Lunes de la II Semana de Cuaresma

Lc 6,36-38

El Evangelio de hoy es muy claro: no juzgar a los demás, no condenar y perdonar. Así imitamos la misericordia del Padre. Porque, para no equivocarnos por la vida, hay que imitar a Dios, caminar ante los ojos del Padre. Y debemos partir de su misericordia, que es capaz de perdonar hasta las acciones más feas. La misericordia de Dios es tan grande, tan grande… ¡No los olvidemos! Mucha gente dice: “Yo he hecho cosas tan malas, que me he ganado un lugar en el infierno, y no podré dar marcha atrás”. Pero, ¿has pensado en la misericordia de Dios? Recordemos la historia de la pobre viuda que fue a confesarse al cura de Ars, cuyo marido se había suicidado tirándose de un puente al río. Y lloraba diciendo: “Yo soy una pobre pecadora. ¡Pero pobre mi marido, que estará en el infierno! Porque se ha suicidado y el suicidio es un pecado mortal. Estará en el infierno”. Y el cura de Ars le dijo: “Tranquila, señora, porque entre el puente y el río está la misericordia de Dios”. Hasta el final, hasta lo último está la misericordia de Dios.

Para ponerse en el surco de la misericordia, Jesús da tres consejos prácticos. Lo primero, no juzgar: una fea costumbre de la que abstenerse, sobre todo en este tiempo de cuaresma. ¡Se mete en nuestra vida sin darnos cuenta! Siempre. Hasta para empezar una charla: “¿Has visto lo que ha hecho ese?”. Juzgar al otro. Pensemos cuántas veces al día juzgamos. ¡Por favor! Parecemos todos jueces malos, ¿no? Todos. Y siempre al iniciar una conversación, el comentario del otro: “Mira, ¡se ha hecho la cirugía estética! ¡Y está más fea que antes”.

En segundo lugar, “no condenéis y no seréis condenados”. Tantas veces vamos más allá del juicio: “Ese es tal que no merece que yo le salude”. Y condenan, condenan y condenan. También nosotros condenamos mucho. Y viene sola esa costumbre de condenar siempre. Es algo feo. Ante ese modo de hacer, ¿Jesús qué nos dice? Si tienes esa costumbre de condenar piensa que serás condenado, porque tú con esa costumbre haces ver al Señor cómo Él debe comportarse contigo.

Y, finalmente, perdonar, aunque sea tan difícil. Pero es un mandamiento que nos detiene ante el altar, ante la comunión. Porque Jesús nos dice: “Si tienes algo con tu hermano, antes de ir al altar, reconcíliate con tu hermano”. Perdonar. También en el Padrenuestro Jesús nos enseñó que esta es una condición para tener el perdón de Dios. “Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos…”. Estamos dando la medida a Dios de cómo debe hacer con nosotros.

Debemos aprender la sabiduría de la generosidad, camino maestro para renunciar a las murmuraciones, en las que juzgamos continuamente, condenamos continuamente y difícilmente perdonamos. El Señor nos enseña: “Dad, y se os dará”, sed generosos al dar. No seáis “bolsillos cerrados”; sed generosos al dar a los pobres, a los que pasan necesidad, y también darles otras cosas: dar consejos, dar sonrisas a la gente, sonreír. Siempre dar, dar. “Dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante”, porque el Señor será generoso: nosotros damos uno y Él nos dará el ciento por uno de todo lo que demos. Esa es la actitud que blinda el no juzgar, el no condenar y el perdonar. La importancia de la limosna, pero no solo la limosna material, sino también la limosna espiritual; perder el tiempo con otro que lo necesita, visitar a un enfermo, sonreír.

