Jueves de la XXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 5,1-11

En el Evangelio de hoy Jesús pide a Pedro subir a su barca y, después de predicar, lo invita a echar las redes. Y tiene lugar la primera pesca milagrosa. Un episodio que nos recuerda la otra pesca milagrosa, después de la Resurrección, cuando Jesús pidió a los discípulos algo de comer. En ambos casos, hay una unción de Pedro: primero como pescador de hombres, luego como pastor. Además, Jesús le cambia el nombre de Simón a Pedro y, como buen israelita, Pedro sabía que un cambio de nombre significaba un cambio de misión. Pedro se sentía orgulloso porque quería a Jesús de verdad, y esta pesca milagrosa supone un paso adelante en su vida.

Al ver que las redes casi se rompen por la gran cantidad de peces, se arrodilló ante Jesús diciéndole: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador». Es el primer paso decisivo de Pedro como discípulo de Jesús, acusarse a sí mismo: ¡Soy un pecador!

El primer paso de Pedro y también el primer paso de cada uno, si queremos caminar por la vida espiritual, por la vida de Jesús, servir a Jesús, seguir a Jesús: acusarse a sí mismo. Sin acusarse a uno mismo no se puede caminar por la vida cristiana.

Pero hay un riesgo. Todos sabemos que somos pecadores, pero no es fácil acusarse a sí mismo de ser concretamente pecadores. Estamos tan acostumbrados a decir “soy pecador”, pero como quien dice “soy humano” o “soy ciudadano español”.

Acusarse a sí mismo es, en cambio, sentir la propia miseria: sentirse miserables ante el Señor. Se trata de sentir vergüenza. Y es algo que no se hace con la boca sino con el corazón, es decir, es una experiencia concreta, como cuando Pedro dice a Jesús que se aleje de él, porque es pecador: se sentía un pecador de verdad, y luego se sintió salvado. La salvación que nos trae Jesús necesita esa confesión sincera, porque no es algo cosmético, que te cambia un poco la cara con dos pinceladas: transforma pero, para que entre, hay que dejarle sitio con la confesión sincera de los propios pecados; así se experimenta el asombro de Pedro.

El primer paso de la conversión es, pues, acusarse a sí mismo con vergüenza y sentir el asombro de sentirse salvados. Debemos convertirnos, debemos hacer penitencia, rechazando la tentación de acusar a los demás. Hay gente que vive criticando y acusando a los otros, y nunca piensa en sí mismo. Cuando voy a confesarme, ¿cómo me confieso, como los loros? “Bla, bla, bla… He hecho esto y esto…”. Pero, ¿te toca el corazón lo que has hecho? Muchas veces no. Vas allí por cosmética, a maquillarte un poco para salir guapo. Pero no ha entrado en tu corazón completamente, porque no le has dejado sitio, porque no has sido capaz de acusarse a ti mismo.

Así pues, el primer paso es una gracia: que cada uno aprenda a acusarse a sí mismo y no a los demás. Una señal de que un cristiano no sabe acusarse a sí mismo es cuando está acostumbrado a acusar a los demás, a criticarlos, a meter las narices en la vida ajena. Eso es mala señal. ¿Yo hago eso? Es una buena pregunta para llegar al corazón.

Pidamos hoy al Señor la gracia de encontrarnos delante de Él con ese asombro que da su presencia, y la gracia de sentirnos pecadores, pero en concreto, y decir como Pedro: Aléjate de mí que soy un pecador.

Miércoles de la XXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 4, 38-44

Una de las actitudes fundamentales de Jesús, y que sobre todo san Lucas no se cansa de resaltar, es la gran misericordia de Jesús que lo lleva a ser disponible para los demás.

Jesús empieza a manifestarse cercano a las multitudes y las multitudes lo escuchan, lo buscan y se sorprenden de su poder y de su autoridad.

Jesús sana a los enfermos, expulsa a los demonios, hace oración, enseña, y no se limita al círculo que le imponen ni sus familiares ni las costumbres de su pueblo. Todas sus acciones llevan la finalidad de proclamar la Buena Nueva, el Evangelio, que es el anuncio gozoso para todos los hombres de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Y su presencia genera una forma diferente de entender la vida, de relacionarse, de enfrentar la enfermedad, la injusticia y el dolor.

