Miércoles de Ceniza

Con el rito litúrgico de la imposición de la ceniza sobre nuestras cabezas, en señal de penitencia, empezamos este tiempo de Cuaresma.  La Cuaresma es un camino que nos recuerda los 40 días que estuvo el Señor en el desierto.

Las tres lecturas que hemos proclamado hoy, nos hablan del programa de conversión que Dios quiere de nosotros en esta Cuaresma: convertíos y creed en el Evangelio; convertíos a mí de todo corazón, nos dice el Señor; misericordia, Señor, porque hemos pecado; dejaos reconciliar con Dios; Dios es compasivo y misericordioso.

Cada uno de nosotros necesita oír esta llamada que el Señor nos hace a la conversión, porque todos somos débiles y pecadores, y porque sin darnos cuenta vamos dejándonos vencer por la flojera, por el pecado y por los criterios de este mundo y nos vamos apartando poco a poco del camino de Dios.  La Cuaresma es todo un programa, un camino para que revisemos y renovemos nuestra manera de ser cristianos, para que lo seamos más auténticamente.

Hemos de saber aprovechar este tiempo especial para purificarnos, para dejar atrás lo que nos aparta de Dios y sobre todo para que dejemos el orgullo de creernos muy importantes y darnos cuenta que no somos nada.  “Acuérdate, hombre, de que eres polvo y en polvo te has de convertir”, por ello aprovechemos este tiempo para “convertirnos y creer en el Evangelio”.

La Cuaresma “es tiempo de Gracia”, para convertirnos, y la conversión es dejar el pecado, es cambiar de vida.  Sin este cambio de vida, no hay una verdadera conversión, no hay un verdadero arrepentimiento.  El Señor quiere que nuestra penitencia y reconciliación con Él sea auténtica y no sólo el rito de ponernos la ceniza por eso nos dice hoy el Señor: “Convertíos a mí de todo corazón.  Rasgad los corazones y convertíos al Señor, Dios nuestro, que es compasivo y misericordioso”.

Tres cosas nos pide Dios para esta Cuaresma, para que manifestemos nuestra verdadera conversión: Oración, limosna y ayuno.

Oración: Un árbol para crecer bien necesita echar buenas raíces.  Si sólo nos preocupamos por el conocimiento intelectual y por hacer muchas cosas, corremos el riesgo de llevar una vida superficial, sin dar ningún fruto.  Necesitamos darnos nuestro tiempo para la oración, para estar a solas con Dios.  Necesitamos participar más activa y frecuentemente en la Eucaristía; confesarnos, hacer oración personal y familiar.

Limosna, que es ante todo caridad, comprensión, amabilidad, perdón y por supuesto dar limosna a los necesitados.

Ayuno, que es renunciar a tantas cosas superfluas.  Ayunar también de alimentos para que nos demos cuenta lo que sienten 40 millones de personas que padecen hambre.  Para que entendamos mejor a los 1, 200 millones de seres humanos que sobreviven con menos de 1€ diarios.

Dentro de unos momentos haremos la bendición y la imposición de la ceniza.  La ceniza no es un talismán, no es un fetiche; la ceniza es ceniza y, como tal, es signo de muerte y tristeza.  Con este rito de la ceniza se nos invita al luto, a rasgar el corazón, a sentir dolor de corazón por nuestros pecados.  A que sintamos el sincero dolor de corazón de haber ofendido a Dios.

Si nuestro ayuno, nuestra oración y nuestra limosna no nacen de ese dolor no serán completamente auténticos y sinceros. 

Aprovechemos, pues, estas semanas para que la gracia de Dios se haga presente en nuestra vida, para que iniciemos un verdadero cambio de vida, confiando en la bondad y misericordia de Dios.

Martes de la VI Semana del Tiempo Ordinario

Mc 8, 14-21

¿Aún no entienden ni caen en la cuenta? Esa pregunta, hecha por Cristo a sus discípulos, refleja una situación muy humana: la dureza de mente y de corazón para aprender la forma en que Cristo se relaciona con nosotros.

