Miércoles de la IV Semana de Pascua

Jn 12, 44-50

¿Quién no se ha sentido perdido en la oscuridad?  ¿Quién no se ha sentido desconcertado ante los problemas graves de la vida?  Cuando la vida tiene problemas, cuando las cosas no resultan como uno esperaba, cuando todo parece derrumbarse, con frecuencia nos encontramos como en un callejón sin salida o vagamos en la oscuridad.  ¿Cómo encontrar luz?

Jesús, hoy nos ofrece el camino: hay que tener fe.  Haciendo un paralelismo entre la oscuridad y las tinieblas que aprisionan el corazón, Jesús se nos presenta como la luz verdadera que ilumina nuestras vidas.

Para san Juan, oscuridad son todos los aspectos del pecado y de la muerte, en cambio, nos presenta a Jesús como la Luz que puede sacarnos de nuestras tinieblas.

Caminamos en tinieblas cuando nuestros objetivos son tan terrenos y mezquinos que nos oprimen el corazón.  Caminamos en tinieblas cuando no somos capaces de mirar más allá de nuestro egoísmo.  Caminamos en tinieblas cuando nos dejamos guiar por las venganzas y los odios.  Caminamos en tinieblas cuando nuestros afanes son el placer y los vicios, entonces erramos el camino y perdemos el sentido de nuestras vidas.

Jesús, hoy nos ofrece su luz, pero nos exige creer.  Promete que no caminaremos en tinieblas, pero debemos escuchar su Palabra. Nos dice que nos trae la salvación, pero nos pide que no lo rechacemos ni a Él ni a su Palabra.

Qué triste el vagar de muchos hermanos que han perdido el sentido de la vida.  Son frecuentes los intentos de suicidio y los escapes hacia el alcohol o hacia las drogas, hacia la prostitución o al enajenamiento.

Por eso, pidámosle a Jesús que nos ayude a dejar nuestra oscuridad y nuestro egoísmo, que Él nos ayude a descubrir tu Luz.  Es difícil caminar cuando se ha perdido la esperanza, es triste tener que levantarse cuando se ha fracasado, pero sabemos que Jesús es la Luz y la salvación, y hoy queremos ponernos en sus manos.

Que Jesús nos de su Luz, que aumente nuestra fe.  Esa  fe, que es como una semilla en lo profundo del corazón, que florece cuando nos dejamos “atraer” por el Padre hacia Jesús, y “vamos a Él” con ánimo abierto, con corazón abierto, sin prejuicios; entonces reconocemos en su rostro el Rostro de Dios y en sus palabras la Palabra de Dios, porque el Espíritu Santo nos ha hecho entrar en la relación de amor y de vida que hay entre Jesús y Dios Padre. Y allí nosotros recibimos el don, el regalo de la fe.

Martes de la IV Semana de Pascua

Jn 10, 22-30

Primero tímidamente, después con una fuerza que rompía las fronteras de los idiomas, comenzaron los discípulos a anunciar el Evangelio a todos los hombres.  La Palabra de Dios no puede encarnarse y atarse a una sola cultura, sino que está abierta a todos los hombres de todas las razas, de todos los pueblos.

Es admirable como aquellos hombres sencillos se enfrentan a la cultura de los sabios dominantes en aquellas regiones y no temen anunciar a Cristo vivo y resucitado, también a los griegos, como nos decía la primera lectura de este día.

La “locura de Jesús” es contagiosa.  A Él lo buscaban y lo atacaban, sin embargo Él no dejaba de manifestase como el único y verdadero Pastor que hace la voluntad de su Padre.  Pues esa misma locura invade a los discípulos sin más armas que la Palabra y su fe, se lanzan a conquistar nuevas fronteras y nuevos horizontes.

En Antioquía se les comienza a llamar cristianos, una designación que lleva en su misma raíz la misión de Jesús: ungido para anunciar la Buena Nueva.  Ahora sus discípulos también son los ungidos y también tienen la misión de llevar la Buena Nueva.

¿Ha perdido fuerza el Evangelio?  ¿Por qué los cristianos de ahora parecemos dormidos y aturdidos?  ¿Por qué no nos lanzamos a anunciar la Buena Nueva a todos los oprimidos, a los que tienen hambre, a los que tienen problemas, a los que viven tristes?

Quizás no hemos experimentado ese gran amor que Cristo Pastor nos tiene a cada uno de nosotros.  Quizás, en medio de tantas voces que nos aturden y distraen, no somos capaces de distinguir la voz de Jesús que nos está llamando y que a cada momento nos ofrece la vida plena.