Sábado de la I Semana de Cuaresma

Deut 26, 16-19; Mt 5, 43-48

La Alianza del Sinaí fue hecha por mediación de Moisés y sellada con la sangre de animales sacrificados.  Fue un acuerdo por el que Dios habría de ser el Dios de los israelitas y éstos serían su pueblo, a condición de que cumplieran sus mandamientos.  La nueva Alianza fue hecha por mediación de Jesucristo y sellada con su propia sangre, derramada en la cruz.  Nosotros, por nuestro Bautismo, somos el nuevo pueblo de Dios, el pueblo de la Nueva Alianza, y también a nosotros Dios nos ha puesto como condición la observancia de sus mandamientos.

La sangre de Cristo no es solamente el sello de nuestra Nueva Alianza, sino también el signo especial del amor de Dios por nosotros, su pueblo y, al mismo tiempo, el signo de la cantidad y calidad que debe tener nuestro amor a Dios.  En el evangelio de hoy, Jesucristo subraya nuestro amor por todos los hombres.  Tiene que ser un amor tan grande como el suyo.  Cuando Jesús dice que debemos amar a nuestros enemigos y rogar por los que nos persiguen, nos enseña un mandamiento que El mismo obedeció.  Clavado en la cruz, oraba por sus perseguidores, y murió en la cruz por amor a aquellos que eran sus enemigos por el pecado.

El cristianismo es una religión de alegría y felicidad, pero eso no quiere decir que todos aquellos a quienes se nos ha mandado amar, sean únicamente las personas agradables, alegres y amables.  La verdadera alegría y la felicidad real provienen de ser como Jesús, quien no excluía a nadie de su amor, ni a sus grandes enemigos ni a los pequeños; ni siquiera a la gente que lo mandó a la muerte ni a la que simplemente lo importunaba o molestaba cuando necesitaba de paz y descanso.

Las personas a las que se dirigía la primera lectura de hoy, vivieron mucho tiempo después de la Antigua Alianza.  Las palabras de la lectura se proclamaban ante ellos en un rito litúrgico, a fin de que pudieran renovar personalmente su Alianza con Dios.  Ahora, cuando lleguemos al final de la Cuaresma, el Sábado Santo, seremos invitados, en un rito litúrgico, a renovar nuestra Alianza con Dios por medio de la renovación de nuestro Bautismo.  Esa renovación tendrá un significado muy pobre, a no ser que durante la Cuaresma hayamos hecho grandes esfuerzos para poner en práctica el gran mandamiento del amor, de un amor como el de Jesucristo, que abrazaba a todos y no excluía a nadie.

Viernes de la I Semana de Cuaresma

Mt 5, 20-26

Conocí a un joven que decía que le agradaban las reflexiones cristianas que escuchaba por la radio pero que él se había retirado de todas las prácticas religiosas y prefería, en lugar de hacer ceremonias y culto, ir a ayudar a las familias pobres o incluso participar en eventos deportivos, porque muchas veces los que más iban a misa, eran los que vivían de una forma más injusta. Entiendo su justa reclamación, aunque quizás no sea la solución a sus dificultades.

Cristo vivía esa misma experiencia. Contemplaba a los escribas y fariseos que hacían muchos ritos religiosos, que exigían mucho y que se consideraban justificados por sus propias obras.

Jesús pide a sus discípulos ir mucho más allá. Si la ley pedía ojo por ojo y diente por diente, Jesús nos enseña que  el perdón y la reconciliación son la forma de detener la violencia. Si los maestros de la ley decían que no habría que matar, Jesús dice que no hay ni siquiera que ofender y más tarde nos dirá que hay que amar a los enemigos.

Los escribas enseñaban un Dios que tenía control sobre todo, que a todo ponía normas, que exige, impone y castiga. Y así actuaban “cuidándose de Dios”. Todavía vivimos mucho de esta moral: cuidarnos de no ofender a Dios. Pero Jesús va mucho más allá y nos enseña que debemos tener una justicia mucho mayor y la prueba es lo que él mismo ofrece: su vida por todos sin condiciones. 

Jesús nos enseña a superar el odio y la violencia, y que no hay nada más triste y doloroso que un corazón amargado por el odio y por los rencores.

