Viernes de la I Semana de Adviento

Mt 9, 27-31

La gente de hoy vive angustiada porque no ha sabido distinguir los límites de su acción. No sabe dejar a Dios actuar. Y esto se debe, principalmente, a una gran falta de fe.

Los textos de este día nos conducen a la luz y el Salmo nos hace exclamar con anhelo y con entusiasmo: “El Señor es mi luz y mi salvación”. Todos los textos hablan de la necesidad de esa luz y, en el sentido opuesto, de la oscuridad que causa la ceguera. Desde Isaías que en sus anuncios proféticos alienta al pueblo anunciando que “en aquel día se abrirán los ojos de los ciegos y verán sin tinieblas ni oscuridad”, hasta el texto evangélico donde Jesús se deja enternecer por el grito de los dos ciegos que al lado del camino claman: “¡Hijo de David, compadécete de nosotros!”. Este texto nos sitúa claramente en un contexto de fe.

Para poder ver, para descubrir la luz, se necesita la fe. Cuando el Papa Benedicto preocupado por la oscuridad y el sin sentido de nuestras generaciones, proclamaba un año de la fe, pero de una fe viva, una fe comprometida, una fe explícita, nos proponía: “Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas”

Frente a este mundo sin sentido nos propone “La puerta de la fe”, que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, y que está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida. Muy claramente lo descubrimos en el texto evangélico. Jesús nos enseña que no basta pedir, se necesita hacerlo con fe, creer de verdad que Jesús pueda dar luz, salvación y vida.

Que estos días de Adviento nos acerquemos a Jesús, escuchemos su Palabra y la pongamos firmemente en nuestro corazón. 

Jueves de la I Semana de Adviento

Mt 7, 21. 24-27

Al inicio de su vida apostólica Jesús cosecha indudables éxitos. Su fama se extiende por toda Judea y las regiones limítrofes, a medida que las muchedumbres lo siguen, que ven sus milagros y escuchan su predicación. Sabe que seguirlo comportará un grave riesgo personal y una opción radical. No habrá espacio para los oportunistas o para quienes buscan un favor de conveniencia. Aquellos que decían “Señor, Señor…” no podrán mantenerse en pie en los momentos de la prueba.


¿Dónde pones tus seguridades? ¿Qué es lo más importante para ti? Serian algunas de las preguntas que hoy nos hacen estos textos de Adviento.

El profeta Isaías busca convencer al pueblo de Israel de que su única roca segura es el Señor, presentándole la soberbia babilonia reducida a cenizas, anunciando una nueva Jerusalén reconstruida y fortalecida.  Todo esto se logrará si Israel se mantiene fiel al Señor, si vive en justicia y pone su confianza en su libertador.

Igualmente, Jesús nos cuestiona en el pasaje del Evangelio de san Mateo, sobre el cimiento de nuestras seguridades.  El hombre moderno se siente seguro y confiado en tantos ídolos, tantas protecciones y comodidades, que fácilmente se olvida de Dios.  Ansioso por ganar cada día, por vivir mejor, se pierde en el torbellino de las actividades, de la ansiedad por poseer más, de disfrutar más y se olvida de Dios, de los hermanos y de su misma persona. Toda esta actividad frenética ¿tiene un fundamento sólido?, ¿no es basura y hojarasca que se lleva el viento?

Es difícil convencer a quien tiene atado su corazón a las riquezas y placeres que esto no es lo más importante.  No logró convencer el profeta Isaías a los israelitas, a pesar de presentar una nueva ciudad viviendo en la justicia y en el derecho.  No parecen convencernos ahora las palabras de Jesús quien afirma que sólo tendrá seguridad quien vive de su Palabra.  Sin embargo, las consecuencias las estamos viviendo cada día, al olvidarnos que somos hijo de Dios, que vivimos para Él, que todos somos hermanos.

Hemos construido un mundo salvaje, de competencia e injusticia, donde cada quien se hace justicia por su propia mano y cada quien pone las leyes y principios a su gusto.  Así, hemos construido un mundo que se desbarata y nos lanza a la oscuridad y a la inseguridad. Todo cae, cuando la única ley es el dinero y el poder.