Necesitamos acercarnos a Jesús y compartir con Él nuestras dolencias y problemas para llenarnos de su vida, de su Palabra, de su fuerza.  Sólo entonces seremos también nosotros capaces de romper barreras, de superar esquemas, de proclamar que Jesús sigue vivo y presente en medio de nosotros.

No podemos estar adormilados y tranquilos, no podemos quedarnos en esa paz frente a las dificultades.  Hoy necesitamos anunciar con fuerzas, con entusiasmo la Palabra del Señor.  Salgamos, anunciemos su Palabra.

Lunes de la IV Semana de Pascua

Hech 11, 1-18; Jn 10, 1-10

Ayer reflexionábamos una parte del mismo discurso de este día, donde Cristo se presenta como el pastor.

San Juan al explicar y aplicar esta comparación nos presenta a Cristo en muy diferentes aspectos en torno a esta poética y bella figura. Pero además de bella es muy exigente.

Hoy sobre todo insiste en llamarle “puerta”. Una puerta es para proteger, para entrar, para salir, pero también una puerta es para discernir quién puede entrar y quién se queda afuera, quién es benéfico para el rebaño y quién es perjudicial.

Nosotros ya no estamos tan acostumbrados en nuestras culturas citadinas a tener la experiencia de rebaño, pero sí estamos muy acostumbrados a vivir la experiencia de las puertas: puertas que se abren o se cierran; puertas que son comunicación y puertas que son obstáculos; puertas que dan vida y puertas que encierran egoísmo.

Si Cristo se llama a sí mismo la puerta es porque Él sabe abrir los caminos y enseñarnos la relación que podemos tener con Dios nuestro Padre. Es “la puerta de acceso” que nos manifiesta el gran amor que nos tiene, es la puerta de diálogo que se establece en términos humanos entre Dios y las personas; es la puerta que se abre para la salvación y la vida. Pero también Cristo dice que es la puerta y que quien quiera dar y recibir vida debe pasar a través de Él. Los que no entran por Él, los que no siguen su camino, los asaltantes, sólo viene a dañar y a perjudicar las ovejas.

La puerta que nos muestra Jesús es la del servicio, quienes entran por la puerta del interés, del negocio, de propio provecho, no pueden dar vida a las ovejas. Todos nosotros de alguna manera somos tanto pastores como puertas para los demás. Tendremos que reflexionar en este día si estamos dando vida y salud verdadera a quienes viven a nuestro lado o si nos aprovechamos de ellos. Padres, maestros, sacerdotes, responsables de grupos o comunidades, tendremos que hacer una revisión si nos parecemos a Jesús buen pastor.

Sábado de la III Semana de Pascua

Hech 9, 31-42; Jn 6, 61-70

En la primera lectura de hoy vemos a Pedro haciendo milagros, curando a un enfermo e, incluso, resucitando a un muerto.  Es el tipo de cosas que estamos acostumbrados a ver que Jesús hace en el Evangelio.  En efecto, bien podríamos sustituir el nombre de Pedro por el de Jesús en la primera lectura, y ésta nos hubiera sonado mucho muy parecida a un evangelio narrativo, a no ser por un elemento importante: Jesús obraba milagros en su propio nombre y por su propio poder.  San Pedro hacía milagros, pero sólo en el nombre de Jesús y con su poder.  Notemos con qué claridad san Pedro afirma este punto cuando le dice a Eneas, el paralítico: «Eneas, Jesucristo te da la salud».

Este poder de Jesucristo está todavía con nosotros en la Iglesia, sobre todo en la Sagrada Eucaristía.  En realidad, Jesús hizo de la fe en su presencia eucarística la prueba definitiva del verdadero discipulado.  Como hemos venido escuchando estos últimos días, Jesús dijo de manera inequívoca, que el pan que iba a dar era su carne para que el mundo tuviera vida.  En el evangelio de hoy vemos la reacción de numerosos discípulos que protestaron por aquellas palabras «intolerables» de Jesús.  Pero Jesús insistió en su doctrina y muchos se echaron para atrás y ya no quisieron andar con El.  Jesús no los llamó para que regresaran.  En ningún momento dijo: «Esperen, no me han entendido.  Yo no estoy hablando literalmente; lo digo en sentido figurado».  No, El dejó que se fueran, porque la fe en la Eucaristía es el punto crítico para ser un verdadero discípulo.  Jesús puso a prueba incluso a los Doce: «¿También ustedes quieren dejarme?»  El día en el que Jesús prometió la Eucaristía, fue el día de la decisión.

