Lunes de la XXXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 17,1-6

¡Cuántos escándalos se suscitan cada día tanto en nuestras comunidades como en la sociedad en general! Se ha hecho del chisme y de la crítica, un negocio. Con morbo se busca cualquier detalle que pueda ser «noticia». Han proliferado los paparazzi que indagan en la intimidad de las personas y exponen sus errores y equivocaciones para el morbo y la comidilla de todos. Y muchas veces así se esconden o disimulan las verdaderas noticias que afectan a la vida de todo el pueblo. Se exhibe y se le da más importancia al desliz o caída de un artista o de cualquier personaje de cierta notoriedad que a sucesos que son de mucha importancia. Se juega con los sentimientos de las personas y con su intimidad, y se les exhibe impúdicamente en programas que denigran la dignidad de las personas.

Se ha hecho del escándalo un negocio explotando la curiosidad y el morbo de un público ansioso de nuevas noticias.

¿Cómo resuenan las palabras de Jesús en este ambiente? Condena abiertamente todo escándalo que daña la mente de inocentes y denigra a las personas. ¿Cómo hacernos conscientes del daño que se causa a los pequeños cuando se ha llegado a hacer del escándalo la comidilla de todos? Todos hemos contemplado a pequeños niños y niñas imitando sin ningún rubor las actitudes, los insultos, las provocaciones, que han visto hacer a sus ídolos y buscan imitarlos.

En este día necesitamos reflexionar sí nosotros no somos causa de escándalo para los demás. Nuestros actos, nuestras palabras, el ejemplo que otros esperan de nosotros, pueden dañar a mentes inocentes cuando no corresponden a la verdad, a la justicia y al verdadero amor. Cada una de nuestras acciones tiene una resonancia, si es buena, para crecimiento y construcción; si es perversa, para destrucción y daño de toda la comunidad. Cada acto tiene una responsabilidad social.

Que tu actuar sea siempre para sembrar esperanza y fe. Esa fe que nos hace transformar la realidad, esa fe que nos ayuda a superar odios y venganzas, esa fe que nos lleva a mirar cómo hermanos a todas las personas.

La verdadera fe es silenciosa pero fructífera, el verdadero amor acoge aún al enemigo y no necesita gritos ni alaridos para llamar la atención. Hace menos ruido el bien que el mal, pero permanece y da frutos.

¿Cómo vivimos hoy esta palabra?

Sábado de la XXXI Semana del Tiempo Ordinario

Lucas 16, 9-15

Porque Jesucristo “conoce vuestros corazones”, nos advierte de tres peligros muy sutiles que pueden aparecer en la vida espiritual diaria.  “El que es fiel en lo poco, también es fiel en lo mucho”. La ley del amor, que es la que Cristo ha venido a traer al mundo, es la del amor sin medida. En el amor no hay mucho ni poco, o se ama o no se ama. Puede ser que las consecuencias de un acto hecho sin amor sean pequeñas o grandes pero cuando se ha faltado al amor se ha dejado de amar en ese acto concreto.

Si no sabemos usar correctamente las riquezas injustas y ajenas, es decir, todo lo material que es externo a nosotros y por lo tanto no nos pertenece con totalidad, mucho menos seremos capaces de manejar con corrección las riquezas verdaderas y propias, que son las cosas espirituales que en verdad son propias de cada hombre. Del mismo modo quien no ama a los hombres a quienes ve, no puede decir que ama a Dios a quien no ve; si no somos ordenados y justos con las cosas materiales, que vemos, menos lo seremos en las cosas espirituales, que no se ven.

“No podemos servir a Dios y al dinero”. El dinero representa el humano interés. Nuestro corazón desea hacer el bien, pero ¿lo hacemos para servir a Dios o a nosotros mismos? Cuando nos ocurre una desgracia fácilmente nos preguntamos: “¿por qué a mí?” ¿No será que durante los momentos de tranquilidad hemos sido buenos por inercia, pero no por amor a Dios, de tal manera que cuando su voluntad contradice la nuestra ya no somos generosos?

