Martes de la III Semana de Pascua

Jn 6, 30-35

Entre los signos que nos ofrece Jesús para que creamos en Él, con frecuencia aparece el pan.  Le gusta participar en los banquetes y comidas; sus ejemplos están relacionados frecuentemente también con la participación en las comidas.  La particularidad de estas comidas es que se abre a todas las personas, sin importan sin son buenas o decentes, conforme a las normas de su tiempo.

Pero hay un signo que vas más allá, Él mismo se presentan como el pan y se ofrece como el pan, con todo lo que implica ser pan: formado de numerosas espigas recogidas en el campo, maduradas con el tiempo, fragmentadas y trituradas, cocidas por el fuego y finalmente formadas en filas.

Son signos que hablan de un proceso doloroso y transformante, pero de un proceso que da vida.  Ya el pan, tan apreciados en las culturas mediterráneas, es en sí mismo un simbolismo del compartir; de un tiempo de paz, de un tiempo de bonanza  y que termina en la mesa que une a la familia y a los amigos.

Pero el hacerse pan de Jesús, va mucho más allá del simple alimentar, del simple compartir o de la simple unión de los diferentes granos.  Es un símbolo y señal del mismo Dios que se hace uno con nosotros, que comparte nuestra humanidad, que se deja triturar para asemejarse al hombre y que al final se hace alimento que da vida.

Hoy, nos ofrece Jesús este signo como señal de su presencia y de su amor: Pan de la vida. 

Quizás en nuestras eucaristías hemos reducido el pan a una pequeñita hostia, casi imperceptible, pero la señal de Jesús no queda sólo en ese sentido del pan, sino que se hace pan para todos los momentos, para todos los aspectos de la vida.

En este mundo lleno de egoísmo y hambre, el signo de Jesús hecho pan es una propuesta a sus discípulos sobre la forma en que se puede superar ese círculo vicioso del egoísmo: sólo haciéndose pan para los demás, compartiendo, uniéndonos a cada hombre y mujer, lograremos superar el fantasma del hambre que amenaza a la humanidad.

Acerquémonos a Jesús, contemplémoslo hecho pan, recordemos todo el proceso que se ha requerido para que llegue a nuestras manos, y recordemos también todo el proceso que ha seguido Jesús para hacerse alimento nuestro.

¿Cómo siento ese amor de Jesús que es capaz de dejarse comer por nosotros? ¿A qué me impulsa el contemplar ese pan hecho de muchos granos?  Hablemos con Jesús.

Lunes de la III Semana de Pascua

Hech 6, 8-15; Jn 6, 22-29

¿Por qué seguimos a Jesús? A veces encuentro personas que se sienten confundidas porque han puesto su confianza en Dios y no sienten que les corresponda a sus aspiraciones. Le han ofrecido oraciones, veladoras, novenas, y a pesar de que lo han hecho “con todo su corazón”, Dios parece no escucharlas. Entonces se desaniman y caen en depresión a tal punto que quieren renegar de Dios. Y es que lo que piden parece del todo legítimo: la salud propia o de un ser querido, encontrar trabajo, que el marido o el hijo dejen de beber, etc. ¿Estaremos equivocados al poner toda nuestra confianza en Jesús? El Evangelio de este día puede ofrecernos algunas pistas.

Cuando los discípulos y la gente vieron lo que había hecho Jesús y cómo había multiplicado los panes hasta saciar la multitud, pretendieron hacerlo rey. Sin embargo, Él no acepta esta respuesta de la gente y se niega a ser nombrado rey. En el pasaje de este día, las multitudes nuevamente vuelven a buscar a Jesús, pero reciben un reproche: “Ustedes no me buscan por haber visto los signos, sino por haber comido de aquellos panes hasta saciarse”.  ¿No puede Jesús saciar el hambre de toda la humanidad? ¿No podemos buscarlo para que solucione nuestros problemas? Éste no es el plan de Jesús ni pretende convertirse en comerciante que a cambio de unas monedas o de unas oraciones se ponga a nuestra disposición. Nos lo dice hoy claramente, lo que Él busca es que hagamos las obras de Dios y para eso debemos tener una fe firme, constante y más allá de los intereses humanos.

No nos quiere chantajear ni manipular con dádivas o condicionamientos, nos ofrece su amor sin límites, y quiere que nosotros vivamos en la atmósfera de ese amor y que de allí saquemos fuerzas para transformar nuestro mundo. No podemos seguir a un Jesús milagrero, sino a este Jesús que nos ama, que nos acepta como somos y que nos devuelve nuestra dignidad de personas para que seamos sujetos que construyen un mundo nuevo. Seremos responsables de hacer una nueva humanidad, siempre en su compañía y claro que con su presencia y su fuerza, pero no sin nuestra participación.

