Martes de la XXIX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 12, 35-38

Uno de los grandes problemas que tienen los educadores y los padres de familia es que ya no saben cómo acercarse a los jóvenes y a los niños, parecen, o más bien, son de otra época, con otros intereses, con otros canales de comunicación.  Pero lo más difícil y a la vez preocupante es que se deja a estos jóvenes y niños a la deriva y no nos atrevemos a ofrecerles lo que es el gran don del encuentro con Jesús.

Estamos como adormilados y aturdidos ante tantos cambios.  Cambios y muy drásticos había en los tiempos de Jesús, sin embargo, invita a sus discípulos a que estén despiertos, dispuestos al servicio.

La peor decisión que podemos tomar ante los problemas es cruzarnos de brazos y no hacer nada.  Podremos equivocarnos cuando tomamos nuestras decisiones, pero ciertamente no hacer nada, el continuar indiferentes es la peor de las decisiones.

San Pablo, en su carta a los Efesios, nos ofrece un buen ejemplo de cómo el buen discípulo de Jesús se atreve a hacer propuestas audaces y logra entusiasmar a sus oyentes; le presenta a Cristo como el único camino posible y los alaba porque gracias a Jesús han podido abandonar el antiguo camino y ahora se transforman en ciudadanos nuevos y llenos de esperanza.

A nuestro mundo, necesitamos proponerle a Cristo como nuestra verdadera paz y como el único camino para lograr vencer las tensiones, las desigualdades, la injusticia y los crímenes que azotan nuestra sociedad.  Quien vive como verdadero discípulo y como verdadero hijo no puede adormilarse y mirar indiferente como se desarrollan las cosas en el mundo.  Tendrá que tener su lámpara encendida, aunque parezca muy débil y pequeña su luz, si al fin es luz y no oscuridad.

La semejanza que hoy nos presenta el Señor es muy rica, porque nos alienta a una actitud siempre atenta y a dejar nuestra somnolencia.  El gran premio es que el mismo Señor se recogerá la túnica y nos hará participar de su mesa, donde nos ofrecerá los alimentos.

La comida compartida siempre es signo del Reino que se vive en hermandad y comunidad.

Que hoy nos despertemos, que hoy nos entusiasmemos por proclamar la llegada del Reino con fe, con espíritu, con alegría.

Lunes de la XXIX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 12, 13-21

Ante este evangelio nos podríamos preguntar: ¿es malo entonces el tener Riquezas? Y la respuesta es no.

Lo que pone o puede poner en peligro nuestra vida de gracia es el acumular. Jesús nos explica hoy que el tener solo por atesorar, empobrece nuestra vida y priva a los demás de los bienes que han sido creados para todos.

Todo edificio necesita un cimiento firme.  Mientras el cimiento sea sólido, el edificio puede elevarse más hacia el cielo.  El cimiento de nuestra vida consiste en la convicción de que dependemos totalmente de Dios.  El error de ese agricultor del evangelio era pensar que aquellas abundantes riquezas eran el cimiento de su felicidad.  Creía que su riqueza lo respaldaba y que Dios le era innecesario.

Decía un santo: «Lo que te sobra, no te pertenece». La belleza de la vida cristiana consiste en adquirir, por medio de la gracia, la capacidad de compartir.

Dejar que las cosas, como el agua entre nuestras manos, corran hacia los demás. Esta es la verdadera libertad que lleva al hombre a experimentar la paz y la alegría perfecta.

Sábado de la XXVIII Semana del Tiempo Ordinario

Lucas 12, 8-12

Dar testimonio de Cristo es arriesgado y lleva muchas veces al martirio, como Cristo anuncia en el evangelio, pero no hay que olvidar la otra cara de la moneda; que si Cristo nos invita a dar testimonio de Él ante los hombres es porque sabe que el mundo está deseando que alguien le anuncie la palabra.


Cristo nos habla de dar testimonio de Él ante los hombres y luego habla del martirio. Está profetizando lo que será la vida de la Iglesia durante los veinte siglos de su existencia, desde la muerte de San Esteban, hasta la última monja asesinada en China por atreverse a predicar el Evangelio. En el mundo moderno, que tanto alardea de comprensión y tolerancia, la Iglesia sigue ofreciendo a Cristo la sangre caliente y enamorada de quienes no temen morir por Él.