Viernes de la XXXI Semana del Tiempo Ordinario

Lc 16, 1-8

Esta parábola podría causar un escándalo a más de uno.  ¿Cómo Cristo se atreve a poner de modelo a un hombre y además no muy honrado y que a la hora de ser descubierto se pone a hacer negocios con el dinero que no es suyo?

No es que Cristo justifique la conducta del administrador, sino que pone en evidencia algo que todos nosotros conocemos y vivimos a diario.  Es triste comprobar, y se podían multiplicar las historias de cómo se pone tanto entusiasmo, tanta dedicación y hasta inteligencia en las cosas del mundo, mientras nos mostramos tacaños y mezquinos para entregarnos a las cosas de Dios.

Es sorprendente como se organizan los que hacen el mal, el crimen organizado, las mafias de drogas, etc., ¿por qué no se pone igual empeño en hacer el bien?, ¿por qué esos talentos y capacidades no se usan para progresar de una manera justa y equitativa? 

Es duro comprobar que en nuestro mundo se hace cruelmente cierta la afirmación de Jesús que los que pertenecen a este mundo, son más hábiles en sus negocios que los que pertenecen a la luz.

Es más fácil encontrar a un amigo que nos quiera acompañar a emborracharnos, o a irnos de fiesta, que alguien que nos quiera a acompañar a apoyar a quien necesita ayuda, a predicar la palabra de Dios o a solucionar algún problema social de nuestra comunidad.

Qué difícil es mover las voluntades para que se comprometan en serio por un cambio en nuestro mundo.  Quizás una pequeña ayuda, una limosna, no sean tan difícil de obtener, pero un verdadero compromiso nos cuesta mucho.

Jesús cuando propone su Reino e invita a sus discípulos a seguirlo es muy consciente de esta tendencia de todos los humanos.  Sin embargo, no disminuye para nada su propuesta y su compromiso.  Corre el riesgo de quedarse solo antes que adulterar el Evangelio.

Hoy tendremos que hacer una reflexión profunda y comprobar si estamos siguiendo a Jesús o bien nos hemos acomodado a los intereses del mundo y disimulamos los compromisos.

Cristo necesitas personas dinámicas, comprometidas, listas para anunciar el Evangelio en todos los lugares y para proponer el Reino en todas las circunstancias, también cuando parece que todo está perdido, ahí se necesita más la presencia de Dios.

¿Cómo lo estamos haciendo nosotros?

Jueves de la XXXI Semana del Tiempo Ordinario

Lc 15, 1-10

En este capítulo, san Lucas ha recogido quizás las más bellas parábolas que Jesús dijo, pues son las que nos expresan el infinito e incansable amor de Dios por nosotros sus hijos.

Dios nos ama… Tenemos que meternos esta idea no solo en la cabeza sino en el centro de nuestro corazón. Nos ama a pesar de nuestras debilidades y errores… nos ama como somos, aunque busca continuamente que salgamos de nuestra miseria.

No es un Dios que está siempre acusando sino es un Dios que está siempre salvando. ¿De dónde salió la idea de que Dios es un policía? No lo sé! Pero lo que sé es que tenemos que cambiarla pues Jesús nos ha revelado que Dios es un Dios amoroso que se alegra cuando uno de nosotros decide dejar su vida de pecado para iniciar un camino de conversión en su amor. Jesús ha venido por ti y por mí no porque somos buenos sino porque somos pecadores.

Jesucristo, una vez más, nos muestra cuál es la misión para la que se ha encarnado. No vino para ser adorado y servido por los hombres. No vino como un gran rey, como un poderoso emperador,… sino que se hizo hombre como un simple pastor, un pastor nazareno.

Se hizo pastor porque su misión es precisamente ésta: que no se pierda ninguna de sus ovejas. Jesús vino al mundo para redimir al hombre de sus pecados, para que tuviera la posibilidad de la salvación. Nosotros somos estas ovejas de las que habla la parábola, y nuestro Pastor, Jesucristo, irá en busca de cada uno de nosotros si nos desviamos de su camino.