Los discípulos para este momento ya habían vivido varios meses con Cristo, habían oído su palabra, habían visto milagros, habían comido del pan que había multiplicado en dos ocasiones y quizá en más. Sin embargo, aún no entendían a Cristo, no lo conocían. Nosotros que somos hijos de Dios, que rezamos todos los días, que nos llamamos cristianos, ¿conocemos a Dios? Sabemos que Él nos ama y que todo lo que tenemos y somos es a causa de Él, que de verdad nos quiere como hijos, pero a veces ante sus mandatos o invitaciones incómodas reclamamos y reprochamos su dureza. Él nos pregunta: ¿Aún no entienden?

Él permite todo para nuestro bien y nos guía con mandatos e invitaciones en ocasiones costosas no por querer fastidiarnos sino porque busca lo mejor para nosotros. Quizá aquello que nos quita o no nos otorga es para que no nos separemos de Él, el único gran tesoro, para que no tengamos obstáculos para amarle más, para evitarnos problemas que no vemos al presente. Cuando nos pide ese detalle de amor en el matrimonio que exige abnegación, cuando nos llama a ser más generosos con los necesitados, cuando nos reclama dominio sobre nuestros impulsos de enojo, coraje, orgullo o sensualidad, lo hace para ayudarnos a construir una vida más feliz y justa. Él es nuestro Padre que sabe lo que más nos conviene, no rechacemos sus cuidados amorosos por más que nos cuesten.

Lunes de la VI Semana del Tiempo Ordinario

Mc 8, 11-13

Este pasaje del evangelio nos delinea la actitud de los fariseos ante el mensaje de Jesús y quizás de muchos hombres de nuestro tiempo: piden una señal para creer.

¿Sabes por qué Jesús no le dio la señal que le pedían? Primero, porque conocía lo que había en sus corazones: “querían ponerlo a prueba”; y segundo porque sabía que aunque obrase una “señal” no creerían en Él.

¡Cuántos milagros ya había hecho: curaciones, multiplicación de panes, caminar sobre las aguas…! Y encima, pedían una señal del cielo. Eran tardos de corazón, su soberbia les cegaba, la vanidad les entorpecía y el egoísmo les estorbaba para reconocer en Él al Mesías, al Hijo de Dios. Jesús tenía como señal la cruz y la fuerza del amor. ¡Pobres hombres! El momento de gracia se les fue cuando Jesús se fue a la orilla opuesta… Posiblemente, desde entonces, su corazón quedó insatisfecho, marchito… ¡Sólo por no creer en Jesús con una fe viva y sencilla! ¡Dichosos los que creen sin haber visto! Esto era lo que más le dolía a Cristo. Venía a los suyos y no le recibían.

Tal vez hoy, muchos hombres piden “señales” a Dios para creer. Pero Dios tiene sus caminos. La cruz de Cristo sigue pesando en los hombros de todos los hombres y en particular en los de todos los cristianos. Unos la abrazan con fe y amor y son felices; otros quieren un Cristo sin cruz, hecho a la medida de sus comodidades y placeres, le gritan que si baja de la cruz creerán… Pero no existe ese Cristo. No creen en Jesús… Ojalá que cuando llegues al cielo, Cristo te diga: ¡Dichoso tú que has creído!

Sábado de la V Semana del Tiempo Ordinario

Mc 8, 1-10

El evangelio nos presenta dos multiplicaciones de los panes.  La primera en territorio judío y para judíos; la segunda en territorio pagano y para gente que no es del pueblo de Dios.

Esta gente viene “de lejos”; “llevan tres días conmigo”, dice el Señor.

Los gestos son los mismos: tomar los panes, pronunciar la acción de gracias, partir y repartir.  Son las mismas acciones de Cristo en la última Cena, que seguimos reproduciendo en cada Eucaristía siguiendo el mandato: “Hagan esto…”

En la primera multiplicación prevalecía el número 12, es la “multiplicación para los judíos” y hace referencia a las doce tribus, a los doce apóstoles.  Hoy prevalece el número 7, siete son los panes, siete los canastos de sobras, como siete serán también los primeros ministros dedicados a los cristianos de origen griego.  Es la “multiplicación para los griegos”.  Siete además es la plenitud, la perfección.