El siglo XX ha sido el de los millones -sí, sí, millones- de mártires, los del comunismo en Asia, Europa oriental y España; los del nazismo, o los del simple odio a Dios en la guerra cristera de México o del extremismo musulmán en África. Puede que a nosotros no se nos presente esta ocasión en nuestra vida, ni que el Señor nos pida esta muestra de amor. Pero sí nos pide el martirio que puede suponer día tras día levantarse a la primera y a la misma hora, sonreír cada jornada a esta persona que podemos llegar a no soportar, el callarnos por dentro cada vez que nos venga un juicio negativo sobre esa persona, el seguir poniendo nuestro cariño a pesar de no recibir nada a cambio, el no abandonar el trabajo estipulado por cansancio… y tantas cosas, que son pequeñas espinas que podemos ofrecer a Dios, pequeños martirios que hacen de nosotros «otros cristos» y que son manifestaciones de amor a Dios.

Conscientes de que el sufrimiento, por grande que sea es pasajero, y el haber sufrido con amor es el sello más hermoso para el alma. No podemos olvidar, que el dolor siempre tiene que estar cargado de esperanza, la cruz por la cruz es inútil, y no lleva más que a la desesperación. Jesús sufrió como nadie, pero resucitó y su sufrimiento no fue inútil, ni estático. Se produjo en un periodo de tiempo limitado, y la respuesta a ese dolor fue la resurrección, el mayor milagro que se ha dado y se dará en toda la eternidad. Por eso, nuestro dolor es efectivo y aparte de producirnos la salvación podemos arrancar del Señor grandes gracias y milagros para nosotros y para nuestros hermanos los hombres.

La ofrenda de nuestra piedad sea grata a tus ojos, Señor, que aceptaste a san Ignacio de Antioquía, trigo molido de Cristo, como pan inmaculado por el padecimiento del martirio. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Viernes de la XXVIII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 12, 1-7

Es curioso que en esta época donde más se defienden los derechos humanos, donde se ha alcanzado un confort y seguridad grande, donde se hace hincapié en el valor de la persona, encontremos más y más personas que se encuentran angustiadas, estresadas y sin ganas de vivir, como si no valieran nada.  Cada día se multiplican los intentos de suicidio que ya han alcanzado un porcentaje alto entre las causas de muerte.  Parecería una contradicción, pero las personas se sienten menos valoradas.

Las lecturas de este día nos invitan a reflexionar sobre el verdadero valor de cada uno de nosotros, para que nos entusiasmemos a llevar una vida en plenitud. 

Bellas palabras de san Pablo alentando a los Efesios: “con Cristo somos herederos también nosotros, para esto estábamos destinados.  Vosotros habéis sido marcados con el Espíritu Santo prometido” Si reflexionáramos estas palabras tendríamos motivos más que suficientes para sentirnos orgullosos de nuestros orígenes, de la dignidad de nuestra persona marcada por el Espíritu y de nuestro futuro como herederos junto con Cristo.  No somos basura y no podemos quedarnos atrapados por el pecado y la maldad.

Es cierto que somos débiles, pero estamos llamados a una vida con el Señor Jesús, nuestro hermano y nuestro Salvador.

Ya el mismo Jesús, en el Evangelio de hoy, se encarga también de levantar el ánimo a sus discípulos que ciertamente tendrían muchos motivos para preocuparse frente a las acusaciones y descalificaciones que de ellos hacían los fariseos, aquellos que se sentían conocedores de la Ley y muy cercanos a la justificación, acusaban y acosaban a los discípulos, con grandes descalificaciones.  Jesús les pide discernir aquellas descalificaciones y poner su confianza en un Padre amoroso que no permite que se destruyan sus pequeños.

Si se tiene el amor del Padre, ¿qué importan los ataques y las descalificaciones de los hipócritas?  La fuerza del discípulo está en el amor que nos tiene nuestro Padre Dios, por eso no temáis a los que matan el cuerpo y después no puede hacer nada más.

Para nosotros son también estas palabras en estos tiempos de violencia e inseguridad en el mundo.

Que nos acojamos a la Providencia y protección de nuestro Padre amoroso.

