Viernes de la XI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 6, 19-23

En este pasaje evangélico, Jesús quiere enseñarnos la manera de cómo debemos actuar en este mundo para ganarnos el cielo, que es con obras que produzcan buen fruto y también purificando nuestro corazón para amarle a Él en vez del mundo y sus placeres.

Las cosas que hagamos en esta tierra deben estar hechas según Dios, siguiendo sus designios y quereres. No es lo mismo hacer una gran obra de caridad o un muy buen servicio a alguien con el mero objeto de aparecer como el hombre más caritativo o servicial ante los demás, a realizar estos mismos actos con la intención de ser visto sólo por Dios sin querer recibir alabanzas o elogios de parte de los hombres sino con la actitud de darle gloria y agradarle con esas acciones.

La pureza de intención es necesaria para que nuestras obras tengan valor ante los ojos de Dios. Y Él nos dará nuestro justo pago por esas buenas acciones. Nada de lo que hagamos quedará sin recompensa. Sea bueno o malo. Y esa recompensa la recibiremos sea aquí en la tierra o en el cielo.

Para obrar así se requiere que nuestro corazón esté atento a las oportunidades que se nos presentan. Es verdad lo que Cristo dice acerca del corazón. Por ejemplo, está el testimonio de muchos santos que pusieron todo su corazón en los bienes del cielo y obraron de acuerdo a ello. Porque el cielo y Dios era su tesoro. Y así ganaron la eterna compañía de Dios porque toda su persona y su corazón estaban fijos en el cielo.

Purifiquemos, pues, nuestro corazón para que Cristo sea nuestro único tesoro por el cual lo demos todo.

Jueves de la XI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 6, 7-15

La enseñanza de Jesús no podía ser más simple y contundente: Orar, más que palabras es establecer y profundizar una relación con nuestro Papá.

Hay una necesidad imperiosa para el hombre de comunicarse con Dios a pesar de los muchos ruidos de que se busca llenar los vacíos, ocupando a todas horas nuestros sentidos, en el fondo descubrimos ese deseo de hablar con Dios.

Quizás, a veces, reducimos la oración del Padrenuestro a las palabras aprendidas desde niños y las repetimos mecánicamente.  Hoy, Jesús, nos invita a acercarnos a Dios con la actitud del hijo que se acerca a su padre.

El Padrenuestro es la más bella oración, brota del corazón de Jesús.  Esto mismo le enseña a sus discípulos, pero primeramente insiste en que para hacer oración no se necesita de muchas palabras.

Padre, Papá Abbá, es un término al mismo tiempo de cercanía, de confianza y de respeto.  Es así como nos anima Jesús a que iniciemos nuestra oración, poniéndonos en manos de quien sabemos que nos ama.  Esta es la premisa, para hacer oración hay que sentirse en un ambiente de amor y confiarse a las manos de Papá Dios.  Lo demás brotará fácilmente.

Padre, Abbá, es la primera palabra que un niño le dirige a su papá para expresarle reconocimiento y amor.  Pero al decir nuestro, nos abrimos a la fraternidad, no somos egoístas, no acaparamos a nuestro Dios, sino que nos sabemos hermanos, compartiendo un mismo Padre que nos ama a todos por igual.

Las peticiones de esta bella oración, cada una en sí misma nos lleva a profundizar en la providencia del Reino y nuestra participación.  La oración brota del interior de cada persona y no necesita multiplicarse indefinidamente para ser escuchada.  Es buscar la voluntad del Padre, es hacer presente su Reino y la santificación de su nombre.

Las primeras peticiones están dirigidas a la alabanza y presencia del Señor en medio de nosotros. La segunda parte está dirigida a la procuración del bienestar, liberación y protección de las personas.  Pero unas y otras se implican mutuamente.

No puede haber verdadera santificación del nombre de Dios sino hay verdadera satisfacción del hambre de los hermanos.  No puede haber presencia del Reino sino nos hemos liberado de nuestros males, injusticias, ambición y poder.