Viernes de la V Semana del Tiempo Ordinario

Mc 7, 31-37

Todo lo ha hecho bien. Con estas palabras reaccionó la multitud cuando se dio cuenta de que Jesús había curado al sordomudo. Son muchos, por lo demás, los textos evangélicos que relatan las obras buenas de Jesús en favor del hombre. De modo que san Pedro dirá de Jesús, en uno de sus discursos a los primeros cristianos, que «pasó haciendo el bien».

Juan Pablo II nos dice que «la caridad de los cristianos es la prolongación de la presencia de Cristo que se da a sí mismo». Sí, Cristo desea seguir haciendo el bien entre nosotros y en nuestros días mediante los cristianos. Cristo desea seguir liberando al hombre de las necesidades materiales, de las enfermedades, de las calamidades naturales, de los males espirituales mediante los cristianos.

De verdad que es hermoso constatar la generosidad de tantos millones de cristianos para socorrer en cualquier parte del mundo a los más necesitados. De verdad que Cristo debe estar contento porque puede continuar haciendo el bien en la historia de los hombres mediante los cristianos. Al mismo tiempo, como creyentes cristianos, hemos de hacernos algunas preguntas: ¿Hago yo personalmente todo el bien que puedo hacer? ¿Busco que otros, singular o comunitariamente, hagan el bien? ¿Cuál es el tipo de bien que más me gusta hacer: el material, el espiritual o ambos a la vez? ¿Estoy convencido de que a través de mí, Cristo glorioso continúa presente entre los hombres haciendo el bien? Y no olvidemos que hacer el bien desinteresadamente a los hombres es una manera estupenda de liberarlos.

Jueves de la V Semana del Tiempo Ordinario

Mc 7, 24-30

Los judíos se consideraban hijos predilectos de Dios y pensaban que los paganos no eran más que perros. Y Jesús contestó a esta mujer afligida repitiendo el refrán despectivo de los judíos. Nos resulta extraña esta actitud del Señor. Pero probablemente Jesús quiso probar la fe de ella. Quería probar hasta dónde llegaba su fe.

Y la actitud de ella es una enseñanza enorme para nuestra poca paciencia, para nuestra escasa fe. Porque ella insistió aún cuando en apariencia era rechazada por Dios mismo, era despreciada por Dios mismo. Y ella insistió, con humildad. Ella…, no se justificó. No le dijo a Jesús: yo soy buena…, yo no hice ningún mal… Ella aceptó lo que el Señor le dijo y manifestó humildemente su “necesidad” de Dios. A pesar de su dolor…, no rechazó a Jesús, por el contrario, le volvió a pedir con humildad, exponiéndose a ser de nuevo duramente rechazada.

Y Jesús…, hizo el signo. Jesús llegó a su vida y la transformó. Curó a su hija. El Señor quedó admirado de la fe de esa mujer pagana, y no pudo resistir esa súplica humilde, respetuosa e insistente. Una vez más Jesús encontró más fe fuera de su pueblo que entre los suyos.

El diálogo de esta mujer con Jesús es una muestra de cómo debe ser nuestra oración. Esta mujer que no era judía y no había escuchado hablar del Mesías…, ni del Reino de Dios…, ni de la promesa de salvación… Ella simplemente se dirige al Señor y dialoga con Él. Y consigue la curación de su hija porque su oración es perfecta.

La mujer tiene “fe en el poder de Jesús”. Una fe que no se debilita ni siquiera con las dificultades que encuentra. La mujer es “humilde”, se reconoce pecadora y comprende que no tiene derecho a que el Señor la oiga, pero se conforma con las migajas. La mujer tiene “confianza” en la misericordia de Jesús y en que no la va a dejar irse con las manos vacías. La mujer “persevera” en su petición a pesar de que Jesús la desalienta. La mujer “pide lo que le sale del alma”. Pide por “la curación de su hija”.