Demos gracias a Dios porque nosotros hemos respondido al don de la fe por el que creemos en la Eucaristía.  Hoy debemos reconocer lo central que la Eucaristía es para nuestra fe y lo necesario que es para nosotros no titubear jamás en la estima que debemos tener del gran regalo del cuerpo y de la sangre de Jesucristo.

Viernes de la III Semana de Pascua

Jn 6, 52-59

Si pensamos en la posibilidad de unión de dos cuerpos, no encontraremos una unión tan profunda como el alimento que se convierte en parte de quien lo come.  Con los procesos digestivos y con la maravillosa dinámica de la integración, el alimento da vida, sostiene y viene a integrarse a un cuerpo vivo.

Quizás por esto Jesús se quiere quedar como un pan, como alimento, para demostrarnos que su amor es tan grande que viene a ser parte de nosotros mismos.

Para sus oyentes es señal de una locura que no son capaces de aceptar, pero para Jesús es la manifestación más grande de amor: hacerse parte de nosotros.  Y es que comer a Jesús no implica solamente tomar el alimento sino que con sus palabras, Jesús nos manifiesta la necesidad de escucharlo, dispuestos a aceptar su mensaje y a dejarnos transformar por Él y en Él.

Comer y beber el Cuerpo y la Sangre de Jesús es aceptar a Jesús en todas sus dimensiones y en todos sus proyectos.  No es el alimento superficial que se desecha después de haberlo comido.  Es aceptar que Jesús se mete en nuestro interior y en nuestras entrañas y nos transforma desde dentro.  Más que convertirse el alimento en nosotros, nosotros nos convertimos en Cristo.

Las experiencias más sublimes pasan por las apariencias más pequeñas.  Así es con Jesús, viene a nosotros como insignificante, para transformarnos en su misma vida.  Si meditásemos esto cada vez que escuchamos su Palabra y cada vez que comulgamos su Cuerpo tendríamos una fuente de vida en nuestro interior que brotaría espontáneamente y se manifestaría en un amor constante hacia los hermanos.

El Cristo encarnado se hace cada día más carne en cada uno de nosotros y dignifica y libera a todas las personas.  Las palabras de Jesús son provocativas y nos lleva a lo máximo de la revelación de sí mismo.  Aquel que ha bajado de cielo es el Pan de la vida porque es el crucificado.

Por eso comer el Pan es creer en el muerto y resucitado, es insertarse en esa dinámica de liberación y de salvación para la que Cristo fue enviado.

¿Nos atreveremos nosotros a alimentarnos de ese Pan de vida?  ¿Dejaremos nosotros transformar nuestra vida por este alimento que se nos da cada día?

Jueves de la III Semana de Pascua

Jn 6, 44-51

Tenemos hambre, hambre de Dios. Necesitamos el pan de vida eterna. Quizás hemos probado otros “banquetes” y hemos descubierto que no sacian nuestro deseo plenamente. Pero Cristo se revela como el alimento que necesitamos, el único que puede colmar nuestras necesidades y darnos la fuerza para el camino.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que en la comunión recibimos el pan del cielo y el cáliz de la salvación, el Cuerpo y la Sangre de Cristo que se entregó para la vida del mundo.

Como el cuerpo es sostenido por el alimento, así nuestra alma necesita de la Eucaristía. Cristo baja del cielo al altar, por manos del sacerdote. Viene a nosotros y espera que también nosotros vayamos a Él, que lo busquemos con frecuencia para recibirlo, para visitarlo en el Sagrario.

Es pan de vida eterna, según su promesa: “Que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga la vida eterna”. Quien vive sostenido por la Eucaristía, crece progresivamente en unión con Dios, y viéndolo en este mundo bajo el velo de las especies del pan y el vino, nos preparamos para contemplarlo cara a cara en la vida futura.

La comida del pan, alimenta el cuerpo, la Eucaristía el espíritu. Sin estos
alimentos el hombre se debilita y puede morir. ¿Realmente tomas la Eucaristía como un alimento?