Santa Teresa de Jesús

Hoy es la fiesta de santa Teresa de Jesús y el Evangelio no trae aquellas palabras de Jesús: “Te doy gracias, Padre, porque has revelado estas cosas a la gente sencilla…” Santa Teresa fue una mujer sencilla. Sencilla pero con arranque y valores. Paso un tiempo de su vida pensando cómo quería servir a Dios. Pero cuando llegó a una decisión, se lanzó, dejó atrás todo lo demás de la vida y puso rumbo a su norte. Con Jesús y por Jesús.

Siguió siendo una mujer sencilla. No tenía muchos estudios. Su conocimiento de Jesús era el de la experiencia diaria, el de la oración, el del encuentro con la Palabra. Y también el del encuentro con sus hermanas en la vida cotidiana. Quizá por eso terminó pensando aquello de que “entre los pucheros anda el Señor”, insinuando que no es lo más importante en la vida del cristiano el dedicarse muchas horas a la oración y el sacrificio. Que preparar la comida y limpiar y trabajar es también una forma de construir el reino y la fraternidad.

Teresa dedicó muchas horas a la oración pero no se metió en una cueva. La aventura de fundar monasterios la llevó de aquí para allá. No dudó en lanzarse a los caminos. Era lo que entendía que tenía que hacer. Y lo hizo. Sin miedo. Sencilla pero valiente.

Sencilla pero valiente para enfrentarse a doctores y jerarquías de todo tipo. Llevaba en su corazón su fidelidad, su rectitud, su honestidad en seguimiento y escucha de Jesús.

Sencilla para darse cuenta de que el Evangelio es algo realmente sencillo. Sería bueno que hoy siguiésemos teniendo presente una de sus frases: “De devociones absurdas y santos amargados, líbranos, Señor.” Para recordarnos que sólo lo que contribuye a la fraternidad, al reino, a la justicia, es bueno. Y que Dios no quiere sacrificios absurdos para compensarse nadie sabe qué imaginarias ofensas. Como si rezar muchos rosarios de rodillas, por ejemplo, le compensase a Dios de algo. Lo que alegra a Dios, lo que es su voluntad, es que hermanos y hermanas vivan como tales.

Todo eso lo entendió y lo hizo vida Teresa de Ávila. Tanto que terminó llamándose Teresa de Jesús. Hoy todavía tenemos que seguir aprendiendo mucho de ella.

Miércoles de la XXVIII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 11, 42-46

La ley tiene como único fin ayudarnos a vivir de acuerdo al amor.

Cada uno de los mandamientos expresa el deseo de Dios de que el hombre crezca y madure en el amor. Sin embargo cuando la ley se convierte en fin en sí misma deja de expresar el deseo del legislador y se convierte en un yugo difícil de llevar.

Nosotros también podemos ser acusados por los doctores de la ley y fariseos a los que Jesús les dirige sus lamentos y ayes. La brecha entre los más ricos y los más desfavorecidos es enorme e infranqueable, recordemos la parábola del pobre Lázaro que se alimentaba de migajas del suelo.

Hay países en las que la mitad de los pobres son niños.  En nuestro país y todo el mundo, la pobreza no es un problema meramente económico o sociológico, sino evangélico, religioso y moral.  Una mínima parte de la población mundial acapara para sí los bienes de la creación.  El consumismo derrochador y depredador está agotando los bienes de la creación. Los rostros de los pobres y excluidos son rostros sufrientes de Cristo.

En una cultura que pretende esconder los rostros de los pobres y transformarlos en invisibles o naturalizar la pobreza, la fe nos alienta a ponerlos en el centro de nuestra atención pastoral.

No es posible pensar en una nueva evangelización sin un anuncio de la liberación integral de todo lo que oprime al hombre: el pecado y sus consecuencias.  No puede haber una auténtica opción por los pobres sin un compromiso firme por la justicia y el cambio de las estructuras de pecado.

Nuestra cercanía con los pobres no sólo es necesaria para que nuestra predicación sea creíble, sino también para que la predicación sea cristiana y no una campana que resuena o un platillo que suena.

Cualquier olvido o postergación de los pequeños y humildes hace que el mensaje deje de ser Buena Nueva para convertirse en palabras vacías, melancólicas, carentes de vitalidad y esperanza.

