Miércoles de la I Semana de Cuaresma

Lc 11,29-32

Dicen los médicos que el primer paso para que un enfermo pueda sanar es que el enfermo lo desee, y para reconocer su deseo se debe reconocer enfermo, de otra forma no aceptará ningún remedio, ni tomará ninguna medicina.  Esto ha sido cierto para todos, pero quizás los alcohólicos anónimos han sabido sacarle más provecho, ya que en su primer paso deben reconocerse impotentes frente al alcohol y derrotados por él.  Ahí inicia su liberación.

Los contemporáneos de Jesús, al menos muchos de ellos, como nos lo muestra hoy el pasaje evangélico, se acercan a Jesús pero llenos de sí mismo y no necesitados de doctor; piden señales pero no están dispuestos a aceptarlas.  Así no se puede establecer una relación verdadera con Jesús.  Por eso son las acusaciones fuertes de Jesús, recordándoles que Nínive, la ciudad despreciada por el profeta Jonás, de la que no se esperaba su conversión, a la que se le predicó más por presión que por convencimiento, reconoció su pecado, hizo penitencia y oración y se arrepintieron de su mala conducta.

Un profeta enviado a la fuerza, que duda de su propia misión y sin embargo obtiene contra sus propios deseos la conversión de toda la ciudad.  Y ahora aquí hay un profeta que ofrece el Reino de Dios pero poniendo de condición la conversión, que ofrece salvación, que se entrega voluntariamente para la vida de todos y es despreciado.

Todos vemos como tristemente el número de católicos disminuye, y si eso es grave, es mucho más grave que muchos se declaren sin religión, sin Dios, sin creencias.  Esto podría ser un reclamo a quienes de alguna forma representamos a la religión, pero también podría evidenciar una tendencia a ponernos a nosotros mismos como único centro y destino de todas las cosas.  No reconocernos necesitados de Dios.

Hoy dejemos nuestras protecciones y nuestras excusas y reconozcámonos necesitados de Dios.  Acerquémonos a su presencia que sana, y que da vida.  Oremos en silencio y escuchemos sus palabras de amor.  Hoy simplemente dejémonos amar por Dios; rompamos nuestro corazón de indiferencia y permitamos que nos hiera el amor de Jesús.

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