Aunque le desobedezcamos, aunque nos separemos de Él, siempre nos va a dar la oportunidad de volver a su rebaño. ¿Valoro de verdad el sacramento de la Penitencia que hace que Cristo perdone mis faltas, mis ofensas a Él? ¿Me doy cuenta de que es precisamente esto lo que es capaz de provocar más alegría en el cielo? ¿Con cuánta frecuencia acudo a la confesión para pedir perdón por mis pecados?

Miércoles de la XXXI Semana del Tiempo Ordinario

Lc 14,25-33

En el Evangelio de san Lucas de hoy, aparece Jesús con una gran muchedumbre que lo sigue, sin embargo, bien sabe Jesús que hay de seguimientos a seguimientos.  Que algunos buscan contemplar milagros, que otros esperan ver maravillas, pero qué pocos son los que lo seguirán por caminos difíciles. 

Por eso hoy nos plantea tres grandes señales del verdadero discípulo: preferirlo a la familia y aún a uno mismo, cargar la cruz y renunciar a todos los bienes.  Cada sentencia concluye diciendo quien no haga esto no puede ser mi discípulo, es decir, hay que tener libre el corazón.

Algunos expresan sus dudas como si este pasaje nos pusiera en conflicto entre familia y seguimiento de Jesús.  Ciertamente habrá alguna ocasión en que ambas se opongan rotundamente, pero muchas veces el cumplimiento con la familia, el amor a los padres, el cuidado de los hijos, adquieren un relieve mucho más importante cuando se sigue a Jesús.

Hoy, Jesús nos quiere dejar muy bien claro que su seguimiento implica la forma de la pobreza: pobreza de bienes materiales, pobreza de afectos, pobreza de intereses, para ponerse incuestionablemente a disposición de Jesús.  Hay que dejarlo todo para ponerse detrás de uno, hay que cargar la propia cruz para seguir al que dio vida desde la cruz.

En estas sentencias nos muestra Jesús la imposibilidad de servir a dos señores.  Parecería que estamos perdiendo la vida, pero es la única forma de encontrarla, y aquí san Pablo en la primera lectura de este día, nos invita a no tener con nadie otra deuda que la del amor mutuo.  Son palabras que expresan la radicalidad del seguimiento de Jesús, porque Él nos ha dado ese ejemplo.  El que ama ha cumplido toda la ley, pues el cumplimiento de la Ley consiste en amar.

Cristo ha amado a plenitud, nos sigue amando. Si de verdad nos decimos sus discípulos tendremos que vivir amando como Él y hacerlo a plenitud.  Cristo no admite medias tintas, es entrega completa.

Que hoy, cada uno de nosotros vivamos este amor y este seguimiento en cada momento, en cada acción y en cada uno de los hermanos.

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

En este día dedicado a la memoria de todos los fieles difuntos, nuestro recuerdo se dirige especialmente hacia aquellos conocidos, amigos y familiares nuestros que han dejado este mundo.

Su muerte quizás nos hace sentir con mayor profundidad la brevedad de la vida presente y nos lleva a hacernos preguntas como éstas: ¿Dónde están nuestros difuntos? ¿Hacia dónde vamos nosotros, destinados también a la muerte? ¿Qué sentido tiene la muerte? ¿No será la muerte la última manifestación del “sin sentido” de la vida? Este carácter absurdo y misterioso de la muerte, nosotros como cristianos sólo lo podemos iluminar con la fe, con la luz que surge de este doble acontecimiento: Jesús murió; Jesús resucitó.

“No llores”.  De algún modo aquel “No llores” que dijo Jesús a aquella viuda a la salida de Naín, podemos escucharlo como dicho a cada uno de nosotros cuando recordamos a nuestros difuntos. Porque si Dios no nos devuelve a nuestros difuntos, sí nos dice que ellos viven, viven felices por y en su amor. No nos devuelve la compañía de nuestros difuntos, pero nos asegura que es posible una comunión real entre ellos y nosotros.