Hace falta mirar a los pobres, convertirnos a ellos para servir al Señor a quien amamos.  Ojalá nosotros no pretendamos escurrirnos como el doctor de la Ley.

Es cierto, estas palabras nos tocan también a nosotros y también nosotros necesitamos responder a las exigencias del Evangelio.

Martes de la XXVIII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 11, 37-41

Libertad es uno de los deseos más grande del hombre; libertad que nos hace ser verdaderos hombres, verdaderas mujeres y no esclavos.

Hoy San Pablo nos habla de la verdadera libertad que nos ofrece Cristo. Cristo nos ha liberado para que seamos libres, “conservad pues la libertad y no nos os sometáis al yugo de la esclavitud” dice san Pablo.

¿Cuál es la libertad que nos ofrece Cristo? ¿Cuál es la libertad que nosotros buscamos?  Por desgracia se da entre nosotros muchas formas de esclavitud, desde las económicas y sociales, hasta las esclavitudes personales por el vicio, la ambición o por la falsedad de los valores.

El dinero sigue mandando en el mundo y hace esclavos a hombres y naciones. Y esclavo es aquel que no tiene para comer y tiene que empeñarse en cuerpo y alma por un miserable sueldo; como esclavo es también aquel que entrega su alma al dinero y a la ganancia.

Las esclavitudes tienen un yugo muy pesado, como nos lo dice san Pablo, un yugo que nos somete y tenemos que cargar, un yugo que nos deshumaniza e idiotiza, un yugo que nos hace menos personas. Cristo vino para ofrecernos la verdadera libertad.

En el evangelio nos muestra otro tipo de esclavitudes, la esclavitud del rito, de las leyes y de las apariencias.

En estos días que hemos estado escuchando noticias sobre el Sínodo de los jóvenes y sus propuestas de verdad y libertad; sobre el volver a las fuentes, de quitar todo el polvo que oculta la verdad, nos haría muy bien revisarnos y mirar si estamos actuando con plena libertad y cuáles son las esclavitudes que nos oprimen.

El fariseo era esclavo de sus ritos de purificación, a tal grado que juzga a Jesús y lo condena.

¿Cuáles son nuestras esclavitudes?  Miremos no solamente las cadenas que nos atan, sino aquellas cosas de las que dependemos; miremos si no nos parecemos un poco o un mucho a aquel fariseo que estaba atento a mirar lo exterior, pero que no se preocupaba en lo más mínimo qué había en su interior.

La acusación de Jesús es que su interior está lleno de robos y maldad. ¿No nos pasará igual?

Pidamos a Jesús que purifique nuestro corazón, que nos conceda alcanzar la verdadera libertad para poder volar hacia las alturas, para poder seguirlo.  Ser libres para vivir el amor en plenitud.

Lunes de la XXVIII Semana del Tiempo Ordinario

Lucas 11, 29-32

Ya lo repetiría Cristo con otras palabras, pero en sentido positivo: “Dichosos los que creen sin haber visto.” Lo que este Evangelio pretende no es reprocharnos, sino recordarnos que ya tenemos la señal que esperamos y necesitamos. No hace falta buscar ni pedir más señales. Hay una que basta. “Más que Jonás… más que Salomón”. Hoy se nos hace la invitación a descubrir esta señal. Es la misma de hace 20 siglos: la que muchos no quisieron ver, pero también la que bastó para que muchos creyeran.

Cuando un avión va a aterrizar, el piloto observa muchas luces que le guían, pero todas pretenden indicarle dónde está la pista. Así, todos los signos que hoy tenemos nos señalan a Cristo. ¡Aprendamos a “leerlos” adecuadamente! Nos habla de Cristo la Eucaristía, pues es Cristo mismo. Nos hablan de Cristo los buenos ejemplos que observamos en los demás… ¡Todo nos lleva a Cristo si nosotros lo buscamos! Este es el camino de la fe: avanzar por la vida sin milagros, sin certezas humanas absolutas. Vivir la fe en lo más cotidiano.

¡Qué adjetivo pondrá Cristo a nuestra generación si nos distinguimos no por pedir señales extraordinarias, sino por ser nosotros mismos signos de Dios, que ayuden a los demás a llegar a Él!