Escuchar las palabras de Jesús es construir sobre seguro, es fincar sobre piedra, es buscar el Reino de Dios.

El Adviento nos debe llevar a mirar que no sólo digamos palabras de súplica y oraciones vacías, sino que realmente construyamos sobre las bases sólidas de la Palabra del Señor.

Busquemos en este tiempo silencio y espacios para escuchar la Palabra amorosa de Jesús y después busquemos la ocasión propicia, que siempre llegará, para ponerla en práctica.

Miércoles de la I Semana de Adviento

Mt 15, 29-37

Para los pueblos antiguos, el pan era el elemento nutritivo fundamental; por eso era el símbolo de todo lo necesario para conservar la vida.  Aun ahora, cuando una persona trabaja para mantener a su familia, decimos: “se gana el pan con el sudor de su frente”.

En el evangelio de hoy, Jesús alimenta milagrosamente al pueblo, multiplicando el pan. 

Cada día nos sorprenden las noticias con nuevas cifras de pobres y de hambre que azota a la humanidad.  Cada día también tratamos de olvidar y seguir nuestras vidas como si nada pasara.  Pero también nosotros sentimos la precariedad de nuestras vidas y nos vemos sometidos a la enfermedad, a las necesidades y al hambre.  Cuando el estómago está vacío no es posible pensar, la necesidad apremia.  Quizás por esto los textos bíblicos que nos preparan en este Adviento están llenos de imágenes donde Dios se acuerda de su pueblo y le ofrece un banquete con manjares sustanciosos.

Quizás por eso se nos presenta Jesús multiplicando los panes y saciando el hambre de las multitudes que lo escuchan.  El mensaje se hace concreto no sólo en la imagen de la comida ofrecida a todos los pueblos, reunidos como uno solo, sino en la cercanía y familiaridad con Dios, en la fraternidad y el gozo de encontrarse unidos y juntos los hermanos.

Pero esta fiesta y esta comida es señal del triunfo del Señor que ha quitado el velo de luto que cubre el rostro de los pueblos, el paño que oscurece a las naciones.

Frecuentemente nos preguntamos por el sentido de tantas víctimas de la injusticia, de tantos inocentes caídos y tantos culpables justificados y libres.  Nada tiene sentido y nos hace dudar de la presencia de Dios.  Lo mismo le pasaba al pueblo de Israel, pero se olvidaba de que él fue el primero en alejarse del Señor adoptando ídolos, sustituyendo a Dios por reyes poderosos, conviviendo con la injusticia.

El texto de san Mateo de este día nos hace percibir a Jesús muy cercano a todos los que sufren y a aquella multitud de menesterosos, tullidos, ciegos, sordomudos y enfermos que sienten cercano el consuelo de Jesús y su presencia.

Tiempo de Adviento, es tiempo de cercanía con el dolor, con el hambre y la necesidad, no para dejarla igual, no para mitigarla con las sobras, sino para unirla y presentarla ante Jesús.  Él nos dará nuevas luces para enfrentar unidos y solidarios con todas las víctimas estos dolores, juzgarlos ante sus ojos y darnos nuevas esperanzas.

Adviento es cercanía del Señor con el que sufre y con el que tiene hambre.  Cercanía que tiene que hacerse concreta en nuestro compromiso y nuestra solidaridad.

Martes de la I Semana de Adviento

Lc 10, 21-24

Las lecturas de hoy (Is 11,1-10 y Lc 10,21-24) nos animan a preparar la Navidad procurando construir la paz en la propia alma, en la familia y en el mundo. En las palabras de Isaías hay una promesa de cómo serán los tiempos cuando venga el Señor: el Señor hará la paz y todo estará en paz. Isaías lo describe con imágenes un poco bucólicas pero bonitas: “Habitará el lobo con el cordero, el leopardo se tumbará con el cabrito, el ternero y el león pacerán juntos: un muchacho será su pastor”. Esto significa que Jesús trae una paz capaz de transformar la vida y la historia y por eso es llamado Príncipe de la paz, porque viene a ofrecernos esa paz. El tiempo de Adviento es, pues, un tiempo para prepararnos a esa venida del Príncipe de la paz.