La justicia de Jesús va mucho más allá de la de los fariseos y de nuestra propia justicia. Es una justicia que busca al pecador, que no quiere su muerte sino que se convierta y que viva, que es capaz de perdonar.

Hoy nos invita a que revisemos nuestro corazón y si estamos sujetos a normas justicieras, a venganzas individuales y a rencores… será mejor que nos acerquemos primero a Jesús y le pidamos que nos enseñe su justicia, que nos enseñe a perdonar y nos conceda la paz interior.​

Jueves de la I Semana de Cuaresma

Mt 7, 7-12

Al leer el pasaje de este día recuerdo experimentos que se han hecho con llamadas telefónicas. Primeramente a personas desconocidas se les habla amablemente y por lo general se recibe una respuesta amable; y cuando se les habla en forma agresiva, se obtiene por lo general también, una respuesta agresiva. Lo que damos eso recibimos.

Hay quienes reniegan de Dios y miran su vida como un castigo, y por su misma actitud van sembrando nuevas piedras para el camino. Hay quien agradece a Dios, aun en medio de la dificultad, y va obteniendo nuevas gracias para continuar su camino.

La primera lectura nos recuerda el pasaje de Ester que mientras su pueblo renegaba y desfallecía porque estaba a punto de ser exterminado, ella pone toda su confianza en el Señor: “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, ¡Bendito seas! Protégeme, porque estoy sola y no tengo más defensor que tú, Señor, y voy a jugarme la vida”. Una oración que confía en la bondad del Señor y que al mismo tiempo compromete en la lucha por la salvación de su pueblo. Más que renegar y maldecir, se pone en manos del único que puede ayudarla.

Algo parecido dice Jesús a sus discípulos en el pasaje del evangelio: “El que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que toca, se le abre”. Con la misma tónica en que hacemos nuestra oración, encontraremos la respuesta. Si nos ponemos confiados en las manos de Dios, encontraremos paz en nuestro corazón. Si lo olvidamos nos sentiremos solos. Si somos agresivos, se torna a nosotros la agresión. Como quien escupe al cielo, se llena la cara con su propio salivazo.

Cristo nos dice que hagamos nuestra oración con mayor seguridad de la que puede tener un hijo en la respuesta de su padre, porque Dios Padre sólo dará cosas buenas a sus hijos.

Que este día, en medio de nuestras luchas y batallas, podamos encontrar también nosotros sólo en Dios nuestro refugio y nuestra protección. Juntamente con Ester digamos a nuestro Padre: “Ayúdame, Señor, pues estoy desamparado… Con tu poder líbranos de nuestros enemigos. Convierte nuestro llanto en alegría y haz que nuestros sufrimientos nos obtengan vida”.

Miércoles de la I Semana de Cuaresma

Lc 11,29-32

Dicen los médicos que el primer paso para que un enfermo pueda sanar es que el enfermo lo desee, y para reconocer su deseo se debe reconocer enfermo, de otra forma no aceptará ningún remedio, ni tomará ninguna medicina.  Esto ha sido cierto para todos, pero quizás los alcohólicos anónimos han sabido sacarle más provecho, ya que en su primer paso deben reconocerse impotentes frente al alcohol y derrotados por él.  Ahí inicia su liberación.

Los contemporáneos de Jesús, al menos muchos de ellos, como nos lo muestra hoy el pasaje evangélico, se acercan a Jesús pero llenos de sí mismo y no necesitados de doctor; piden señales pero no están dispuestos a aceptarlas.  Así no se puede establecer una relación verdadera con Jesús.  Por eso son las acusaciones fuertes de Jesús, recordándoles que Nínive, la ciudad despreciada por el profeta Jonás, de la que no se esperaba su conversión, a la que se le predicó más por presión que por convencimiento, reconoció su pecado, hizo penitencia y oración y se arrepintieron de su mala conducta.