Es lo que hoy, en esta Conmemoración de los fieles difuntos, celebramos. Y nuestra oración, especialmente en esta Eucaristía, es la expresión muy real de esta comunión entre ellos y nosotros.  Dios salvador da vida plena.

Es natural que el hombre muera, como muere todo lo que sobre la tierra vive. Pero hay al mismo tiempo en el hombre un deseo de inmortalidad, de que la vida no termine. Y la voluntad del Dios salvador que se nos ha dado a conocer por Jesucristo es hacer realidad este anhelo del hombre: la voluntad de Dios es que el hombre viva, que la muerte inevitable sea una puerta que se abre a una vida superior, plena, de comunión participativa con la felicidad de Dios. 

Con frecuencia, en nuestro modo de hablar espontáneo, tendemos a compadecer a los que mueren: “Pobre, tan joven…” o “Pobre, no ha podido ver crecer a los nietos que tanto quería”, etc., etc. En realidad, si fuéramos más capaces de una mejor visión de la verdad de las cosas, deberíamos compadecernos de nosotros y alegrarnos por ellos.

Los difuntos no viven en una especie de reino de sombras, sueños o irrealidades -como a veces parece que imaginemos- sino que viven en la realidad más viva y plena que es el Reino de Dios, aquel Reino que Jesús tantas veces compara a una gran fiesta, a un banquete gozoso y multitudinario. Son ellos los felices, ellos llegaron ya a la meta querida por el Dios de amor total; nosotros somos los que estamos aún en esta etapa difícil que es camino y no meta. El abrazo purificador de Dios.

Por eso, nuestra oración de hoy, nuestra oración de comunión con nuestros difuntos, debe estar penetrada de esperanza. Porque, como dice el nuevo Catecismo (n. 1037), “es necesario un desprecio voluntario a Dios que persista hasta el final” para que un hombre se vea privado de vivir en la comunión de amor con Dios (aquella privación que denominamos “infierno”). Y no creemos que ninguno de nuestros difuntos que nos han querido viviera en este desprecio voluntario y definitivo a Dios.

Por eso podemos abrirnos con confianza a la esperanza. Sabemos que todo hombre, antes de poder vivir en esta inmensa felicidad que es el cielo -lo que san Pablo llama “la libertad gloriosa de los hijos de Dios”– es purificado de todo aquel polvo que arrastra de su paso por el camino terrenal. Una purificación que no es castigo sino el abrazo amoroso y renovador con que Dios recibe al hombre. Los teólogos dicen que el purgatorio no es un lugar o un tiempo -no es una especie de sala de espera- sino este estado de purificación con que el fuego del amor de Dios renueva -da nuevos ojos para ver y mejor corazón para amar- a todos sus hijos llamados por gracia a compartir su plenitud de vida.

La oración cristiana se caracteriza porque está tan llena de confianza en Dios que nos atrevemos a pedirle todo lo que deseamos. En nuestra vida de cada día, es a quien sabemos que más nos quiere a quien más nos atrevemos a pedir. Por eso, nosotros pedimos a Dios lo que anhelamos, con toda confianza. Y hoy pedimos eso: que todos nuestros hermanos difuntos, especialmente aquellos que conocimos y quisimos, vivan en su felicidad. Y pedimos también que algún día nosotros compartamos esta felicidad. En una comunión plena de la que es inicio la comunión en la oración. Y más aún, la comunión con Jesús, el que ha abierto definitivamente las puertas del Reino de Dios, del Reino de los cielos.

Cada Eucaristía proclama y reactualiza la muerte victoriosa del Señor. De modo especial, hoy incorporamos a nuestra celebración el recuerdo de la muerte de nuestros hermanos difuntos. Porque creemos que, vinculada a la de Jesús, también para ellos la muerte fue un acontecimiento de salvación.

Que esta Eucaristía sea a un tiempo recuerdo eficaz de la muerte de Cristo y confesión gozosa de su resurrección, plegaria piadosa por todos los fieles difuntos y expresión de nuestra voluntad de vivir y de morir por el ejemplo y la fuerza de Jesús.