Un tiempo para pacificarse. Se trata de una pacificación ante todo con nosotros mismos, pacificar el alma. Muchas veces no estamos en paz sino con ansiedad, con angustia, sin esperanza. Y la pregunta que nos dirige el Señor es: “¿Cómo está tu alma hoy? ¿Está en paz?”. Si no lo está, pide al Príncipe de la paz que la pacifique para prepararte al encuentro con Él. Estamos acostumbrados a mirar el alma ajena, pero ¡mira la tuya!

Luego, hay que pacificar la casa, la familia. Hay tantas tristezas en las familias, tantas luchas, tantas pequeñas guerras, tanta desunión, y hay que preguntarse si la familia está en paz o en guerra, si uno está contra el otro, si hay puentes o muros que nos separan.

El tercer ámbito es pacificar el mundo donde hay más guerra que paz, hay tanta guerra, tanta desunión, tanto odio, tanto abuso. ¡No hay paz! ¿Qué hago yo para ayudar a la paz en el mundo? “Pero el mundo está demasiado alejado, padre”. Ya, pero ¿qué hago yo para ayudar a la paz en el barrio, en el colegio, en el puesto de trabajo? ¿Busco siempre una excusa  para entrar en guerra, para odiar, para criticar a los demás? ¡Eso es hacer la guerra! ¿Soy manso? ¿Procuro hacer puentes? ¿No condeno? Preguntemos a los niños: “¿Qué haces en la escuela? Cuando hay un compañero que no te gusta, porque es un poco odioso o un poco débil, ¿tú le acosas o haces las paces? ¿Intentas hacer las paces? ¿Perdonas todo?”. Artesanos de paz. Hace falta este tiempo de Adviento, de preparación a la venida del Señor que es el Príncipe de la paz.

La paz siempre avanza, nunca está quieta, es fecunda, comienza por el alma y luego vuelve al alma después de haber hecho todo ese camino de pacificación. Y hacer la paz es como imitar a Dios, cuando quiso hacer las paces con nosotros y nos perdonó, nos envió a su hijo para hacer las paces, para ser el Príncipe de la paz. Alguno puede decir: “Pero, padre, yo no he estudiado cómo se hace la paz, no soy una persona culta, no sé, soy joven, no sé…”. Jesús en el Evangelio nos dice cuál debe ser la actitud: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños”. Tú no has estudiado, no eres sabio… ¡Hazte pequeño, hazte humilde, hazte siervo de los demás! Hazte pequeño y el Señor te dará la capacidad de comprender cómo se hace la paz y la fuerza para hacerla.

La oración de este tiempo de Adviento debe ser la de pacificar, vivir en paz en nuestra alma, en la familia, en el barrio. Y cada vez que veamos que hay posibilidad de una pequeña guerra en casa o en mi corazón o en la escuela o en el trabajo, pararse, y procurar hacer las paces. Nunca herir al otro. Jamás. “Y padre, ¿cómo puedo comenzar para no herir al otro?” –“No hables mal de los demás, no tires el primer cañonazo”. Si todos hiciésemos solo eso –no criticar a los demás–, la paz iría más adelante. Que el Señor nos prepare el corazón para la Navidad del Príncipe de la paz. Pero que nos prepare haciendo de nuestra parte todo lo que podamos para pacificar: pacificar mi corazón, mi alma, pacificar mi familia, la escuela, el barrio, el puesto de trabajo. Hombres y mujeres de paz.

San Andrés

La fiesta de san Andrés nos ofrece una oportunidad para reflexionar en el llamado que el Señor nos hace a cada uno y la misión que nos otorga para cumplirla en nuestro tiempo y en nuestros días.

Como si la Providencia quisiera recordarnos que para un buen final se requiere un buen inicio, nos pone de ejemplo a san Andrés.