Oremos confiadamente con esta oración que el Señor nos enseñó.

Miércoles de la XI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 6, 1-6. 16-18

Unos de los peligros que nos ofrece la sociedad moderna es la superficialidad. Las relaciones se han vuelto tan rápidas, tan distantes y tan ocasionales que dan la oportunidad de aparecer como lo que uno no es.  No es raro que en los datos que se ofrecen a través del internet se cambie la personalidad, las fechas y hasta el nombre.

Se vive de ilusión y de fantasía, se teme aparecer como realmente es uno.  Esto se da sobre todo en el mundo de los jóvenes y a través de las redes del internet,  pero también se da en todos los ámbitos.  Hemos hecho de la vida una apariencia.

Jesús, hoy, nos invita a buscar lo que es valioso y a que miremos en lo profundo de nuestro corazón.  No importa nuestra apariencia, ni de los antiguos fariseos que ostentaban falsedades ni de los modernos personajes huecos que no aparecen como lo que son.  Lo importante es lo que Dios ve: el interior de cada persona.

¿Qué hay en tu interior?  Quizás frente a los demás luzcas como una persona de éxito y lleno de felicidad, pero ¿eso es lo que hay en tu corazón?

Para los fariseos, era la apariencia de la bondad, del ayuno y de la oración.  Hoy, quizás esos valores quedan atrás, pero no ha quedado atrás la hipocresía y el querer manifestarse como lo que no se es.

San Pablo le recuerda a los Corintios que para poder dar algo se necesita sembrar, que el que siembra poco, cosecha poco.  Y este ejemplo que parecería sólo del campo, tiene su actualidad en medio de nosotros, también hoy hay quien sólo es hoja y no tiene fruto; también hoy hay quien hace ruido y no tiene sustancia.  Pero san Pablo añade algo importante: la alegría verdadera.

¿Cómo están tan contentos los jóvenes comunicándose con personas que ni conocen y viven a kilómetros de distancia?  En cambio son fríos y calculadores con su propia familia y con quienes están cerca.  Es que es más fácil aparentar.

San Pablo insiste en que debemos dar, y dar con alegría y prontitud y de buena gana.  Que esta alegría y generosidad sean el distintivo del discípulo de Jesús y dejemos a un lado las apariencias.

Martes de la XI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 5, 43-48

“La venganza es dulce”, dice un dicho popular que todos hemos escuchado y quizás en alguna ocasión lo hayamos dicho o al menos pensado alguno de nosotros.

El mal que recibimos, con frecuencia no sólo nos hace el daño de ese momento en que lo recibimos, sino que se nos queda en el corazón, crece y hace mucho daño.

Hay tantas personas que viven con resentimiento y amargadas por heridas que recibieron desde su niñez y con frecuencia de personas que amaban o que debían amarlas.

En el Antiguo Testamento parece indicar que la venganza es buena y aceptable, ya que hay frases que se atribuyen esa venganza hasta el mismo Dios.

¿Es lícito vengarse?  ¿Tenemos que quedar pasivos ante las injusticias y los agravios?  Cristo rompe esta práctica y nos recuerda que sólo el verdadero amor puede romper la cadena de violencia.  Ya también en los primero acontecimientos del Génesis, la Palabra de Dios nos presentaba que la violencia no puede ser solución a la violencia.

Cuando Caín espera una condena por la sangre de Abel, el Señor le dice que nadie lo podrá matar porque recibiría un castigo mayor.  Es decir, no se soluciona el problema de sangre con más sangre.

Jesús nos dice y nos enseña con su práctica que el odio no se puede vencer con el odio, sino con el perdón y el amor.  Es fácil amar a los que nos aman, es fácil tratar bien a los que nos tratan bien, pero es difícil perdonar las ofensas, es difícil aceptar a los que se equivocan, y con frecuencia éstos están muy cerca de nosotros: nuestros familiares, los vecinos, los compañeros de trabajo, de escuela.