Nuestra oración no es para obligar a Dios a que nos haga nuestros gustos, sino para ponernos en su presencia y que nosotros podamos hacer su voluntad. Que este día examinemos cómo seguimos a Jesús y si tenemos intereses no muy claros, permitamos que Él entre en nuestro corazón y nos purifique para juntos, conforme a su voluntad, transformemos nuestro ambiente en un mundo conforme a sus sueños.

Sábado de la II Semana de Pascua

Hech 6, 1-7; Jn 6, 16-21

Ayer en el evangelio veíamos a Jesús alimentando de forma milagrosa a cinco mil personas.  Fue un milagro inspirado por la compasión, no distinta de la preocupación de los apóstoles, mencionada en la primera lectura, pero más profunda.  Fue un signo del poder que tenía Jesús sobre los elementos materiales, el pan en particular.  Es el mismo poder que Jesús actúa en la Eucaristía.  En el evangelio de hoy vemos que Jesús realiza otro signo: camina sobre las aguas.

En el Antiguo Testamento el poder sobre el agua se consideraba como un signo de la divinidad.  Basta recordar el poder de Dios, que dividió el mar Rojo para que pasaran los israelitas.  Jesús «conquistó» las aguas, no solamente al caminar sobre las olas, sino también al apaciguar la tormenta.  Aquel milagro fue un escalón en la revelación gradual de su verdadera condición de Hijo de Dios.  Fue un signo del poder que Jesús tiene, como Dios, sobre su propio cuerpo.

Multiplicar los panes y caminar sobre las aguas, juntos, forman un solo signo relacionado con la Eucaristía.  Muestran que Jesús tiene poder para multiplicar la presencia de su cuerpo bajo la apariencia del pan.  Jesús se interesa por nuestro bienestar físico, pero le preocupa más profundamente nuestro bienestar espiritual.  Los dos acontecimientos que nos relata el evangelio de Juan son invitaciones a tener fe en la Eucaristía, a creer que Jesús tiene poder para alimentarnos con su cuerpo y que nos ama tanto que anhela darnos el regalo de sí mismo de la manera más extraordinaria.

Viernes de la II Semana de Pascua

Jn 6, 1-15

Entre los personajes que intervienen en la escena evangélica, además del Maestro, los apóstoles y la multitud, el muchacho de los panes y los peces pasa muy desapercibido en el relato. Apenas se menciona, pero su presencia y generosidad fueron claves para que Jesús obrara el milagro.

De hecho, cuando Felipe le señala, bien hubiera podido decir: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero no sé si quiera entregarlos y, de cualquier modo, ¿qué es eso para tantos?»

Todos los milagros de Jesús requirieron de la fe de quienes los pedían. Éste, además, requirió de la generosidad de aquel muchacho. Como si quisiera decirnos con ello el evangelista, que para obtener el milagro de la propia conversión o del propio progreso espiritual y humano, siempre se requiere generosidad. Darlo todo, y darlo de corazón.

Jesús en estos días de pascua quiere insistirnos que el pan partido es fuente de fraternidad.  No se puede despedir con hambre al hermano, no se puede dar la espalda a quien no tiene qué comer.  El alimento repartido es signo del Reino.

La clara alusión de que comieron todo lo que quisieron, es señal de plenitud; el llenar los canastos es señal de justicia y de equilibrio.  Un claro reclamo, pues estamos acabando con los bienes no renovables y destruyendo a la madre naturaleza, pero en beneficio de unos cuantos.

Cuando Jesús pregunta a los discípulos que hay que hacer, no podemos decir que a nosotros no nos toca, no podemos escudarnos en que ningún alimento es suficiente, no podemos tragarnos nosotros solos lo que es de todos.

La señal de la resurrección ofrecida por Jesús es compartir el pan, hacerse pan para dar fuerza y vida.  Hoy necesitamos también nosotros seguir este compromiso.

Jueves de la II Semana de Pascua

Jn 3, 31-36

San Juan aprovecha el diálogo con Nicodemo, para asegurar a quien aún dudaba, la gran diferencia que existe entre Jesús y Juan Bautista y todos los profetas.  Las obras que había realizado el Bautista habían suscitado la conversión de muchos de sus seguidores y había despertado las esperanzas en un pueblo que estaba sin esperanza.

Sus discípulos se habían entusiasmado y cuando aparece Jesús es difícil comprender cuál es su verdadera misión.