Un profeta enviado a la fuerza, que duda de su propia misión y sin embargo obtiene contra sus propios deseos la conversión de toda la ciudad.  Y ahora aquí hay un profeta que ofrece el Reino de Dios pero poniendo de condición la conversión, que ofrece salvación, que se entrega voluntariamente para la vida de todos y es despreciado.

Todos vemos como tristemente el número de católicos disminuye, y si eso es grave, es mucho más grave que muchos se declaren sin religión, sin Dios, sin creencias.  Esto podría ser un reclamo a quienes de alguna forma representamos a la religión, pero también podría evidenciar una tendencia a ponernos a nosotros mismos como único centro y destino de todas las cosas.  No reconocernos necesitados de Dios.

Hoy dejemos nuestras protecciones y nuestras excusas y reconozcámonos necesitados de Dios.  Acerquémonos a su presencia que sana, y que da vida.  Oremos en silencio y escuchemos sus palabras de amor.  Hoy simplemente dejémonos amar por Dios; rompamos nuestro corazón de indiferencia y permitamos que nos hiera el amor de Jesús.

Martes de la I Semana de Cuaresma

Mt. 6, 7-15

Una mamá me comentaba con tristeza que había perdido toda comunicación con su hijo.  Se sentaban a la mesa y todo era un pesado silencio.  Respuestas de monosílabos, explicaciones cortas y evasivas.  Toda relación se había perdido.

Se preguntaba la mamá: ¿no sentirá que me duele en el corazón su silencio? ¿No sabrá cuanto lo amo?

Cristo nos habla de Dios, no como el ser lejano que merece toda nuestra honra, pero que no parecería familiar.  Cristo habla de Dios como el papá o la mamá que se acerca a sus hijos, que le gusta escucharlos, que le podemos contar todas nuestras pequeñeces, aunque a nosotros nos parezcan los más grandes problemas.

En estos días de cuaresma, la invitación es a hacer oración, no tanto a hacer oraciones llenando la cuaresma de prácticas piadosas, pero evitamos a hablar de lo que tenemos en el corazón.  Jesús pone el dedo en la llaga y nos ofrece el Padrenuestro como modelo de oración.  No se puede recitar de una manera individualista, como si Dios fuera sólo Padre mío o me lo apropiara para mis intereses.

El Padrenuestro se recita en comunidad, para sentir que es Padrenuestro, de todos, de los presentes y de los ausentes, de los lejanos y cercanos.

El egocentrismo ha entrado también en nuestra oración y pido a Dios conforme a mis caprichos individualistas y a veces hasta me disgusto porque no me concede mis peticiones.

Hoy, la oración del Padrenuestros nos propone un camino que está lejos de evadir los compromisos con la comunidad y que al contrario nos hace solidarios con todos los hombres.  Rompe la ambición egoísta de mi pan, para ponernos en la búsqueda del pan de todos.   Vas más allá de mis justificaciones individualistas y mis justificaciones personales, para invitarme a la reconciliación y al perdón en comunidad.

En silencio, lentamente, más con el corazón que con los labios, unidos a Jesús, recitemos hoy, una y otra vez el Padrenuestro y dejemos que el Señor cumpla en nosotros su voluntad.

Cátedra de San Pedro

En la fiesta de la cátedra de San Pedro, celebramos la fe en Cristo, el Hijo de Dios; La fe, que fundamenta nuestra vida, sostenida por la cadena de testigos que nos han precedido, y que nos une como familia, como Iglesia; la que surge a partir de una llamada personal del Señor a seguirle; recordamos en este día a aquellos primeros seguidores a los que Jesús llamó, acercándose a sus vidas en medio de sus tareas cotidianas como hoy continúa acercándose a las nuestras. Entre esos seguidores de la primera hora recordamos hoy a Simón, hermano de Andrés. Simón, este pescador rudo, impulsivo, contradictorio, en el que nos podemos sentir identificados muchos de nosotros. Dispuesto a todo por Cristo y que en el momento que las cosas se pusieron difíciles le traicionó y le abandonó; pero que fue capaz, al encontrarse con su mirada amorosa, de dejarse perdonar y lavar por Él, de aprender a colocarse detrás de Él y a permitir que Otro marcara el rumbo de su vida. En ese camino lento de maduración en la fe, desde la conciencia humilde de su debilidad pudo decir desde lo hondo del corazón al Señor “Tú lo sabes todo, tú sabes que te amo”y recibir de Él un nuevo nombre “Ahora yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia”