Si hay rencor, envidias y venganzas, el ambiente se vuelve hostil y desagradable.  Está en nuestras manos transformar nuestros ambientes y hacerlos armoniosos y pacíficos. 

El modelo que nos propone Jesús es mismo Padre Dios que hace salir su sol sobre buenos y malos.  Nada de adversarios, nada de discriminaciones, nada de venganzas.  Es el único camino para romper la cadena de violencia.

¿Seremos capaces de seguirlo?  ¿Seremos capaces de perdonar? ¿Seremos capaces de reconciliarnos?

Lunes de la XI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 5, 38-42

La ley del Talión, ojo por ojo y diente por diente, nos parece salvaje e inhumana, pero solamente en su ideología porque en la práctica se sugiere, se ejecuta y hasta se aplaude.

Las venganzas de los países, los bloqueos y condenas, la pena de muerte y muchas otras expresiones, hacen muy actual esta ley. No se diga en las comunidades y aún en la vida diaria de trabajo, de escuela o de familia. El desquite mueve muchos de los resortes interiores de la persona y si no estamos atentos, se convierte en aparente motivo legítimo para vivir. ¡Hay quien solamente vive para tomar venganza!

La ley del Talión, tan criticada, tenía y tiene su aspecto positivo: buscaba que la injusticia no quedara impune, evitar el atropello del poderoso sobre el débil y desterrar las injusticias de la comunidad. Sin embargo Cristo va mucho más allá porque la violencia siempre engendra violencia y un castigo no satisface ni al agresor ni al agredido. No se trata de callar frente a la injusticia ni de solapar la corrupción y la mentira. Se busca no entrar en la escalada de violencia y de agresiones que tanto daño nos han hecho tanto en comunidades como individualmente.

Hay muchos ejemplos de coherencia y de paz interior en medio de los conflictos. Gandhi y muchos grandes hombres han ejercido la resistencia pacífica como medio de superar la injusticia y la discriminación. Cristo no propone callarse ante la injusticia. Cuando a Él le propinaron una bofetada, reclamó enérgicamente al agresor y exigió una razón de aquel comportamiento. Pero está muy distante de esa escalada de violencia que a diario crece en revanchas y desquites.

Hemos de aprender a vivir una nueva cultura de reconciliación, de verdadera justicia. El mejor modo para destruir un enemigo, es hacerlo amigo. Y esto lo debemos aprender a vivir desde la familia, desde las parejas y los amigos. Desde la casa hemos de construir una sociedad que sea más justa, menos agresiva, más solidaria y comprensiva.

¿Qué tan dispuestos estamos a escuchar al otro cuando se ha equivocado? ¿Cómo condenamos y buscamos venganzas? ¿Qué nos dice Jesús?

Inmaculado Corazón de María

La liturgia propone esta memoria al día siguiente de la gran fiesta del Corazón de Jesús. Así, tras la solemnidad en que se celebra el corazón abierto del Salvador, hacemos un recuerdo más discreto del corazón de la madre, la toda-santa, la obra primorosa del Espíritu.

El símbolo «corazón de María» nos evoca el mundo de sentimientos de la Madre del Señor: ella conoce la alegría desbordante , pero también la turbación , el desgarro , las zozobras y angustias . María es asimismo la creyente que «guarda y medita en su corazón» los momentos de la manifestación de Jesús, ya en el nacimiento , o más tarde en la primera Pascua del niño ; el corazón de María aparece entonces como «la cuna de toda la meditación cristiana sobre los misterios de Cristo» . María es, además, modelo del verdadero discípulo, que escucha la Palabra, la conserva en el corazón y da fruto con perseverancia . María es, en fin, la mujer nueva que vive sin reservas ni cálculos el don y los afanes del amor: «el corazón de María es su amor»; «su corazón es el centro de su amor a Dios y a los hombres» (Antonio Mª Claret).