TODOS LOS SANTOS

Hoy celebramos la fiesta de Todos los Santos.  En este día la Iglesia recuerda a todos los hombres y mujeres buenos y justos, conocidos o desconocidos que han pasado por este mundo haciendo el bien.

Entre estos santos que hoy celebramos, puede que haya algún familiar, algún amigo que hayamos conocido.  Ellos nos han dado las mejores lecciones de cómo vivir en familia, cómo vivir la amistad, cómo vivir en sociedad.  Seguro que todos podemos recordar a alguna persona que ha vivido en santidad.  Todos podemos recordar a alguien que ha sido un ejemplo de vida, un santo, es decir, un hombre o mujer que ha sido un verdadero regalo, que Dios puso junto a nosotros y que nos enseñaron tantas cosas buenas.

Nosotros conocemos a algunos Santos, a nuestros patronos, los patronos de nuestros pueblos.  Conocemos otros Santos, que la Iglesia ha querido canonizar y están en los altares.  Conocemos también a otros santos más cercanos, que han vivido junto a nosotros y que es posible que aún los lloremos cuando pensamos en ellos: familiares, amigos, vecinos que han dejado un gran vacío en nuestras vidas.

Estos hombres y mujeres vivieron una vida de bondad, de fe, nos ayudaron a creer en Dios, a confiar en Dios.  Muchos de ellos han vivido una vida oculta, callados, sin darse a conocer, pero han vivido una vida santa.  Estos son los santos que hoy celebramos en esta fiesta de Todos los Santos.

Entre ellos no hay distinción de razas, ni de pueblos, ni de clases sociales, han nacido y vivido en todos los pueblos de la tierra. 

Algunos de estos santos han trabajado en la vida social, política, sindical, comprometidos y trabajando por  la justicia y la paz de sus pueblos, de sus gentes; otros han vivido lejos de la tierra en que nacieron, en tierras de misión queriendo ayudar a vivir, a enseñar la verdad; otros han vivido aquí cerca, con una vida callada, quizás sus acciones de misericordia no llamaban demasiado la atención, visitaban a ancianos en su soledad, les hacían pequeños favores, los visitaban; en una palabra, hacían el bien a todos aquellos que los necesitaban.

Hoy, todos estos hombres y mujeres viven con Dios, llenos de gozo y de alegría y desde el cielo nos acompañan en nuestra vida.  Podemos sentir su presencia cerca, muy cerca de nosotros porque no se han ido de nuestro lado.

Al celebrar esta fiesta de Todos los Santos, Dios nos llama a todos a ser santos, a que la santidad sea la meta de nuestra vida.  Sin embargo, nos damos cuenta que para muchas personas la meta de su vida no es buscar la santidad.  Para muchos la meta de su vida es tener un buen trabajo, tener una familia, viajar, tener un buen coche, tener muchos amigos, tener una buena posición social, ser inteligente, etc.  Y todo esto es legítimo, está bien, siempre y claro está que para obtener estas cosas no tengamos que sacrificar a otros ni tengamos que dejar de ser honrados.  Tener muchas cosas no nos da siempre la felicidad, sobre todo cuando descubrimos que otros no tienen ni lo mínimo para sobrevivir.  Nuestra máxima aspiración en la vida debe ser buscar la santidad.

Y ¿cómo podemos ser santos?  El Evangelio nos propone el camino de las bienaventuranzas para llegar a ser santos. Las bienaventuranzas son, a la vez que el motivo de santidad de todos los santos, el camino de la santidad para todos nosotros.

Dichosos los pobres de espíritu, los que son sencillos y humildes; los que, por no tener, es más fácil que confíen en Dios que los que tienen, que confían en sus bienes. Se puede ser más feliz viviendo la pobreza de espíritu que estando esclavo del espíritu de riqueza, que estando pendiente del tener, el poder y el gozar.