El Señor no puede resistir esta oración y realiza el milagro. Este evangelio tiene que llevarnos hoy a analizar cómo es nuestra oración. Qué y cómo pedimos a Dios. Esta mujer nos muestra cómo acercarnos a Jesús, con fe, con humildad, con confianza y sin exigir. Si así lo hacemos, el Espíritu entra en nuestra vida, la cura y la transforma.

Miércoles de la V Semana del Tiempo Ordinario

Mc 7, 14-23

En la religión judía, un punto muy importante era mantenerse puro, pues no se podía participar en el culto sin poseer ese estado de pureza. La palabra pureza no tenía para ellos el mismo sentido que le damos ahora. Hombre puro era el que no se había contaminado, ni siquiera por inadvertencia, con alguna de las cosas prohibidas por la Ley.

Por ejemplo, la carne de cerdo y de conejo era considerada impura: no se debía comer. Una mujer durante su menstruación o cualquier persona que tuviese hemorragias eran tenidas por impura durante un determinado número de días, y nadie debía ni tocarlas siquiera. Un leproso era impuro hasta que sanara. Si caía un bicho muerto en el aceite, éste se hacía impuro y se debía tirar, etc. Todo el que se hubiera manchado con esas cosas, aunque no fuera por culpa suya, tenía que purificarse, habitualmente con agua, y otras veces pagando sacrificios.  Estas leyes habían sido muy útiles en un tiempo para acostumbrar al pueblo judío a vivir en forma higiénica. Servían, además, para proteger la fe de los judíos que vivían en medio de pueblos que no conocían a Dios.

Jesús quita a estos ritos su carácter sagrado; nada de lo que Dios ha creado es impuro; a Dios no lo ofendemos porque hayamos tocado a un enfermo, un cadáver o alguna cosa manchada con sangre. Tampoco faltamos a Dios, porque comamos una cosa u otra. Lo que ofende a Dios es el pecado y el pecado, es siempre algo que hacemos plenamente conscientes, es algo que sale de nuestro corazón. No es pecado algo que hacemos sin advertirlo, porque para que haya ofensa a Dios, tiene que haber intención de nuestra parte de hacer algo que lo ofenda.

Una cosa externamente mala, puede no serlo por falta de conocimiento o por falta de voluntad de hacerla. Y por el contrario, una cosa externamente buena puede no haber sido hecha con rectitud de intención y perder todo su valor.

Nuestro Señor proclama el verdadero sentido de los preceptos morales y de la responsabilidad del hombre ante Dios. El error de los escribas consistía en poner la atención exclusivamente en lo externo y abandonar la pureza interior o del corazón.

La pureza del corazón y la santidad es una meta para todos los bautizados.

Martes de la V Semana del Tiempo Ordinario

Mc 7, 1-13

Hoy también podemos caer en la tentación de darle más valor a los preceptos de los hombres que al precepto con mayúscula de Dios, el precepto del amor. El pueblo judío, con el tiempo, se había cargado de normas, en cuyo origen había estado el cumplimiento de obligaciones para con Dios. Pero en la época de Jesús, muchas de esas normas, eran solo signos exteriores, que perdían de vista lo verdaderamente importante. Jesús les repite las palabras del profeta Isaías: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.

A Dios no se le puede honrar sólo con manifestaciones exteriores, se le debe honrar en espíritu y en verdad. Y el Señor, no se pronuncia “contra la ley” ni “contra las exteriorizaciones de la ley”. Jesús, fue respetuoso de las leyes de su pueblo, como lo fueron José y María, pero siempre antepuso “el hombre” a la “ley”. Siempre antepuso el amor.

A la luz de este evangelio, tenemos que analizar ¿qué ve en nosotros Jesús hoy? ¿Cómo actuamos? ¿Cumplimos con los ritos sólo exteriormente, o verdaderamente lo que nos mueve es el amor?