Vamos a desarrollar este último punto, comenzando por el amor a Dios. Si a María le hubieran abierto alguna vez las venas, quizá le habría sucedido, y con más razón, lo que se cuenta de un místico: le abrieron las venas, y la sangre, al caer, en vez de formar un charco, trazaba unas letras, que iban componiendo un nombre, el nombre de Dios. Hasta ese punto lo llevaba metido en su propia sangre. Tan «perdidamente» enamorado de él estaba.

María, bajo el título de su Corazón, nos muestra que la vida cristiana no estriba ante todo en someterse a una ley, asentir a un sistema doctrinal, cumplir un ritual en que se honra a Dios con los labios. Ser cristianos es vivir una relación de acogida, confianza y entrega al Dios vivo; es una adhesión personal a Cristo, Desde ahí se vivirá la obediencia a la voluntad de Dios, se acogerá la enseñanza del Evangelio, se adorará a Dios en espíritu y verdad.

Sobre el amor de María a los hombres nos habla el Papa Juan Pablo II. Jesús —decía el Papa en la encíclica Dives in misericordia, n. 9— manifestó su amor «misericordioso» ante todo en el contacto con el mal moral y físico. En ese amor «participaba de manera singular y excepcional el corazón de la que fue Madre del Crucificado y del Resucitado… En ella y por ella, tal amor no cesa de revelarse en la historia de la Iglesia y de la humanidad. Tal revelación es especialmente fructuosa, porque se funda, por parte de la Madre de Dios, sobre el tacto singular de su corazón materno, sobre su sensibilidad particular, sobre su especial aptitud para llegar a todos aquellos que aceptan más fácilmente el amor misericordioso de parte de una madre».

Pero el papa invita en otro lugar a destacar sobre todo el amor preferencial por los pobres: «La Iglesia, acudiendo al corazón de María, a la profundidad de su fe, expresada en las palabras del Magnificat, renueva cada vez mejor en sí la conciencia de que no se puede separar la verdad sobre Dios que salva, sobre Dios que es fuente de todo don, de la manifestación de su amor preferencial por los pobres y los humildes, que, cantado en el Magnificat, se encuentra luego expresado en las palabras y obras de Jesús» .

El corazón de María se muestra así como un corazón dilatado y poblado de nombres, en especial de los nombres de los últimos. Por eso la presentarán algunos como la mujer toda corazón.

Sagrado Corazón de Jesús

Hoy es un día muy especial para experimentar el amor.  Hoy celebramos la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús.

¿Por qué celebramos precisamente el corazón de Jesús y no otra parte de la persona de Jesús? Celebramos el corazón de Jesús porque en él vemos y contemplamos la expresión del amor inmenso que Dios nos tiene. 

Para un ser humano, el corazón es el lugar en donde están las fuerzas vitales.  Decirle a alguien: “Te amo con todo mi corazón”, es como decirle: “Te amo con lo esencial mío, te amo con todo mi ser”.  Decirle a alguien “corazón”, es decirle: “Eres algo esencial e importante para mí”.

Hablar del corazón de Cristo es una forma de decir que Dios es amor.  Es decir que lo esencial de Dios no es otra cosa que el amor. 

Dios es un papá que nos ama gratuitamente, que con mimos y caricias nos ayuda a dar los primeros pasos en el amor.  Dios nos lleva en brazos, cuida de nosotros y nos atrae hacia Él con los lazos del cariño, con cadenas de amor.  Dios es para nosotros como un padre que estrecha a sus hijos y se inclina hacia nosotros para darnos de comer.

A veces nos encontramos desilusionados, confundidos y nos sentimos solos, por ello tenemos que hacer una pausa en nuestra vida y experimentemos ese amor incondicional de Dios, sintamos y digamos: Dios me ama, me ama gratuitamente, me ama sin condiciones.

¿Somos capaces de sentir el amor de Dios? 