La imagen de la roca, de la “piedra” nos evoca aquello que es firme, estable y por lo tanto sobre lo que podemos apoyarnos porque es sólido y resistente. La imagen de “la piedra angular” de un edificio, añade a la idea de solidez, otra diferente: la de ser “base o fundamento de algo”.

Utilizando ambas imágenes hemos comparado la Iglesia como un edificio construido a partir de la piedra angular que es Cristo. Él es quien lo sostiene, a partir de quien se forma toda la estructura, quien lo da unidad, solidez.

En esta fiesta de hoy, agradezcamos la fe recibida y sintámonos Iglesia, unidos a tantos hombres y mujeres que han vivido y siguen viviendo la aventura de la fe.

Sábado después de Ceniza

Is 58, 9-14; Lc 5, 27-32

Supongamos que no te sientes bien y vas a ver al médico; tras un examen, dictamina que padeces una diabetes avanzada.  Te receta un dieta muy estricta.  Tendrás que dejar de comer tus condimentados platillos favoritos y no podrás beber lo que tanto te gusta.  Supongo que obedecerás al pie de la letra lo que el doctor te ha ordenado, porque sería una verdadera tontería pasar por alto el diagnóstico del médico y fingir que no estás enfermo.  Ni el mejor médico del mundo podría ayudarte, a no ser que estuvieras dispuesto a admitir que estás enfermo y que necesitas la atención médica.

En el evangelio de hoy, los escribas y fariseos se nos presentan como personas insensatas.  Ellos se creían muy buenos a su propios ojos, pero no lo eran a los ojos de Dios.  Cuando Jesús les dijo que «los sanos no necesitan del médico», hablaba con sentido irónico, porque quería decir precisamente lo contrario, ya que los fariseos y los escribas no tenían absolutamente nada de sanos.  Estaban gravemente enfermos, atacados por el mal del egoísmo y el orgullo.  Era necesario someterlos a una rigurosa dieta espiritual, como la que receta la primera lectura de hoy.  Era necesario que se abstuvieran de imponer sus propios gustos y criterios y de buscar su propio interés.  Pero ni siquiera Jesús podía curarlos, porque de ninguna manera querían admitir que estaban enfermos.

Jesús es nuestro médico espiritual.  Tiene la habilidad y los medios para curarnos del pecado, a condición de que sigamos sus consejos y obedezcamos sus mandamientos.  Ante todo, debemos ser suficientemente humildes y sinceros para aceptar su diagnóstico.  En la Misa de hoy, antes de la comunión, admitimos que estamos espiritualmente enfermos y que necesitamos su ayuda.  Le decimos: «Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme».  Esa humilde súplica es el primer paso en el camino de la completa recuperación de la enfermedad que nos produce el pecado.

Viernes después de Ceniza

Mt 9, 14-15

Nos extraña la reacción de Jesús que parece negar la validez del ayuno. ¿Realmente eso es lo que pretende? De ninguna manera. Si leemos el texto de Isaías que nos propone la liturgia de este día, tendremos una respuesta al sentido verdadero del ayuno.

Cuando se entiende el sentido del amor de Dios que con frecuencia se ha comparado al novio enamorado que se acerca y busca impaciente a la novia, entonces tiene un verdadero sentido el ayuno: preparación para ese encuentro, dolor por la ausencia del amado. Pero el amor de la novia no puede ser solamente espiritual, tiene que ser concreto, en obras. El amor a Dios se manifiesta en el amor al prójimo.