En la enseñanza que nos ofrece el evangelio de san Juan, podemos descubrir las dificultades que aún vivían las primeras comunidades.  Por eso la insistencia en presentar a Juan Bautista y su bautismo como un camino para llegar al verdadero bautismo de Jesús.

En el diálogo que acabamos de escuchar, coloca a Jesús como el verdadero Testigo que habla en nombre de Dios, que le ha concedido su espíritu y presenta su bautismo como el verdadero camino para acercarse a Jesús.

Quizás, ahora, nosotros tendríamos que reflexionar y tratar de descubrir qué significa para nosotros la presencia de Jesús y cuáles son las consecuencias prácticas al sabernos bautizados.

La clara distinción de dos mundos muy diferentes: el que viene de lo alto y el que viene de la tierra, nos coloca en la necesidad de definirnos.  No es que renunciemos a vivir y a compartir la lucha de la humanidad por una vida mejor y más plena, al contrario, lo que se nos invita es a mirar que criterios asumimos y cuáles son las bases de nuestra lucha.  Si ponemos criterios de poder, de dinero, de placer, seguiremos indudablemente amarrados a este mundo de la tierra.  Si, por el contrario, ponemos como base de nuestro actual, los mismos criterios de Jesús: la voluntad del Padre, la dignidad de hijos de Dios, de cada una de las personas, la construcción de una sola familia, nos llevarán a manifestarnos como verdaderos discípulos de Jesús.

Lo que no se vale es que nos digamos sus discípulos, pero a la hora de actuar y vivir nos rijamos por los criterios del mundo, que nos presentemos como cristianos y bautizados y adoptemos criterios y decisiones que más parecerían de quienes no han tenido nunca en su vida a Cristo.

Hoy, hagamos coherencia entre nuestra fe y nuestro actuar, que se pueda ver en nuestras obras la fe que decimos profesar.

Miércoles de la II Semana de Pascua

Hech 5, 17-26; Jn 3, 16-21

La palabra «amor» se utiliza con tanta frecuencia, que ya ha perdido su fuerza.  Se emplea en tantos sentidos diferentes, que prácticamente ya ha perdido su valor.  La gente dice que ama a sus hijos, a sus mascotas, al futbol…

En realidad, «amor» es una palabra preciosa, que debemos utilizar con precisión y con significado pleno, nunca con descuido y en sentido vulgar.  Además, deberíamos estar dispuestos a respaldar el empleo de esa palabra con nuestras acciones.  Dios utiliza la palabra «amor» sabiamente y en sentido pleno.  No la usa con ese vacío significado que le dan con frecuencia los que están locamente enamorados.  Tampoco la utiliza en forma ligera y superficial como nosotros, cuando decimos que amamos los dulces o nuestro platillo favorito.  Dios nos ha dicho que nos ama y El le da pleno sentido a lo que nos dice.

Sabemos que Dios tiene un amor profundo por nosotros, porque siempre ha respaldado su palabra con acciones.  Una de las características del amor verdadero es la generosidad, que no conoce límites.  El amor y la entrega, debidamente entendidos, son sinónimos.  ¿Cuánto nos ama Dios?  El evangelio de hoy nos da la respuesta: «Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único».  Dios no tenía un regalo más precioso que darnos que a su propio Hijo.  Y no se podría decir que su regalo es precioso pero poco práctico en realidad, como el diamante que el marido le regala a la esposa.  El regalo de Dios es infinitamente precioso y enormemente práctico.  El evangelio nos dice que Dios nos entregó a su Hijo único para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna.

Si alguna vez nos sentimos tentados de preguntarnos si en verdad Dios nos ama, basta que reflexionemos en las palabras del evangelio de hoy: «Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna».

Martes de la II Semana de Pascua

Jn 3, 7-15

Acabamos de leer en el Evangelio: «Jesús dijo a Nicodemo: tenéis que nacer de nuevo». Entonces «Nicodemo le preguntó: ¿Cómo puede suceder eso?». Una pregunta que también nosotros nos hacemos. Jesús habla de “renacer de lo alto” y ahí está el vínculo entre la Pascua y el renacer. Solo podemos renacer de ese poco que somos, de nuestra existencia pecadora, con la ayuda de la misma fuerza que hizo resucitar al Señor: con la fuerza de Dios y, por eso, el Señor nos envió al Espíritu Santo. ¡Solos no podemos!

El mensaje de la Resurrección del Señor es el don del Espíritu Santo y, de hecho, en la primera aparición de Jesús a los apóstoles, el mismo domingo de la Resurrección, les dice: «Recibid el Espíritu Santo». ¡Esa es la fuerza! No podemos nada sin el Espíritu, pues la vida cristiana no es solo comportarse bien, hacer esto, no hacer aquello. Podemos hacer eso, hasta podemos escribir nuestra vida con “caligrafía inglesa”, pero la vida cristiana renace del Espíritu y, por tanto, hay que dejarle sitio.