El Señor quiere y espera de nosotros que pongamos empeño en ser limpios de corazón. Los ritos de purificación, de limpieza del pueblo judío, eran simples manifestaciones exteriores, y Jesús les muestra que lo que verdaderamente es importante no es tener “limpias” las manos, sino el corazón. Centrarse sólo en los ritos es vivir una religión exterior vacía, una religión que reemplaza a la auténtica fe. El Señor nos quiere libres, dispuestos a cambiar aquello que haya que cambiar, para no perder lo verdaderamente importante. Lo que debe gobernar nuestros actos es el amor al prójimo y la rectitud de intención en toda circunstancia.

Lunes de la V Semana del Tiempo Ordinario

Mt 6, 53-56

La enfermedad y el sufrimiento han sido siempre uno de los problemas más graves del hombre. En la enfermedad el ser humano experimenta su impotencia y sus límites. La enfermedad puede conducir a la angustia, a replegarnos en nosotros mismos y a veces, incluso, a desesperarnos y a rebelarnos contra Dios. Pero puede hacernos más maduros, enseñarnos lo que es esencial en la vida. Con mucha frecuencia, la enfermedad nos empuja, como en el caso que relata el Evangelio, a la búsqueda de Dios. A un retorno a Él.

La compasión de Jesús hacia los enfermos y sus numerosas curaciones de toda clase, son un signo de “que Dios ha visitado a su pueblo” y de que el Reino de Dios está muy cerca. Jesús no quiso solamente curar, sino también perdonar los pecados. Vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo. Es el médico que los enfermos necesitan. Su compasión hacia todos los que sufren lo lleva a identificarse con ellos. “Estuve enfermo y me visitaron”, les dice en una ocasión a sus discípulos.

A menudo Jesús pide a los enfermos que crean. Se sirve de signos para curar. Los enfermos tratan de tocarlo porque salía de Él una fuerza que los curaba a todos. Así, en los sacramentos, Cristo continúa tocándonos para sanarnos. Conmovido por los sufrimientos del hombre, Jesús no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que hace suyas sus miserias: “Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades”

Jesús no curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signos de la venida del Reino de Dios. Anunciaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua. En la Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal. Por su pasión y su muerte en la Cruz, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces este nos configura con Él y nos une a su Pasión redentora.

Pidamos a María que siempre que suframos alguna enfermedad del cuerpo o del alma, ella nos ayude a acudir a su Hijo Jesús con las mismas ansías que lo hacían los discípulos del Evangelio. Ellos se sentían necesitados y enfermos y sabían que el Señor podía curarlos.

Sábado de la IV Semana del Tiempo Ordinario

Mc 6, 30-34

Ante una sociedad que afanosamente reclama orientación, es urgente que todos los cristianos nos unamos bajo un mismo Pastor, el Buen Pastor. Porque la primera orientación que Cristo ofrece a los hombres es precisamente la unidad en la verdad y en la caridad.

Siendo muchos los siglos en que las divisiones han prevalecido, los pasos en el camino hacia la unión plena (campo de la doctrina dogmática y moral) son lentos y progresivos. No debe extrañarnos. Los expertos y responsables de las Iglesias irán, con la ayuda de Dios, deslindando los diversos temas y ofreciendo las soluciones más correspondientes al designio de Dios.

Nosotros fijémonos en que, si es mucho lo que nos divide, es mucho más lo que nos une. Promovamos con nuestra palabra y con nuestra vida la unidad en la verdad, pero por igual y mucho más la unidad en el amor hacia todos los cristianos, en el respeto hacia los miembros de otras Iglesias, en la colaboración para fomentar y defender los fundamentales valores humanos y cristianos…

Que en esta labor unitaria nos guíe siempre Cristo Pastor, el único Pastor de todos. Unidos bajo un mismo Pastor podremos más fácilmente y con mayor eficacia ser verdaderos guías para nuestra sociedad.