Al anunciar el Reino de Dios, Jesús no viene simplemente a decirnos que tendremos que vivir en justicia, que debe reinar la paz, que debemos salvaguardar la creación. Jesús anuncia sobre todo a Dios su padre, a un Dios vivo que actúa en el mundo y en la historia y que ahora está actuando. Las formas concretas de anunciarlo son la curación, aún de los más cercanos como la suegra de Pedro.

La sanación de todos los enfermos que le llevan, es la respuesta a todas las solicitudes de las personas, su oración y un impulso irresistible de anunciar este Reino de Dios a todos los pueblos.

Hoy, sus discípulos debemos retomar este anuncio, esta pasión y este fuego, y también nosotros debemos hacer presente, en medio de nosotros, a nuestro Padre Dios que vive, que camina con nosotros.

La construcción del Reino es hacer presente a nuestro Padre y dar posibilidad de vivir con la dignidad de hijos a todos los hombres.

La cercanía del Reino y la proclamación que hace del Reino nos deja entrever que Él mismo hace presente el Reino, porque a través de su presencia y de su actividad, Dios ha entrado en la historia de la humanidad de una forma completamente nueva.

Acerquémonos a Jesús, contemplémoslo en toda su actividad y dejémonos cuestionar cómo estamos nosotros viviendo este Reino, cuáles son nuestras prioridades, qué actividad nos lleva a hacer viva en medio de nosotros esta presencia actuante de Dios.

Martes de la XXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 4, 31-37

Una de las estrategias más astutas del demonio, y que usa con gran habilidad sobre todo en nuestros días, es hacernos creer que no existe.

El nuestro mundo lleno de tecnología y ciencia, con frecuencia aparecen fenómenos que nos desconciertan y asombran. Negamos la existencia del demonio y después quedamos desconcertados ante los acontecimientos que no les encontramos explicación. Se han multiplicado los exorcismos y las protecciones contra Satanás. ¿Se estará haciendo más presente el demonio en nuestros días?

No creo que ese tipo de presencia, posesiones y fenómenos paranormales tengan mucho que ver con la presencia del demonio y no es ésta la situación que más me preocupa, ni la que más parece preocuparle a Jesús. Su preocupación es el mal que ata y esclaviza a la persona, su preocupación son las cadenas que nulifican al hombre, su preocupación es la injusticia y la impiedad.

El mismo Papa Francisco con frecuencia hace alusión a esta presencia e influencia del demonio en nuestras vidas.

Jesús inicia su ministerio predicando la Palabra que lleva paz y armonía al corazón, que libera de la mentira, que levanta y dignifica y después en una forma visible, delante de todos, libera a un hombre atormentado por el demonio.

No nos imaginemos posesiones en cada ocasión que se habla del espíritu del mal en los pasajes bíblicos. A toda enfermedad y dolencia se le consideraba atadura de Satanás y de todas estas ataduras nos viene a liberar Jesús.

Que no nos asusten esos fenómenos en que se quiere a fuerzas descubrir a Satanás, pero también, que no seamos ingenuos y neguemos toda la influencia que están teniendo las fuerzas del mal en nuestros tiempos y en las decisiones que se toman diariamente. Por eso ahí tenemos en nuestros días la violencia, las injusticias, las mentiras, la corrupción, para darnos cuenta de esa presencia fuerte de Satanás en nuestros días.

Quizás nosotros, no tanto con nuestras palabras, pero si con las actitudes también le decimos a Jesús que se aleje de nosotros y que nos deje en nuestro mundo de mentiras, de corrupción y de egoísmo.

“Déjanos, ¿por qué te metes con nosotros?” Es el contraste entre la forma de pensar y actuar de quién tiene el Espíritu de Jesús y de quien se deja conducir por el espíritu del mundo.

Que hoy nos acerquemos a Jesús, que le permitamos compartir su vida con nosotros, que cambiemos nuestra forma de vivir.

Lunes de la XXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 4,23-30

Es muy común preguntar a los niños pequeños: ¿qué quieres ser cuando seas grandes? Y para orgullo de los padres los niños responden: “quiero ser como mi papá”. Si esta misma pregunta se la hiciéramos a Cristo durante su vida oculta en Nazaret, no cabe duda que respondería que Él sería lo que su Padre ha pensado para Él desde siempre. Prueba de ello es la respuesta que dio a su madre angustiada cuando se perdió en el templo: “pero no sabíais que debo ocuparme en las cosas de mi Padre”, no debería haber motivo de preocupación por mi ausencia.