Sábado de la XXVII Semana del Tiempo Ordinario

Lucas 11, 27-28

Muchas veces el cariño que sentimos hacia María se trasluce en un gesto de disgusto al escuchar este pasaje. ¿No fue Cristo injusto -o a lo menos descortés- con su madre al responder así ante el piropo que le brindaban? A simple vista podría parecer que sí, pero si lo pensamos más aguda y profundamente, concluiremos que lo que en realidad buscó -y logró- con esa respuesta, fue que María no fuese alabada y querida por el hecho físico de llevar a Jesús en el seno y alimentarlo, sino por algo infinitamente más grande: cumplir la voluntad de Dios y perseverar en ella todos los días de su vida.

María -aun siendo madre de Dios- tenía todos los ingredientes para ser una perfecta infeliz: de clase baja, en un país ocupado, perseguida por la autoridad, prófuga en Egipto con un niño recién nacido, viuda en plena juventud, solitaria en un pueblo miserable, con un hijo al que la familia considera loco, víctima de las lenguas que le cuentan cómo los poderosos desprecian a su único hijo -un predicador- y buscan su muerte. Y lo más impresionante, su propio hijo la abandona y aparentemente la infravalora en público.

Tenemos buenos argumentos para un melodrama o una telenovela lacrimógena. Jesús -contra todo pronóstico- la presenta como modelo de felicidad sólo porque oyó y cumplió la palabra de Dios. A veces sentimos que nos agobia el mucho trabajo, el estrés, el estrecho sueldo que hay que estirar cada mes, los plazos del coche, la casa y los electrodomésticos que aún no pagamos… Sufrimos porque no entendemos la actitud de ese hijo que se entrega completamente a Dios y parece que nos abandona en el momento más difícil para la familia.

Todo esto y mucho más vivió la Virgen, añadiendo el aparente abandono de Dios. Sin embargo, aquí no se queda la historia. María vivió en esta vida las cosas más grandes y sublimes, fue elegida predilecta de Dios en todo momento y el amor de Dios invadía su persona y, por tanto, su vida. María rezaba. Nosotros también podemos vivir cosas similares a ella y hemos de ser conscientes de que ante todo, las cruces son una muestra del amor inmenso de Dios, del amor de predilección de Dios hacia nosotros. Él nunca va a dejar que estemos siendo tentados por encima de nuestras fuerzas.

Y siempre nos dará el ciento por uno y la vida eterna, cada vez que dejemos todo y le sigamos.

Viernes de la XXVII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 11, 15-26

Difícil y enigmático seguramente nos parecerá este pasaje. Sin embargo, sin meternos en muchos problemas, fácilmente podremos descubrir varios temas que nos ayudarán a reflexionar sobre nuestra vida y nuestras acciones.

Llama poderosamente la atención la polémica que Jesús suscita, a tal grado que se le acusa de obrar gracias al poder de Belzebú. Es la forma más común de desprestigiar el bien: calumniar y sembrar dudas. Jesús reacciona y manifiesta que su presencia es cercanía del Reino. Sus milagros, sus palabras, sus curaciones, no tienen otra finalidad que manifestar que el Reino ha llegado. El arrojar demonios es signo de la presencia del Reino.

Jesús es la señal de que Dios se ha acercado al hombre y comparte su vida. Pero la presencia del Reino siempre estará en pugna contra el reino de la muerte y del mal. Jesús es muy claro y exige que nos decidamos valientemente a seguir su camino. No admite ambigüedades ni está dispuesto a confusiones: “el que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo desparrama”. Es la primera gran enseñanza del pasaje de este día y espera una respuesta contundente de nosotros, un sí comprometedor, una decisión firme de seguirlo a pesar de las oposiciones.

Quizás otra enseñanza importante de este pasaje la podamos encontrar en la segunda parte: Jesús es el hombre fuerte que vence al enemigo que se había adueñado de la casa. Él ha venido a hacernos habitación y templo del Espíritu Santo. Pero esto también nos exige fidelidad. El ejemplo dramático que nos pone del demonio que regresa a casa y la ocupa con otros demonios peores que él, nos pone en alerta para no permitir que una vez convertidos y arrepentidos de nuestras faltas, volvemos a caer en la misma situación que se tornará cada vez peor.

Cada caída nos lleva a más oscuras profundidades. Dejemos que Cristo habite en nuestro corazón y sea nuestro defensor.