Ez 18, 1-10. 13. 30-32
Para entender mejor el mensaje profético que acabamos de oír, tenemos que apelar a nuestra propia experiencia.
¿No es verdad que muy fácilmente atribuimos a «castigos de Dios» lo que tenemos que sufrir, lo que de penoso y doloroso vamos experimentando? Y eso que ya tenemos la revelación del amor infinito de Dios en Cristo y que sabemos que todo puede tener sentido de salvación viéndolo desde el amor de Cristo a su Padre y a nosotros.
¿No es verdad que todavía solemos cargar a los demás de lo que es fruto de nuestra propia culpa? Esto es una forma disfrazada de irresponsabilidad.
Claro que siempre habrá un sentido de solidaridad en el bien y en el mal: las faltas del ambiente son también mías y cada una de mis faltas acrecienta el mal del conjunto.
El texto que hoy escuchamos es un paso adelante en la enseñanza de la responsabilidad personal: «cada uno es responsable de sus propios actos y cada uno tendrá la retribución que ellos merecen».
Mt 19, 13-15
El martes pasado veíamos a Jesús poniendo como ejemplo de conversión y actitud correcta ante el Reino de Dios la actitud de los niños. Hoy Jesús es el centro de la escena. En su tiempo, en las distintas culturas, el niño no era visto como alguien que contaba en la sociedad.
Jesús sintetiza su actitud ante los niños:» No les impidan que se acerquen a mí…» Muchos han visto en estas palabras la justificación del bautismo de los niños, pero esta frase nos habla con más amplitud de la responsabilidad que tenemos de guiar a los niños hacia Cristo desde su más tierna infancia. Los psicólogos nos hablan de la importancia determinante que la infancia tiene para toda la vida. Con las palabras, pero sobre todo con el ejemplo, con las actitudes, con los criterios, hay que comunicar la fe como realidad viva, bella, esperanzadora. Pero… «nadie da lo que no tiene». Viviendo ricamente nuestra fe nos capacitamos para comunicarla.
Vivamos así hoy nuestra Eucaristía.