En nuestra vida como cristianos todos tenemos una misión muy concreta que realizar. Cristo desenrolló las escrituras (porque estaban en forma de pergaminos) y encontró justamente aquello que Dios Padre deseaba de Él. “Anunciar la Buena Nueva, proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor”.

Todo esto lo cumplió Jesús a lo largo de su vida terrena y aunque algunos se empeñaban en no abrir su corazón a las enseñanzas de Cristo, como es el caso de los escribas y fariseos. A pesar de su obstinada actitud Cristo no desmayó en su esfuerzo por predicarles la ley del amor.

Por ello de la misma forma que Cristo predicaba las enseñanzas de su Padre nosotros también atrevámonos a predicar el evangelio sin temor ni vergüenza. Antes bien pidámosle confianza y valor para que nos haga auténticos defensores de nuestra fe.

Martirio de San Juan Bautista

Siempre es impresionante la figura y la misión de Juan el Bautista.  Es el último de los profetas, es una voz en el desierto, pero también es quien manifiesta y señala abiertamente a Jesús.

Se podría uno preguntar si Juan se puede considerar un mártir de Cristo, ya que parece más bien que murió por los temores y las pasiones de un hombre poderoso, sujeto a los caprichos de una mujer.  Pero precisamente es lo grande el martirio: ser fiel a la verdad, aún en las cosas pequeñas.

A veces estamos esperando dar testimonio en los grandes acontecimientos, pero nos despreocupamos en las situaciones injustas que a diario se suceden en nuestro entorno.  Quisiéramos ir y defender en otros lados y toleramos las mentiras y corrupciones que afectan a nuestros trabajos, nuestras relaciones y nuestras familias.

Vivir con coherencia y honestidad, siempre acarreará enemistad de los poderoso que ven amenazados sus intereses, pero también se requiere la audacia y la honestidad en los pequeños acontecimientos de cada día.

Es triste comprobar como la corrupción se ha ido adueñando de muchos espacios y se le considera hasta normal en algunas circunstancias.

Para Juan el Bautista, él que había dicho que se enderezarán los caminos del Señor, él que pedía que se hicieran rectas sus sendas, es importante no callarse ahora por miedo a la cárcel o la muerte.  Sigue señalando lo que está mal aunque en ello encuentre su condenación.

Contemplemos los personajes que hoy nos ofrece san Marcos, miremos sus caracteres, sus intereses y después contemplémonos a nosotros mismos.  Quizás descubramos en estas imágenes rasgos propios de nuestra personalidad: la timidez para enfrentar las circunstancias; la maldad que sacrifica personas a los intereses personales; la valentía de Juan para manifestar siempre la verdad, y así Juan termina su vida bajo la autoridad de un rey mediocre, borracho y corrupto, por el capricho de una bailarina y el odio vengativo de una adúltera. Así termina el Grande, el hombre más grande nacido de mujer

Que hoy el ejemplo del Juan el Bautista nos lleve a un amor auténtico a la verdad y a una proclamación constante de la Buena Nueva.

Viernes de la XXI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 25, 1-13

Uno de los problemas más graves que encontraron las primeras comunidades fue que después de un primer momento entusiasta de seguimiento de Jesús, al prolongarse el tiempo de espera, empezaban a debilitarse y a desconfiar de la segunda venida de Jesús.

Si primeramente lo esperaban ya casi para el día siguiente, después como se retrasaba en venir, perdían el fervor primero.

Esta parábola de las diez vírgenes, nos ofrece una clave de lectura muy clara: «estad bien preparados porque no sabéis ni el día ni la hora».

Si miramos con atención la parábola, encontraremos muchos detalles que parecerían sorprendernos y quizás distraernos del punto central. Ya de por sí un banquete rompe con la habitual realidad cotidiana. Es día especial de fiesta y regocijo, pero la reacción extremadamente severa y desproporcionada del esposo, la actitud para nada caritativa de las vírgenes previsoras y la puerta cerrada ante la insistencia de las vírgenes imprudentes, pueden causarnos extrañeza y desconcierto.