San Pablo busca la manera de sumergirnos en ese amor y nos dice que arraigados y cimentados en el amor podremos comprender la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo y experimentar ese amor que sobrepasa todo conocimiento humano, para que quedemos colmados con la misma plenitud de Dios.

El amor de Dios nos circunda por todas partes.  Seamos capaces de descubrir ese amor.  Dejémonos acariciar por Dios.  Todo este amor se hace rostro amoroso, se hace caricia concreta, se hace ojos amables y mano que levanta, en Jesús.

Y san Juan nos presenta a Jesús amando hasta el extremo, dando la vida hasta el último suspiro, lo da todo por amor.

En su simbología nos hace recordar la lanza que hace brotar sangre y agua del corazón que tanto ha amado a los hombres.

Contemplemos a Jesús dando la vida por nosotros, amándonos a más no poder, haciéndonos sus amigos, compadeciéndose de nosotros.

Día del Sagrado Corazón de Jesús, día para experimentar ese extraordinario amor. Déjate amar por Jesús.

Jueves de la X Semana del Tiempo Ordinario

Mt 5, 20-26

Jesús menciona algunas necesidades y toca en particular, el tema de la relación negativa con los hermanos. El que maldice, dice Jesús, merece el infierno.

Si en tu corazón hay algo de negativo hacia el hermano, hay algo que no funciona y te debes convertir, tienes que cambiar. La ira es un insulto contra el hermano, y ya es algo que se da en la línea de la muerte, lo mata.

No hay necesidad de ir a un psicólogo para saber que cuando se denigra al otro es porque uno mismo no puede crecer y necesita que el otro sea abajado, para sentirse alguien. Y esto es un mecanismo feo. Jesús con toda la sencillez dice: “No hablen mal el uno del otro. No se denigren, no se descalifiquen».

Y esto porque después de todo estamos caminando por el mismo camino, todos vamos en ese camino que nos llevará hasta el final. De este modo, si no se va de una manera fraterna, todos terminaremos mal: el que insulta y el insultado.

Si uno no es capaz de dominar la lengua, se pierde, y lo demás, la agresividad natural, la que tuvo Caín con Abel, se repite a lo largo de la historia. No es que somos malos, somos débiles y pecadores.

Por eso resulta mucho más fácil arreglar una situación con un insulto, con una calumnia, con una difamación, que solucionarla por las buenas.

Quisiera pedir al Señor, que nos dé a todos la gracia de poner más atención a la lengua, en relación a lo que decimos de los demás. Es una pequeña penitencia pero da buenos resultados.

Debemos pedirle al Señor esta gracia: adaptar nuestra vida a esta nueva Ley, que es la Ley de la mansedumbre, la Ley del amor, la Ley de la paz, y por lo menos podar un poco nuestra lengua, podar un poco los comentarios que hacemos sobre los demás y las explosiones que nos conducen al insulto o a la ira fácil.

¡Que el Señor nos conceda a todos esta gracia!

Miércoles de la X Semana del Tiempo Ordinario

Mt 5, 17-19

¿De qué sirve una ley si no se cumple? ¿Para qué mantener leyes que no cuidan la vida? Ahora cada día aparecen nuevas leyes y nuevas formas de evadirlas y violarlas. Pareciera que la ley queda superada. Para Cristo la ley es vida o no tiene sentido.

Es frecuente encontrar entre los grupos Evangélicos personas que se aferran con terquedad a las tradiciones del Antiguo Testamento. Hay también quien lo ignora y lo desprecia como si nunca hubiera pasado.

Cuando reflexionamos con profundidad todo el valor del Antiguo Testamento descubrimos la grandeza de un Dios que acompaña a su pueblo, que lo construye, que está a su lado. Sus profetas hablan en su nombre, buscan la justicia, lo enderezan cuando se desvía. Hay una riqueza y valor grandes en toda la historia y vivencia del Antiguo Testamento. Dios nos habla en la revelación dirigida al pueblo de Israel.