Es el Espíritu quien nos hace resurgir de nuestras limitaciones, de nuestras “muertes”, porque tenemos tantas, tantas necrosis en nuestra vida, en el alma. El mensaje de la resurrección es el de Jesús a Nicodemo: hay que renacer. ¿Y cómo se deja sitio al Espíritu? Una vida cristiana, que se dice cristiana, pero que no deja espacio al Espíritu ni se deja llevar por el Espíritu es una vida pagana, disfrazada de cristiana. El Espíritu es el protagonista de la vida cristiana, el Espíritu –el Espíritu Santo– que está con nosotros, nos acompaña, nos transforma, vence con nosotros.

Continúa el Evangelio: «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre», es decir, Jesús. Él ha bajado del cielo. Y Él, en el momento de la resurrección, nos dice: «Recibid el Espíritu Santo», será el compañero de la vida cristiana. Por tanto, no puede haber una vida cristiana sin el Espíritu Santo, que es el compañero de cada día, don del Padre, don de Jesús.

Pidamos al Señor que nos dé esa conciencia de que no se puede ser cristiano sin caminar con el Espíritu Santo, sin actuar con el Espíritu Santo, sin dejar que el Espíritu Santo sea el protagonista de nuestra vida. Así pues, hay que preguntarse qué lugar ocupa en nuestra vida, porque –repito– no puedes caminar por una vida cristiana sin el Espíritu Santo. Hay que pedir al Señor la gracia de entender este mensaje: ¡nuestro compañero de camino es el Espíritu Santo!

Lunes de la II Semana de Pascua

Hch 4, 23-31; Jn 3, 1-8

¿Nacer de lo alto? Pero, ¿Qué significa esta pregunta y afirmación de Cristo? ¿Acaso un espíritu puede engendrar algo? Efectivamente. Da a luz a un nuevo ser pero como hijo de Dios. Como dice el catecismo en el número 782 “nacer de lo alto significa ser miembro de este cuerpo no por el nacimiento físico, sino por el “nacimiento de arriba”, “del agua y del Espíritu”, es decir, por la fe en Cristo y el Bautismo”.

En qué conflictos doctrinales se metería Cristo con los judíos de ese tiempo pues decir que era necesario nacer de lo alto significaba introducir nuevas doctrinas difíciles de interpretar y que además venían dichas por el “hijo del carpintero”. Qué gran ejemplo de Cristo en enseñarnos cómo se transmite su palabra dada por su Padre. Deja de lado los conocimientos eruditos de los judíos y les predica la verdadera doctrina de la salvación. El bautismo que les abrirá las puertas del Reino de Cristo y les hará verdaderos hijos de Dios.

Nosotros como bautizados hemos recibido esta gracia de Dios. Ya somos sus hijos merecedores de su herencia, del cielo y sobre todo de su amor. Ahora como hijo de Dios debemos hacer honor a nuestro nombre cuidando el gran tesoro de la gracia. No podemos derrochar la magnífica herencia que se nos tiene preparada por un placer terrenal pasajero. Podemos conservar el nombre de hijos de Dios manteniendo limpia nuestra vida de gracia, que significa amistad con Cristo. ¿Cómo trataríamos a un amigo que tanto queremos y estimamos? De la misma forma hay que tratar a Cristo, como un amigo que quiere corresponder a su amistad.

Jesús, dice a Nicodemo, que hay dos maneras de vivir la vida humana: o movido por los impulsos naturales del hombre (vida de acuerdo a la carne), o movido por la gracia de Dios, por la acción del Espíritu (Vida en el Espíritu). Para san Pablo esta será la gran novedad del cristianismo. El hombre ahora puede enfrentar la vida, que es en sí difícil pues está marcada por el pecado (personal y social), con la fuerza divina. Mientras el hombre no «renace» a esta vida, continua sujeto, dirá san Pablo; Esclavo, de sus pasiones y busca resolver sus problemas con sus propias fuerzas. El «renacido», es una nueva criatura en Cristo. Su manera de pensar, de actuar de dirigir su vida, está ahora marcada por la presencia del poder de Dios, el cual se manifiesta en amor. Ciertamente al ser bautizados, esta nueva vida se ha hecho una realidad en nosotros, pero es necesario que como toda vida: crezca, se desarrolle y dé fruto. Abramos nuestro corazón a la acción del Espíritu. Hagámonos conscientes, que la muerte no reina más en nosotros y dejemos que El Espíritu Santo crezca y conduzca nuestra vida.