No olvidemos que las parábolas tocan la realidad pero resaltando situaciones y descomponiéndolas para hacer evidente su enseñanza.

El banquete sigue presentándosenos como la mejor imagen del Reino. La fiesta, el participar, la comida abundante han sido para todos los pueblos signos de la verdadera felicidad. Pero no es una felicidad superficial, sino la verdadera felicidad del compartir, del tener la mesa en común, del servicio y la participación. Por eso rompe la amenaza de un juicio y abre la esperanza de la participación en ese extraordinario banquete de presencia de Dios.

No se centra tanto en actitudes morales, sino en la perseverancia y en la espera. Entrarán los que no han abandonado la fe, los que no se han entregado a los bienes mundanos, los que mantienen viva la llama, a pesar de que se tarda, y de las dificultades de la noche.

Es pues una parábola que nos abre a la esperanza a pesar de las dificultades actuales y lo negro que nos pueda parecer un panorama donde no percibimos la llegada del Reino. Sin embargo, debemos mantener viva la llama y seguir confiando en la palabra de Jesús, en una espera confiada, dinámica, activa, porque tenemos la certeza de que el Señor viene.

Jueves de la XXI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 24, 42-51

La esperanza cristiana no es sólo un deseo, un auspicio, no es optimismo: para un cristiano, la esperanza es espera, espera ferviente, apasionada por el cumplimiento último y definitivo de un misterio, el misterio del amor de Dios en el que hemos renacido y en el que ya vivimos.

Y es espera de alguien que está por llegar: es Cristo el Señor que se acerca siempre más a nosotros, día tras día, y que viene a introducirnos finalmente en la plenitud de su comunión y de su paz.

La Iglesia tiene entonces la tarea de mantener encendida y claramente visible la lámpara de la esperanza, para que pueda seguir brillando como un signo seguro de salvación y pueda iluminar a toda la humanidad el sendero que lleva al encuentro con el rostro misericordioso de Dios.

Esto es entonces lo que esperamos: ¡que Jesús regrese! ¡La Iglesia esposa espera a su esposo!

Debemos preguntarnos, sin embargo, con gran sinceridad, ¿somos testigos realmente luminosos y creíbles de esta espera, de esta esperanza? ¿Nuestras comunidades viven aún en el signo de la presencia del Señor Jesús y en la espera ardiente de su venida, o aparecen cansadas, entorpecidas, bajo el peso de la fatiga y la resignación? ¿Corremos también nosotros el riesgo de agotar el aceite de la fe, de la alegría? ¡Estemos atentos!

Invoquemos a la Virgen María, Madre de la esperanza y reina del cielo, para que siempre nos mantenga en una actitud de escucha y de espera, para poder ser ya traspasados por el amor de Cristo y un día ser parte de la alegría sin fin, en la plena comunión de Dios.

Y no se olviden: jamás olvidar que así estaremos siempre con el Señor.

Miércoles de la XXI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 23,27-32

Con estas palabras Jesús termina este duro sermón en contra de aquellos que aparentan una cosa y viven de una manera contraria a lo que predican.

No podemos decir que somos cristianos por el hecho de que portamos con nosotros una medallita o un crucifijo, o porque tenemos en nuestras casas u oficinas alguna imagen de Jesús o de la Santísima Virgen.

La vida cristiana es ante todo un estilo de pensar y vivir que se tiene que reflejar en todas las áreas de nuestra vida. Por ello nuestro trato con la familia, con los vecinos, con los empleados y compañeros debe manifestar a los demás, que creemos y amamos a Jesús, que somos auténticamente cristianos.

No debemos olvidar que nuestra vida diaria será siempre un reflejo de nuestra vida interior. “¡Quien es cristiano no lo puede esconder y quien no lo es no lo puede fingir…se nota”!

Preguntémonos pues ¿cómo es mi vida interior? ¿tengo realmente una relación profunda y personal con Dios, por medio de la oración? Pues de lo contrario por más esfuerzos que hagas para disimularlo, finalmente se notará si eres o no un discípulo del Señor.

Martes de la XXI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 23, 23-26

¿Qué es lo más importante para ser un buen católico?