Dichosos los sufridos, los que tienen capacidad de aguante ante las adversidades y no responden con violencia a los contratiempos de la vida y de la convivencia. Se puede ser más feliz controlando la violencia que todos llevamos dentro que teniendo agresividad. Se puede ser más feliz renunciando a los propios derechos, por amor, que estando continuamente reclamando los derechos que uno tiene.

Dichosos los que lloran. Dichosos los que afrontan con entereza el dolor y las lágrimas, porque después de llorar con todas las ganas podrán reír con todas las ganas. Se puede ser más feliz asumiendo el dolor y las lágrimas que huyendo de él.

Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, dichosos los que quieren que la voluntad de Dios se cumpla; la justicia es lo que se ajusta a la voluntad de Dios. Se puede llegar a la plenitud de la felicidad cumpliendo la voluntad de Dios, porque su voluntad es nuestra felicidad, más que si nos dedicamos a cumplir nuestra caprichosa voluntad.

Dichosos los misericordiosos.  Se puede ser más feliz siendo comprensivo, siempre, con los pecados y las miserias de los demás que “llevando cuentas del mal”, porque el amor no lleva cuentas del mal, olvida las ofensas.

Dichosos los que trabajan por la paz. Se puede ser más feliz viviendo reconciliados con Dios, con uno mismo y con los demás, que viviendo enemistados y divididos.

Este es el camino de la santidad, el camino que millones de personas como nosotros han recorrido y están recorriendo, con dificultades, pero con fe y confianza en la ayuda del Señor.

Sábado de la XXX Semana del Tiempo Ordinario

Lucas 14, 1.7-11

La humildad es una ley del Reino de los Cielos, una virtud que Cristo predica a lo largo de todo el Evangelio. En este pasaje de San Lucas, Cristo nos invita a dejar de pensar en nosotros mismos para poder pensar en los demás. ¿Por qué? Los que se ensalzan a sí mismos sólo piensan en sus propios intereses y en que la gente se fije en ellos y hablen de ellos.

Eso se llama egoísmo, un fruto del pecado capital de la soberbia. Y un alma soberbia nunca entrará en el Reino de Dios, porque el soberbio no puede unirse a Dios. ¿Cuál es la motivación que da Jesús para la vivencia de la humildad? El amor a los demás, al prójimo.

La razón es que yo, al dejar de ocupar los primeros puestos, o ceder el querer ser el más importante, estoy dejando el lugar de importancia a mi hermano o hermana. Se trata de un acto de caridad oculta, que sólo Dios ve y, ciertamente, será recompensado con creces.

Esta es la actitud que Cristo nos invita a vivir hoy. A dejar a mis hermanos los mejores puestos por amor a ellos y a Dios. Cristo mismo nos dio el ejemplo, cuando lavó los pies a los discípulos, siendo que los discípulos eran los que debían lavar los pies a Cristo.

Podemos vivir hoy la virtud de la humildad, dejando de pensar en nosotros mismos y dando nuestra preferencia al prójimo.

Viernes de la XXX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 14, 1-6

Jesús en este Evangelio nos enseña con su ejemplo que hay algo más fuerte que el legalismo, y es precisamente el mandato de la caridad. Entre los judíos, el día sábado era un día del todo consagrado al Señor. No era lícito hacer actividad alguna. De ningún tipo. Hasta estaban indicados los pasos que se les permitía caminar.

¿No es cierto que toda persona para poder vivir necesita del agua suficiente para su organismo?  Lo es. Sin embargo, algunas veces, por mal funcionamiento del mismo organismo, el agua retenida se convierte en una enfermedad y en un peligro para la persona.  Así la persona que retiene agua en su cuerpo, sufre hinchazón de piernas, de estómago o de las manos.  Es notorio su desajuste también en la hinchazón de la cara.

La acumulación de líquidos se produce por un desequilibrio en el nivel de líquidos del organismo.  Es decir, desequilibrio en las cosas necesarias. Lo que sucede a nivel corpóreo, con frecuencia, también sucede a nivel de relaciones y de comunidad.