Miércoles de la III Semana de Pascua

Hech 8, 1-8 ; Jn 6, 35-40

Tertuliano, uno de los primeros Padres de la Iglesia, que murió alrededor del año 230, declaraba: «La sangre de los mártires es semilla de cristianos».  Es una forma poética de declarar que la Iglesia crece a través del sufrimiento, especialmente del sufrimiento de la persecución.  La persecución contra la primitiva Iglesia, que se inició con el martirio de san Esteban, produjo la primera extensión de la fe más allá de Jerusalén.  Aquel fue el principio de la Iglesia verdaderamente católica, puesto que, a partir de ese momento, la fe se predicó y se recibió en toda Judea y Samaria, en Asia Menor y Grecia, y finalmente, en Roma y hasta los últimos rincones del mundo, como Jesús lo había predicho poco antes de su ascensión al cielo.

La fe fue difundida por los hombres y mujeres decididos, que soportaron muchos sufrimientos y con frecuencia el martirio, para que Cristo fuera conocido y amado.  En los planes de Dios hay un misterio que somos incapaces de comprender; pero, por alguna razón, los sufrimientos desempeñan un papel muy importante en la predicación del Evangelio y en ponerlo en práctica.  Jesús mismo tuvo que soportar la crucifixión y la muerte por nuestra salvación.  En realidad, la Eucaristía misma es el fruto de su muerte en la cruz.  Él nos da el regalo de la Eucaristía para que podamos obtener la vida eterna, pero el precio de la vida es la muerte.

Cada vida humana va engranada con el sufrimiento, físico, mental o emocional.  A nosotros, personas de fe, se nos pide que veamos la mano amorosa de Dios, que quiere conseguir sus propios fines por medio de todas las formas de sufrimiento que debamos soportar.  Durante este tiempo de Pascua, en el que seguimos celebrando la resurrección de Cristo, debemos tener presente que para Él, la gloria provino del sufrimiento, la alegría provino del dolor y la vida provino de la muerte.  Nosotros seguimos las huellas de Cristo, lo que fue cierto para Él es también cierto para nosotros.  Porque en la fe abrazamos la cruz del sufrimiento, resucitaremos a la gloria.  Dice una frase perenne: «A la luz por medio de la cruz».

Martes de la III Semana de Pascua

Jn 6, 30-35

Entre los signos que nos ofrece Jesús para que creamos en Él, con frecuencia aparece el pan.  Le gusta participar en los banquetes y comidas; sus ejemplos están relacionados frecuentemente también con la participación en las comidas.  La particularidad de estas comidas es que se abre a todas las personas, sin importan sin son buenas o decentes, conforme a las normas de su tiempo.

Pero hay un signo que vas más allá, Él mismo se presentan como el pan y se ofrece como el pan, con todo lo que implica ser pan: formado de numerosas espigas recogidas en el campo, maduradas con el tiempo, fragmentadas y trituradas, cocidas por el fuego y finalmente formadas en filas.

Son signos que hablan de un proceso doloroso y transformante, pero de un proceso que da vida.  Ya el pan, tan apreciados en las culturas mediterráneas, es en sí mismo un simbolismo del compartir; de un tiempo de paz, de un tiempo de bonanza  y que termina en la mesa que une a la familia y a los amigos.

Pero el hacerse pan de Jesús, va mucho más allá del simple alimentar, del simple compartir o de la simple unión de los diferentes granos.  Es un símbolo y señal del mismo Dios que se hace uno con nosotros, que comparte nuestra humanidad, que se deja triturar para asemejarse al hombre y que al final se hace alimento que da vida.

Hoy, nos ofrece Jesús este signo como señal de su presencia y de su amor: Pan de la vida. 

Quizás en nuestras eucaristías hemos reducido el pan a una pequeñita hostia, casi imperceptible, pero la señal de Jesús no queda sólo en ese sentido del pan, sino que se hace pan para todos los momentos, para todos los aspectos de la vida.

En este mundo lleno de egoísmo y hambre, el signo de Jesús hecho pan es una propuesta a sus discípulos sobre la forma en que se puede superar ese círculo vicioso del egoísmo: sólo haciéndose pan para los demás, compartiendo, uniéndonos a cada hombre y mujer, lograremos superar el fantasma del hambre que amenaza a la humanidad.

Acerquémonos a Jesús, contemplémoslo hecho pan, recordemos todo el proceso que se ha requerido para que llegue a nuestras manos, y recordemos también todo el proceso que ha seguido Jesús para hacerse alimento nuestro.

¿Cómo siento ese amor de Jesús que es capaz de dejarse comer por nosotros? ¿A qué me impulsa el contemplar ese pan hecho de muchos granos?  Hablemos con Jesús.