Jesús sale al encuentro de quienes serán sus discípulos, los sorprende en sus labores diarias, en sus lugares y preocupaciones, ahí los encuentra y ahí los llama para construir el Reino de Dios.  Así les sucede a Andrés y a su hermano Pedro.

Así también hoy, el Señor, sale al encuentro de cada uno de nosotros.  Solamente tenemos que estar atentos para escucharlo.  Hay muchas voces, hay muchos ruidos, pero su Palabra sigue dirigiéndose a nosotros.

¿Qué miró Andrés para dejar sus redes y seguir a Jesús?  Debió ser impactante.  Pero a veces nos quedamos con ese primer encuentro.  Andrés continuó en el encuentro de cada día y fue poco a poco conociendo a Jesús, viendo cómo actuaba, conociendo sus pensamientos y trató de aprender esa conducta.  Solamente después se convirtió en misionero.

Las lecturas de este día nos invitan a ese encuentro diario con Jesús y a convertirnos en misioneros.

Cuando san Pablo les escribe a los romanos les hace ver que hay necesidad de llevar el Mensaje y que nadie va a creer en el Señor Jesús si no hay quien lo anuncie.  “¿Cómo van a invocar al Señor, si no creen en Él?, y ¿Cómo van a creer en Él si no han oído hablar de Él? Y ¿cómo van a oír hablar de Él sino hay nadie que se lo anuncie? Y ¿cómo va a haber quienes lo anuncien si no son enviados?  Por eso dice la escritura que hermoso es ver correr sobre los montes al mensajero que trae buenas noticias”

Así san Pablo nos ayuda a unir la fiesta de san Andrés con el Adviento que ya comenzaremos el domingo.  Adviento es espera, buenas noticias y conversión.

El Papa Francisco nos está insistiendo mucho en ese encuentro con Jesús, pues el discípulo es el mensajero que lleva una alegría grande en su corazón y que no puede ocultar.

Hoy, casi al terminar el año litúrgico y disponernos para el tiempo de Adviento, en la fiesta de san Andrés, se despierte en nosotros el deseo de conocer más a Jesús y de anunciarlo con mayor entusiasmo.

¿Alguien se ha enamorado de Jesús viendo tu forma de vivir?

Sábado de la XXXIV Semana del Tiempo Ordinario

Lc 21, 34-36

El Evangelio nos indica dos actitudes: estar en vela y orar. La vigilancia es muy oportuna para que cuando llegue el Verbo a nosotros en la carne de un niño, sepamos aceptar y vivir el misterio.

La vigilancia y la oración preparan para el día del juicio.  La vigilancia tiene en el evangelio un profundo significado moral, relacionado casi siempre con el día de la parusía.

El ser humano se adormece fácilmente, como las jóvenes de la parábola de las lámparas.  La oración que Jesús recomienda es una espera, llena de confianza y de amor, del Dios que está por llegar; es la búsqueda de Dios con el pensamiento y con el corazón. 

Esa oración es la presencia de Dios percibida por medio de la fe y llevada a la existencia cotidiana por el reconocimiento de sus derechos, la aceptación de sus planes y una generosa colaboración en ellos.

Viernes de la XXXIV Semana del Tiempo Ordinario

Lc 21, 29-33

Los grandes inventos, las diferentes oportunidades, los adelantos de cada día nos han acostumbrado, cada vez más, a que muchas cosas funcionen de un modo automático y esto tiene muchísimas ventajas porque ya las mismas máquinas, los mismos aparatos nos van anunciando cuando se necesita un servicio, que líquidos les faltan, que tiempo se necesita. 

Nos atenemos a lo que nos van anunciando y nos volvemos descuidados.  Es más ya no sabemos hacer las cosas si no tenemos los aparatos necesarios.  Es común que algún niño de secundaria ya no sepa resolver problemas matemáticos sencillos si no tiene a la mano su calculadora o su ordenador en sus muy diferentes posibilidades.

Pero esto no ha llevado también a descuidar las señales de la vida que aparecen cada día y nos hemos vuelto incapaces de descubrir la vida misma.