Sábado de la Octava de Pascua

Hch 4, 13-21; Mc 16, 9-15

Resurrección y evangelización. ¿Cómo unir estos dos sustantivos principales del evangelio de hoy? Resurrección significa vida, triunfo sobre la muerte, fundamento de nuestra fe, confianza en quien un día nos prometió que nos salvaría del pecado. Y evangelización quiere decir dar, enseñar, transmitir comunicar a los demás la resurrección y enseñanzas del Señor.

No es una casualidad las apariciones tan continuas de Cristo a los suyos. Ni tampoco lo es la última frase (mandato) que Cristo nos dejó al final de este evangelio de: “Id al mundo entero y predicad el evangelio”. Si Jesús resucitó y se les aparece continuamente a sus apóstoles es porque les quiere dejar bien claro que el gozo que experimentan debe ser transmitido a los demás hombres. Es un gozo que no puede permanecer encerrado en la caja de su egoísmo junto con los demás gocecillos y alegrías de uso personal. Es una dicha tan grande que es imposible guardarla en sí mismos y no transmitirla.

Esta misma alegría deberíamos experimentar nosotros de la resurrección. Alegría que no puede quedarse en una sonrisa exterior. Sino que nos debería de llevar comunicar a los demás las enseñanzas de Cristo durante su vida pública y su resurrección. Y estas enseñanzas de Cristo hoy día no son otras más que los retos actuales que nos presenta el santo Padre a todos los cristianos del nuevo milenio. La evangelización en la defensa de los derechos del hombre, el respeto a la vida de cada ser humano, la búsqueda de una paz social y familiar, etc.

Hemos comprendido lo que es la resurrección del Señor si tomamos en serio su mandato de “Id al mundo entero y predicad el evangelio”. Predicad los nuevos retos para este milenio nuevo que recorremos.

Viernes de la Octava de Pascua

Jn 21, 1-14

En el pasaje evangélico, después de una noche de fracasos, de inútiles trabajos sin pescar absolutamente nada, Pedro y sus compañeros al mandato de Jesús, lanzan nuevamente la red y obtienen una pesca milagrosa.

Este Evangelio nos enseña lo que es la vida antes y después del encuentro con Cristo. San Pedro, habiendo sentido, como todos los discípulos, la pérdida de Cristo, se inclina a regresar a la vida que tenía antes. “voy a pescar”. Y lo mismo dicen todos. Pero no pescan nada, hasta que Cristo les sale al encuentro. Pero es San Juan el que se da cuenta de quién es el que está en la playa. En verdad que conocía al Señor, porque también pasó por el calvario con Cristo. Porque también estuvo a los pies de la Cruz. La Cruz es necesaria en nuestra vida. Sólo así seremos capaces de vencernos a nosotros mismos y a nuestro propio egoísmo. No hay por qué temerle a la Cruz si la cargamos junto con Cristo. Si así procedemos, podemos estar seguros de que, aunque parezca difícil, cambiaremos para bien.


Cristo no oculta a los discípulos las luchas y los sacrificios que les aguardan. Él mismo subraya cómo la renuncia al propio «yo» resulta difícil, pero no imposible cuando se puede contar con la ayuda que Dios nos concede «mediante la comunión con la persona de Cristo»

Jesús, carpintero, hombre de trabajo y de fatiga, se hace presente en nuestros mismos lugares de trabajo. Aunque su presencia escapa a nuestra vista, su acción creadora, está siempre lista para atendernos, y ayudarnos en nuestras labores diarias, para que a pesar de que nuestros esfuerzos no hayan rendido el fruto esperado, el hará lo que para nosotros no fue posible. Sin embargo debemos estar atentos, pues como hoy a los discípulos nos dirá: «Tiren de nuevo las redes, pero ahora al lado que yo les indico». Cuando somos capaces de hacer nuestro trabajo de la manera que Jesús nos los indica, es decir, con generosidad, honradez, esfuerzo, la pesca es siempre abundante, y no solo para el pan de nuestras casas, sino para que el mundo crea que Jesús está vivo ahí, precisamente, ahí donde todos los días convivimos.

Hoy, Cristo vivo y resucitado se nos presenta como el único camino.  Ya nos hemos equivocado durante mucho tiempo, ya nos habíamos confiado en nuestras propias fuerzas y hemos fracasado en la oscuridad de la noche.  ¿Por qué no  nos acercamos a Jesús nuestra única y verdadera esperanza?

Esta semana de resurrección, Cristo se nos presenta como el único nombre que nos trae salvación integral y plena.