Lunes de la III Semana de Pascua

Hech 6, 8-15; Jn 6, 22-29

¿Por qué seguimos a Jesús? A veces encuentro personas que se sienten confundidas porque han puesto su confianza en Dios y no sienten que les corresponda a sus aspiraciones. Le han ofrecido oraciones, veladoras, novenas, y a pesar de que lo han hecho “con todo su corazón”, Dios parece no escucharlas. Entonces se desaniman y caen en depresión a tal punto que quieren renegar de Dios. Y es que lo que piden parece del todo legítimo: la salud propia o de un ser querido, encontrar trabajo, que el marido o el hijo dejen de beber, etc. ¿Estaremos equivocados al poner toda nuestra confianza en Jesús? El Evangelio de este día puede ofrecernos algunas pistas.

Cuando los discípulos y la gente vieron lo que había hecho Jesús y cómo había multiplicado los panes hasta saciar la multitud, pretendieron hacerlo rey. Sin embargo, Él no acepta esta respuesta de la gente y se niega a ser nombrado rey. En el pasaje de este día, las multitudes nuevamente vuelven a buscar a Jesús, pero reciben un reproche: “Ustedes no me buscan por haber visto los signos, sino por haber comido de aquellos panes hasta saciarse”.  ¿No puede Jesús saciar el hambre de toda la humanidad? ¿No podemos buscarlo para que solucione nuestros problemas? Éste no es el plan de Jesús ni pretende convertirse en comerciante que a cambio de unas monedas o de unas oraciones se ponga a nuestra disposición. Nos lo dice hoy claramente, lo que Él busca es que hagamos las obras de Dios y para eso debemos tener una fe firme, constante y más allá de los intereses humanos.

No nos quiere chantajear ni manipular con dádivas o condicionamientos, nos ofrece su amor sin límites, y quiere que nosotros vivamos en la atmósfera de ese amor y que de allí saquemos fuerzas para transformar nuestro mundo. No podemos seguir a un Jesús milagrero, sino a este Jesús que nos ama, que nos acepta como somos y que nos devuelve nuestra dignidad de personas para que seamos sujetos que construyen un mundo nuevo. Seremos responsables de hacer una nueva humanidad, siempre en su compañía y claro que con su presencia y su fuerza, pero no sin nuestra participación.

Nuestra oración no es para obligar a Dios a que nos haga nuestros gustos, sino para ponernos en su presencia y que nosotros podamos hacer su voluntad. Que este día examinemos cómo seguimos a Jesús y si tenemos intereses no muy claros, permitamos que Él entre en nuestro corazón y nos purifique para juntos, conforme a su voluntad, transformemos nuestro ambiente en un mundo conforme a sus sueños.

Sábado de la II Semana de Pascua

Hech 6, 1-7; Jn 6, 16-21

Ayer en el evangelio veíamos a Jesús alimentando de forma milagrosa a cinco mil personas.  Fue un milagro inspirado por la compasión, no distinta de la preocupación de los apóstoles, mencionada en la primera lectura, pero más profunda.  Fue un signo del poder que tenía Jesús sobre los elementos materiales, el pan en particular.  Es el mismo poder que Jesús actúa en la Eucaristía.  En el evangelio de hoy vemos que Jesús realiza otro signo: camina sobre las aguas.

En el Antiguo Testamento el poder sobre el agua se consideraba como un signo de la divinidad.  Basta recordar el poder de Dios, que dividió el mar Rojo para que pasaran los israelitas.  Jesús «conquistó» las aguas, no solamente al caminar sobre las olas, sino también al apaciguar la tormenta.  Aquel milagro fue un escalón en la revelación gradual de su verdadera condición de Hijo de Dios.  Fue un signo del poder que Jesús tiene, como Dios, sobre su propio cuerpo.

Multiplicar los panes y caminar sobre las aguas, juntos, forman un solo signo relacionado con la Eucaristía.  Muestran que Jesús tiene poder para multiplicar la presencia de su cuerpo bajo la apariencia del pan.  Jesús se interesa por nuestro bienestar físico, pero le preocupa más profundamente nuestro bienestar espiritual.  Los dos acontecimientos que nos relata el evangelio de Juan son invitaciones a tener fe en la Eucaristía, a creer que Jesús tiene poder para alimentarnos con su cuerpo y que nos ama tanto que anhela darnos el regalo de sí mismo de la manera más extraordinaria.