El reclamo que a través de Isaías hace a su pueblo es fortísimo porque se camina con el corazón dividido: por una parte se hacen ayunos y ofrendas, y por otra se destruye al hermano. Nos lo dice muy claro: “El ayuno que yo quiero de ti es éste: Que rompas las cadenas injustas y levantes los yugos opresores; que liberes a los oprimidos y rompas todos los yugos; que compartas tu pan con el hambriento y abras tu casa al pobre sin techo; que vistas al desnudo y no des tu espalda a tu propio hermano” Los viernes de cuaresma estamos invitados de una forma especial a una mortificación que nos ayude en la conversión y que manifieste nuestro arrepentimiento. La abstinencia y el ayuno ese sentido tienen.

Pero muchas veces hemos convertido los viernes de cuaresma en una ocasión para disfrutar de comidas diferentes pero más lujosas y exquisitas que de ordinario. Entonces estamos cayendo en la misma actitud que condena el profeta Isaías. Hacemos la apariencia de un culto, pero continuamos con nuestras injusticias. Pretendemos cumplir el precepto de no comer carne pero no ha significado ningún acercamiento ni ningún cambio en nuestra relación con el prójimo.

La abstinencia debería significar mortificación pero también una conversión concreta que se manifiesta en compartir lo poco o mucho que tenemos con nuestro hermano necesitado. Ah, pero primero quitar toda injusticia porque si comparto lo que he ganado injustamente solamente estoy acallando mi conciencia.

¿Qué actitudes concretas podemos hoy tener hacia nuestros hermanos que manifiesten un verdadero cambio?

Padre Dios, Padre Bueno, que al sentir tu misericordia, podamos asumir un verdadero cambio en nuestro corazón que se manifieste en nuestra relación con el hermano.

Jueves después de Ceniza

Lc 9, 22-25

Con la ceniza en la frente y con el recuerdo de las palabras: “Arrepiéntete y cree en Evangelio” nos acercamos hoy a Jesús que nos ofrece su propuesta de vida para poder realizar esta conversión y sostenernos en la fe que nos levante para una nueva vida. Le decimos que ya lo hemos intentado y que hemos fracasado. Estamos tentados de abandonar todo. Pero Jesús nos dirige sus palabras y descubrimos la forma en que Él está dando vida.

Sus primeras palabras son para recordarnos que Él está dispuesto a sufrir, ser rechazado, entregado a la muerte, pero después será resucitado. Y todo lo hace por nosotros, su amor no tiene condiciones y nos alienta a levantarnos y a seguirlo. Tomar la cruz es su propuesta. La cruz no significa una aceptación resignada de la injusticia en que viven nuestros pueblos.

La cruz no es adormecer las conciencias para que la situación de hambre, pobreza y miseria, siga igual. Tomar la cruz es seguir el mismo camino de Jesús: se hace solidario con la humanidad, toma sus dolores, sube hasta el Gólgota para después resucitar y dar vida. Por eso en su invitación por si alguno lo quiere acompañar debe negarse a sí mismo. Hemos insistido tanto en el valor de la persona que nos parecería contradictorio negarse a sí mismo. Pero se trata de una lucha frontal contra el individualismo.

No puede ser el hombre solitario la norma de toda la relación de la humanidad. La cruz de Jesús, con sus dos maderos, nos señala el camino. El madero vertical, dirigido al cielo, nos muestra nuestra vida dirigida a Dios. No puede erigirse el hombre como su propio Dios, tiene una relación muy especial con su Creador. El madero horizontal, nos habla del sentido comunitario, del sentido de fraternidad. No puede una persona realizarse plenamente, en solitario, siempre tendrá relación con sus hermanos.

Cuaresma es tomar la cruz, es recobrar el verdadero sentido de cada uno de nosotros y mirar cómo lo estamos viviendo. No puede depender el valor del hombre de su relación con los bienes que posee, porque se hace esclavo de ellos. Pierde su vida. Señor, que tomando nuestra cruz, le demos sentido a nuestra vida en el camino cuaresmal.