los desastres naturales también nos afectan y dañan cada año una parte de nuestro pueblo.

Por todo esto, tenemos necesidad de sentir la urgencia de pedir a Dios nuestro Padre, que por intercesión de nuestra Madre de Guadalupe nos ayude a mejorar la calidad de vida de este nuestro México; que nuestra fe impacte en la vida política y la vida social para que, todos juntos, ayudemos al desarrollo y al progreso de México.  Un México donde todos los hombres y mujeres podamos vivir con el sueño de la Virgen de Guadalupe: paz, progreso, una mejor vida para todos, donde todos trabajemos para el bien común y el desarrollo de nuestra nación.

Pidamos, con mucha fe, a la Virgen de Guadalupe el pan de cada día para todos, que no nos falte lo necesario para nuestro vivir diario, que no le falte el trabajo a nadie, que nadie tenga que emigrar a otros países donde ni siquiera los reciben o lo exponen a mil peligros y persecuciones nada más por el hecho de ir a buscar trabajo.  Ojalá nuestra patria diera trabajo digno a todos.

Que la Virgen de Guadalupe ilumine nuestra vida y nos dejemos siempre conducir por ella por caminos de paz, progreso y bienestar para todos.

Viernes de la II Semana de Adviento

Mt 11, 16-19

Adviento es el tiempo de la Palabra, tan frágil que se la lleva el viento, tan poderosa la palabra que da vida. La Palabra con mayúsculas nos viene a revelar al Padre, viene a hacerse carne, viene a hacerse humanidad. Es la Palabra que da vida, es la Palabra que salva, es la Palabra que libera.

Pero la Palabra para sembrarse en el corazón debe ser escuchada. El hombre muchas veces se vuelve sordo a la Palabra, se llena de ruidos y egoísmos, se tapa sus orejas con sus grandezas y ansiedades. Adviento es el tiempo de la Palabra.

A nosotros que vivimos en un mundo de rebeldías y de deseos de libertad, bien nos vendría hacer una seria reflexión sobre el motivo de nuestros continuos fracasos. «Si hubieras obedecido mis mandatos, sería tu paz como un río y tu justicia como las olas del mar», reclama el Señor a Israel, en la lectura de Isaías. Y es que cada vez que Israel, desoyendo las palabras del Señor, se encamina por sus propios senderos, ha encontrado fracasos y miserias. No ha aceptado escuchar las instrucciones del Señor.

Israel ansiaba libertad y se ha topado con las esclavitudes.  No ha aceptado la guía del Señor y se ha perdido por caminos torcidos y traicioneros. “Ojalá hubieras escuchado mis palabras”.  Un hipotético, pero negativo “hubieras” que hace presagiar las peores consecuencias. Pero no todo está perdido, es tiempo de escuchar la Palabra, es tiempo de aceptar su guía, es tiempo de vivir sus mandamientos.

El salmo primero, que hemos proclamado, hace la alabanza del que escucha y confía, del que no se deja guiar por mundanos criterios y no anda en malos pasos.

Jesús es presentado a los hombres de su tiempo como la Palabra, el Mensaje, pero no es aceptado porque se sale de los esquemas habituales y aparece cercano, comiendo y dialogando con los pecadores. Excusas sin sentido, porque tampoco han escuchado las auténticas palabras de Juan el Bautista que vivía en pobreza, que practicaba el ayuno y que exigía escuchar la Palabra.

Lo grave es cerrar el corazón y el oído a la Palabra.

Tiempo de Adviento, tiempo de silencio, tiempo escucha, tiempo de la Palabra.

Jueves de la II Semana de Adviento

Mt 11, 11-15

San Juan Bautista, preparaba el camino a Jesús sin tomar nada para sí mismo. Él era un hombre importante, la gente lo buscaba, lo seguía porque las palabras de Juan eran fuertes.

Sus palabras, llegaban al corazón. Y allí tuvo tal vez la tentación de creer que era importante, pero no cayó. Cuando, de hecho, se acercaron los doctores para preguntarle si él era el Mesías, Juan respondió: «Son voces: solamente voces», yo sólo he venido a preparar el camino del Señor.

Aquí está la primera vocación de Juan el Bautista, Preparar al pueblo, preparar los corazones de la gente para el encuentro con el Señor. Pero, ¿quién es el Señor?

Y esta es la segunda vocación de Juan: discernir, entre tanta gente buena, quien era el Señor. Y el Espíritu Santo le reveló esto y él tuvo el valor de decir: «Es éste. Éste es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo».