Hoy Jesús nos llama la atención, no tenemos ningún ordenador que nos indique el nivel de amor que tenemos, no hay un medidor de nuestra vida espiritual y tampoco hay una máquina que nos precise con toda seguridad el término de nuestra vida.

Jesús nos dice que así como tenemos señales que nos van indicando las diferentes etapas y estaciones, pongamos atención también a la señal de la venida del Reino de Dios.

Antiguamente los campesinos lograban pronosticar  los tiempos, las tormentas y las sequías contemplando el cielo, las aves, las temperaturas y el viento.  Hemos perdido esa sensibilidad y ahora nos atenemos al pronóstico del tiempo, a los centros meteorológicos y a muchas técnicas que nos auxilian, pero Jesús insiste en que también debemos ser capaces de descubrir el sentido del tiempo, la razón de vivir y la fragilidad del ser humano.  Un día está este hombre o esta mujer y al día siguiente han desaparecido.

A estas previsiones y a estas lecturas del verdadero sentido del tiempo, ya no sabemos cómo responder, hasta ahí las máquinas no nos pueden ayudar. ¿Cómo es el sentido de mi vida? ¿Hacia dónde la estoy dirigiendo? ¿Cómo hago presente en mi ambiente, en mi vida, en mi trabajo el Reino de Dios?

Ojalá hoy nos hagamos y nos respondamos estas preguntas y delante de Jesús las tomemos muy enserio. ¿Cuál es el sentido de mi vida?

Jueves de la XXXIV Semana del Tiempo Ordinario

Lc 21, 20-28

El Evangelio que acabamos de escuchar es catastrófico, sobre todo si pensamos en lo que significaba Jerusalén y el Templo para los israelitas.  Decir que se acaban es como decir que llega el fin del mundo. 

Jesús anuncia estas destrucciones, pero no esta diciendo con ello que se acabe el mundo, sino que habla de la fragilidad de Jerusalén y de cómo será pisoteada y destruida.  Jesús prevé la ruina de Jerusalén y de su Templo, de toda aquella región y de sus gentes como algo inevitable, pero también como una oportunidad.  La comunidad creyente no debe encerrarse en los horizontes mezquinos del pueblo judío.

La destrucción de Jerusalén será la oportunidad histórica, que al obligar a los nuevos cristianos a huir de la destrucción, van llevando por nuevos caminos la Palabra de Dios. 

Las señales catastróficas que se realizan en el cielo y en el espacio no son anuncios proféticos, sino la expresión y el poder del Hijo del Hombre.  Así será la fuerza salvadora y la presencia del Reino de Dios.  Entonces hay que levantar la cabeza y poner atención, porque se acerca la hora de la liberación. Todos los momentos de crisis son también momentos de crecimiento y de gracia.

Si hoy miramos las dificultades que sufre nuestra sociedad, debemos también levantar la cabeza y descubrir qué es lo más importante y que tenemos que defender a toda costa.  Necesitamos descubrir en estas situaciones una oportunidad de purificación que nos lleve no al desaliento sino a depositar nuestra esperanza en Cristo que es nuestra única salvación.

Esta semana, la última del año litúrgico, insiste en esa actitud de espera y de esperanza, de vigilia y revisión.  El verdadero discípulo no puede dormirse y dejar de lado la misión de construir el Reino, pero con la certeza de que Cristo lo está haciendo presente.

Es importante que alentemos una visión positiva, realista sobre el futuro, sostenidos en Jesús que con su fuerza y alegría, alimenta nuestra visión positiva de la vida.  Con la presencia del Señor, mantengámonos firmes.

Miércoles de la XXXIV Semana del Tiempo Ordinario

Lc 21, 12-19

¿Es difícil y peligroso vivir el evangelio? El Papa Francisco nos invita y nos pone como ejemplo a grandes mártires actuales que como consecuencia de vivir el Evangelio han sido martirizados.

Hay quienes se acercan ingenuamente al Evangelio y también hay quienes prometen un Evangelio de pura felicidad.