Es buena la ley que regula las relaciones de la comunidad, establece tiempos y formas también de manifestar el respeto y el culto a Dios, pero cuando hay un desequilibrio y exceso en la valoración y función de la ley, puede provocar graves problemas en las relaciones.

Cristo, al curar al hidrópico, (sentenciado además la superioridad de la persona sobre el valor de la ley) nos enseña cómo debemos regir nuestras acciones.  No es más importante un burro o cualquier otro animal que una persona, dirían los campesinos de aquel tiempo; no es más importante el negocio, la ganancia o la legalidad que las personas, tenemos que decir en nuestro tiempo. Sin embargo, muchas veces se pasa por encima de las personas y con la maquinaria de las leyes y las ganancias se destruye a los individuos.

Cristo, con las acciones que nos presenta este día, con las palabras que interroga a los fariseos, nos está diciendo el valor de las personas, y no podemos nosotros, que nos decimos y somos sus discípulos, sucumbir ante las presiones de la ley, o peor aún, de las ganancias económicas, dejando a un lado lo realmente importante: la persona, su dignidad y el proyecto de Dios Padre.

Nosotros necesitamos buscar su Reinado, en medio de una humanidad afligida en dolor, pero con esperanza de salvación y liberación integral y humana.

Reconocer en cada persona un hijo amado por Dios, es el principio por el cual iniciaremos el retorno a Dios Padre.

San Simón y San Judas

Hoy celebramos a dos compañeros del Señor, miembros del círculo inmediato de los Doce y enviados por el Señor (esto es lo que quiere decir apóstol) a llevar a todo el mundo la Buena Nueva de la salvación.

A San Simón y San Judas Tadeo se les celebra la fiesta en un mismo día porque según una antigua tradición los dos iban siempre juntos predicando la Palabra de Dios por todas partes. Ambos fueron llamados por Jesús para formar parte del grupo de sus 12 preferidos o apóstoles. Ambos recibieron el Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego el día de Pentecostés y presenciaron los milagros de Jesús en Galilea y Judea y oyeron sus famosos sermones muchas veces; lo vieron ya resucitado y hablaron con Él después de su santa muerte y resurrección y presenciaron su gloriosa ascensión al cielo.

Con frecuencia nos hemos quedado con la idea de san Judas, solamente como un santo milagroso que resuelve todos los problemas y corremos el riesgo de no penetrar en lo realmente importante de su vida.

Igualmente les pasaba a los discípulos y a las multitudes que seguían a Jesús, querían milagros, resurrecciones, obras prodigiosas y descuidaban el mensaje esencial del Evangelio.

Hoy las lecturas nos invitan a reconocer la dignidad de los apóstoles y su gran misión en la transmisión del Evangelio.

San Pablo en su carta a los Efesios, insiste sobre la importancia de constituir una nueva familia, la gran familia de Dios, edificada sobre Jesús que es la piedra angular en el cimiento de los apóstoles.

Para san Pablo es importante que todos los pueblos reconozcan a Jesús como su Salvador y que se unan como una sola familia.  Nadie debe sentirse como extranjero o como advenedizo.  Esta misión la recibieron de un modo muy especial los apóstoles de Jesús.

San Lucas nos recuerda el camino que siguieron: hombres sencillos con una familia, con un trabajo, son llamados primero a convivir con Cristo, se les pide que primero sean discípulos, es decir que primero se conviertan en seguidores y conocedores de Jesús, que aceptan su vida y su doctrina, que comprenden su sueño de formar una sola familia, que experimentan en su propio corazón el amor que Jesús les tiene.

Después serán enviados a proclamar, a manifestar este amor, pero si no lo han vivido en su corazón, ¿Qué proclamarán?

En esta fiesta de san Judas y San Simón, también nosotros queremos convertirnos primeramente en discípulos que aceptamos en mensaje del Señor y espontáneamente cuando nuestro corazón este lleno de su amor, podremos también convertirnos en mensajeros que hablemos de lo que hay en lo profundo de nuestro corazón: el Evangelio.