Los discípulos miraron a este hombre que pasaba y lo dejaron que se marchara. Al día siguiente, sucedió lo mismo: «Es aquel Él es más digno de mí»… Y los discípulos fueron detrás de Él.

En la preparación, Juan decía: «Detrás de mí viene uno… «Pero en el discernimiento, que sabe discernir e indicar al Señor, dice: «Delante de mí… está Éste».

La tercera vocación de Juan, es disminuir. Desde aquel momento, su vida comenzó a abajarse, a disminuirse para que creciera el Señor, hasta eliminarse a sí mismo. Él debe crecer, yo, en cambio, disminuir, detrás de mí, delante mío, lejos de mí.

Tres vocaciones en un hombre: preparar, discernir, y dejar crecer al Señor disminuyéndose a sí mismo. También es hermoso pensar la vocación cristiana así. Un cristiano no se anuncia a sí mismo, anuncia a otro, prepara el camino para otro: al Señor.

Un cristiano debe aprender a discernir, debe saber discernir la verdad de lo que parece verdad y no lo es: un hombre de discernimiento. Y un cristiano debe ser también un hombre que sabe cómo abajarse para que el Señor crezca, en el corazón y en el alma de los demás.

Miércoles de la II Semana de Adviento

Mt 11, 28-30

En la sociedad agrícola de la época de Jesús, la terminología propia de la gente del campo tiene su importancia. El “yugo” es el instrumento de madera con el cual se sujetan el par de bueyes o mulas para tirar del arado o del carro. Jesús lo usa como una imagen que evoca la vida misma del hombre con sus afanes y responsabilidades. Porque todo hombre debe soportar una “carga” más o menos pesada y nadie está exento de ella. Por eso, bien visto, el “yugo” que Jesucristo nos ofrece tiene sus ventajas. Quizás no siempre sabemos apreciarlas: pero, ¿por qué no lo buscamos más a menudo?

Con Jesucristo las cargas y responsabilidades de la vida se hacen livianas, o sea, “light”. Vivimos en una sociedad en donde hasta los dulces de Navidad se venden con la etiqueta de “light”. Dicen que lo ligero es mejor, quizás más sano, aunque no siempre. En el caso de nuestra vida cristiana, seríamos un poco necios si no prestáramos atención a esta invitación. Jesús quiere hacernos “liviana” nuestra carga. Y una vez más, si tenemos oídos no podemos dejar de atender: “Vengan a mí… yo les daré descanso (…) porque mi yugo es suave y mi carga ligera”. No podemos con las cargas de la vida sin Jesucristo, y de esto nos debemos convencer.

“Si conocieras el don de Dios, (…) tú le habrías pedido a Él…”  Algo así, nos podría decir Jesucristo a cada uno cuando conociéndole no acudimos a Él. Porque todos experimentamos el cansancio en la lucha. Todos necesitamos la comprensión y el consuelo de los demás, en la familia, con mi esposo o esposa, con mis hijos y demás familiares y amigos.

Pero aún más necesitamos a Dios, sobre todo cuando nos falta lo anterior. Su acción (si lo dejamos), es tan fuerte, que actúa de bálsamo, de calmante, de medicina, que al mismo tiempo sana y vigoriza. Su presencia relativiza los problemas de cada día que nos pueden quitar la paz. Los coloca en su justo lugar para mirar al futuro con optimismo y esperanza. Sólo Él nos llena de la tranquilidad interior. ¿Acaso no estamos necesitados más que nunca hoy de esa serenidad?

Inmaculada Concepción de María

La fiesta que estamos celebrando hoy es para que todos nos llenemos de alegría y esperanza.  No sólo es la fiesta de una mujer, María de Nazaret, concebida por sus padres ya sin mancha alguna de pecado porque iba a ser la Madre del Mesías.

Hoy es la fiesta también de todos los que nos sentimos de alguna manera representados por ella.

La Virgen, es el inicio de la Iglesia.  Ya desde la primera página de la historia humana, como escuchamos en la primera lectura, cuando los hombres cometieron el primer pecado, Dios tomó la iniciativa y anunció la llegada del Salvador que llevaría a término la victoria sobre el mal.  Y junto a Él ya desde el libro del Génesis aparece «la Mujer», su Madre, asociada de algún modo a esta victoria.