El pasaje del evangelio de este día nos muestra cómo si se vive radicalmente el seguimiento de Jesús,  y que si lo hacemos así, tendremos consecuencias frente a una sociedad que pone sus esperanzas en el poder personal, más que en la comunidad y en la fraternidad.

No es raro que quienes buscan la defensa de los más pobres, de la naturaleza y que quieren construir un mundo al estilo de Jesús, tengan que sufrir las consecuencias de persecución, de agresiones y de descalificaciones.

Jesús es la mejor muestra de cómo se vive el Evangelio. Pasó haciendo el bien, curando a los enfermos, defendiendo la verdad y sin embargo,  tuvo muchos enemigos que estaban atentos para atacarlo, difamarlo y desprestigiarlo. A nosotros, quizás, también nos pueda pasar lo mismo, pero debemos tener muy claro que cuando nos suceda esto, sea por defender la verdad y la justicia y que no vaya a ser un justo reclamo a nuestras incongruencias y a nuestros errores, Cristo promete su presencia para todo aquel que sigue su camino. Nos asegura que no debemos tener miedo y que Él hablará por nosotros.

Estamos viviendo una situación extrema de violencia, de corrupción y de mentira. Muchas veces pensamos que escondiéndonos y no participando, al menos no tendremos problemas, pero entonces estamos dejando que el mal crezca y somos responsables de que la injusticia se vaya extendiendo.

Que al escuchar estas palabras de Jesús nos despierte de nuestros letargos y nuestros miedos y nos anime a buscar medidas que detengan esta ola de corrupción. Es cierto que nos sentimos pequeños e impotentes, pero recordemos que Cristo está presente, camina con nosotros, lucha con nosotros y nos dará las palabras necesarias paradefender firmemente su verdad.

Martes de la XXXIV Semana del Tiempo Ordinario

Lc 21, 5-11

Este evangelio nos enseña lo relativo que puede ser todo lo bello que se encuentra en el mundo. Todo pasa. Las cosas que un día fueron ya no son; lo que ahora nos admira llegará un día en que no quedará rastro de ello. Lo único que permanece es Dios. Es lo único que no cambia.

Para el pueblo de Israel el Templo era uno de los signos más representativos de su religiosidad y de la presencia del Señor en medio del pueblo.  La gran construcción los hacía sentir seguros.  Sus más grandes desastres los vivieron cuando el Templo fue destruido y la tristeza del exilio consistía en no poder dar culto al Señor.  Por eso miraban con orgullo la gran construcción.  Sin embargo, Cristo les llama la atención.  No sólo en el pasaje que acabamos de escuchar, sino con mucha frecuencia, porque su veneración por el Templo no estaba respondiendo con la congruencia de una vida recta, en justicia y amor.

Anunciarles que será destruido el Templo es quitarles su mayor seguridad, pero es también hacerlos reflexionar en lo que pide Dios para su culto.  Es cierto que Dios ha pedido el culto, pero un culto vivo que lleve al amor y al cumplimiento de sus mandamientos.  Pero cuando el Templo se transforma en escaparate para esconder las injusticias, en lugar de ser una bendición está llevando a la ruina.

El mismo sentido tienen las palabras que Jesús dice a continuación sobre los engaños de quien se quiera hacer pasar por el Mesías y Señor.

En nuestros días muchos se han aprovechado de los desastres ecológicos para anunciar un supuesto día final, pero debemos estar atentos y reconocer que el único que conoce el día final es Dios Padre y que nosotros tendremos que tener una actitud de perseverancia, de paciencia y de vigilancia.

Nosotros también hemos puesto nuestras seguridades en las cosas y en los bienes; en el poder y en la fama y nos hemos alejado de lo que busca el Señor.  Nosotros también hemos tomado una actitud de despreocupación y de descuido frente a la venida del Señor.  Tendremos que recuperar esa actitud que nos ayude a vivir plenamente nuestros días como si fueran los últimos.  No en el sentido de vivir con angustia y preocupación, sino de vivir en rectitud, en vigilia y en fraternidad.

Si de alguna forma supiéramos que este sería nuestro último día ¿cómo lo viviríamos?  ¿Por qué no lo vivimos así?