Al continuar Jesús con sus acusaciones en contra de los escribas y fariseos, no se queda solo en condena, sino que nos ofrece unos puntos de reflexión muy importantes para nosotros. Lo más importante de la Ley son la justicia, la misericordia y la fidelidad llega a afirmar Jesús.

¿Cómo sentimos nosotros estas palabras? ¿Nosotros en qué hemos puesto la importancia de nuestra religión?

A los escribas y fariseos les echa en cara que pagan el diezmo de lo más pequeño e insignificante, pero no son capaces de ser coherentes con lo más importante de la Ley. Es más fácil decir una oración mecánica y ordinaria que comprometerse en la construcción de la justicia y mirar al hermano que sufre; es más fácil ofrecer una limosna para acallar la conciencia que mirar de cerca y acompañar al que sufre y se siente abandonado; es más cómodo y hasta lucrativo realizar una colecta a favor de unos damnificados que buscar cambiar las estructuras injustas que provocan tanta miseria. Es más gratificante reclamar los derechos de los lejanos que ofrecer perdón y nuestra mano al que nos ha ofendido.

Estamos exactamente igual que los escribas de aquel tiempo, nos quedamos en superficialidades y no somos capaces de mirar el interior.

La imagen que Jesús propone, donde se limpia el exterior del vaso pero queda la suciedad en el interior es dura pero muy real.

Esta propuesta de Jesús es muy importante porque da una nueva interpretación a la ley de Moisés. La condena, no es tanto, que se haga el pago de los impuestos de las cosas pequeñas o que se limpie el exterior del vaso. La condena es que con estas acciones se pretende manipular la ley y deformar la misericordia.

Cristo busca romper la máscara que adoptamos, la figura que aparentamos para mirar directamente a nuestro interior.

Hoy, pidamos a Jesús, que nos conceda un corazón grande y abierto, que podamos romper nuestras máscaras y que nuestra vida cotidiana refleje la misericordia y la justicia.

Hoy, atrevámonos a asumir una postura nueva que involucre todo nuestro ser y no nos quedemos solamente en superficialidades.

Jesús quiere estar en nuestro corazón, no lo cambiemos por cosas externas y apariencias.

San Bartolomé

Natanael o también llamado Bartolomé, nos ofrece una gran lección en este día: La búsqueda de Jesús tiene que ser personal, arriesgada y muchas veces en los lugares más insospechados.

Cuándo Bartolomé recibe la noticia de parte de Felipe de que ha encontrado al Mesías, espontáneamente deja escapar la expresión “¿De Nazaret puede salir algo bueno?” esta expresión, manifiesta todo el desprecio que un pueblo siente por sus vecinos más alejados.

Ciertamente, Nazaret pequeña población, olvidada de Galilea, no ofrecía muchas posibilidades de ser una nación del que esperaran al libertador de Israel. Nazaret no estaba cercana al templo, no figuraba como potencia económica, no brillaba por sus maestros o la sabiduría de sus escribas. Pero Natanael o Bartolomé se deja convencer por las palabras misioneras de Felipe: “ve y lo verás”.

No es cuestión de doctrinas, es cuestión de encuentro; no es cuestión de linajes, es cuestión de amistad; no es cuestión de privilegios, es cuestión de dejarse amar. Y lo sorprendente, es que mientras Natanael se expresaba con desprecio de quien no conocía, Jesús pronuncia una de las más grandes y sincera alabanzas que se puede hacer a un israelita: “un israelita de verdad, en quien no hay engaño”.

Jesús ya lo conocía, Jesús ya lo amaba, Él ya ponía sus ojos en su corazón y lo aceptaba. Así es Jesús, siempre toma la iniciativa, siempre está dispuesto a amar, siempre nos conoce y nos acepta, y solo entonces surge la respuesta del corazón de Bartolomé: “Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel”.

Solo cuando se ha tenido un encuentro personal con Jesús podemos reconocerlo. Nadie puede amarlo por nosotros, nadie puede encontrarse con Él por nosotros. Alguien puede acercarnos a Jesús, pero siempre se requiere el encuentro personal con Jesús, para después transformarnos en sus discípulos y misioneros. Primero necesitamos dejarnos amar.

Que la enseñanza de este apóstol Bartolomé nos acerque más a Jesús, que también para nosotros sean las palabras “ven y lo verás”.

Quién se acerca a Jesús nunca terminará decepcionado.