Sin embargo es como pequeña e incompleta cuando la comparamos con el Verbo que se hace carne y viene no tanto a hablarnos sino a mostrarnos y a darnos a conocer la profundidad de un Dios Trino y Uno.

Quien quiera quedar anclado en el Antiguo Testamento tendrá muchos valores, pero no tendrá la plenitud. Sin embargo el Antiguo Testamento explica, ayuda y encamina para entender mejor la revelación plena del Nuevo Testamento. Cristo no viene a quitar ni anular. No puede desconocer a los profetas ni la ley. Al contrario les da plenitud. Es el más grande de los profetas porque es el que puede hablar con mayor verdad el misterio de Dios.

Es el único y verdadero sacerdote, es el más grande legislador, el verdadero rey. Su vida, su palabra, sus enseñanzas traen al hombre plenitud.

Cada una de las expresiones tienen ahora un sentido pleno: el amor, el servicio, el perdón, la reconciliación, la manifestación de la Trinidad, el sentido de la vida que en ella tiene su origen y su fin. Cristo nos da plenitud.

¿Cómo nos hemos acercado a Jesús? ¿Con qué actitud y profundidad leemos, meditamos y vivimos las verdades enunciadas en el Antiguo Testamento? ¿Qué muestras de plenitud damos en nuestra vida al haber conocido a Jesús?

Martes de la X Semana del Tiempo Ordinario

Mt 5, 13-16

¡Cuántas veces ponemos sal a los alimentos para darles más sabor! Jesucristo usa los hechos de la vida común para darnos una enseñanza. En esta ocasión, Jesús habla con comparaciones a sus seguidores. Los compara con la sal y con la luz.

Dos signos muy bellos, muy sencillos e indispensables en la vida de toda persona: la sal y la luz.  Los dos encierran en sí mismo un simbolismo de alegría, de dinamismo, de fuerza que transforma, los dos también encierra el sentido de la donación continua, del entregarse, de la donación que genera vida.

Quizás a los dos les hemos perdido un poco de su importancia en nuestro mundo tan lleno de tantas necesidades artificiales y de tantas luces que nos encandilan.

La sal es básica para los alimentos, para su conservación, para darles sabor, pero también tiene muchos otros usos domésticos e industriales que nos llevan a mostrar cómo debe ser la vida del cristiano.

Sin la sal, el cuerpo humano se deshidrata, se descompensa y puede morir.  La sal conserva igual que un cristiano se debe preservar, no en el sentido de hacerse conservador y rígido, sino en el sentido de evitar que el mal entre en el corazón y lo corrompa.  La sal da sabor.  El discípulo no debe ser un aguafiestas que dice siempre que no, sino que debe ser alguien que proponga, que esté alerta y que ofrezca soluciones, que se arriesgue en compromisos.

Igual que la sal, igual que Jesús, quien quiera ser sal tendrá que deshacerse para poder sazonar los alimentos y la vida.  Si la sal queda concentrada y no se arriesga a desaparecer en medio de todo el alimento, se vuelve un pedazo que amarga, que lleva al vómito, que provoca asco.  Sólo cuando se pierde logra dar sabor. E igualmente la luz.

¿Por qué propondrá Jesús a sus discípulos que sean luz?  Ciertamente no para aparecer en el candelero y buscar los primeros lugares, sino como un servicio.  Quien está iluminado no puede generar oscuridad, quien tiene a Jesús, tendrá que ofrecer es luz, al mismo tiempo que la ofrece se llena más de Él.  Entre más luz genera, más luz tiene en su corazón.

Pero igual que la sal, también tendrá que arriesgarse para dar luz.  La vela se va deshaciendo poco a poco.  Quien no quiere dar servicio no puede ser luz, será fuego que destruye o abraza,  reflector que encandila, pero no luz que ilumina.

Dos imágenes de Jesús que hoy nos hacen pensar seriamente:  ¿somos sal, somos luz?