Hoy celebramos con gozo que María fue la primera salvada, la que participó de modo privilegiado de ese nuevo orden de cosas que su Hijo vino a traer a este mundo.  En la primera oración de la misa decíamos: «Preparaste una digna morada a tu Hijo» y en previsión de su muerte, «preservaste a María de toda mancha de pecado».

Pero si estamos celebrando el «Sí» que Dios ha dado a la raza humana en la persona de María, también nos gozamos hoy de cómo Ella, María de Nazaret, cuando le llegó la llamada de Dios, le respondió con un «Sí» decidido.  El «sí» de María, podemos decir que es el «Sí»  de tanto y tantos millones de personas que a lo largo de los siglos han tenido fe en Dios, personas que tal vez no veían claro, que pasaban por dificultades, pero se fiaron de Dios y dijeron como María: «Cúmplase en mí lo que me has dicho».

María, la mujer creyente, la mejor discípula de Jesús, la primera cristiana.  Ella no era una persona importante de su tiempo.  Era una mujer sencilla de pueblo, una muchacha pobre, novia y luego esposa de un humilde trabajador.  Pero Dios se complace en los humildes, y la eligió a Ella como Madre del Mesías.  Y Ella desde su sencillez, supo decir «Sí» a Dios.

Pero a la vez, se puede decir que esta fiesta es también nuestra.   

La Virgen María, en el momento de su elección y de su «Sí» a Dios, fue «imagen y comienzo de la Iglesia».   Cuando Ella aceptó el anuncio del ángel, de parte de Dios, se puede decir que empezó la Iglesia: la humanidad empezó a decir sí a la salvación que Dios ofrecía con la llegada del Mesías.

En María quedó bendecida toda la humanidad: la podemos mirar como modelo de fe y motivo de esperanza y alegría.

Tenemos en María una buena maestra para este Adviento y para la Navidad.  Nosotros queremos prepararnos a acoger bien en nuestras vidas la venida del Salvador.  Ella, María, la Madre, fue la que mejor vivió en sí misma el Adviento y la Navidad y la manifestación de Jesús como el Salvador.

Que nuestras Eucaristía de hoy, sea una entrañable acción de gracia a Dios, porque ha tomado la iniciativa para salvarnos y porque ya lo ha empezado a realizar en la Virgen María.

Lunes de la II Semana de Adviento

Lc 5, 17-26

Celebrar con verdadera fe la Navidad es la enseñanza que podríamos sacar del Evangelio de hoy que narra la curación de un paralítico. La fe infunde valentía y es el camino para tocar el corazón de Jesús. Hemos pedido la fe en el misterio de Dios hecho hombre. La fe también hoy, en el Evangelio, hace ver cómo toca el corazón del Señor. El Señor tantas veces vuelve a la catequesis de la fe, insiste. “Viendo la fe de ellos”, dice el Evangelio. Jesús vio aquella fe, porque hace falta valor para hacer un agujero en el techo y descolgar una camilla con el enfermo…, hace falta valor. ¡Esa gente tenía fe! Sabían que si el enfermo llegaba ante Jesús, sería curado.

Jesús admira la fe en la gente, como en el caso del centurión que pide la curación de su siervo; de la mujer siro-fenicia que intercede por la hija poseída por el demonio o también por la señora que, solo tocando el borde del manto de Jesús, se cura de las pérdidas de sangre que la afligían. Pero también Jesús reprocha a la gente de poca fe, como Pedro que duda. Con la fe todo es posible. Hoy hemos pedido esta gracia: en esta segunda semana de Adviento, prepararnos con fe para celebrar la Navidad. Es verdad que la Navidad –lo sabemos todos– muchas veces se celebra no con tanta fe, se celebra incluso mundanamente o paganamente; pero el Señor nos pide hacerlo con fe y nosotros, en esta semana, debemos pedir esta gracia: poder celebrarla con fe. No es fácil proteger la fe, no es fácil defender la fe: no es fácil.

Es emblemático el episodio de la curación del ciego en el capítulo IX de Juan, su acto de fe ante Jesús al que reconoce como el Mesías. Confiemos a Dios nuestra fe, defendiéndola de las tentaciones del mundo. Nos hará bien hoy, y también mañana, durante la semana, tomar ese capítulo IX de Juan y leer esa historia tan bonita del chico ciego de nacimiento. Y acabar desde nuestro corazón con el acto de fe: “Creo, Señor. Ayuda mi poca fe. Defiende mi fe de la mundanidad, de las supersticiones, de las cosas que no son fe. Defiéndela de reducirla a teorías, sean teologizantes o moralizantes… no. Fe en ti, Señor.